William Somerset Maugham
EL PUESTO AVANZADO
The Outstation by William Somerset Maugham
El nuevo auxiliar llegaría por la tarde. Cuando el Residente, Mr. Warbuton, se enteró de que el praho estaba a la vista, se puso el salacot, dirigiéndose hacia el embarcadero. La guardia, compuesta de ocho menudos soldados dayacos, permaneció en posición de firme, mientras les pasaba revista observando con satisfacción su aspecto marcial, lo arreglado y limpio de sus uniformes y el brillo de sus fusiles. Eran un motivo de orgullo para él. Desde el desembarcadero contempló la curva del río, por la que aparecería el barco de un momento a otro. Mr. Warbuton poseía una elegante apariencia con sus inmaculados pantalones blancos y sus zapatos del mismo color. Bajo el brazo llevaba un bastón de Malaca con puño de oro, regalo del Sultán de Perak.
Aguardaba la llegada del viajero con encontrados sentimientos. En el distrito había más trabajo del que realmente podía hacer un solo hombre, y durante sus periódicas inspecciones por el país confiado a su gobierno tenía que dejar el puesto en manos de un empleado indígena, cosa que no dejaba de ser un inconveniente. Pero durante mucho tiempo había sido el único hombre blanco en aquel puesto avanzado y ahora la llegada de un segundo le causaba cierta inexplicable aprensión. En la actualidad vivía en aquella soledad como el pez en el agua. Durante la guerra no había visto un solo rostro inglés en tres años, y una vez que le anunciaron la llegada de un funcionario se vio acometido de tal pánico que, después de arreglarlo todo para el recibimiento del forastero, huyó dejando una nota en la que decía que se veía obligado a remontar el río. Permaneció ausente hasta que un mensajero le comunicó que su huésped se había marchado.
A poco apareció el praho en el ancho cauce del río. Venía tripulado por prisioneros dayacos, sobre los cuales pesaban diversas sentencias. Una pareja de guardias los esperaban en el desembarcadero para conducirlos a la cárcel. Eran todos hombres robustos, acostumbrados al río, y remaban con poderoso impulso. En cuanto el barco atracó, un hombre surgió de debajo del toldo, saltando a tierra. La guardia presentó armas.
—Al fin nos encontramos… ¡Dios!… Estoy más entumecido que el diablo. He traído su correo.
Hablaba con exuberante jovialidad. Mr. Warbuton, cortésmente, le tendió la mano.
—¿Mr. Cooper, según presumo?
—El mismo. ¿Esperaba usted a alguna otra persona?
La respuesta tenía una intención bromista, pero el Gobernador no se sonrió.
—Mi nombre es Warbuton. Le mostraré su casa. No se preocupe por su equipaje. Se lo traerá uno de éstos.
Se adelantó a Cooper por la estrecha senda y llegaron al poblado, en el que había un pequeño bungalow.
—He procurado hacerlo habitable —dijo Mr. Warbuton—, aunque hace mucho tiempo que nadie ha vivido en él.
Estaba construido sobre pilares y se Componía de una espaciosa habitación, que daba a una ancha veranda, y de dos dormitorios.
—Está perfectamente —repuso Cooper en tono de elogio.
—Supongo que se querrá usted bañar y cambiarse de ropa. Me sentiría muy honrado si usted cenara conmigo esta noche. ¿Le parece bien a las ocho?
—Cualquier hora es buena para mí.
El Residente se sonrió con cierta amabilidad y, un tanto vejado por la respuesta, se despidió. Volvió al fuerte, donde tenía su residencia. La impresión que le había producido Alien Cooper no era muy favorable, pero no quería ser injusto formando una opinión a la ligera. Cooper parecía tener unos treinta años. Era alto, delgado, y en su rostro, pálido, no existía la más leve sombra de color. Su nariz era larga y ganchuda, y los ojos azules. Cuando al entrar en el bungalow se quitó el sombrero, tirándoselo al boy, Mr. Warbuton se dió cuenta de que el enorme cráneo del recién llegado, poblado de un pelo recortado y castaño, estaba en manifiesto contraste con su barbilla débil y pequeña. Vestía pantalón corto kaki y una camisa del mismo color, todo sucio y usado, y haría tiempo que su maltrecho salacot no había sido lavado. Mr. Warbuton pensó que el joven había pasado una semana en un vapor costero, y las últimas cuarenta y ocho horas en la bodega de un praho.
—Ya veremos qué aspecto tiene cuando venga a cenar.
Entró en su habitación, donde todas sus cosas estaban tan bien ordenadas como si cuidara de ellas un criado inglés; se desnudó y bajó ál cuarto de baño, bañándose con agua fría. La única concesión que había hecho al clima era la de ponerse una chaqueta blanca, por lo demás, siempre cenaba con camisa almidonada, cuello alto, calcetines de seda y zapatos de charol; vestido, en suma, con la misma etiqueta que si fuese a su club en Pall Mali. Como un cuidadoso anfitrión fué al comedor para ver si todo estaba dispuesto. Éste tenía un alegre colorido, con sus ramos de orquídeas y la plata que relucía bajo las luces.
Las servilletas estaban dobladas de una manera complicada. Velas con pantalla, en candelabros de plata, alumbraban discretamente la estancia. Mr. Warbuton sonrió como aprobando y se dirigió al salón para esperar a su huésped. Al poco rato apareció Cooper, con la misma camisa kaki, los mismos pantalones y la misma chaqueta andrajosa que llevaba al desembarcar. La sonrisa de bienvenida de Mr. Warbuton se heló en su rostro.
—¡Hola!… Vestido de etiqueta —exclamó Cooper—. No sabía que fuese a hacerlo. Por mi parte, poco ha faltado para que me pusiese un sarong.
—No tiene importancia. Seguramente sus boys estarían ocupados.
—No era necesario que por mí se tomara estas molestias.
—No ha sido por usted. Siempre me visto para cenar.
—¿Aun cuando esté solo?
—Sobre todo cuando estoy solo —replicó Mr. Warbuton con su más fría mirada.
Un destello irónico cruzó por los ojos de Cooper, haciéndole enrojecer vivamente. Mr. Warbuton era un hombre de temperamento colérico. Se deducía de su rostro de color rojo, de facciones belicosas, y de su cabello, también rojo, que empezaba a encanecer. Sus ojos azules, generalmente fríos, se inyectaban de cólera en el momento más inesperado; pero era un hombre de mundo, y, además, se tenía por un hombre justo. Era necesario que hiciese lo posible para llevarse bien con su compañero.
—Cuando vivía en Londres frecuentaba habitualmente medios sociales en los cuáles hubiera sido tan excéntrico el no vestirse para cenar como el no bañarse cada mañana. Cuando llegué a Borneo no vi razón alguna para no seguir con tan buena costumbre. Durante tres años, cuando la guerra, no vi un solo blanco, y ni una vez dejé de vestirme para la cena. No lleva usted mucho tiempo en este país, y créame, no hay mejor medio que éste para conservar la propia estimación. Cuando un blanco se rinde en lo más mínimo a las influencias que Te rodean, puede estar seguro de que los indígenas pronto dejarán de respetarlo.
—Bien, pero me parece que va a llevarse un desengaño si espera que con este calor yo me ponga una camisa almidonada y un cuello alto.
—Cuando usted cene en su bungalow, se vestirá, naturalmente, como mejor le plazca; pero cuando yo tenga el gusto de que cene conmigo tal vez llegue a la conclusión de que es la cortesía la que nos obliga a vestimos así en toda sociedad civilizada.
Entraron en el comedor. Dos boys malayos, con sarongs e inmaculadas chaquetas blancas, trajeron una bandeja con aceitunas y anchoas. A continuación empezaron a comer. Mr. Warbuton se enorgullecía de poseer el mejor cocinero de Borneo, un chino, y se preocupaba extraordinariamente por tener los más selectos platos que se podían encontrar en aquellas difíciles circunstancias.
—¿Quiere usted ver el menú? —preguntó alargando la carta a Cooper.
Estaba escrito en francés, y los platos tenían todos unos nombres rimbombantes. La cena fué servida por dos boys, mientras en los ángulos opuestos de la habitación otros dos movían inmensos abanicos con el fin de renovar el aire sofocante. La comida fué espléndida; el champaña también era excelente.
—¿Come usted así todos los días? —preguntó Cooper.
Mr. Warbuton miró ligeramente la carta.
—La verdad es que no he notado en la comida de hoy nada fuera de lo corriente —repuso—. Yo como muy poco, pero me gusta que me sirvan cada noche una buena cena. Esto hace que el cocinero no pierda la práctica y es un buen entrenamiento para los boys.
La conversación trascurría penosamente. Mr. Warbuton se mostraba cortés en extremo y es muy posible que hallara un malicioso entretenimiento en el embarazo que causaba a su compañero. Cooper no había pasado más que unos meses en Sembulu, y las preguntas de Mr. Warbuton sobre sus amigos en Kuala Solor pronto se agotaron.
—A propósito —dijo entonces—. ¿Conoce usted a un joven llamado Hennesley? Creo que llegó hace poco.
—¡Ah!… Sí. Está en la policía… Una bala perdida.
—Me extraña mucho. Su tío es mi amigo lord Barraclough y el otro día recibí una carta de lady Barraclough pidiéndome que me cuidara de él.
—Sabía que estaba emparentado con alguien, y supongo que por eso consiguió el empleo. Ha estado en Eton y en Oxford, y nunca se olvida de decirlo.
—Sus palabras me sorprenden —exclamó Mr. Warbuton—. Toda su familia ha estado en Eton y Oxford desde hace más de doscientos años, y era de esperar que lo considerase como la cosa más natural del mundo.
—A mí me parece un pedante y nada más.
—¿A qué colegio fué usted?
~ Nací en las Barbadas, y allí me educaron.
—¡Ah!… Ya comprendo.
Mr. Warbuton consiguió dar un tono tan ofensivo a su breve respuesta, que Cooper enrojeció. Por un momento permaneció silencioso.
—He tenido dos o tres cartas de Kuala Solor —continuó Mr. Warbuton— y mi impresión es que el joven Hennesley triunfa en toda la línea. Me dicen que es un sportman de primera.
—¡Ah!… Sí. Es muy conocido. Precisamente es esta clase de individuo la que gusta en Kuala Solor. Yo no tengo nada de deportista. ¿Qué puede importar al fin de cuentas que un hombre pegue mejor que otro al tenis o al golf? ¿Y qué puede importar que haga sesenta y cinco carambolas de una tirada o no haga ninguna? Creo que en Inglaterra dan demasiada importancia a estas cosas.
—¿Usted cree? Pues a mí me parece que esos deportistas no se portaron ciertamente peor que los demás en la guerra.
—¡Ah!… Si va usted a hablarme de la guerra, ya es terreno conocido para mí. Estaba en el mismo regimiento que Hennesley y puedo decirle que no había nadie capaz de aguantarlo.
—¿Cómo lo sabe?
—Pues, porque yo era uno de ellos.
—¿Tenía usted algún grado?
—Habría necesitado tener muchísima suerte para conseguirlo. Yo era lo que se llamaba un colonial. No había estado en un colegio del Estado y, además, no tenía influencia. Fui soldado durante todo aquel maldito tiempo.
Cooper frunció el ceño. Parecía como si le fuera difícil dominarse para no estallar en violentas invectivas. Mr. Warbuton le observaba; sus pequeños ojos azules, casi cerrados, no se apartaban de él mientras, interiormente iba formando su juicio sobre Cooper. Más tarde, cambiando de conversación, comenzó a hablarle del trabajo que iba a desempeñar, y cuando dieron las diez se levantó.
—Bien… No quiero entretenerle más tiempo. Me parece que debe de estar usted cansado.
Se estrecharon las manos.
—¡Ah!… Escúcheme —dijo Cooper—. ¿Podría usted proporcionarme un boy? El que tenía me dejó al salir de Kuala Solor. Llevó mi equipaje a bordo y luego desapareció. No me di cuenta de su ausencia hasta que salimos del río.
—Lo preguntaré a mi boy. Estoy seguro que sabrá de alguno.
—Perfectamente. Dígale solamente que me mande un boy, y si me gusta su aspecto, me quedaré con él.
Era una noche de luna y no era necesaria la linterna. Cooper se encaminó a su bungalow.
“No comprendo para qué diablos me habrán enviado a un individuo como éste —se preguntaba Mr. Warbuton—. Si así es la clase de gente que envían ahora, no creo que pueda esperarse mucho de ella”.
Bajó a pasear por el jardín. El Fuerte estaba construido en la cumbre de una pequeña colina y el jardín descendía hasta el borde del río. En la orilla existía un árbol hasta el que míster Warbuton solía ir, después de cenar, a fumarse un cherrot [un cigarro cilíndrico con ambos extremos recortados durante la fabricación; tradicionales en Birmania y la India]. Y, con frecuencia, del río que se deslizaba a sus plantas, subía una voz, la de un malayo demasiado tímido para aventurarse a plena luz, y una queja o una acusación llegaban suavemente hasta sus oídos. Por aquel sistema había logrado a veces obtener informaciones que nunca hubiera conseguido por el conducto oficial. Sentose pesadamente en una silla de ratán [apelativo para unas seiscientas especies de palmeras trepadoras; los tallos son seleccionados para la confección de bastones, palos sacudidores de alfombras, armas de artes marciales y palillos de instrumentos musicales de percusión; pueden utilizarse como sustituto de la madera o de la caña de bambú]… “Cooper… Un individuo envidioso y mal educado, pedante, vano, presuntuoso…”. Pero la irritación de Mr. Warbuton no podía eclipsar la silenciosa belleza de la noche. El aire estaba perfumado por el dulce aroma de las flores de un árbol que crecía a la entrada del puerto, y las moscas de fuego, centelleando oscuramente, volaban con un vuelo lento y plateado. La luna trazaba una senda en la anchura del río, para que la hollasen los pies ligeros de la novia de Si va, y en la orilla opuesta un grupo de palmeras se dibujaba delicadamente en el cielo. Un tranquilo sosiego invadió el alma de Mr. Warbuton.
Era un hombre extraño, y había hecho una singular carrera. A la edad de veintiún años heredó una considerable fortuna, unas cien mil libras, y al salir de Oxford se entregó a una vida alegre que entonces, a su edad (Mr. Warbuton era ahora un hombre de cincuenta y cuatro años), se ofrecía placentera a los jóvenes de buena familia. Tenía un piso en Mount Street, un coche particular y un puesto de caza en Warwickshire. Iba a todos los sitios de moda. Era guapo, simpático y generoso. Una verdadera personalidad en la sociedad de Londres de principios de siglo, de esa sociedad que no había perdido aún ni su exclusivismo ni su brillantez. La guerra de los boers [dos conflictos armados que tuvieron lugar en Sudáfrica entre el Imperio británico y los colonos de origen neerlandés llamados afrikáneres; la primera se desarrolló desde el 16 de diciembre de 1880 hasta el 23 de marzo de 1881; y la segunda, entre el 11 de octubre de 1899 y el 31 de mayo de 1902; su resultado fue la victoria del Imperio británico y la extinción de las dos repúblicas independientes que los bóeres habían fundado a mediados del siglo XIX: el Estado Libre de Orange y la República de Transvaal], que la hizo tambalear, pasó inadvertida. La Gran Guerra, que la destruyó, sólo era entonces una profecía en boca de los pesimistas. No era del todo desagradable ser joven y rico en aquellos días optimistas. Mr. Warbuton se pasaba la vida de fiesta en fiesta y durante la temporada las invitaciones se amontonaban en su mesa, sin que le fuera posible atender a todas. Mr. Warbuton las mostraba con cierta complacencia a sus amigos. Era un snob; pero no un snob tímido y avergonzado de que otros pudieran superarle; ni tampoco el snob que busca la compañía de las personas que han adquirido celebridad en la política o en las artes, ni menos el snob que se siente deslumbrado por los ricos, sino clara y sencillamente el típico y puro snob.
Era suspicaz y de genio vivo, pero prefería ser despreciado por una persona de rango que alabado por la gente vulgar. Su nombre apenas si figuraba en el Burge Peerage, y era maravilloso contemplar la ingenuidad con que mencionaba su lejano parentesco con una noble familia. Sin embargo, jamás habló una palabra del honrado fabricante de Liverpool de quien, a través de su madre, una tal Miss Gubbins, había recibido la fortuna. Su mayor preocupación era que un día, estando en Cowes o en Ascot en compañía de una duquesa o de un príncipe real, alguno de sus parientes quisieran hacer valer su parentesco. Se ponía malo sólo de pensar en ello.
Su caída fué demasiado evidente para que no se enterase todo el mundo, pero su misma extravagancia le salvó del desprecio. Los grandes, a los que él había adorado, se rieron de él, aunque en el fondo comprendieron que aquella adoración suya no carecía de lógica. El pobre Warbuton era un terrible snob, pero después de todo también era un excelente sujeto. Mientras tuvo dinero siempre se mostró dispuesto a avalar la cuenta de algún noble arruinado y si alguien acudía a él en un momento de apuro podía contar, cuando menos, con un centenar de libras. Sus cenas fueron siempre excelentes. Jugaba al whist pésimamente, pero jamás le importaban sus pérdidas, siempre y cuando fuera en compañía de gente distinguida y selecta. Jugador por naturaleza, tenía una atroz mala suerte en el juego. Pero sabía perder y no quedaba más remedio que admirar la sangre fría con que se dejaba en el juego, en una sola noche, quinientas libras o más. Su pasión por las cartas, casi tan funesta como la que sentía por los títulos, fué la causa de su desgracia. Su tren de vida era irresistible y sus pérdidas de juego formidables. Entonces empezó a dedicarse con mayores sumas, primero, a las carreras de caballos y, más tarde, a la Bolsa. Tenía cierta simplicidad de carácter y los hombres sin escrúpulos encontraron en él una buena presa. Era imposible averiguar si 6e daba cuenta de cómo sus correctos amigos se reían de él a sus espaldas, pero, indudablemente, tenía una vaga intuición de que no podía hacer otra cosa que aparentar indiferencia ante el dinero. Hasta que cayó en manos de los prestamistas. Y a la edad de treinta y cuatro años estaba arruinado por completo.
Demasiado imbuido por el espíritu de su clase, no podía vacilar en la elección del camino a seguir. Cuando un hombre como él se arruinaba, el recurso eran las colonias. Nadie le oyó lamentarse ni hizo el menor comentario cuando vió el resultado catastrófico que tuvo una especulación aconsejada por uno de sus nobles amigos. No exigió que le devolvieran el dinero que había prestado. Pagó todas sus deudas (sin darse cuenta acusó la despreciada sangre del fabricante de Liverpool). Tampoco solicitó la ayuda de nadie, y no habiendo trabajado en su vida, se dispuso a buscar algún medio de subsistencia. Continuó como hasta entonces, alegre, indiferente y correcto. No sentía el menor deseo de molestar a nadie con el relato de sus desventuras. Mr. Warbuton era un snob, pero también era un caballero.
El único favor que pidió a uno de sus influyentes amigos, en cuya diaria compañía había vivido durante mucho tiempo, fué una recomendación. El que entonces era Sultán de Sembulu lo tomó a su servicio la noche antes de embarcarse cenó por última vez en su Club.
—He oído decir que se marcha, Warbuton —le dijo el viejo duque de Hereford.
—Sí. Voy a Borneo.
—¡Santo Dios! ¿Qué va usted a hacer allí?
—¡Bah!… Estoy arruinado.
—¿De verdad? Lo siento. Ya nos avisará, cuando regrese. Espero que se divierta.
—¡Oh! sí… Allí hay mucha caza.
El duque le saludó, alejándose. Pocas horas más tarde, míster Warbuton contemplaba la costa, perdiéndose en la niebla. Tras él quedaba todo aquello que hacía que la vida fuera digna de vivirse.
Veinte años habían transcurrido desde entonces. Mantuvo una activa correspondencia con algunas ladies aristocráticas y sus cartas fueron siempre divertidas y locuaces. No perdió nunca su entusiasmo por las personas con título y leía cuidadosamente en el Times (que a él le llegaba con seis semanas de retraso) las noticias de sus idas y venidas. Por las columnas del periódico se enteraba de los nacimientos, muertes y matrimonios, y siempre tenía a punto una carta de felicitación o de pésame.
Y por las revistas ilustradas conocía la apariencia de la gente, y en sus periódicas visitas a Inglaterra volvía a reanudar su antigua vida, como si nunca la hubiese interrumpido. Conocía a todos los nuevos personajes que habían surgido… Su interés por el gran mundo era tan vivo como cuando estaba en él. Esto era, como entonces, la única cosa que le interesaba de veras.
Pero, sin él mismo darse cuenta, un nuevo interés empezó a llenar su vida. La posición que tenía en las colonias halagaba su vanidad. Ya no era el individuo humilde que buscaba la sonrisa de los grandes, sino el amo, cuyas palabras eran ley. Le rendían honores los soldados dayacos de su guardia, presentando armas cuando él pasaba. Le gustaba hacer de juez en las disputas de los demás y fallar las cuestiones de los jefes rivales. Cuando los cazadores de cabezas dieron tanto que hacer, en pasados tiempos, salió a castigarlos con una sensación de orgullo por 6U conducta. Era demasiado vano y presuntuoso para no demostrar un indomable valor. Se contaba una estupenda historia en la que descubrió toda su sangre fría, al aventurarse solo, en un poblado fortificado, pidiendo la rendición de un pirata asesino. Se había convertido en un hábil administrador, severo, justo y honrado.
Y, poco a poco, nació en él un hondo amor hacia los malayos. Se interesó por sus hábitos y costumbres y nunca se cansaba de oírlos hablar. Admiraba sus virtudes y, con una sonrisa o un encogimiento de hombros, perdonaba sus vicios.
—En mi tiempo —solía decir— mantuve relaciones con algunos de los más importantes caballeros de Inglaterra, pero no he conocido nunca más exquisitos caballeros que algunos de estos aristócratas malayos, a los que estoy orgulloso de llamar mis amigos.
Gustaba de su cortesía, de sus maneras distinguidas y de su delicadeza, y también de sus repentinas pasiones. Sabía, por instinto, cómo había que tratarlos, llegando a sentir por ellos una verdadera ternura, pero nunca olvidó que era un caballero inglés y jamás tuvo consideración con los hombres blancos que adoptaban las costumbres indígenas. Él, por su parte, no había hecho la más pequeña concesión, ni imitó a muchos blancos en vivir con una mujer indígena, porque un hecho de esta naturaleza, aunque estuviera tolerado por la costumbre, no solamente lo consideraba una ofensa sino también una indignidad. De un hombre a quien Alberto Eduardo, Príncipe de Gales, había llamado Jorge no era fácil esperar que pudiera relacionarse con una vida indígena.
Cuando volvía a Borneo, después de sus visitas a Inglaterra, sentía algo como si conquistara una nueva tranquilidad. Sus amigos ya no eran jóvenes y habían sido sustituidos por una nueva generación que le consideraba como un viejo aburrido. Le parecía que la Inglaterra de ahora había perdido mucho de lo que más había amado en la Inglaterra de 6U juventud. Pero Borneo permanecía igual. Era su nueva patria. Por eso tenía la intención de permanecer en el servicio todo el tiempo que le fuera posible, y la más íntima esperanza de su corazón era morir antes de que le llegase el retiro. Había consignado en su testamento que, dondequiera que muriese, su deseo era que trasladaran su cuerpo a Sembulu, para ser enterrado en el pueblo que amaba, junto a la voz del río que se deslizaba blandamente.
Pero todas estas emociones las ocultaba a los demás, y nadie, viendo a aquel hombre pulido, de buena presencia, con el rostro completamente afeitado y el cabello blanco, hubiera podido imaginarse que albergaba tan profundos sentimientos.
Conocía perfectamente cómo debía hacerse el trabajo del puesto, y durante los días que siguieron vigiló con ojos suspicaces a su ayudante, viendo pronto que era competente y cuidadoso. El único defecto que le encontraba era el de ser demasiado brusco con los indígenas.
—Los malayos son tímidos y muy sensibles —le dijo—, y yo creo que obtendrá mayores resultados si tiene paciencia y obra con bondad.
Cooper soltó una carcajada áspera y seca.
—He nacido en las Barbadas y estuve en África durante la guerra. No creo que haga falta tratar a los negros con mucho respeto.
—De eso no sé nada —repuso con acritud Mr. Warbuton—. Pero no estamos hablando de ellos. Estamos hablando de los malayos.
—¿Y no son negros?
—Es usted muy ignorante —repuso Mr. Warbuton.
No dijo más.
El primer domingo, después de su llegada, volvió a invitar a Cooper a cenar. Lo preparó todo ceremoniosamente, y, aunque se habían visto durante el día en la oficina y más tarde en la veranda del Fuerte, donde habían estado tomando gin pahits juntos, a las seis de la tarde le envió una nota cortés a su bungalow con el boy. Cooper, aunque de mala gana, se puso el smoking y Mr. Warbuton, a pesar de estarle agradecido porque se habían respetado sus deseos, advirtió con desdén el pésimo corte del traje y lo mal que le sentaba la camisa. Pero aquella noche Mr. Warbuton estaba de buen humor.
—A propósito —le dijo mientras se estrechaban las manos—. He hablado con mi boy para ver si podía encontrarle uno, y me ha recomendado a su sobrino. Yo lo he visto y me parece un muchacho dispuesto y voluntarioso. ¿Quiere verlo?
—No me importa.
—Está esperando.
Mr. Warbuton llamó a su boy y le dijo que avisase a su sobrino. Al momento se presentó un joven esbelto, de unos veinte años, de grandes ojos oscuros y delicado perfil. Tenía un aspecto muy cuidado, con su sarong, su chaqueta blanca y un fez sin borla, de terciopelo verde. Se llamaba Abas. Míster Warbuton lo observó con signos de aprobación y sus maneras se suavizaron insensiblemente, a medida que hablaba, con suma facilidad, el idioma malayo. Con los blancos tenía una inclinación a mostrarse sarcástico, pero con los malayos era condescendiente y bondadoso. Estaba en el sitio del Sultán y sabía perfectamente cómo conservar su dignidad y al mismo tiempo no cohibir al indígena.
—¿Servirá? —preguntó Mr. Warbuton volviéndose hacia Cooper.
—Sí. Me parece que no será más pillo que los demás.
Mr. Warbuton comunicó al boy que quedaba aceptado y lo despidió.
—Tiene usted suerte al conseguir un boy como ése —dijo a Cooper—. Pertenece a una excelente familia que vino de Malaca hará casi un centenar de años.
—Me es indiferente que el boy que limpie mis zapatos y me sirva de beber cuando tenga sed lleve o no sangre azul en sus venas. Lo único que me importa es que haga lo que yo le mande y que lo haga bien.
Mr. Warbuton se humedeció los labios, pero no contestó.
Empezaron a cenar. La comida era excelente y los vinos deliciosos. Su influencia no tardó en dejarse sentir, y acabaron charlando, no sólo con excitación, sino hasta amistosamente. A Mr. Warbuton le gustaba tratarse a cuerpo de rey, pero aquella noche de domingo se excedió más que de costumbre. Empezó a dudar de si sería injusto con Cooper. Naturalmente, no era un caballero, pero la culpa no era suya, y tal vez cuando llegara a conocerlo mejor resultase un buen sujeto. Sus faltas, probablemente, eran debidas a su educación tan deplorable, pero era muy capaz en su trabajo, rápido, consciente y completo. Al llegar a los postres, Mr. Warbuton sentíase inclinado a tratar con benevolencia a todo el género humano.
—Éste es nuestro primer domingo aquí, y quiero invitarle a un vaso de oporto. Sólo me quedan unas docenas de botellas y las guardo para ocasiones como ésta.
Dió una orden al boy, que poco después aparecía trayendo una botella. Mr. Warbuton contempló cómo la abría.
—Este vino me lo regaló un viejo amigo mío, Carlos Hollington. Lo guardaba desde hacía unos cuarenta años y ahora hace otros tantos que están en mi poder. Tenía fama de poseer la mejor bodega de Inglaterra.
—¿Era un fabricante de vinos?
—Exactamente, no —repuso sonriendo Mr. Warbuton—. Estoy hablando de Lord Hollington, de Castle Reagh. Uno de los más ricos pares de Inglaterra y un viejo amigo mío. Estuve en Eton con su hermano.
Ésta era una oportunidad que Mr. Warbuton no podía perder, y contó entonces una pequeña anécdota, cuyo punto más importante parecía ser su amistad con un conde.
El oporto era realmente magnífico. Bebió un segundo vaso y después otro. Había perdido toda precaución. Hacía meses que no hablaba con un hombre blanco y empezó a contar historias en las que figuraba siempre él al lado de algún aristócrata. Oyéndole podía creerse que en su tiempo se formaban gabinetes y se trazaban planes políticos a una indicación suya, tal vez hecha a los oídos de alguna duquesa, o dejada caer en la mesa para que la recogiera el Consejero del Rey. Después surgieron los días pasados en Ascot, Goodwood y Cowes. Otro vaso de oporto. Ahora les tocó el turno a las grandes fiestas de Yorkshire y de Escocia, a las que acudía cada año.
—Tenía entonces un criado llamado Foreman, que fué el mejor ayuda de cámara que tuve. ¿Y sabe usted de qué se me quejó un día? Usted ya sabe que en estas fiestas, en el comedor de los criados, las doncellas de las ladys y los ayudas de cámara de los caballeros se sientan según el rango de sus señores. Pues bien, va y me dice que estaba cansado de ir de una parte a otra conmigo, que era el único invitado que no tenía título. Esto significaba para él tener que sentarse el último y dejar que los otros se llevasen los mejores bocados. Se lo conté al viejo duque de Hereford y me contestó: “Por Dios, señor… Si yo fuera Rey de Inglaterra os haría vizconde, sólo para que vuestro ayuda de cámara pudiera aprovecharse”. “Tomadlo a vuestro servicio, duque, le contesté; es el mejor ayuda de cámara que he tenido”. “Está bien, Warbuton. Si para vos es bueno, también lo será para mí. Enviádmelo”.
Después Mr. Warbuton habló de Montecarlo, donde él, junto con el Gran Duque Foydor, jugando a medias, habían hecho saltar la banca una noche. Finalmente habló de Marienbad. Aquí Mr. Warbuton había jugado al bacará con Eduardo VII.
—Entonces, sólo era Príncipe de Gales, y recuerdo que me dijo: “Jorge… Si sacas un cinco, vas a perder hasta la camisa”.
Y tuvo razón. Me parece que no dijo mayor verdad en toda su vida. Era un hombre admirable. Siempre dije que fué el mejor diplomático de Europa, pero yo era joven y loco y no seguí su consejo. Si lo hubiera seguido no habría sacado un cinco, y me parece que no estaría aquí.
Cooper no dejaba de observarle. Sus ojos castaños, hundidos en las cuencas, eran duros y desconfiados y en sus labios se dibujaba una sonrisa burlona. Había oído hablar mucho de Mr. Warbuton en Kuala Solor, no en mal sentido, pues regía su distrito con la exactitud de un reloj, pero… ¡cielos!… ¡qué snob era! Se reían de él sin animosidad, porque era imposible sentir antipatía por un hombre que era a la vez tan generoso y bueno. Cooper había oído la historia del Príncipe de Gales y del bacará, pero le escuchaba sin el menor asomo de simpatía. Desde el principio se había sentido molesto por la conducta del Residente. Era muy suspicaz, y le habían herido en lo más profundo de su ser los corteses sarcasmos de Mr. Warbuton, quien, por su parte, tenía la costumbre de oír las observaciones que no compartía con un silencio glacial. Cooper había vivido muy poco en Inglaterra y sentía una antipatía especial contra los ingleses. Particularmente su resentimiento era contra la escuela del Estado. Comprendió que había dejado huellas en su vida y, ante el temor de que los demás le despreciaran por ello, se adelantaba a los acontecimientos despreciando a todo el género humano.
—Bien. De todas formas la guerra nos ha hecho un gran favor —dijo al fin Cooper—. Derribó el poder de la aristocracia. La guerra de los boers dió principio a la obra, y la de 1914 la ha terminado.
—Las grandes familias de Inglaterra están condenadas a desaparecer —exclamó Mr. Warbuton, con la triste melancolía de un emigré que recordase la Corte de Luis XV—. Ya no pueden permitirse el lujo de vivir en sus espléndidos palacios, y su principesca hospitalidad pronto no será más que un recuerdo del pasado.
—Lo que en mi opinión es una suerte.
—Mi pobre Cooper, ¿qué puede usted saber de la gloria de Grecia ni de la grandeza de Roma?
Mr. Warbuton hizo un amplio gesto. Sus ojos, por un instante, se hicieron soñadores ante la visión del pasado.
—Bueno; pero, créame, todos estamos hartos de esas tonterías. Lo que necesitamos es un gobierno práctico, integrado por hombres de negocios. Yo he nacido en Crown Colony, y, en realidad, he pasado casi toda mi vida en las colonias. Todos los lores me tienen sin cuidado. Y lo que más me ataca los nervios es un snob.
Un snob… El rostro de Mr. Warbuton enrojeció vivamente, y sus ojos se encendieron de ira. Aquella palabra le había perseguido toda su vida. Las grandes damas, cuya sociedad había buscado en su juventud, no desdeñaron nunca la admiración que por ellas sentía, pero como todo es relativo en la vida, hasta las grandes damas suelen enfadarse. Cuando la causa de ello era Mr. Warbuton no tenían inconveniente en calificarle con aquella terrible palabra. Además, él sabía —era imposible que no lo supiera— que mucha, gente le tildaba de tal. ¡Qué injustos eran! En realidad no existía para él vicio más detestable que el snobismo. Le gustaba tratarse con gente de su condición, respirar su mismo ambiente; sólo en él vivía a gusto. Pero a esto, ¿podría llamársele snobismo?
—Estoy completamente de acuerdo con usted —repuso—. Un snob es un hombre que admira o desprecia a otro porque pertenece a una clase social superior. Es el vicio más corriente en la clase media británica.
En los ojos de Cooper brilló un destello irónico. Se llevó la mano a la boca para ocultar una sonrisa, con lo que sólo consiguió hacerla más patente. Las manos de Mr. Warbuton temblaron.
Con toda seguridad, Cooper no sabría nunca cómo acababa de mortificar a su jefe. Era un hombre sensible en extremo, pero incapaz de comprender los sentimientos ajenos.
El trabajo los obligaba a verse varias veces al día, y a las seis tomaban juntos unas copas en la veranda de Mr. Warbuton. Era ésta una antigua costumbre de Mr. Warbuton que por nada del mundo hubiera alterado. Pero comían y cenaban separados. Cooper en su bungalow y Mr. Warbuton en el Fuerte. Después de terminar el trabajo, daban, cada uno por su lado, un paseo hasta que se hacía de noche. En aquella comarca habla pocos senderos; la selva llegaba casi hasta las plantaciones del poblado indígena. Cuando Mr. Warbuton veía a su subordinado caminar a grandes zancadas, daba un rodeo con el fin de no toparse con él. Cooper, con sus bruscos modales, con su intolerancia, con el orgullo con que sustentaba sus estúpidas opiniones, le sublevaba los nervios. Sin embargo, hasta pasados unos meses de la llegada de Cooper no sucedió un incidente que convirtió la antipatía del Residente en un odio profundo.
Mr. Warbuton hubo de recorrer la comarca en viaje de inspección, dejando el puesto en manos de Cooper con entera confianza, pues había llegado a la conclusión de que era un funcionario capacitado y diligente. La única cosa que le disgustaba de él, en este aspecto, era su intolerancia. Honrado, justo y meticuloso, no experimentaba por los indígenas la menor simpatía. Mr. Warbuton observó con amarga ironía cómo aquel hombre, que se consideraba igual al resto de los mortales, trataba a tantos otros hombres como seres inferiores. Era duro y no tenía la menor paciencia con los indígenas, con los cuales adoptaba una actitud de matón. Mr. Warbuton no tardó en darse cuenta de que los malayos le odiaban y le temían, aunque el hecho no le disgustó del todo. Hubiera sido muy desagradable para él que su auxiliar rivalizase con él en popularidad.
Mr. Warbuton hizo sus preparativos de marcha; poco después se puso en camino y regresó al cabo de tres semanas. Durante su ausencia llegó el correo. Y la primera cosa que atrajo la mirada de Mr. Warbuton cuando entró en el salón fué una gran cantidad de periódicos abiertos. Cooper había salido a recibirle y en aquel momento se hallaba presente. Mr. Warbuton se volvió hacia uno de los criados y le preguntó con rudeza qué significaba aquello. Cooper se apresuró a explicarlo.
—Fui yo, que quería enterarme del crimen de Wolverhampton y por eso cogí sus Tintes. Ya se los he vuelto a traer. Supuse que a usted no le importaría.
Mr. Warbuton se volvió hacia él, blanco de ira.
—Pues me importa mucho, muchísimo.
—Lo siento —repuso Cooper tranquilamente—. Pero yo no podía esperarme hasta su regreso.
—¿No habrá usted abierto mis cartas, por casualidad?
Cooper, sin alterarse, sonrió ante el exasperado tono de su jefe.
—Eso ya es otra cosa, Mr. Warbuton. Yo no podía imaginarme que usted diera tanta importancia a sus periódicos. Después de todo, no tiene nada de particular lo que he hecho.
—Pues me molesta extraordinariamente que alguien lea los periódicos antes que yo. —Se acercó a donde estaban. Había por lo menos treinta números—. Me parece que ha sido una impertinencia por parte de usted. Además, están todos mezclados.
—Eso tiene fácil arreglo —replicó Cooper acercándose a la mesa.
—¡No los toque! —gritó Mr. Warbuton.
—Vamos, me parece que es infantil ponerse de ese modo por una cosa que no tiene importancia.
—¿Cómo se atreve a hablarme así?
—¡Váyase al diablo!… —exclamó Cooper saliendo de la habitación.
Mr. Warbuton, temblando de ira, contempló sus periódicos. Aquellas manos callosas y brutales habían destrozado el mayor placer de su vida. Casi todas las personas que viven en tierras lejanas, cuando llega el correo, abren con impaciencia los periódicos y, cogiendo el más reciente, se enteran de las últimas noticias de su patria. Pero aquélla no era la costumbre de Mr. Warbuton. El agente que le remitía la prensa tenía instrucciones de poner en la cubierta de cada periódico la fecha; así, cuando llegaba a su poder una nueva remesa, Mr. Warbuton, mirando las fechas que constaban en las cubiertas, las iba numerando correlativamente, desde el más antiguo al más reciente. Su criado tenía la orden de colocar uno de ellos en la mesa de la veranda cada mañana, cuando tomaba el té. Era uno de sus mayores placeres el romper, mientras se desayunaba, la faja de papel que envolvía el periódico y leérselo después de punta a cabo. Experimentaba la sensación de que se encontraba en su patria. Cada lunes por la mañana leía el Times de seis lunes atrás, y así hacía respecto a los diarios de todos los demás días de la semana. Los domingos leía el Observer. Igual que su costumbre de vestirse para cenar, era aquél un lazo que le unía con la civilización. Y era uno de sus mayores orgullos el que, por muy interesantes que fueran las noticias que esperaba, nunca había cedido a la tentación de abrir un periódico antes de su debido tiempo. Durante la guerra la tortura fué en algunas ocasiones casi insoportable. Si leía en el periódico el comienzo de una ofensiva, su angustia y su inquietud, mientras esperaba el resultado de la misma, no son para descritas. Claro que todo aquello podía habérselo evitado leyendo el último número recibido. Pero él jamás hizo tal cosa. Fué una dura prueba de la que supo salir victorioso. ¡Y aquel loco de Cooper los había abierto todos para saber si una horrible mujer había asesinado a su odioso marido!
Mr. Warbuton llamó al boy y le dijo que le llevase unas hojas de papel. Dobló los periódicos lo mejor que pudo, les puso nuevas cubiertas y los enumeró. Fué un trabajo melancólico.
—Nunca se lo perdonaré —murmuró—. ¡Nunca!
El viaje lo había hecho en compañía de su boy. Nunca salía sin él. Era el que mejor conocía sus hábitos y costumbres, y Mr. Warbuton jamás prescindía de las comodidades y satisfacciones de la civilización. Pero desde su llegada se enteró de las habladurías que circulaban entre los criados. Supo que Cooper había tenido un altercado con sus boys. Todos, menos un muchacho llamado Abas, se despidieron. Éste hubiera preferido seguir a sus compañeros, pero su tío le había colocado allí por orden del Residente y no se atrevió a hacerlo.
—Le he dicho que ha hecho bien quedándose, tuan —dijo el boy—. Pero no está a gusto. No es una buena casa y desea saber si puede marcharse como los demás.
—No. Tiene que quedarse. El tuan tiene que tener criados. ¿Han sido reemplazados ya los otros?
—No, tuan. Nadie quiere ir a esa casa.
Mr. Warbuton frunció el ceño. Cooper era un insolente, pero desempeñaba un cargo oficial y era preciso que tuviera criados. No convenía que su casa estuviera mal atendida.
—¿Dónde están los boys que trabajaban allí?
—En el poblado, tuan.
—Pues vete a verlos esta noche y diles que espero que vuelvan mañana por la mañana a casa de tuan Cooper.
—Dicen que no quieren volver.
—¿Y si yo lo mando?
Hacía quince años que el boy estaba al servicio de míster Warbuton y conocía todas las entonaciones de la voz de su amo. No le tenía miedo. Habían vivido en aquellas tierras demasiados peligros juntos para que se lo tuviera. Una vez, en la selva, el Residente le salvó la vida y otra en que zozobraban en los rápidos de un río, si no es por él su amo hubiera muerto ahogado. No ignoraba, sin embargo, que el Residente tenía que ser obedecido sin la menor dilación.
—Iré al poblado —repuso.
Mr. Warbuton creyó que su subordinado aprovecharía la primera ocasión para disculparse por lo que había hecho; pero Cooper era incapaz de presentar una excusa. Poseía para estas cosas la torpeza del hombre mal educado. Por eso cuando al día siguiente se encontraron en la oficina pareció haber olvidado por completo el incidente. Como Mr. Warbuton había estado tanto tiempo fuera, tuvieron una prolongada entrevista. Al fin Mr. Warbuton se despidió de él.
—Me parece que ya no hay nada más. Gracias.
Cooper dió media vuelta para marcharse, pero Mr. Warbuton le detuvo.
—Creo que últimamente ha tenido usted un incidente con sus boys.
Cooper soltó una grosera carcajada.
—Trataron de estafarme. Y tuvieron el valor de marcharse todos menos Abas, incompetente como ninguno. Pero yo me mantuve firme y esta mañana han vuelto todos.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que ya están otra vez en casa. Han venido como corderos. Deben haber llegado a la conclusión de que no soy tan loco como parezco.
—No ha sido eso. Han vuelto porque yo se lo he ordenado. Cooper enrojeció ligeramente.
—Le agradecería mucho que no se metiera en mis asuntos particulares.
—No son asuntos particulares. Cuando sus criados le dejan es para ponerle en ridículo. Usted es completamente libre de hacer lo que quiera, pero no puedo consentir que se burlen de usted y menos que su casa esté desatendida. No es correcto.
Así es que en cuanto supe las noticias ordené a los boys que regresaran por la mañana a sus puestos.
Mr. Warbuton hizo una inclinación de cabeza para dar a entender que daba por terminada su entrevista, pero Cooper no se dió por aludido.
—Pues, ¿quiere usted saber lo que hice? Los llamé y los despedí a todos, dándoles diez minutos de tiempo para abandonar la casa.
Mr. Warbuton se encogió de hombros.
—¿Qué es lo que le hace pensar que podrá conseguir reemplazarlos?
—Le he dicho a mi escribiente que me busque otros.
Mr. Warbuton reflexionó unos momentos.
—Me parece que se está usted portando como un estúpido, y creo que para el futuro debería usted recordar que los buenos amos hacen los buenos criados.
—¿Hay algo más que quiera usted enseñarme?
—Me gustaría enseñarle buenos modales, pero eso sería un trabajo excesivo y no puedo perder tiempo. Ya me encargaré de que consiga otros boys.
—Le ruego que no se moleste por mí. Para esto me basto yo.
Mr. Warbuton sonrió irónicamente. Sospechaba que Cooper le tenía una antipatía como él a su vez sentía por Cooper. No hay nada más humillante que tener que aceptar los favores de un hombre al que se Odia.
—Permítame que le diga que no tiene más probabilidades de encontrar criados malayos o chinos que las que tendría si buscase un mayordomo inglés. Nadie entrará a su servicio, a no ser que yo lo ordene. ¿Quiere que lo haga?
—No.
—Como usted quiera. Buenos días.
Mr. Warbuton observó el desarrollo de los acontecimientos con mordaz ironía. El escribiente de Cooper fué incapaz de convencer a ningún indígena, chino o malayo, para que entrase a servir a Mr. Cooper. Abas, el único boy que no se había marchado, sólo sabía cocinar a la manera indígena, y Cooper, a quien le gustaba comer, pronto se sintió asqueado ante el arroz que, invariablemente, le preparaba. Cooper, dado el calor, tomaba varios baños al día, pero ahora no había nadie para llevarle el agua. Colmaba de improperios a Abas, pero éste, oponiendo una resistencia pasiva, no hacia más que lo que se le antojaba. Fué, además, extremadamente amargo para Cooper enterarse de que si el muchacho continuaba a su servicio era por orden expresa del Residente. Las cosas continuaron así durante unos quince días, hasta que una mañana vió aparecer en su casa a los mismos criados que había despedido. Se apoderó de él un furor sordo, incontenible. Pero había adquirido algo de experiencia, y esta vez los aceptó sin decir palabra. No le quedó más remedio que tragarse aquella nueva humillación. A consecuencia de ello, el desprecio que sentía por Mr. Warbuton se transformó en un odio sombrío. El Residente le había convertido, con aquella astuta jugada, en el hazmerreír de todos los indígenas.
Los dos hombres no tuvieron desde entonces el menor contacto personal. Se rompió la inveterada costumbre de reunirse todas las tardes a las seis para beber alguna cosa, costumbre que Mr. Warbuton siguió observando con todos los hombres blancos que pasaban por el puesto, por muy grande que fuera la antipatía que sintiese hacia ellos.
Empezaron a hacer vida aparte, como si el uno no existiera para el otro. Cooper conocía perfectamente su trabajo, de modo que su relación en la oficina era la indispensable. Mr. Warbuton utilizaba a su ordenanza cuando tenía que remitir alguna comunicación a su subordinado; en cuanto a las órdenes, se las mandaba por escrito. Se veían, eso sí, casi constantemente. No había modo de evitarlo. Pero apenas si cruzaban media docena de palabras entre ellos. Sin embargo, el hecho de que no pudieran perderse de vista llegó a ponerlos nerviosos. No hacían más que pensar en su mutuo antagonismo, y Mr. Warbuton, en su paseo diario, sólo reflexionaba sobre lo mucho que odiaba a Mr. Cooper.
Lo peor de todo era que aquella situación se prolongaría hasta las vacaciones de Mr. Warbuton. Y aun faltaban por lo menos tres años para que llegaran. Mr. Warbuton no tenía por qué elevar ninguna queja a la superioridad. Cooper cumplía en su trabajo, y en aquella época no se disponía de muchos hombres para el servicio. Es cierto que hasta él habían llegado vagas quejas e insinuaciones de que los indígenas se lamentaban de la dureza de Cooper. Existía, indudablemente, un sentimiento general de desagrado. Pero cuando Mr. Warbuton examinó cada caso concreto, todo lo que pudo hallar fué que Cooper se había mostrado demasiado severo en lugar de ser benévolo, o que fué indiferente en vez de comprensivo. No había hecho nada que fuese irregular. Sin embargo, Mr. Warbuton continuó observando. El odio puede dar al hombre una mayor clarividencia, y sospechó que Cooper trataba a los indígenas sin consideración, aunque manteniéndose dentro de la ley, con el fin de exasperarle. Pero tal vez un día Mr. Cooper se excedería en su juego. Nadie sabía mejor que Mr. Warbuton a qué extremos de irritación puede llegar un hombre bajo los efectos de aquel calor excesivo y también lo difícil que era conservar el dominio sobre sí mismo después de una noche sin dormir. Sonrió con cierta malicia. Tarde o temprano, Cooper caería en sus manos.
Cuando al fin se presentó la oportunidad, Mr. Warbuton soltó una carcajada. Cooper tenía los presos a su cargo. Se los empleaba en hacer carreteras, edificar cobertizos, remar en el praho, mantener limpio el poblado; en fin, en una serie de trabajos útiles. Además, si se portaban bien, tenían la posibilidad de servir como criados. Cooper los trataba con mano dura. Le gustaba verlos trabajar, y sentía gran satisfacción cuando podía emplearlos en nuevas tareas; pero los presos, dándose cuenta de que trabajaban en cosas inútiles, lo hacían de mala gana. Una vez Cooper los castigó, alargándoles las horas de trabajo. Esto era contrario al Reglamento, y, cuando lo pusieron en conocimiento de Mr. Warbuton, éste, sin decir nada a su subordinado, ordenó que se mantuviesen las horas señaladas. Cooper, cuando salió a dar su paseo diario, se quedó atónito al ver a los presos regresar a la cárcel. Había ordenado que no regresaran hasta la noche. Cuando preguntó al guardián por qué habían dejado el trabajo, éste le contestó que era por orden del Residente.
Blanco de ira, se dirigió hacia el Fuerte. Mr. Warbuton, con sus inmaculados pantalones blancos y su pulcro salacot, se disponía a salir. Llevaba un bastoncillo en la mano e iba seguido de sus perros. Había visto a Cooper andando por el camino que bordeaba el río. Cooper subió las escaleras a saltos y se fue directamente hacia su jefe.
—Quisiera saber qué diablos se propone usted revocando mi orden de que los presos trabajen hasta la noche —exclamó fuera de sí.
Mr. Warbuton abrió sus bellos ojos azules, adoptando una expresión de profunda sorpresa.
—¿Está usted loco? ¿Es ésa la manera de dirigirse a un superior?
—¡Váyase al diablo! Lo referente a los presos es asunto mío, y usted no debe entremeterse en mis cosas. Pero quisiera saber por qué me ha puesto en ridículo. Todo el mundo sabe que usted ha revocado mi orden.
Mr. Warbuton siguió manteniendo la misma fría actitud.
—Usted no tiene facultades para dar una orden así, y la revoqué porque era injusta y tiránica. Pero créame: no he sido yo quien le ha puesto en ridículo; ha sido usted mismo.
—Desde el primer momento me tomó usted antipatía —exclamó Cooper—, y ha hecho lo inimaginable para hacerme la vida imposible. ¡Y todo porque no quise adularle desde el principio! Su odio hacia mí no es más que por eso.
Cooper, fuera de sí, rozaba un asunto peligroso, y los ojos de Mr. Warbuton se volvieron más agudos y penetrantes que nunca.
—Está usted equivocado. Le juzgo un grosero, eso sí; pero no tengo la menor queja sobre la forma en que desempeña su cometido.
—Condenado snob… Me juzga un grosero porque no he estado en Eton. Ya me dijeron en Kuala Solor quién era usted. ¿No sabe que es el hazmerreír de toda la comarca? Me costó mucho reprimir la risa al oírle contar su famosa historia del Príncipe de Gales. ¡Dios mío! Cómo se reían en el Club cuando me la contaron. Por mi parte, prefiero ser un grosero a un snob como usted.
Aquellas palabras hirieron en lo más profundo del alma a Mr. Warbuton.
—Si no sale inmediatamente de aquí tendrá que habérselas conmigo —gritó.
Por toda respuesta, Cooper se aproximó a su jefe, hasta casi tocar su rostro con el suyo.
—Atrévase a tocarme —exclamó—. ¡Cómo me gustaría que lo hiciese! ¿Y quiere que se lo repita otra vez? Es usted un snob, un snob…
Cooper era tres pulgadas más alto que Mr. Warbuton y de una constitución más robusta. Su jefe, además, tenía cincuenta y cuatro años. Sin embargo, el puño de Mr. Warbuton salió disparado contra la mandíbula de Cooper. Éste le cogió del brazo y le empujó hacia atrás.
—No sea usted loco. Recuerde que yo no soy un caballero y que, además, sé hacer uso de mis manos.
Dejó escapar una especie de aullido, y, con el rostro descompuesto, bajó a saltos la escalera de la veranda. Mr. Warbuton, congestionado, se dejó caer en una 6illa. Todo su cuerpo temblaba como el de un azogado. Durante unos instantes creyó que iba a romper a llorar. De pronto se dió cuenta de que su boy se hallaba en la veranda, e instintivamente recobró el dominio sobre sí mismo. El muchacho se acercó, llenándole un vaso de whisky y soda, y, sin decir palabra, Mr. Warbuton lo apuró de un trago.
—¿Qué quieres decirme? —preguntó al criado, tratando de sonreír.
—Tuan, ese hombre es malo. Abas quiere marcharse otra vez.
—Dile que espere un poco. Voy a escribir a Kuala Solor pidiendo que manden al tuan Cooper a otra parte.
—El tuan Cooper no es bueno con los malayos.
—Déjame sola.
El muchacho se fué silenciosamente. Mr. Warbuton quedose a solas con sus pensamientos. Se imaginó el Club de Kuala Solor, los hombres sentados alrededor de la mesa, junto a la ventana, cuando la noche les impedía seguir jugando al tenis o al golf. Bebían whiskys y gin pahits, riéndose, mientras se contaban la historia del Príncipe de Gales y él en Marienbad. Sus mejillas ardían de vergüenzas ¡Un snob! Así le juzgaban todos. A él, que siempre los había considerado como unos buenos amigos, sin tener en cuenta para nada la diferencia de clases. Los odiaba. Pero aquel odio no era nada comparado con el que sentía hada Cooper. Si ambos hubiesen llegado a las manos, ¡qué paliza hubiera recibido! Unas lágrimas de ira corrieron por su rostro enrojecido. Permaneció allí, sentado, durante dos horas largas, fumando un cigarrillo tras otro, mientras pedía que la tierra le tragara.
Al fin se acercó el boy a preguntarle si iba a vestirse para la cena. ¡No faltaba más! Siempre lo había hecho. Se levantó con aire cansado y se puso la camisa almidonada y el cuello alto. Después se sentó a la mesa, cuidadosamente puesta, y le sirvieron, como de costumbre, dos boys, mientras otros dos refrescaban el aire con grandes abanicos. En el otro bungalow, a unas doscientas yardas de allí, Cooper estaría cenando una magra pitanza, vestido como un indígena, y, probablemente, leyendo a la vez una novela policíaca.
Cuando acabó de cenar, Mr. Warbuton se puso a escribir una carta. El Sultán estaba fuera, por lo que se dirigió de un modo particular a uno de sus secretarios. Cooper hacía su trabajo perfectamente, pero le era imposible entenderse con él. Su compañía le era insoportable, por lo que le haría un gran favor si lo trasladaba a otro sitio.
A la mañana siguiente mandó la carta por un mensajero especial. La contestación la tuvo unos quince días después, por correo. Era una carta particular, concebida en los siguientes términos:
Mi querido Warbuton:
No quiero contestar a su carta oficialmente, por lo que le pongo estas líneas como amigo. Claro que si usted insiste, plantearé el caso al Sultán, pero creo que sería mucho mejor que no lo hiciese. Sé que Cooper es un diamante en bruto, pero es un hombre de gran capacidad, que se portó muy bien durante la guerra, por lo que le debemos toda clase de consideraciones. Yo creo que da usted demasiada importancia a la posición social de una persona. Los tiempos han cambiado mucho. Es, desde luego, necesario ser un caballero, pero es más importante aún ser competente y trabajador. Creo que con un poco más de tolerancia por parte de usted, llegará a entenderse con Cooper.
Su sincero amigo,
Ricardo Temple.
La carta se le cayó a Mr. Warbuton de las manos. No era difícil leer entre líneas. ¡Ricardo Temple, el hombre que conocía desde hacía más de veinte años, perteneciente a una familia distinguida e importante, también le juzgaba como un snob, y por éste solo hecho no había atendido su petición! Mr. Warbuton sintió como si algo se desgarrase en su interior. El mundo de que formaba parte desaparecía para siempre. El futuro pertenecía a otra generación, a la generación de Cooper, mezquina y materialista. ¡Qué odio sentía por Cooper en aquel momento! Extendió la mano para tomar un vaso y vió a su boy que se adelantaba para servirle.
—No sabía que estuvieras aquí.
El boy recogió la carta del suelo.
—¿El tuan Cooper se marcha?
—No.
—Pues ocurrirá una desgracia.
De momento no comprendió el significado de aquellas palabras. Pero sólo fué por un momento. Mr. Warbuton se incorporó en su asiento y miró al boy, tratando de descubrir, lo que encerraban aquellas palabras.
—¿Qué quieres decir con esto?
—El tuan Cooper no se porta bien con Abas.
Mr. Warbuton se encogió de hombros. ¿Cómo un hombre como Cooper podía portarse bien con sus criados? Conocía de sobras su carácter. Unas veces le trataría con grosera jovialidad y otras de una manera ruda y desconsiderada.
—Que se marche entonces con su familia.
—El tuan Cooper le retiene el sueldo para que no pueda hacerlo. Hace tres meses que no le da un céntimo. Yo le he dicho que tenga paciencia, pero está furioso y no quiere atender a razones. Si el tuan continúa tratándole mal, ocurrirá una desgracia.
—Has hecho bien en hablarme.
¡Qué loco era Cooper! ¿Conocería tan mal a los malayos para creer que se los puede injuriar impunemente? Si recibiera una puñalada, no obtendría más que 6U merecido. Con un kris… jera tan fácil l El corazón de Mr. Warbuton dejó de latir un momento. Bastaría con que dejara que las cosas siguieran su curso para que al fin un día se viera libre de Cooper. Sonrió débilmente al pensar en eso. Se imaginó al hombre que odiaba caído de bruces en un sendero de la selva, con un puñal en la espalda. “El digno final de un matón”, pensó Mr. Warbuton, y suspiró. Su deber era avisarle, y, desde luego, tenía que hacerlo sin tardanza. Escribió unas líneas protocolarias a Cooper, rogándole que fuera a verle en seguida.
A los diez minutos, Cooper se hallaba ante él. No se habías vuelto a hablar desde el día en que Mr. Warbuton estuvo a punto de darle un puñetazo. Esta vez no le indicó que tomara asiento.
—¿Deseaba verme? —preguntó Cooper.
Vestía desordenadamente y sus ropas dejaban mucho que desear en cuanto a limpieza. Numerosas picaduras de mosquitos cubrían su rostro y sus manos, ensangrentadas a fuerza de rascárselas. Su aspecto era torvo y sombrío.
—Tengo entendido que ha vuelto a tener un incidente con sus criados. Abas, el sobrino de mi boy se queja de que usted le retiene el sueldo desde hace tres meses. A mí me parece que ése es un procedimiento arbitrario. El muchacho quiere marcharse a su casa, y desde luego no le censuro por ello. Le ruego que, cuanto antes, le abone sus pagas.
—Pues yo no quiero que se vaya. Le retengo el sueldo como una garantía de su buena conducta.
—Perdone que le diga que no conoce usted el carácter malayo. Son muy sensibles ante la injuria o el ridículo. Son, además, violentos y vengativos. Es mi deber prevenirle que, si sigue usted tratando así a ese muchacho, se expone a un gran peligro.
Cooper hizo un gesto despectivo.
—¿Qué cree usted que puede hacer?
—Matarle.
—¿Le importaría mucho a usted?
—¡Oh, no! —repuso Mr. Warbuton, echándose a reír débilmente—. le aseguro que el disgusto no sería muy grande, pero creo que mi cargo me obliga a ponerle en antecedentes.
—¿Se figura usted que un negro puede intimidarme?
—Me tiene sin cuidado si le intimida o no.
—Bien, pues entonces permítame que le diga una cosa. Sé de sobra cuidar de mí mismo. Abas es un ladrón y un pillo, y si intenta alguna cosa contra mí, le retorceré el pescuezo.
—Es todo lo que tenía que comunicarle —dijo entonces Mr. Warbuton, haciendo una ligera inclinación de cabeza a su subordinado.
Cooper dudó un momento sobre lo que había de hacer. Después, dando media vuelta, salió a trompicones del despacho. Mr. Warbuton le vió marchar, mientras una irónica sonrisa se dibujaba en sus labios. Había cumplido su deber. Pero, ¿qué hubiera pensado de saber que Cooper, en cuanto llegó a su casa, habíase arrojado sobre la cama, dando rienda suelta a su amarga desesperación? En aquella soledad implacable perdió todo dominio sobre sí mismo; los sollozos se escaparon de su pecho y gruesas lágrimas corrieron por su rostro pálido y macilento.
Después de aquella entrevista, Mr. Warbuton vió muy raras veces a Cooper. Cuando se encontraban, evitaban ambos el dirigirse la palabra. Mr. Warbuton continuó leyendo su Times todas las mañanas; iba a la oficina, donde despachaba el trabajo diario; recorría las escasas sendas de los alrededores, dando sus paseos cotidianos; 6e vestía para cenar y más tarde sentábase en la veranda, fumando un cigarrillo, mientras contemplaba el río. Si por casualidad se encontraba a Cooper, le volvía la espalda con el mayor desprecio. Cada uno de ellos obraba como si el otro no existiera, como si fuera el único habitante blanco de aquellos alrededores. El tiempo no logró disminuir el antagonismo existente entre ambos. Se observaban, se espiaban mutuamente, deseosos de saber lo que el otro hacía. En su juventud, Mr. Warbuton había sido un gran tirador, si bien con los años fué adquiriendo una profunda aversión a matar a los animales de la selva. Los domingos Cooper salía de caza. Si obtenía alguna pieza, era un triunfo que obtenía sobre Mr. Warbuton. Si, por el contrario, regresaba con las manos vacías, Mr. Warbuton se encogía de hombros, burlándose interiormente de su subordinado, ¡Aquellos advenedizos que querían ser deportistas!
Navidad fué una mala época para ellos. Comieron separados, cada uno en su casa, y deliberadamente se emborracharon. Eran los únicos blancos que había en doscientas millas a la redonda, y vivían al alcance de la voz. A principios de año Cooper cogió unas fiebres, y cuando Mr. Warbuton volvió a verlo quedó sorprendido de su extrema delgadez. Tenía un aspecto enfermizo y agotado. Aquella soledad, tanto más avasalladora cuanto que era forzada, le crispaba los nervios. Otro tanto le ocurría a Mr. Warbuton, que muchas noches no podía conciliar el sueño. Permanecía en la cama despierto, dando vueltas, torturándose a fuerza de imaginar cosas. Cooper se entregó a la bebida, Era evidente que el desenlace estaba próximo, pero en su trato con los indígenas tenía buen cuidado en no hacer nada que su jefe pudiese censurar. Ambos libraban entre sí una batalla silenciosa. Fué como una prueba de resistencia. Y así pasaron los meses, sin que ninguno diera la menor muestra de debilidad. Eran como dos hombres que viviesen en las regiones de la noche eterna, y sus almas gemían oprimidas por el convencimiento de que para ellas no habría nunca amanecer. Les dominaba la sensación de que vivirían respirando eternamente la odiosa monotonía de aquel odio.
Y cuando al fin sucedió lo inevitable, a Mr. Warbuton le pareció despertar de un sueño. Cooper acusó a Abas de que le sustraía la ropa, y el muchacho lo negó. Cooper, entonces, agarrándole por el cuello, lo arrojó escaleras abajo. El boy reclamó los atrasos que se le debían, y Cooper, por toda respuesta, comenzó a insultarlo, amenazándole al mismo tiempo con entregarle a la policía si no se marchaba antes de una hora.
A la mañana siguiente el muchacho fué a esperarle a la puerta del Fuerte, en el momento de entrar en la oficina, y, por segunda vez, le pidió lo suyo. Cooper le dió un puñetazo en la cara y Abas cayó al suelo. Al levantarse sangraba abundantemente por la nariz.
Cooper entró en la oficina y se puso a trabajar. Pero le resultaba difícil concentrar su atención. El golpe había apaciguado un tanto su irritación, pero al mismo tiempo creía haberse excedido. Estaba preocupado. Sentíase enfermo, triste y sin ánimos. En la habitación de al lado se encontraba míster Warbuton, y su primer impulso fué ir a verle y contarle lo sucedido. Hizo un movimiento en su silla, como para levantarse, pero se imaginó la ironía con que su jefe escucharía el relato y la sonrisa de superioridad con que le respondería. Un momento temió que Abas pudiera hacer algún disparate. Warbuton le había advertido. De su pecho se escapó un suspiro. ¡Qué loco había sido no haciéndole caso! Se encogió de hombros con impaciencia. ¡Qué importaba todo! Aun tenía que vivir mucho tiempo. Toda la culpa era de Warbuton. Con su intervención lo había echado todo a perder. Warbuton, desde un principio, había hecho de su vida un infierno. Todo por sus ínfulas aristocráticas. Pero el caso era que casi todos procedían con él como Mr. Warbuton. Claro que él, Cooper, sólo era un colonial. Fué una lástima que no obtuviera su nombramiento durante la guerra. Él se había portado tan bien como cualquiera. También allí había muchas preferencias de clase. Pero si ahora cedía, sería un necio. Warbuton, naturalmente, se enteraría de lo sucedido, como se enteraba de todo. Sin embargo, no estaba asustado. No tenía miedo a ningún indígena y Warbuton podía irse al diablo.
Estuvo en lo cierto cuando pensó que Warbuton se enteraría de lo sucedido. Su boy se lo dijo a la hora de comer.
—Y tu sobrino ¿dónde está ahora?
—No lo sé, tuan. Se ha marchado.
Mr. Warbuton permaneció silencioso. Después de comer solía echar la siesta, pero aquel día no tuvo sueño. Sus ojos, involuntariamente, miraron hacia el bungalow de Cooper. ¡Qué idiota! Mr. Warbuton vaciló unos instantes. ¿Se daría cuenta aquel hombre del peligro en que 6e encontraba? Tal vez debiera mandarlo llamar, pero cada vez que intentó darle un consejo no había obtenido otro agradecimiento que insultos. Una ira furiosa 6e despertó repentinamente en el corazón de Warbuton, haciéndole apretar los puños e hinchándosele las venas de las sienes. Aquel hombre había sido avisado ya. Sabía a qué atenerse en cuanto a las consecuencias. “Lo demás no es de mi incumbencia” —pensó Mr. Warbuton—, “y si algo sucede, no será mía la culpa. Entonces tal vez se arrepientan en Kuala Solor de no haber atendido mi ruego de trasladar a Cooper”. Aquella noche sentíase intranquilo y preocupado. Después de la cena se puso a pasear arriba y abajo de la veranda. Cuan do el boy fué a retirarse Mr. Warbuton le preguntó si sabía algo de Abas.
—No, tuan. Creo que debe de haberse ido al pueblo del hermano de su madre.
Mr. Warbuton le dirigió una penetrante mirada, pero el boy tenía la vista baja y sus ojos no se encontraron. El Residente bajó al río y se sentó en el desembarcadero. Pero en vano hacia esfuerzos por recobrar su calma. El río se deslizaba en medio de un silencio amenazador, semejante a una gran serpiente que, con perezosos movimientos, se dirigiera hacia el mar. Los árboles que bordeaban el río erguíanse inmóviles, proyectando a su alrededor una sombra siniestra. No se oía el canto de un pájaro ni un soplo de brisa agitaba las hojas.
Todo a su alrededor parecía como si esperara algo nuevo, inesperado, terrible.
Warbuton cruzó el jardín, encaminándose hacia la carretera. Desde ella se dominaba el bungalow de Cooper. En el salón había una luz, y hasta él llegaron las notas de una música de jazz. Cooper estaba tocando el gramófono. Mr. Warbuton se estremeció; siempre había sentido una gran antipatía por aquel instrumento. Aquella noche, si no hubiese sido por él, quizás hubiera entrado en el bungalow, dispuesto a hablar con Cooper. Pero, dando media vuelta, regresó a su casa. Estuvo leyendo hasta muy tarde, durmiéndose después. Mas su sueño no duró mucho. Tuvo horribles pesadillas y pareció despertarse al oír un grito. Aquello fué también, sin duda alguna, otra pesadilla, porque ningún grito, del bungalow, por ejemplo, podía oírse desde su habitación. Permaneció despierto hasta rayar la aurora. Oyó entonces rumor de voces y unos pasos precipitados.
Su boy entró en el dormitorio, jadeante y sin fez. El corazón de Mr. Warbuton parecía como si fuera a paralizarse.
De un brinco saltó de la cama.
—Tuan, tuan…
—Voy en seguida.
Se calzó las zapatillas, y, en pijama, corrió al bungalow de Cooper. Éste yacía en la cama, con la boca abierta y con un kris clamado en el corazón. Había sido asesinado mientras dormía. Mr. Warbuton se estremeció al sentir en lo más profundo de su ser la alegría del triunfo. Acababa de quitarse un gran peso de encima.
Cooper estaba ya frío. Hacía unas horas que había muerto. Mr. Warbuton cogió el kris, clavado tan profundamente que tuvo que hacer un esfuerzo para arrancarlo, y lo examinó, reconociéndolo al instante. Era un kris que un vendedor le había ofrecido no hacía mucho y que Cooper compró.
—¿Dónde está Abas? —preguntó secamente.
—Está en el pueblo del hermano de su madre.
El sargento de la policía indígena se hallaba de pie, junto a la cama.
—Coja dos hombres y vaya a ese pueblo a detenerle.
Mr. Warbuton dispuso todo lo que se había de hacer en aquel momento. Dió las órdenes con voz dura y apremiante. Más tarde regresó al Fuerte. Se afeitó, se bañó y, luego de vestirse, dirigiose al comedor. Junto a su plato estaba el Times, dentro de su funda, esperándole. Un boy le sirvió el té, mientras otro le presentaba una fuente con huevos. Mr. Warbuton comió con apetito excelente. Su boy se acercó a la mesa, hasta quedar frente a él.
—¿Qué quieres? —preguntó Mr. Warbuton.
—Tuan Abas, mi sobrino, estuvo en casa del hermano de su madre toda la noche. Lo puede probar. Su tío jurará que no salió ni un momento.
El Residente le miró con el ceño fruncido.
—El tuan Cooper fué asesinado por Abas. Tú lo sabes tan bien como yo. Y hay que hacer justicia.
—Pero, tuan, ¿van a ahorcarle?
Mr. Warbuton vaciló un momento, y aunque su voz siguió siendo dura, en sus ojos se operó un ligero cambio. Fue un destello que no pasó inadvertido al indígena y que halló en los suyos un eco de inteligencia.
—La provocación fué muy grande. Abas será condenado a unos años de cárcel. —Mr. Warbuton hizo una pausa mientras se servía mermelada—. Cuando haya cumplido una parte de su condena, lo tomaré a mi servicio. Tú le enseñarás sus deberes. Estoy seguro de que en casa del tuan Cooper debe de haber adquirido malos hábitos.
—¿Tiene Abas que entregarse a la justicia, tuan?
—Es lo mejor que puede hacer.
El boy se retiró. Mar. Warbuton cogió su Times y, cuidadosamente, rompió la banda de papel que lo envolvía. Disfrutaba abriendo sus inmensas páginas. Aquella mañana tan fresca, tan suave, era deliciosa, y por un instante sus ojos se pasearon con una mirada de placer por el jardín. Se le había quitado un gran peso de encima. Buscó la página de sociedad, con los matrimonios, nacimientos y defunciones. Era siempre lo primero que leía en el periódico. Sus ojos descubrieron un nombre conocido: Lady Ormskirk, por fin, había tenido un hijo. ¡Por Júpiter, qué contenta estaría la abuela! En el próximo correo mandaría una carta felicitándola.
Abas sería un excelente criado. ¡Qué loco había sido Cooper!
1924.
Hearst’s International Magazine (junio de 1924)
The Casuarina Tree
(Londres: William Heinemann, 1926.)
(Nueva York: George H. Doran Company, 1926.)
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