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jueves, 3 de febrero de 2022

Somerset Maugham / Miedo



William Somerset Maugham

BIOGRAFÍA

Miedo

The Yellow Streak by William Somerset Maugham




      Río abajo avanzaban los dos prahos a corta distancia uno de otro. En el primero venían sentados dos hombres blancos. Habían pasado siete semanas en los ríos y ahora, ante la perspectiva de poder dormir en un lecho confortable, se sentían alegres y optimistas. Para Izzart, que estaba en Borneo desde la guerra del 14, las casas y fiestas de los indígenas habían perdido el encanto de la novedad. A Campion, recién llegado a la colonia, le divirtió en un principio todo aquello, pero ahora deseaba tanto más que su compañero llegar a un sitio donde hubiera sillas para sentarse y camas donde dormir. Los dayacos tienen fama de ser gente hospitalaria. Se desviven por atender a los visitantes. Lo malo es que sus casas carecen de las comodidades indispensables para un europeo, y, por si esto fuera poco, las distracciones que ofrecen a sus huéspedes son tan monótonas y aburridas que acaban por cansar al poco tiempo.


       Cada tarde, cuando el praho de los dos viajeros se aproximaba al desembarcadero, el jefe indígena del poblado, agitando una bandera, congregaba a los miembros más importantes del lugar con el fin de recibir dignamente a los huéspedes que llegaban. Una vez en tierra, los visitantes eran conducidos a la casa mayor, un verdadero pueblo bajo techado, sostenido sobre pilares. En la casa se entraba subiendo unos toscos escalones tallados en un trozo de árbol. Entre un batir de tambores y gongs cruzaba el pueblo la larga comitiva. A ambos lados de la calle una apretada muchedumbre de gente de color contemplaba, en cuclillas, el paso de los hombres blancos. Al fin se detenía el cortejo y los recién llegados sentábanse en limpias esteras preparadas al efecto. El jefe indígena aparecía trayendo un pollo sostenido por las patas, y, al llegar ante los visitantes, lo agitaba sobre sus cabezas tres veces mientras con grandes voces invocaba a los espíritus como testigos de los sentimientos de afecto y amistad que los visitantes le inspiraban. A continuación aparecían otros personajes trayendo huevos. Se bebía arak. Una tímida muchacha, pequeña y delicada como una flor, con el hierático rostro de una sacerdotisa, acercaba una copa a los labios de los blancos y, al vaciarla éstos, prorrumpía en gritos. Los hombres, armados de parang y escudo, iniciaban su danza, moviéndose al compás del tambor y el gong. Terminado el baile, que duraba largo tiempo, los visitantes eran conducidos a una espaciosa habitación donde la cena estaba preparada. Las muchachas servían la comida de los huéspedes con cucharillas chinas. Todos se emborrachaban un poco, quedándose de charla hasta la madrugada.
       Pero ahora, de regreso ya, avanzaban hacia la costa. Se habían puesto en camino al rayar el alba. El río era poco profundo y el agua corría, transparente y clara, sobre un fondo reluciente. La sombra de los árboles les dejaba ver una estrecha franja de cielo. El cauce del río había aumentado en las últimas jornadas, y los indígenas, para avanzar, no hacían uso de la pértiga sino de los remos. Los bambúes y los sagúes, con sus grandes hojas semejantes a plumas de avestruz; las acacias, los cocoteros, las palmeras, todos los árboles de la orilla, en fin, formaban un conjunto violento y lujurioso. Aquí y allá, escueto y pelado, solía verse el esqueleto de un tronco alcanzado por un rayo o muerto de vejez, contrastando su blancura con el centelleante verdor del paisaje. De vez en cuando aparecían algunos árboles más altos que los demás, reyes de la selva que desafiaban la altura. Las plantas parásitas se abrazaban a los árboles, escalaban las ramas, tendiendo de una a otra guirnaldas de verdes hojas, que cubrían a la selva como con un velo de novia o envolvían a veces el tronco de un árbol en una espléndida funda de verdor. Había algo conmovedor en aquel salvaje afán de crecimiento, de vida, de plenitud. Era como el osado abandono de un dios pagano que estuviese entregado al amor.
       El día declinaba lentamente y el calor se había vuelto soportable. Campion miró su viejo reloj de plata. No podía faltar mucho para llegar al término de su viaje.
       —¿Qué clase de individuo es Hutchinson? —preguntó.
       —No le conozco —repuso su compañero—, pero creo que es una excelente persona.


       Hutchinson era el Residente, en cuya casa iban a pernoctar aquella noche. Un dayaco se les había adelantado para anunciar su llegada.
       —Espero que tendrá whisky. Estoy de arak hasta la coronilla.
       Campion era ingeniero de minas. El Sultán, de paso para Inglaterra, le había conocido en Singapur, y, al saber que carecía de trabajo, le propuso que fuera a Sembulu para explorar el terreno hasta dar con algún nacimiento que pudiera explotarse. El Sultán envió instrucciones a Willis, Residente de Kuala Solor, ordenándole que diera a Campion toda clase de facilidades. Willis, a su vez, se lo encomendó a Izzart, que hablaba el malayo y el dayaco como un indígena. Aquél era el tercer viaje que hacían al interior, y Campion regresaba ya con todos sus informes. Tenían que alcanzar el Sultán Ahmed en la desembocadura del río al amanecer del día siguiente. Con un poco de suerte podían llegar a Kuala Solor por la tarde. Ambos estaban contentos de volver al mundo civilizado. En Kuala Solor había tenis y golf, mesas de billar en el Club, comida relativamente buena y todas las comodidades apetecibles. Pero Izzart deseaba retornar a la civilización por otra causa. En Kuala Solor no se vería obligado a soportar constantemente la compañía de Campion. Miró de soslayo a su compañero de viaje. Era un hombre de pequeña estatura, poseedor de una cabeza de tamaño más que regular, completamente calva. Tenía cerca de cincuenta años, no obstante lo cual se conservaba fuerte y musculoso. Sus ojos eran azules, vivaces y brillantes. Un pequeño bigote gris adornaba su labio superior. Rara vez se le veía sin su pipa de cedro entre los dientes, rotos y sucios. Muy descuidado en su aseo personal, tanto sus pantalones kaki hasta la rodilla como su americana eran de lo más andrajoso. Cubría su cabeza con un salacot abollado. Andaba por el mundo desde los dieciocho años. Conocía África del Sur, China, Méjico. Era un excelente camarada, dicharachero, ocurrente, gran aficionado a contar chistes y anécdotas, y un buen bebedor. Durante el viaje se había llevado bien con su compañero, pero Izzart no acababa de sentirse a gusto en su compañía. Aunque bromeaban y se divertían juntos y varias veces se emborracharan, Izzart no ignoraba que entre ellos no existía la menor intimidad. Pese a la cordialidad de sus relaciones, no habían pasado de ser unos meros conocidos. Izzart era en exceso sensible a la impresión que causaba a los demás, y creía ver, tras la jovialidad aparente de Campion, un temperamento frío y calculador. Sus brillantes ojos azules le desconcertaban. Por otra parte sentíase molesto y como irritado al no conocer la opinión que le merecía a Campion. Le crispaba los nervios la posibilidad de que aquel hombre, pequeño y descuidado, no le juzgara como él quería. Izzart no perdía ocasión de hacerse simpático a la gente. Le gustaba ser admirado; quería ser popular, caer en gracia a todo el mundo, lograr su amistad, en suma, para dedicarse a ella en cuerpo y alma. Porque Izzart era uno de esos hombres que gustan de tratar a los simples conocidos con la más abierta familiaridad, como si se tratara de amigos de toda la vida, aunque a veces, por temor a un chasco, tenía que refrenar sus impulsos. Creía haber notado que su efusión causaba en algunos cierta sorpresa y disgusto.
       Por una verdadera casualidad nunca había tropezado con Hutchinson, aunque tanto el uno como el otro se conocían de oídas. Tenían muchos amigos comunes de quien hablar. Hutchinson había estado en Winchester, e Izzart se alegraba de poderle decir que él había estudiado en Harrow.
       El praho dobló un recodo del río y, de pronto, vieron el bungalow que buscaban, situado sobre una pequeña eminencia. A los cinco minutos divisaron el desembarcadero y en él, rodeada de un grupo de indígenas, una figura vestida de blanco que los saludaba.
       Hutchinson era un hombre alto y grueso, con el rostro de color rojizo. Su aspecto hacía creer que se trataba de un carácter jovial y abierto, aunque pronto se llegaba a la conclusión de que era desconfiado y un tanto tímido. Estrechó la mano de los recién llegados, e Izzart se presentó a sí mismo y a continuación presentó a Campion. Hutchinson los condujo a su bungalow. Quería causar buena impresión a sus huéspedes, sin duda alguna, pero le resultaba casi imposible entablar y mantener una conversación con ellos. Los llevó fuera, a la veranda, donde encontraron vasos, whisky y soda. Se instalaron en cómodas sillas. Izzart, consciente del ligero embarazo de Hutchinson, se desató. Empezó hablando de sus comunes amistades en Kuala Solor, hasta lograr que el otro supiera que había estado en Harrow.
       —Usted estaba en Winchester, ¿verdad?
       —Sí.
       —A lo mejor conocería a Jorge Parker. Estuvo en mi regimiento. También estuvo en Winchester, pero me parece que era más joven que usted.


       El hecho de haber estudiado en aquellos colegios particulares era un vínculo que los unía por encima de Campion, el cual, seguramente, no había gozado de tal privilegio.
       Bebieron dos o tres whiskys. A la media hora Izzart llamaba familiarmente a Hutchinson “Hutchie”. Habló un buen rato sobre “mi regimiento”, en el que había obtenido un grado durante la guerra, y de los excelentes compañeros que eran los demás oficiales. Mencionó dos o tres nombres de personas a las que necesariamente tenía que haber tratado Hutchinson. Aquella gente era la que menos podía conocer Campion. Además, Izzart no tenía inconveniente en hacerle pequeños desaires cada vez que Campion se mezclaba en la conversación.
       —¿Billie Meadows? Conocí a un individuo llamado así, hace muchos años, en Sumatra —decía Campion.
       —¡Ah! ¿Sí? No creo que sea el mismo —contestaba Izzart con una sonrisa—. Billie lleva camino de ser par del Reino.
       Es lord Meadows, el de las carreras de caballos. ¿Recuerda usted que era el dueño de Spring Carrots?
       La hora de cenar se acercaba. Luego de lavarse y arreglarse un poco bebieron un par de gin pahits. Poco después sentábanse a la mesa. Hutchinson hacía casi un año que no había estado en Kuala Solor y tres meses que no veía a un blanco, ésta era la causa de que se desviviera por atender a sus invitados. No pudo ofrecerles vino; pero, en cambio, tenía abundancia de whisky, y después de cenar sacó una preciosa botella de Benedictine. Parecían todos muy alegres. Hablaban y reían. Izzart se portó como nunca. Hutchinson le pareció, a las primeras de cambio, la persona más simpática que había encontrado en su vida, e insistió para que fuera a Kuala Solor tan pronto como pudiera. Pasarían unos días magníficos. Izzart, con no muy buena intención, procuró dejar fuera de la charla a Campion. Era una manera de colocarle en el sitio que le correspondía. Hutchinson cooperó con su timidez a ello, hasta que Campion, después de dos o tres bostezos, dijo que se iba a acostar. Hutchinson le condujo a su habitación, y, al volver, díjole Izzart:
       —No querrá usted retirarse todavía, ¿verdad?
       —De ningún modo. Bebamos otra copa.
       Después de sentarse siguieron hablando hasta emborracharse de un modo discreto. Fué entonces cuando Hutchinson le dijo a Izzart que vivía con una mujer malaya y que tenía dos hijos. Les había prohibido que salieran mientras Campion estuviera presente.
       —Deben de estar durmiendo ya —dijo Hutchinson al tiempo que echaba una mirada a la puerta de su habitación—. Pero me gustaría que mañana viera usted a los niños.
       Se oyó un ligero lloriqueo, y Hutchinson, con un “¡Hola, el diablillo está aún despierto!”, se levantó y abriendo la puerta desapareció por ella. Momentos después volvía con un niño en los brazos. Una mujer le seguía.
       —Le están saliendo los dientes —afirmó Hutchinson—, y el pobrecito no puede dormir.
       La mujer llevaba puesto un sarong y una fina chaqueta blanca. Iba descalza. Era joven, con hermosos ojos oscuros, y dedicaba a Izzart una agradable sonrisa cada vez que éste le hablaba. La joven se sentó, encendiendo un cigarrillo. Contestaba a Tas preguntas de Izzart sin embarazo, pero también sin efusión. Hutchinson le preguntó si quería un vaso de whisky con soda, y ella repuso negativamente. Cuando los dos hombres volvieron a hablar en inglés, ella continuó tranquilamente sentada, meciéndose en su silla, ocupada tal vez en pensamientos que nadie lograría adivinar.
       —Es una excelente muchacha —dijo Hutchinson—. Cuida de la casa admirablemente y no me causa la menor molestia. Créame. Lo que yo he hecho es lo único que puede hacerse en un sitio como éste.
       —Pues yo nunca lo haré —sostuvo Izzart—. Un día se le puede a uno ocurrir casarse y entonces todo son inconvenientes.
       —Pero, ¿quién piensa en casarse aquí? ¿Qué vida es ésta para una mujer blanca? Por nada del mundo pediría a una europea que viniese.
       —Cuestión de gustos. Si llego a tener hijos, prefiero que su madre sea una mujer blanca.
       Hutchinson miró al niño bronceado que tenía entre sus brazos. Sonrió ligeramente.
       —Es extraño lo que se llega a quererlos —murmuró. Cuando son de uno parece como si no importara el color.
       La mujer miró al niño y, levantándose, dijo que iba a acostarse.
       —Me parece que será mejor que nos vayamos todos. Dios sabe la hora que es.
       Izzart se fué a su habitación, abriendo las persianas que su boy Hassan, que le acompañaba en el viaje, había cerrado. Apagó la luz para no atraer a los mosquitos, y sentándose junto a la ventana contempló la estrellada noche. El whisky bebido le hacia permanecer despierto, sin que sintiera el menor deseo de acostarse. Se quitó los pantalones, se puso un sarong y encendió un cigarro. Se le había ido el buen humor. La culpa la tenía aquella mirada de cariño que Hutchinson dirigió a su hijo.
       —No tienen derecho a tenerlos —murmuró para sí—. Jamás tendrán esos niños la oportunidad de ser algo en la vida…
       Se pasó las manos por sus piernas peludas. Al hacerlo se estremeció ligeramente. Aunque había hecho todo lo posible para evitarlo, sus piernas parecían dos palillos. Las odiaba. Continuamente tenía conciencia de ellas. Eran como las de los indígenas. Aunque eran también muy a propósito para llevar botas de montar. Recordó la buena figura que hacía en otro tiempo con su uniforme. Era alto —pasaba de los seis pies—, robusto, y poseía un pelo negro brillante y un bigote del mismo color. Sus ojos oscuros eran vivos, atrayentes. Tenía buen tipo y lo sabía, procurando vestir siempre lo mejor posible, con cierta dejadez y descuido cuando el caso lo requería, y de un modo impecable siempre que era necesario. Su vocación militar recibió un rudo golpe cuando al final de la guerra tuvo que dejar el Ejército. Sus aspiraciones eran bastante modestas: dos mil libras al año, poder dar algunas cenas a los amigos, asistir a fiestas y teatros y vestir el uniforme militar. Añoraba de continuo el ambiente de Londres.
       Su madre, que vivía allí, era un gran impedimento para sus planes. Con frecuencia se preguntaba cómo se las arreglaría para presentarla a la mujer de buena familia, con algún dinero, que eligiera por esposa. Su padre había muerto siendo él un niño, y su madre, nacida en un apartado Estado malayo, era poco probable que fuera conocida en Sembulu. Sin embargo, Izzart vivía con el constante temor de que alguien, en. Londres, diera con ella y descubriese que era mestiza. En su juventud, cuando se casó con su padre, ingeniero al servicio del Gobierno, era una bella muchacha, seductora e ingenua. En la actualidad, vieja y gruesa, con el pelo gris y llena de arrugas, se pasaba el día fumando. Cuando murió su padre —tenía él doce años—, le era más fácil hablar el malayo que el inglés. Una hermana de su padre brindóse a costear la educación del muchacho, y Mrs. Izzart fué con su hijo a Inglaterra. Desde que llegaron a Londres no vivieron más que en pisos amueblados, a los que ella añadía tapicerías orientales y adornos de plata malayos, lo que daba por resultado que todas las habitaciones fueran extremadamente calurosas, Izzart sentía en ellas una opresión física y moral. Su madre se pasaba el día riñendo a las criadas. A Izzart le crispaba los nervios la manera como su madre se comportaba con ellas, unas veces francamente familiar, mientras que otras, tras una escena violenta, las echaba de casa. Su única diversión era el cine, al que iba todos los días. Para andar por casa se ponía una bata vieja y chillona, y cuando salía a la calle, si bien sus vestidos eran caros y lujosos, preponderaban en ellos los colores detonantes, llamativos, aparte de su especial manera de llevarlos, cosa que sacaba de quicio a su atildado hijo. Ambos solían tener frecuentes disputas. Su madre le hacía perder la paciencia muy a menudo y, ¿por qué no decirlo?, también se sentía avergonzado de ella en ocasiones. Sin embargo, se profesaban un cariño profundo, entrañable. El cariño que los unía era algo más fuerte que el sentimiento que suele existir entre madre e hijo. Ésta es la razón de que se sintiera seguro y feliz al lado de su madre, no obstante exasperarle ella con harta frecuencia.
       Su madre sólo le hablaba en malayo. Después de la guerra, y no teniendo nada que hacer, entró al servicio del Sultán de Sembulu. Fué bien acogido. Era un excelente atleta. En el casino de Kuala Solor estaban las copas que había ganado en las carreras y saltos en Harrow, a las que ahora había añadido las de golf y tenis. Con su charla entretenida resultaba un elemento imprescindible en todas las fiestas y reuniones, y su alegría y buen humor allanaban las situaciones embarazosas. Debía ser feliz y no lo era. Deseaba tanto ganarse la simpatía de todos… Pero comprendía que aun estaba a cien codos de lograrla, y a menudo preguntábase si no sospecharían en Kuala Solor que por sus venas corría sangre indígena. Sabía perfectamente lo que le esperaba si por casualidad llegaban a descubrirlo. Ya no dirían que era alegre y divertido, sino groseramente familiar, inepto y poco cuidadoso, como todos los mestizos; y cuando hablara de casarse con una mujer blanca, todos se burlarían de él. ¡Ah, qué cosa más innoble! ¿Es que ya no era el mismo porque existían en él unas cuantas gotas de sangre indígena? Ya no le quitarían el ojo de encima, esperando de un momento a otro verle fracasar. Nadie confía en los mestizos, porque, tarde o temprano, demuestran lo que son. Él tampoco confiaba en ellos, pero a veces se preguntaba si la causa de su fracaso no sería debida a que los blancos no esperaban otra cosa. Ni una sola ocasión se daba a aquellos pobres diablos para reivindicarse.
       Cantó un gallo. Debía de ser muy tarde. Izzart empezaba a sentir frío. Se acostó. Cuando a la mañana siguiente Hassan le llevó el té, tenía un dolor de cabeza terrible, y al ir a desayunarse le vinieron como náuseas a la vista del porridge [gachas de avena, una papilla elaborada con avena cocida en agua o leche consumida a menudo como desayuno en los países anglosajones], los huevos y el tocino. Hutchinson tampoco se encontraba muy bien.
       —Me parece que tuvimos una nochecita… —dijo éste sonriendo, para encubrir su ligero embarazo.
       —Estoy deshecho.
       —Yo sólo voy a tomar un whisky con soda —añadió Hutchinson.
       Izzart tampoco quiso nada más, y con repugnancia vió el excelente apetito con que Campion comía. Éste se burló de él.
       Izzart, por Dios. ¿Se ha mirado al espejo? En mi vida he visto un color más terroso que el de su cara.
       Izzart enrojeció. Hablarle de su tez morena era herirle en lo más vivo de su ser. Pero esta vez soltó una alegre carcajada.
       —Se comprende. Una de mis abuelas fué española —contestó—. Muchas veces tengo este aspecto. Recuerdo que una vez, en Harrow, me peleé con un chico y le di una paliza porque me llamó mestizo.
       —Es usted moreno —afirmó Hutchinson—. ¿Le han preguntado alguna vez los malayos si tiene sangre indígena en sus venas?
       —¿Cómo no habían de hacerlo? Ya sabe usted lo desvergonzados que son.
       De madrugada había salido un bote con todo su equipo para la desembocadura del río, a decir al patrón del Sultán Ahmed que los esperara. Campion e Izzart saldrían inmediatamente después de comer. Querían alcanzar el sitio donde pasar la noche antes de que el bore pasase.
       El bore es una marejada en forma de ola, que por razones de la configuración del terreno se produce en algunos ríos, como el que ahora recorrían. Hutchinson les había hablado de ello la noche pasada, y Campion, que nunca había visto una cosa igual, se mostró muy interesado.
       —Es una de las mejores cosas de Borneo. Vale la pena de verlo —afirmó Hutchinson.
       A continuación les dijo que los indígenas tenían la costumbre de aguardar a que se produjera el fenómeno para remontar el río a una velocidad endiablada, a caballo sobre la cresta de la ola. Él mismo lo había probado una vez.
       —Pero nunca más volveré a hacerlo. Pasé un miedo terrible.
       —Me gustaría probarlo tina vez repuso Izzart.
       —Es emocionante de \eras, se lo aseguro. Pero les doy mi palabra de que no es un juego divertido cuando se va en un frágil dog-out y se sabe que, si el indígena no acierta con el momento oportuno de encaramarse en la ola, corre uno el peligro de verse lanzado en el espumoso torrente, con una probabilidad contra mil de salir con vida… Le repito que no es divertido ni mucho menos.
       —Pues yo he pasado bastantes rápidos —repuso Campion.
       —Los rápidos no son nada. Espere a ver el bore. Es una de las cosas más imponentes que he visto. Todos los años se ahogan, por lo menos, una docena de indígenas en el río por culpa del bore.
       Permanecieron en la veranda la mayor parte de la mañana. Hutchinson les enseñó el Juzgado. Después les sirvieron gin pahits. Bebieron dos o tres. Izzart comenzó a recobrarse, y cuando al fin llegó la hora de comer tenía un excelente apetito. Hutchinson había hablado con elogio de su curry malayo. Cuando aparecieron las humeantes y suculentas fuentes las atacaron con hambre canina. El anfitrión los incitaba a beber.
       —No tenemos otra cosa que hacer si no es dormir. ¿Por qué no emborracharnos?
       Hutchinson no se resignaba a dejarlos marchar tan pronto. Le era agradable, después de tanto tiempo pasado sin ver a un hombre de su raza, poder charlar de sobremesa con aquellos dos. Los instigaba para que comiesen. Aquella noche tendrían una cena deplorable y sólo arak para beber. Debían aprovechar la ocasión. Campion insinuó dos o tres veces que había llegado la hora de ponerse en camino, pero Hutchinson e Izzart, que se encontraban en el mejor de los mundos, afirmaron que tenían tiempo de sobra. Hutchinson fué a buscar su preciada botella de Benedictine. La noche anterior le habían dado un buen tiento y ahora podrían terminal la antes de marcharse.
       Cuando al fin bajaron hacia el río iban todos sobradamente alegres. Ninguno se sentía muy seguro sobre sus piernas. Bajo el toldo de la embarcación Hutchinson había mandado colocar unas esteras. La tripulación estaba compuesta por presos que habían sido sacados de una cárcel para trasladarlos a otra. Sobre los sucios sarongs llevaban el distintivo del encarcelamiento. Hacía tiempo que esperaban a los dos viajeros. Izzart y Campion estrecharon las manos de Hutchinson y 6e dejaron caer sobre las esteras. La embarcación se alejó. El río, turbio, ancho y sereno, brillaba bajo el sol del mediodía como una placa de latón pulido. A lo lejos, frente a ellos, veíase la otra orilla, con su inacabable hilera de verdes árboles. Sentíanse pesados, somnolientos, pero Izzart encontró un placer en resistir al sueño que se le venía a los ojos. Decidió no dormirse mientras no hubiera terminado su cigarro. Cuando la colilla empezó a quemarle los dedos, la tiró al río.
       —Voy a echar una siesta estupenda —exclamó.
       —¿Y el bore?
       —¡Ah! Está perfectamente. No se preocupe.
       Bostezó larga y ruidosamente. Sus miembros le pesaban como si fueran de plomo. Un momento tuvo conciencia del delicioso sopor que le invadía. Segundos después dormía profundamente. De pronto sintió que le zarandeaban con violencia. Era Campion, que intentaba despertarle.
       —¿Qué pasa?
       —Mire, mire lo que viene por allí.
       Izzart hizo su pregunta con voz irritada. El sueño le pesaba en los ojos. No había dormido bastante. Sin embargo, miró hacia donde le indicaba Campion. Nada se oía, pero a lo lejos vió dos o tres olas coronadas de espuma que avanzaban hacia ellos. No parecía nada alarmante.
       —¡Ah! Debe de ser el bore.
       —¿Qué haremos? —gritó Campion.
       Izzart seguía medio dormido la entonación de voz de Campion le hizo sonreír.
       —No se preocupe. Estos indígenas saben lo que hay que hacer para esquivarlo. Todo lo más nos salpicará un poco.
       Mientras pronunciaba estas palabras, el bore se había acercado a ellos a una velocidad increíble, con rumor semejante al rugido del mar cuando está encrespado. Izzart pudo darse cuenta de que las olas eran mucho más grandes de lo que creía al principio. No le gustó su apariencia, y se apretó el cinturón para no perder los pantalones en el caso de que volcara la embarcación. Las das se les vinieron encima. Eran como una gran muralla de agua que avanzase dispuesta a arrollarlo todo. Podían tener diez o quince pies de altura, pero ellos sólo podían medirlas a través del espanto que les causaba. No existía embarcación capaz de resistirlas. La primera ola se lanzó sobre ellos como un tigre hambriento, inundando la embarcación hasta casi hacerla zozobrar. Inmediatamente apareció otra, como tras el soldado caído aparece uno nuevo que viene a sustituirle. Los remeros empezaron a dar gritos. Remaban con furia mientras el patrón vociferaba dando órdenes. Más, ante aquel espumante torrente voraz e incansable, se encontraban tan indefensos como un papel de fumar entre las fauces de un ciclón. Resultaba trágico ver el modo y la rapidez con que perdían el dominio de la embarcación. La fuerza de la corriente la volvió de costado, arrastrándola así a una velocidad vertiginosa, siempre sobre la espumante cúspide del bore. Otra ola gigante les cayó encima, y la barca empezó a hundirse. Izzart y Campion se arrastraron, como pudieron, fuera del toldo, donde habían permanecido hasta entonces. La embarcación cedió, al cabo, bajo sus pies, encontrándose sobre el agua, en lucha frenética con ella, que se alzaba en su torno igual que una vorágine de espuma y rumor. El primer impulso de Izzart fué el de nadar hacia la orilla, pero Hassan, su boy, le dijo que se agarrase a la barca como pudiera. Durante uno o dos minutos todos hicieron lo mismo.
       —¿Está usted bien? —le gritó Campion.
       —Sí, estoy disfrutando del baño —repuso Izzart.
       Creyeron, al pronto, que las olas del bore continuarían su marcha endiablada río arriba y que a los cinco minutos, una vez pasado todo, volverían a deslizarse sobre la corriente mansa y tranquila de antes. Olvidaban que eran prisioneros de las olas, que iban sobre su cresta como el humo sobre la punta de las llamas. Las olas rompían sobre ellos con bárbaro estruendo. Se agarraban a la borda o a la armazón que sostenía la toldilla, hasta que una ola mayor que la anterior envolvió la embarcación, volcándola y haciéndoles perder su punto de apoyo. Ahora sólo encontraban una superficie lisa donde agarrarse, y las manos de Izzart resbalaban desesperadamente sobre la grasienta superficie. El praho siguió dando vueltas, y Otra vez Izzart pudo agarrarse a la borda, hasta que nuevamente se le escapó de las manos cuando la ola inmediata le hizo dar un nuevo tumbo, asiéndose luego a la armazón del toldo. Pero no tardó en verse de nuevo ante la resbaladiza quilla, donde tan difícil era agarrarse. El praho seguía girando con terrible regularidad. Izzart pensó que aquello era debido a que todos trataban de asirse a un mismo lado. Para evitarlo, quiso que la tripulación fuera al lado opuesto. Pero no pudo hacerse entender. Todo el mundo gritaba y las olas rompían sobre ellos con rumor sombrío y furioso; cada vez que la embarcación daba una vuelta, Izzart se hundía en el agua para volver a salir cuando la borda y la armazón de la toldilla le brindaban un punto de apoyo. La lucha era espantosa. Hasta que empezó a sentir que le faltaba el aliento y que le abandonaban las fuerzas. Comprendió que no podría resistir mucho tiempo, pero no se asustó. Era tal su fatiga en aquel momento que no le preocupaba lo que pudiera suceder. Hassan estaba a su lado, y a veces le dijo que ya no podía más. Le pareció que lo mejor sería hacer un esfuerzo y tratar de llegar a la costa. No parecía que estuviera muy lejos. Unas sesenta yardas todo lo más. Pero Hassan le rogó que no lo hiciera. Aun eran arrastrados por aquellas olas espumantes. La embarcación seguía girando y girando, mientras ellos trepaban por ella como ardillas dentro de una jaula. Izzart tragó una bocanada de agua. Comprendió que le faltaba poco para llegar al fin de su resistencia. Hassan no podía ayudarle, pero era un consuelo tenerle a su lado. Izzart sabía que su boy, acostumbrado al agua desde pequeño, era un excelente nadador. De pronto —Izzart no supo nunca por qué causa— la embarcación permaneció durante un minuto o dos en posición normal. Aquello le permitió agarrarse a la borda. Fué un tiempo precioso para recuperar parte de las fuerzas perdidas.
       En aquel momento dos dog-outs, tripulados por indígenas, se les adelantaron. Todos gritaron pidiendo auxilio, pero los malayos, al ver que se trataba de blancos, no quisieron verse mezclados en lo que pudiera ocurrirles a éstos. Fué algo terrible y descorazonador verlos pasar, crueles e indiferentes en su seguridad, mientras ellos se encontraban al borde de la muerte. Repentinamente el praho tornó a dar vueltas y más vueltas, y el agotador y triste gatear se repitió. Era como para volverse loco. Pero aquel breve respiro había permitido a Izzart repórtele un tanto, y ahora se encontraba en condiciones de seguir resistiendo. Hasta que llegó un momento en que el aliento le faltó de tal modo que creyó que su pecho iba a estallar. Las fuerzas le habían abandonado por completo. Dudaba de que le quedaran algunas para intentar aproximarse a la orilla. Cuando más desesperado estaba, oyó un grito.
       —Izzart, Izzart. ¡Socorro…! ¡Socorro…!
       Era la voz de Campion, y su grito un grito de agonía que sacudió los extenuados nervios de Izzart. ¡Campion, Campion! ¿Qué le importaba Campion? El terror se apoderó de él, un terror ciego, animal, que le prestó nuevas fuerzas. No contestó a la llamada angustiosa de su compañero.
       —¡Ayúdame, pronto, pronto! —le dijo a Hassan.
       Hassan comprendió al instante. Por milagro uno de los remos flotaba cerca de ellos y pudo alcanzarlo, lanzándoselo a Izzart, que se agarró a él. Hassan pasó su brazo por el de su amo y los dos se alejaron del praho. El corazón de Izzart latía con violencia. Respiraba con dificultad. Se sentía espantosamente débil. Las olas rompían en su rostro con la furia de siempre y la orilla aparecía tan lejana que creyó que no podría alcanzarla nunca. Súbitamente el boy gritó que hacía pie, e Izzart estiró las piernas, esperanzado, sin que sus pies tocaran fondo. Nadó unas cuantas brazadas, extenuantes y agotadoras, con los ojos fijos en la orilla, y de nuevo volvió a probar. Notó como sus pies se hundían en el lodo. Dió gracias a Dios por haberle salvado. Avanzó un poco más y, por fin, tuvo la orilla al alcance de su mano. Se hundió hasta la rodilla en el lodo negro que la formaba. Gateando para huir del agua voraz que había estado a punto de tragarlo, escaló el terraplén del río, encontrándose, al llegar arriba, ante una pequeña explanada cubierta de altas y verdes hierbas. Izzart y Hassan se dejaron caer, permaneciendo tendidos, como dos muertos durante largo rato. Era tal su cansancio que no podía moverse. Un lodo negro y maloliente los cubría de la cabeza a los pies. Poco a poco empezaron a actuar las facultades mentales de Izzart, y, como consecuencia, una sensación de angustia sacudió, repentinamente todo su ser. Campion se había ahogado. Era terrible. ¿Cómo explicar el desastre en Kuala Solor? Le echarían a él la culpa. Su obligación era haberse acordado del bore y haber dicho al patrón del praho que gobernará hacia la orilla, para amarrar la embarcación en el caso de que aquél se presentara. Pero, bien mirado, la culpa no era suya, sino del patrón, que, conociendo el río, no lo había hecho. ¿Por qué, Dios mío, por qué no se le había ocurrido ponerse a salvo? ¿Es que creía que podía manejarse en aquel torrente espantoso? Izzart tembló de pies a cabeza al recordar la muralla de agua espumante que había caído sobre ellos. Tenía que encontrar el cadáver de Campion y llevarlo a Kuala Solor. Se preguntó si no se habría ahogado también alguno de la tripulación. Se sentía demasiado débil para moverse, pero Hassan se levantó en aquel momento para escurrir el agua de su sarong. Se acercó el río y se volvió rápidamente a Izzart.
       —Tuan, una embarcación viene.
       Las hierbas de balang impedían a Izzart la visibilidad.
       —Llámala —dijo.
       Hassan desapareció de su vista, deslizándose sobre la rama de un árbol que avanzaba sobre el río. Gritó e hizo señas. Izzart oyó unas cuantas voces. Hubo una rápida conversación entre el boy y los ocupantes de la embarcación, no tardando en regresar el boy.
       —Nos vieron naufragar, tuan —dijo—, y han venido en cuanto pasó el bore. Hay una choza en la otra orilla. Sí quiere cruzar el río nos darán un sarong y comida, y también podremos dormir.
       Izzart pensó que le sería difícil enfrentarse nuevamente con el río.
       —¿Qué se sabe del otro tucán?
       —Ellos no saben nada.
       —Si se ha ahogado tienen que encontrar su cadáver.
       —Otra embarcación ha remontado la corriente.
       Izzart no sabía qué hacer. Tenía todos sus miembros entumecidos. Hassan le cogió por los sobacos y le ayudó a ponerse en pie. Se dirigieron, andando por entre la maleza, hacia la orilla del agua, donde Izzart vió un dog-out tripulado por dos dayacos. Las aguas se habían vuelto a amansar y se deslizaban perezosamente, como si nada hubiera ocurrido. Al verla transcurrir, mansas y espejeantes, bajo el sol que declinaba, nadie hubiera dicho que poco antes su superficie se había agitado como un mar tempestuoso. Los dayacos repitieron a Izzart lo que ya sabía por su boy. No contestó. No se atrevía a hablar. Estaba seguro de que si pronunciaba una palabra, una sola, rompería a llorar. Hassan le ayudó a embarcarse en el dog-out y los dos dayacos empezaron a remar hacia la otra orilla. Tenía unas ganas horrorosas de fumar, pero tanto sus cigarrillos como las cerillas que llevaba en uno de los bolsillos del pantalón se habían mojado. El cruce del río le pareció interminable. Surgió la noche y cuando arribaron a la margen contraria brillaban ya las primeras estrellas. Saltó a tierra y uno de los dayacos le guió a la cabaña, mientras Hassan, cogiendo uno de los remos, se internó nuevamente en el río. Dos o tres hombres y algunos niños salieron al encuentro de Izzart, que llegó al pie de la cabaña acribillado a preguntas. Subió la escalera y fué conducido entre parabienes y enhorabuenas, amén de los comentarios consiguientes, al lugar de la cabaña donde se reunían los jóvenes. Apresuradamente fueron dispuestas algunas esteras de ratán para que le sirvieran de cama. Izzart se dejó caer en ellas, muerto de cansancio. Uno de los indígenas trajo una jarra de arak e Izzart bebió un buen trago. La bebida era áspera y fuerte, quemaba la garganta, pero le devolvió parte de los ánimos perdidos. Se quitó la camisa y los pantalones y se puso un sarong que le prestó un indígena. Al mirar hacia afuera vió la luna flotando en el cielo y experimentó un placer profundo, casi sensual. El pensar que su cuerpo podía estar en aquel momento flotando en las aguas turbias del río le hizo estremecerse de angustia. Jamás le había parecido la luna tan bella como aquella noche.
       Empezó a sentir hambre y pidió un poco de arroz. Una de las mujeres salió a preparárselo. Se recobraba poco a poco. Sentíase dueño de sí mismo y empezó a pensar en la explicación que daría en Kuala Solor. Bien mirado, él no tenía la culpa de nada. Si se quedó dormido no fué porque estuviera borracho. La culpa la tenía el patrón del Praho, que, en lugar de procurar arrimarse a la orilla cuando vió venir el bore, siguió por el centro del río como si tal cosa. Indudablemente el hombre estaba loco cuando hizo tal cosa. Ya no tenía remedio. En realidad todo fué culpa de la mala suerte. Sin embargo, Izzart no podía pensar en Campion sin que un escalofrío estremeciera todo su cuerpo. Al fin le trajeron el arroz pedido. Se disponía a comer cuando un hombre llegó corriendo a la cabaña y subió hasta donde él estaba.
       —El tuan llega, el tuan llega —gritó.
       —¿Qué tuan?
       Se puso en pie de un salto. Un gran revuelo se había formado en el umbral de la cabaña. Izzart sé adelantó hasta salir afuera. Hassan se acercaba rápidamente en la oscuridad. De pronto Izzart oyó una voz conocida.
       —Izzart, ¿está usted ahí?
       Era Campion que llegaba.
       —Bien, ya estamos otra vez juntos. ¡Dios mío! Estuvimos en un tris de acabar para siempre. ¿No es verdad? Parece que usted ha podido cambiarse de ropa. ¡Diantre! Daría cualquier cosa por beber un poco de alcohol.
       Sus ropas, empapadas aún de agua, se le habían pegado al cuerpo. Rezumaba lodo por todas partes. Pero su humor era excelente.
       —Ignoraba que me trajesen aquí. Creí que tendría que pasar la noche en la orilla. Estaba casi seguro de que usted se había ahogado.
       —Aquí tiene arak. Beba —le repuso Izzart.
       Campion se acercó el jarro a los labios, bebió un sorbo, escupió y volvió a beber.
       —Ya estoy mejor —dijo al terminar de beber—. Pero es dinamita, Dios santo. —Miró a Izzart al mismo tiempo que dibujaba una mueca con sus dientes rotos y descoloridos—. Me parece, viejo amigo, que necesita usted un buen lavado.
       —Ya me lavaré más tarde.
       —Yo también lo haré. Ahora dígales a éstos que me den un sarong. ¿Cómo logró usted escapar? —No esperó la respuesta.
       —Yo creí que todo había terminado. Debo la vida a estos dos magníficos nadadores —dijo entonces señalando con gesto alegre a dos de los prisioneros dayacos que Izzart recordaba de un modo vago haber visto formar parte de la tripulación—. Se encontraban a mi lado, agarrados como yo a aquella maldita embarcación. Me era ya imposible resistir un minuto más en aquella posición cuando me hicieron señas de que iban a intentar con un rápido esfuerzo llegar a la orilla. Yo no me creía con fuerzas para intentarlo. Por Baco, en mi vida me he sentido más pesado que en aquel momento. No sé cómo se las arreglaron, pero el hecho es que cogieron una de las esteras en que estábamos acostados cuando se presentó el bore e hicieron con ella un rollo. Son unos magníficos deportistas. Aun no comprendo por qué no se pusieron a salvo sin preocuparse de mí. Lo cierto es que, una vez terminado el rollo, me lo alargaron. Al pronto me pareció un salvavidas demasiado frágil para aquellas terribles circunstancias, pero me acordé del proverbio que dice que el hombre que se ahoga se agarra a una paja, y así lo hice yo. Me agarré como pude al rollo de estera y conseguí llegar hasta la orilla empujado por los dos muchachos.
       El peligro que había corrido hacía que Campion se mostrara excitado y hablador. Pero Izzart apenas si le escuchaba. Sólo oía, en su interior, el agonizante grito de Campion, al que no contestó. Si continuaba oyéndolo acabaría por volverse loco de terror. Un pánico ciego, salvaje, se apoderó de él por momentos. Campion continuaba hablando más y más, incesantemente. ¿Lo haría únicamente para ocultar sus pensamientos? Izzart miró una vez más aquellos ojos azules, tan expresivos y alegres en este momento, tratando de descubrir en ellos lo que se ocultaba tras el torrente de palabras que caía sobre él como horas antes habían caído las olas furiosas del bore. ¿No había en ellos un brillo metálico o algo parecido a una cínica burla? Campion sabía indudablemente que él le había abandonado a 6u suerte al escaparse acompañado de Hassan en busca de la orilla salvadora la casi seguridad de que el otro estaba enterado de ello le hizo enrojecer vivamente. Pero en aquel terrible momento cada uno debía preocuparse de sí mismo, dejando que el diablo se preocupara de los demás. Después de todo, ¿qué podía haber hecho él para ayudarle? Sin embargo, Campion podía contar en Kuala Solor que lo había abandonado; ¿qué dirían allí entonces? Ahora, cuando ya era tarde para rectificar, comprendía que su deber era haberse quedado junto a la embarcación. Sí, eso es lo que debía haber hecho. Deseaba de todo corazón que así hubiese ocurrido, pero en aquel fatídico momento el deseo de salvarse fué más fuerte que él y no pudo hacerlo. ¿Podía nadie censurarle por ello? No, nadie que hubiese contemplado una sola vez aquel violento y espumoso torrente sería capaz de censurarle.
       —Debe usted de tener tanta hambre como yo. Ayúdeme a atacar este arroz —dijo Izzart.
       Campion comió vorazmente. Izzart, en cambio, a la primera cucharada se sintió repentinamente sin apetito, mientras su compañero continuaba hablando entre bocado y bocado. Izzart le escuchaba receloso. Debía estar alerta, por si acaso. Tomó el jarro de arak y bebió unos cuantos tragos más. Empezó a sentirse mareado.
       —Cuando lleguemos a Kuala Solor voy a verme en un compromiso —afirmó osadamente.
       —No sé por qué,
       —Me mandaron que velara por usted y no me creerán muy hábil si llegan a saber que por poco dejo que se ahogue.
       —No fué culpa suya, sino del estúpido patrón, que debe de estar loco. Pero lo importante ahora es que estamos sanos y salvos. ¡Caramba! Creí que todo había terminado. Una vez le grité, pero no sé si me oyó.
       —No, no oía nada. Reinaba una profunda confusión tan espantosa…
       —Quizá ya se hubiera alejado usted de allí. No sé exactamente cuándo nos dejó.
       Izzart le miró con ojos escrutadores. ¿Fué sólo su imaginación la que vió en los azules ojos de Campion aquella llamita maliciosa?
       —El estruendo y el barullo eran terribles. Yo me hundía y volvía a la superficie constantemente, hasta que mi boy me alargó un remo, que pude pillar. Antes de alejarnos de allí me dió a entender que usted estaba perfectamente. Me aseguró que había logrado alcanzar la orilla.
       ¡El remo! Su obligación era habérselo dado a Campion y haber dicho a Hassan, el mejor nadador, que le ayudara. ¿Fué nuevamente imaginación volver a ver en los ojos de Campion una extraña mirada?
       —Mi deseo hubiera sido prestarle la ayuda que necesitaba —añadió Izzart.
       —¡Oh! Estoy seguro que usted tenía en aquel momento trabajo de sobra procurando salvarse a sí mismo —contestó Campion.
       Les trajeron más arak y ambos bebieron en abundancia.
       A Izzart empezó a darle vueltas la cabeza y habló de irse a acostar. Les habían preparado unas camas con mosquiteros. Al alba emprenderían la marcha río abajo hasta llegar a su destino.
       El lecho de Campion estaba colocado junto al de Izzart. A los pocos minutos éste oyó cómo roncaba su compañero. Se había quedado dormido en el acto. El hijo de la casa y los prisioneros de la tripulación se pasaron toda la noche de charla. A Izzart le dolía tanto la cabeza que le era imposible hilvanar ni un solo pensamiento. Cuando al amanecer le despertó Hassan creyó al pronto que no había pegado un ojo en toda la noche. Sus ropas habían sido lavadas y estaban ya secas. Tenían, sin embargo, un sucio tono de cieno y los dos viajeros ofrecían un aspecto deplorable al avanzar por la estrecha senda que conducía al río en busca del praho. Avanzaban perezosamente. La mañana era maravillosa y la extensa superficie del agua en calma brillaba bajo la luz primera.
       —¡Caramba! ¡Qué gran cosa es estar vivo aún! —exclamó Campion.
       Estaba sin afeitar y el desaliño de su persona era completo. Respiraba profundamente y su boca permanecía entreabierta dibujando una mueca. Parecía querer embriagar de puro oxígeno los pulmones. Sentíase entusiasmado al contemplar el cielo azul, el sol brillante como si fuera de oro, el verde intenso de los árboles. Izzart le odiaba con toda la fuerza de su corazón. Estaba seguro de que el Campion de ahora era distinto del de la noche anterior. No sabía qué hacer. Pensaba que lo mejor sería entregarse a su discreción. Reconocía que se había portado lo peor posible. Lo lamentaba y hubiera querido que se le presentara una ocasión, una sola, para corregir su yerro. Claro que otros, al encontrarse en su lugar, hubieran seguramente obrado como él. Ahora, que si a Campion se le ocurría hablar, estaba perdido. No podría continuar en Sembulu. Sobre su nombre caería el deshonor y tanto en Borneo como en los Estrechos sería pronunciado, si lo era, con el mayor de los desprecios. ¿Y si se confiaba a Campion? Seguramente prometería guardar silencio. Pero, ¿sería capaz de cumplir su promesa? Le miró fijamente: era un hombre pequeño e inquieto. ¿Se podría uno fiar de él? Izzart recordó la forma cómo la noche anterior había contestado a Campion. Desde luego nada de ti cuanto le dijo era cierto, mas ¿quién era capaz de averiguarlo? En suma, ¿quién podría probar que él no estaba seguro de que Campion se había puesto a salvo? Dijera lo que dijera Campion, sólo la palabra de éste tendría en contra suya. Pero él, llegado el caso, podría echarse a reír y encogerse de hombros diciendo que Campion había perdido la cabeza y no sabía lo que se decía. Además, posiblemente Campion se había tragado el anzuelo. En aquella espantosa lucha por la vida que los dos habían librado en el río, era difícil, por no decir imposible, saber lo que el otro había hecho. Izzart, después de todas estas reflexiones, llegó a la conclusión de que lo mejor que podría hacer era callarse. Era la única probabilidad de salvación que tenía. Luego, una vez en Kuala Solor, ya procuraría ser el primero en relatar la aventura.
       —Sería por completo feliz —exclamó de pronto Campion— si pudiera fumar ahora.
       —A bordo podremos conseguir algunos cigarrillos.
       Campion soltó una alegre carcajada.
       —Los 6eres humanos somos muy poco razonables.-dijo.-En los primeros momentos me consideraba satisfecho con haber salvado la vida. No pensaba en otra cosa. Pero ahora empiezo ya a lamentar la pérdida de mis apuntes, de mis fotografías, de mi máquina de afeitar.
       Izzart dió beligerancia en su interior al pensamiento que le había atormentado durante toda la noche.
       —¡Si se hubiera ahogado, Dios mío! ¡Cuánto más tranquilo estaría yo ahora!
       —¡Ya está aquí! ¡Ya está aquí! —gritó Campion de repente.
       Izzart miró hacia adelante. Habían llegado a la desembocadura del río y allí estaba esperándoles el Sultán Ahmed. Izzart tuvo un nuevo arrebato de desesperación al ver que todos sus planes se venían abajo. El capitán del Sultán era inglés y tendrían que contar lo sucedido. No había contado con ello. ¿Qué diría Campion? El capitán se llamaba Bredon e Izzart se había encontrado con él frecuentemente en Kuala Solor. Era un hombre de aspecto franco, pequeño, con un bigote negro y unos modales alegres y simpáticos.
       —Dense prisa —les gritó mientras se acercaban—. Los estoy esperando desde el alba. —Pero cuando llegaron a bordo su rostro se oscureció—. ¡Hola! ¿Qué ha ocurrido?
       —Dénos un trago y un pitillo y lo sabrá todo —repuso Campion haciendo una mueca.
       —Vengan.
       Tomaron asiento bajo la toldilla. Sobre una mesa, encontraron vasos, una botella de whisky y soda. El capitán dió una orden y el Sultán Ahmed zarpó con gran estrépito.
       —Nos cogió el bore —empezó a decir Izzart.
       Tenía la boca reseca y la lengua como de cartón, no obstante la bebida.
       —¡Por Júpiter! ¿Les cogió? Ha sido una verdadera suerte que salieran con vida. ¿Cómo fué?
       La pregunta iba dirigida a Izzart, que era al que conocía, pero fué Campion el que respondió. Relató el accidente con toda exactitud en tanto que Izzart le escuchaba con forzada atención. Al hablar de la primera parte de la aventura Campion lo hizo en plural. A partir del momento en que fueron arrojados al agua pasó a hacerlo en singular. Al principio eran “ellos” los que habían corrido el peligro; después sólo fué “él”. Izzart quedó excluido completamente y dudaba entre sentirse alarmado o salvado. ¿Por qué no le mencionaba? En aquella lucha mortal, ¿habría pensado sólo en sí mismo? ¿O tal vez hablaba así porque lo sabía todo?
       —Y a usted, ¿qué le sucedió?
       Izzart iba a contestar, pero Campion le atajó.
       —Cuando llegué a la orilla estaba casi seguro de que se había ahogado. No sé cómo pudo escapar. Yo creo que a él mismo le sería difícil explicárnoslo.
       —Así es. Me encontré en la orilla en un abrir y cerrar de ojos ~ dijo Izzart riéndose.
       ¿Por qué razón había dicho aquello Campion? Le miró a los ojos. Estaba seguro de sorprender en ellos el fulgor metálico de la ironía. Era de veras espantoso no poder estar seguro de nada. Por un lado sentíase asustado, temeroso de lo que pudiera ocurrir, y por el otro avergonzado y arrepentido de lo que había hecho. No se sentía con fuerzas para llevar la conversación hacia el terreno que le importaba. Quería saber si Campion iba a relatar los hechos en Kuala Solor de la misma manera que al capitán del Sultán Ahmed. ¿Lograría que Campion se lo dijera? En esta primera versión no había nada que pudiera despertar sospechas contra él. Pero si no las despertaba, en cambio era casi seguro que Campion lo sabía todo. Hubiera sido mejor deshacerse de él en un descuido. Más tranquilo estaría ahora.
       —Pues nada, les felicito. Han tenido ustedes una gran suerte al salir con vida —les dijo el capitán.
       La distancia hasta Kuala Solor era corta. Mientras el barco remontaba el Sembulu, Izzart, apoyado en la borda, contemplaba con gesto adusto y preocupado la orilla. A uno y otro lado crecían los mangles y las ñipas, bañados por el agua. Detrás se extendía la tupida y verde maraña de la selva. Desperdigadas entre los árboles frutales se veían algunas chozas malayas apoyadas sobre pilares. La noche se echaba encima cuando atracaron. Goring, un individuo de la policía, subió a bordo y les estrechó la mano. Se hospedaba en el Hotel. Mientras inspeccionaba a los viajeros indígenas les dijo que en el Hotel encontrarían a otro individuo llamado Porter. Quedaron en reunirse todos a la hora de comer. Los boys se hicieron cargo de los equipajes y Campion e Izzart fueron andando hasta el Hotel. Una vez allí se bañaron, cambiándose de ropa. A las ocho y media se reunían los cuatro en el hall para tomar algunos gin pahits.
       —¿Qué es lo que me ha contado Bredon? ¿Es cierto que han estado ustedes a punto de ahogarse? —preguntó Goring al entrar.
       Izzart notó que una ola de sangre invadía sus mejillas. Antes de que pudiera responder, Campion intervino. Decididamente Campion estaba dispuesto a contar las cosas a su modo. Izzart ardía de vergüenza preguntándose si Goring y Porter, que escuchaban a su compañero con la máxima atención, no encontrarían extraño que él quedara excluido de la aventura. Sus ojos no se apartaban de Campion, mientras éste, en tono humorístico, relataba lo sucedido. No ocultaba el aprieto en que se habían visto, pero lo tomaba a broma, hasta tal extremo de que sus dos oyentes acabaron por echarse a reír.
       —Hay una cosa que me preocupa desde entonces —continuó Campion—, y es que cuando llegué a la orilla estaba cubierto de cieno de pies a cabeza. No había por dónde cogerme. Comprendí que mi obligación era echarme al río y tomar un baño, pero estaba del río hasta la coronilla; así que me dije: “¡Caray, no! Seguiré como estoy”. Cuando llegué a la cabaña me encontré con que Izzart estaba tan negro como yo y entonces comprendí que sus sentimientos eran idénticos a los míos.
       Todos rieron, e Izzart se creyó en la obligación de secundarlos. Campion había contado los hechos con las mismas palabras que cuando se lo contó al capitán del Sultán Ahmet. Aquella coincidencia sólo tenía una explicación: que Campion lo sabía todo y que se había inventado una historia para cubrir las apariencias. La ingenuidad con que relataba los hechos, omitiendo todo cuanto pudiera ser un descrédito para Izzart, tenía algo de diabólico. Más, ¿por qué le ayudaba? Lo natural sería que estuviera resentido contra el hombre que le había abandonado en momentos de tan grave peligro. Su desprecio por él no debía de tener límites. Izzart tuvo una inspiración repentina. Lo vió todo con claridad meridiana: si Campion ocultaba la verdad no era para ayudarle a él, sino para contárselo a Willis, el Residente. A Izzart se le puso piel de gallina al pensar que tendría que verse frente a frente con Willis. Podría negar, desmentir todo cuanto hubiera dicho Campion, pero, ¿de qué servirían sus negativas? Willis no era tonto ni mucho menos y su primer gesto sería interrogar a Hassan. De éste no había que fiarse mucho: le delataría. Si las cosas ocurrían así, ¿qué le quedaba por hacer? Willis le aconsejaría seguramente que renunciara a su empleo.
       La cabeza le dolía de un modo horrible y después de cenar se fué a su habitación. Quería estar solo para trazar su plan de acción. En aquel momento pensó algo que le heló la sangre en las venas. Su secreto, guardado por él como oro en paño, ya no era tal secreto; lo conocía todo el mundo. ¿No estaban allí sus ojos brillantes y su tez bronceada para pregonarlo a los cuatro vientos? Además, existía la facilidad con que hablaba el malayo y lo pronto que había aprendido el dayaco. Ahora se percataba de que no había podido engañar a nadie. Fué una locura por su parte pretender que la gente creyera que había tenido una abuela española. ¡Cómo se habrían reído de él cuando lo contaba! Y cuando volviera la espalda le motejarían de negro estúpido y presuntuoso. A continuación surgió en él un pensamiento más atroz si cabe que el primero. ¿No sería precisamente por culpa de aquella sangre indígena por lo que perdió todo su temple de europeo cuando oyó el grito de Campion? Sin embargo, cualquiera, en semejantes circunstancias, hubiera sido presa de pánico… ¿En nombre de qué había de sacrificar su vida para salvar la de un individuo que nada le importaba? Hubiera sido una insensatez. Claro que en Kuala Solor se verían las cosas de otro modo. Con toda seguridad dirían: “Era lo único que podía esperarse de él”. Y no sería esto, con ser mucho, lo peor, sino que a partir de entonces le tratarían sin la menor indulgencia ni consideración.
       Decidió acostarse. Estuvo dando vueltas y vueltas en la cama horas enteras y, cuando al fin pegó los ojos, una pesadilla terrible, espeluznante, le despertó. Volvió a verse en el torrente espumante formado por las olas del bore; volvió a sentir la angustia de cuando trataba de agarrarse a la borda y no podía, la agonía de ver que las manos resbalaban sobre la quilla sin poderse asir a ninguna parte mientras el agua bramaba sobre él. Antes de que amaneciera estaba completamente despierto. Su única posibilidad de salvación era ver a Willis y contarle la aventura antes de que lo hiciera Campion. Pensó con mucho cuidado lo que le diría y eligió las palabras más apropiadas para hacerlo.
       Se levantó temprano para no encontrarse con Campion y salió a la calle sin desayunarse. Estuvo paseando por la carretera hasta la hora en que supuso que el Residente estaría ya en su oficina. Al llegar dió su nombre y le hicieron pasar al despacho de Willis. Éste era un hombre de cierta edad, bajo, con los cabellos grises y un rostro alargado y amarillento.
       —Me alegro de verle sano y salvo —dijo al tiempo que estrechaba la mano de Izzart—. ¿Es cierto lo que he oído de que estuvieron ustedes a punto de ahogarse?
       Izzart, con los pantalones limpios y el salacot resplandeciente, tenía un aspecto agradable. Su pelo negro y sedoso había sido peinado con una atención especial. También había perdido algún tiempo arreglándose el bigote. Entró en la estancia con aire digno y marcial.
       —He creído oportuno venir a explicarle inmediatamente lo ocurrido, dado que usted puso bajo mi protección a Campion.
       —Desembuche.
       Izzart relató los hechos lo mejor que pudo, procurando dar a entender a Willis que el peligro en que se habían visto no tenía tanta importancia como parecía.
       —Intenté hacer salir a Campion antes, pero había bebido un poco y no quería moverse.
       —¿Se emborrachó?
       —No lo sé —repuso Izzart sonriendo—, pero me pareció que no estaba sereno del todo.
       Siguió hablando. Con cierta habilidad trató de insinuar en el ánimo de Willis que Campion había perdido un poco el dominio de sí mismo. Y se comprende. Aquello era algo espantoso para quien no fuera un magnífico nadador. Como es de suponer, él se había pasado todo el tiempo al cuidado de Campion, sin preocuparse de sí mismo. Desde el primer momento comprendió que la única posibilidad de salvarse estaba en no perder la serenidad. Desgraciadamente, en el momento en que naufragaba, pudo ver que Campion perdía el dominio de sus nervios.
       —Mi parecer es que no debe usted censurarle por ello —afirmó el Residente.
       —¡Oh, si no le censuro! Yo hice por él cuanto me fué posible, que, como usted comprenderá, podía ser muy poco.
       —Bien, lo importante es que los dos se han salvado. Su muerte nos hubiera creado una situación muy embarazosa a todos.
       —He creído mejor venir a contárselo todo antes que lo hiciera Campion, señor. Habla de lo ocurrido un poco a la ligera, abultando excesivamente las cosas. Creo que no hay que darle tanta importancia.
       —En el fondo, sus relatos coinciden casi por completo —repuso Willis con ligera sonrisa.
       Izzart le miró palideciendo.
       —¿Ha visto usted a Campion esta mañana?
       —Supe por Goring lo que les había pasado y fui a verlos anoche, al regresar a casa después de cenar. Usted ya se había ido a la cama cuando yo llegué.
       Izzart empezó a temblar y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no perder su compostura.
       —A propósito: fué usted el primero en abandonar la embarcación, ¿no es cierto?
       —Si quiere que le diga la verdad, no lo sé. Era tal la confusión en aquellos momentos…
       Debió de ser así, puesto que, al parecer, llegó usted a la orilla antes que él.
       —Entonces no cabe duda.
       —Bien, muchas gracias por haber venido a contármelo —dijo Willis levantándose de su asiento.
       Al hacerlo, unos cuantos libros colocados sobre la mesa cayeron al suelo con gran estrépito. Aquel ruido inesperado sobresaltó a Izzart de tal modo que dejó escapar una exclamación. El Residente le dirigió una rápida mirada.
       —Creo que tiene usted los nervios algo alterados, Izzart.
       La verdad era que éste no podía dominar el temblor de su cuerpo.
       —Lo siento, señor.
       —No me diga. La conmoción que recibieron tiene que haber sido de pronóstico. Le conviene descansar unos cuantos días. ¿Por qué no va a ver al médico para que le recete algo?
       —No he dormido muy bien esta noche.
       El Residente movió la cabeza con gesto comprensivo y des pidió a su visitante.
       Izzart salió del despacho y, antes de llegar a la puerta de la calle, alguien le detuvo para felicitarle por haberse, salvado. Por lo visto todos sabían ya lo ocurrido.
       Regresó a pie al Hotel. Por el camino fué repitiéndose las palabras que había dicho al Residente. ¿Coincidiría realmente su relato con el de Campion? Pero, ¿cómo podía figurarse que Campion hubiera visto al Residente antes que él? Fué un estúpido yéndose a la cama tan pronto. Lo que tenía que haber hecho era no perder de vista a Campion. En cuanto al Residente, ¿por qué le había estado escuchando sin decir una palabra? Al llegar a este punto de sus cuitas, Izzart se censuró duramente el haber dicho que Campion estaba bebido y que había perdido la cabeza. Su intención fué desprestigiarle ante Willis, pero al hacerlo obró como un idiota. Ahora bien: ¿por qué Willis le había preguntado si fué el primero en abandonar la embarcación? ¿Cuál era su intención al hacer la pregunta? Quizá quisiera ayudarle. También podía ser que estuviera haciendo averiguaciones con algún fin y tratara de sonsacarle. Willis era un hombre muy perspicaz. Pero, en resumidas cuentas: ¿qué era lo que había contado Campion? Tenía que saberlo, costase lo que costase. El cerebro de Izzart hervía con tantos y tan encontrados pensamientos; pero, por encima de todo, tenía que conservar la serenidad. Sentía una sensación de angustia y depresión terribles. Le parecía ser un animal perseguido, acorralado, sin escape posible. Estaba convencido de que Willis no sentía por él la menor simpatía. Una o dos veces, en la oficina, le había censurado acremente por cierta negligencia que había creído descubrir en el trabajo. Era muy posible que ahora estuviera esperando conocer los hechos para obrar en consecuencia. Izzart se notaba al borde de un ataque de histerismo agudo.
       Entró en el Hotel y lo primero que vieron sus ojos fué a Campion repantigado en una silla y con las piernas estiradas. Leía los periódicos llegados durante su ausencia. Una densa corriente de odio contra aquel hombre de corta talla, descuidado y vulgar, que le había colocado entre la espada y la pared, invadió el corazón de Izzart.
       —¡Hola! —exclamó Campion al verle—. ¿Dónde ha estado usted?
       Izzart creyó ver en sus ojos una ráfaga de burla. Apretó los puños con rabia y su respiración se hizo anhelante.
       —¿Qué ha dicho usted a Willis de mí? —preguntó ásperamente.
       El tono con que hizo la inesperada pregunta fué tan violenta que Campion le miró sorprendido.
       —No recuerdo, pero me parece que apenas hablamos de usted. ¿Por qué me lo pregunta? Precisamente vino aquí anoche.
       Izzart le miró fijamente. Tenía las cejas fruncidas y, al parecer, trataba de adivinar los pensamientos que cruzaban en aquel instante por la mente de Campion.
       —Cuando me preguntó por usted le dije que se había ida a acostar con dolor de cabeza. Willis vino a saber lo que nos había pasado.
       —Acabo de verle ahora.
       Izzart comenzó a pasearse a lo largo de la habitación en penumbra. El sol, no obstante la hora, calcinaba ya las piedras. Izzart tronaba contra todo y contra todos. Sentíase cogido entre los hilos de una invisible red. La rabia y el odio que sentía hacia Campion nublábanle la vista. ¿Qué hacer? ¡Con qué gusto le hubiera cogido por el cuello para estrangularle! Pera como en realidad ignoraba contra qué y contra quién luchaba, el desaliento más desesperante se apoderó de él. Estaba cansado enfermo, con los nervios hechos trizas. Como si por sus venas corriera agua en vez de sangre, un abatimiento total le domina y sus piernas flaquearon. Pensó que, si no hacía un esfuerzo, se echaría a llorar como un niño o como una mujer.
       —Daría cualquier cosa por no haberle conocido —dijo lastimosamente.
       —Pero, ¿qué diablos le ocurre? —preguntó Campion atónito.
       —No disimule más. Ya lo ha hecho bastante durante estos dos días y estoy harto de ello. —Su voz era aguda, casi femenina, impropia de un hombre tan fuerte y robusto como él—. ¡Estoy harto! ¡Sí, harto! Le dejé y huí. Le dejé para que se ahogara. Ya sé que me porté como un gallina, pero no pude evitarlo: el miedo fué más fuerte que yo.
       Campion se puso en pie lentamente.
       —¿Qué está usted diciendo?
       Su tono de voz revelaba auténtica sorpresa. Izzart se sobresaltó al oírle. Un escalofrío le corrió por la espalda.
       —Cuando usted gritó pidiendo socorro yo estaba muerto de miedo. Pude agarrarme a un remo y entonces le dije a Hassan que me ayudara a salir de allí.
       —Eso es lo mejor que pudo usted hacer.
       —No podía ayudarle. Nada podía hacer por usted.
       —¿Y qué iba a hacer? Fué una estupidez mía el gritar. Era perder aliento y precisamente aliento era lo que más necesitaba en aquellos momentos.
       —Pero entonces… ¿usted no lo sabía?
       —¡Qué había de saber! Cuando aquellos dos individuos me dieron la estera estaba convencido de que usted seguía agarrado a la embarcación.
       Izzart se llevó las manos a la cabeza y dejó escapar un gemido de desesperación.
       —¡Dios mío! ¡Qué loco he sido!
       Los dos hombres se miraron en silencio durante unos momentos.
       —¡Bah!, mi querido amigo. No se preocupe. Yo mismo he pasado miedo demasiadas veces para poder censurar a los demás. No se lo diré a nadie.
       —Sí, pero usted lo sabe.
       —Le prometo que puede confiar en mí. Además, mi misión ha terminado aquí y voy a regresar a casa. Quiero coger el próximo barco para Singapur. —Hubo una pausa y Campion miró pensativamente a Izzart durante unos instantes—. Sólo hay una cosa que quisiera pedirle. Aquí dejo algunos buenos amigos y hay una o dos cosas sobre las que soy un poco susceptible. Le agradeceré que cuando cuente nuestra aventura no diga que me porté mal. No me gustaría que esos amigos creyeran que había perdido la serenidad.
       Izzart enrojeció intensamente. Se acordó de lo que había dicho al Residente. Parecía como si Campion hubiera escuchado detrás de la puerta. Carraspeó.
       —No sé por qué voy a decir eso.
       Campion sonrió y sus ojos azules brillaron divertidos y alegres.
       —Por miedo —repuso. Y después, con una mueca que descubrió sus dientes rotos y descoloridos, dijo:
       —Tome un cigarro, mi querido amigo.


1925.


Hearst’s International Magazine (agosto de 1925)
The Casuarina Tree
(Londres: William Heinemann, 1926.)
(Nueva York: George H. Doran Company, 1926.)






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