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sábado, 8 de enero de 2022

Jo Nesbo / Sangre en la nieve / Fragmento


Jo Nesbø

Sangre en la nieve

Fragmento

La nieve danzaba como algodón bajo la luz de la fa­rola; desorientada, parecía no saber si ir hacia arriba o hacia abajo, simplemente se dejaba llevar por un vien­to gélido de mil demonios que soplaba desde la oscu­ra inmensidad del fiordo de Oslo. El viento y la nieve se arremolinaban dando vueltas sin cesar en la pe­numbra que envolvía los almacenes cerrados del mue­lle, hasta que el viento se cansó y dejó a su compañe­ra de baile junto a la pared. Allí, la nieve arrastrada por el viento se había acumulado bajo los zapatos del hombre a quien yo acababa de disparar al pecho y al cuello.

La sangre goteaba del cuello de su camisa y caía en la nieve. No es que yo sepa mucho sobre la nieve –en realidad tampoco sé mucho sobre otros asuntos–, pero he leído que los cristales de nieve que se forman cuan­do hace mucho frío son completamente distintos a los que aparecen cuando la nieve es compacta, pesada o helada; que la forma del cristal y la sequedad de la nie­ve son los factores que determinan que la hemoglo­bina de la sangre mantenga ese intenso color rojo. En cualquier caso, la nieve que se había acumulado deba­jo del hombre me recordaba una capa real de color púrpura hecha de armiño, como las de los dibujos que aparecían en el libro de cuentos populares norue­gos que mi madre solía leerme. A ella le gustaban mu­cho los cuentos y los reyes. Supongo que por eso me puso el nombre de uno de ellos.

El periódico Aftenposten había dicho que en caso de que aquel frío persistiera hasta fin de año, 1977 sería el año más gélido desde la guerra y quedaría gra­bado en nuestra memoria como el comienzo de la nueva era glaciar que los científicos llevaban vaticinan­do desde hacía tiempo. Pero ¿yo qué sabía? Lo único que sabía era que el hombre que tenía delante iba a morirse en breve. Ese temblor corporal era inconfun­dible. Era uno de los hombres del Pescador. No era nada personal. Se lo dije antes de que se desplomara dejando un rastro de sangre en la pared de ladrillo. No es que creyera que diciéndoselo iba a facilitar las cosas. El día que me toque a mí recibir un tiro, pre­feriré que sea algo personal. Tampoco se lo dije para evitar que su espíritu me persiguiera; no creo en fan­tasmas. Es que no se me ocurrió nada mejor que decir. Naturalmente podría haber mantenido la boca cerra­da, que es lo que suelo hacer. Algo debió de ocurrir para que de repente me volviera tan locuaz. Quizá fue­ra porque se acercaban las navidades. Dicen que los se­res humanos buscamos compañía cuando se acerca la Navidad. Pero ¡yo qué sé!

Pensé que la sangre se congelaría al caer al suelo y se quedaría allí. Sin embargo, penetró en la nieve, que pareció esconderla bajo la superficie como si quisiera usarla para algo. Cuando volví caminando a casa, me imaginé que de la nevada surgía un muñeco de nie­ve con las venas apenas visibles bajo su cadavérica piel de hielo. Llamé a Daniel Hoffmann desde una cabina y le dije que había hecho el trabajo.

A Hoffmann le pareció bien. No me preguntó nada, como de costumbre. O había aprendido a confiar en mí durante los cuatro años que llevaba a su servicio o no quería saber más. Yo había hecho el trabajo, así que ¿por qué iba un hombre como él a molestarse por algo así si precisamente pagaba para no tener problemas? Me dijo que acudiera a su despacho al día siguiente porque tenía un nuevo trabajo para mí.

–¿Un nuevo trabajo? –le pregunté mientras me daba un vuelco el corazón.

–Sí –dijo Hoffmann–. Un nuevo encargo.

–Ah, entiendo.

Colgué el teléfono, aliviado. Porque aparte de los en­ cargos no sirvo para muchas cosas más.

He aquí cuatro trabajos para los que no sirvo: con­ducir un coche cuando se trata de fugarse. Puedo ir de­prisa, la velocidad no es el problema. Sin embargo, soy incapaz de conducir de forma discreta, y alguien que lleva un coche que está fugándose debe ser capaz de correr y no llamar la atención. Uno debe conducir de manera que parezca un vehículo más. Acabé en la cárcel junto con dos hombres más por no saber condu­cir sin llamar la atención. Iba a toda pastilla, alternando carreteras forestales con carreteras nacionales y hacía rato que había perdido de vista a mis perseguidores. Me quedaban tan solo unos kilómetros para cruzar la frontera con Suecia. Aminoré la velocidad y condu­je despacio y obedeciendo las reglas de tráfico como un abuelo dominguero. No obstante, nos detuvo una patrulla policial. Más tarde reconocieron que no te­nían la más remota idea de que se trataba del coche de los atracadores y que yo no conducía demasiado deprisa ni había infringido ninguna norma de tráfi­co. Dijeron que se trataba de mi forma de conducir. No sé a qué se referían, pero dijeron que resultaba sospechosa.

Tampoco sirvo para los atracos. He leído que más de la mitad de los empleados de banca que viven un atraco sufren más tarde problemas psicológicos, algu­nos durante el resto de su vida. No sé por qué, pero  el viejo que atendía el mostrador de la oficina de co­rreos cuando entramos se apresuró en desarrollar pro­blemas psicológicos. Aparentemente se desplomó en el suelo solo porque el cañón de mi escopeta apuntaba más o menos en dirección a él. Al día siguiente, cuando leí el periódico me enteré de que sufría pro­blemas psicológicos. No es que fuera un gran diag­nóstico, pero si hay algo que no quiere nadie es pa­decer problemas psicológicos. Así que fui a verlo al hospital. Naturalmente, él no me reconoció. Yo había llevado una careta de Papá Noel en la oficina de co­rreos. (Fue el disfraz perfecto. En la calle a nadie le llamó la atención que tres tipos ataviados con trajes de Papá Noel y cargados con sacos salieran corrien­ do de una oficina de correos en pleno ajetreo navide­ño.) Permanecí junto a la puerta de la habitación mi­rando a aquel anciano. Estaba recostado en la cama del centro leyendo Klassekampen, el periódico comunis­ta. No es que yo tenga nada en contra de los comu­nistas como individuos. Bueno, quizá sí que lo tengo. Pero no quiero tener nada en contra de ellos como in­dividuos, simplemente opino que están equivocados. Por eso me entró cargo de conciencia al percatarme de que me hacía sentir mejor que aquel hombre es­tuviera leyendo Klassekampen. Sin embargo, es obvio que hay una gran diferencia entre un poco de mala conciencia y mucha mala conciencia. Y, como ya he dicho, me sentí mucho mejor. Pero dejé los atracos. Cabía la posibilidad de que la próxima víctima no fue­ra comunista.

En tercer lugar, no puedo trabajar en asuntos de dro­gas. Simplemente no lo llevo bien. No es que no pueda sacarle pasta a gente que tiene deudas pendientes con mis jefes. El yonqui es responsable de sus propias des­gracias y, en mi opinión, la gente debe pagar sus erro­res. Así de simple. El problema reside más bien en mi naturaleza débil y sensible, como decía mi madre. Su­pongo que se reconocía en mí. En cualquier caso, debo mantenerme alejado de las drogas. Como ella, soy esa clase de persona que busca constantemente algo a lo que someterse. Una religión, un hermano mayor, un jefe. El alcohol o las drogas. En cualquier caso, las ma­temáticas se me dan fatal; apenas sé contar hasta diez sin perder la concentración. Está claro que eso repre­senta un gran inconveniente para un camello o un recaudador.

Bien. Veamos el último. La prostitución. Más de lo mismo; no tengo nada en contra de que las tías ganen dinero en lo que quieran y que a un tipo –por ejem­plo, yo mismo– le corresponda una tercera parte de los ingresos por propiciar las cosas para que las tías pue­dan concentrase en su trabajo. Siempre he considerado que un buen chulo vale cada céntimo que cobra. El problema es que soy muy enamoradizo, lo cual me lleva a perder de vista el aspecto comercial del asunto. Tam­poco soy capaz de sacudir o amenazar a una tía, esté enamorado o no. Tal  vez tenga que ver con mi madre, ¡yo qué sé! Supongo que esa es la razón por la que tam­poco puedo ver a otros golpear a una tía. Se me va la olla. Pongamos como ejemplo a Maria. Coja y sordo­muda. No sé qué tiene que ver una cosa con la otra. Probablemente nada, pero al parecer si a uno le empie­zan a tocar malas cartas, estas siguen apareciendo sin ce­sar. Por esa razón Maria acabó con un novio yonqui. Este tenía un nombre francés muy fino, Myriel, pero le debía a Hoffmann trece mil de la droga. Vi a Maria por pri­mera vez cuando Pine, el chulo principal de Hoffmann, señaló a una chica ataviada con un abrigo hecho en casa y con el pelo recogido en un moño como si aca­ bara de salir de misa. Estaba sentada llorando en la es­calera que había frente a la sala de conciertos Ridder­ hallen y Pine me contó que iba a ponerse a currar para pagar la deuda que su novio había contraído. Pensé que lo mejor era que comenzara de un modo suave, haciendo solo pajas. Pero salió disparada del primer coche en el que entró antes de que hubieran transcurri­do diez segundos. Permaneció allí llorando a moco tendido mientras Pine le gritaba. A lo mejor creía que ella le iba a escuchar si gritaba lo suficientemente alto. Tal vez fuera por eso. Por aquellos gritos. Y por lo de mi madre. El caso es que se me fue la olla y, aunque de alguna manera entendiera los argumentos que Pine intentaba introducir en el cerebro de ella mediante poten­tes ondas sonoras, acabé moliendo a palos a mi propio jefe. A continuación llevé a Maria a un piso que sabía que estaba vacío antes de acudir a Hoffmann para co­municarle que tampoco servía para ser chulo.

No obstante, Hoffmann dijo –y yo tampoco tenía nada que alegar en contra– que no podía dejar que la gente se fuera de rositas sin pagar sus deudas, que esas cosas repercutían enseguida en la conducta de otros clientes más importantes. Por lo tanto, y sabiendo que Pine y Hoffmann iban tras aquella chica que había sido tan estúpida como para responsabilizarse de las deudas de su novio, me puse a buscar al francés hasta encontrarlo en un piso compartido en la zona de Fa­gerborg. Estaba tan hecho polvo como drogado y comprendí que no iba a sacarle ni un céntimo por mucho que le sacudiera. Le dije que si se le ocurría acercarse a Maria de nuevo le aplastaría el tabique na­sal y se lo metería en el cerebro. Para ser sincero, dudo que le quedara ni una pizca de uno ni del otro. Luego fui a ver a Hoffmann para comunicarle que el novio había pillado por fin algo de pasta y le di los trece mil diciendo que con eso suponía que la temporada de caza con aquella chica se daba por concluida.

No sé si Maria consumía alguna sustancia mien­tras estaba con su novio, si era una de esas personas que necesita someterse, pero en aquellos momentos parecía seria. Trabajaba en un supermercado al que yo acudía con regularidad para ver si todo iba bien y asegurarme de que su novio drogata no aparecía por allí para volver a hundirla. Naturalmente, me asegu­raba de que ella no me viera. Permanecía fuera a os­curas mientras miraba hacia el interior de la tienda iluminada. La veía en la caja registrando los productos y señalando a cualquiera de los otros empleados cuan­do alguien se dirigía a ella. En ocasiones, todos nece­sitamos sentir que estamos a la altura de lo que ha­brían hecho nuestros padres. No tengo ni idea de qué habría hecho mi padre en esa situación, pero aquello tenía que ver más con mi madre. Ella solía cuidarse más de los demás que de ella misma, y supongo que esa característica suponía un ideal para mí. Dios sabrá. En cualquier caso, yo no tenía muchas cosas en que gastarme el dinero que ganaba con Hoffmann. ¿Por qué no entregarle un buen naipe a una chica a la que le había tocado una mano tan pésima?

En definitiva, para recapitular: no sé conducir des­pacio, soy blando como la mantequilla, soy demasiado enamoradizo, pierdo la cabeza cuando me cabreo y soy un desastre para las matemáticas. He leído alguna que otra cosa, pero sé muy poco y, en cualquier caso, nada que pueda serme útil. Además escribo con más lentitud que el crecimiento de una estalactita.

Entonces ¿en qué demonios puede emplear un hom­ bre como Daniel Hoffmann a alguien como yo?

La respuesta es –seguramente ya lo habrás deduci­do– como encargado de despachar.

No hace falta que conduzca. En general mato al tipo de hombres que se lo merece, y las cuentas no son lo que se dice complicadas. Al menos hasta ahora.

Hay dos tipos de cuentas.

En primer lugar está la cuenta que no deja de ha­cer tictac y consiste en saber cuándo dispones de tan­ta información sobre tu jefe que este empieza a preo­cuparse y sabes que ha empezado a plantearse si no debería despachar al que despacha. Es lo de la viuda negra, ¿verdad? No es que yo sepa mucho de aracno­logía, o como se llame, pero ¿acaso la viuda no se deja follar por el macho, que es mucho más pequeño que ella? Y cuando él acaba y ella ya no tiene necesidad de él, ¿no se lo come? Al menos, en El reino animal 4: Insectos y arañas de la biblioteca de Deichmann hay una foto de una viuda negra que tiene el pedipalpo (algo así como la polla de las arañas) colgando y todo mordisqueado. También puedes apreciar la marca de color rojo oscuro en forma de reloj de arena que tiene la hembra en la tripa. Porque, mi pequeña araña ma­cho, el reloj de arena corre y por muy patética y ca­chonda que seas tienes que saber reconocer una opor­tunidad. O mejor dicho, cuándo se acaba dicha oportunidad. Y salir disparado de allí, llueva o nieve, con dos balas en el costado o no. Lo único que puedes hacer es acudir al único que te puede salvar.

Así veía yo las cosas. Haz lo que tengas que hacer, pero no te acerques demasiado.

Por eso me disgustaba enormemente la nueva mi­sión que Hoffmann me había encomendado.

Quería que despachara a su propia mujer.




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