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martes, 7 de diciembre de 2021

Tove Ditlevsen / Trilogía de Copenhague / Fragmento




Tove Ditlevsen
Trilogía de Copenhague

1

 Con la mañana, llegaba la esperanza. Como un resplandor fugaz, se posaba en la melena negra y lisa de mi madre, que yo jamás me aventuraba a tocar, y se quedaba en la punta de mi lengua mezclada con el azúcar de las gachas tibias, que me comía despacio y sin perder nunca de vista sus finas manos entrelazadas, inmóviles sobre el periódico, con su gripe española y su tratado de Versalles. Mi padre ya había ido a trabajar y mi hermano, al colegio, de manera que, aun conmigo allí, mi madre estaba sola, y si me quedaba callada sin decir nada, aquella calma distante de su corazón enigmático podía prolongarse hasta entrada la mañana, cuando bajaba a Istedgade para hacer la compra como las amas de casa corrientes. 

El sol surgía por encima del carromato verde de los gitanos como si brotase de su interior, y Hans el Sarna salía palangana en ristre y con el torso al aire. Después de echarse el agua por encima, alargaba la mano en busca de la toalla que le tendía Lili la Guapa. No cruzaban palabra, pero eran como estampas de un libro cuando se pasan muy deprisa las páginas. Igual que mi madre, aún habrían de cambiar con el correr de las horas. Hans el Sarna era soldado del Ejército de Salvación y Lili la Guapa, su novia. En verano, apiñaban a una caterva de chiquillos en el carromato verde y los llevaban al campo. Los padres les daban a cambio una corona diaria. Yo había ido con ellos cuando tenía tres años y mi hermano, siete. Ahora que tenía cinco, lo único que recordaba de todo el viaje era que un día Lili la Guapa me bajó del carromato y me dejó en la arena ardiente de lo que entonces creí un desierto. Luego el carro verde se puso en marcha y se fue haciendo más y más pequeño; llevaba dentro a mi hermano y yo no iba a volver a verlo —ni a él ni a mi madre— ya nunca más. Al regresar, traían a todos los niños sarnosos. Por eso lo llamaban Hans el Sarna. En cambio, Lili la Guapa no era una mujer guapa. Mi madre sí, en aquellas mañanas extrañas y felices en que debía dejarla en paz. Guapa, intocable, solitaria y llena de pensamientos secretos que yo nunca llegaría a conocer. A su espalda, sobre el papel pintado de flores que mi padre había parcheado con cinta adhesiva marrón, colgaba la imagen de una mujer mirando por la ventana. Por detrás de ella asomaba la cunita de un bebé. Debajo de la imagen se leía: Mujer esperando a que su marido regrese del mar. Algunas veces mi madre reparaba en mi presencia de repente y seguía mi mirada hasta la imagen, que a mí me parecía muy triste y muy tierna. Ella, sin embargo, rompía a reír, y entonces era como si un montón de bolsas de papel llenas de aire reventasen a la vez. Mi corazón galopaba de angustia y pena porque el silencio del mundo se había roto, porque ahora yo era presa del mismo regocijo feroz que ella. Apartaba la silla de un empujón para levantarse y se plantaba frente a la imagen con el camisón arrugado y los brazos en jarras. Acto seguido, con una voz clara y desafiante de jovencita que no era tan suya como la que tendría luego, ya entrado el día, cuando empezase a pelear los precios con los tenderos, cantaba: 


    ¿Es que no puedo cantarle 

    lo que yo quiera a mi niña? 

    Nina nana, nina nana, nana nina. 

    Vete ya de la ventana 

    y vuelve a verme otra noche. 

    Que el frío y la escarcha han traído 

    de vuelta al viejo fantoche. 


A mí no me gustaba la canción, pero reía con fuerza, porque ella la cantaba para divertirme. Aunque la culpa era mía, que por andar mirando la imagen había hecho que mi madre se fijara en mí. De no haber sido por eso, se habría quedado sentada con las manos tranquilamente entrelazadas y los ojos, severos y bonitos, clavados en aquella tierra de nadie que se abría entre las dos. Y mi corazón podría haber pasado aún mucho rato susurrando «madre» con la certeza de que ella, de algún modo misterioso, lo oía. Tendría que haberla dejado sola mucho más rato para que ella, sin palabras, pronunciase mi nombre y supiese que nos unían lazos de sangre. Entonces, algo parecido al amor habría inundado el mundo, y Hans el Sarna y Lili la Guapa se habrían dado cuenta y habrían seguido siendo estampas coloreadas dentro de un libro. Pero en el mundo real empezaban a pelearse, a chillarse y a tirarse de los pelos apenas terminaba la canción. Y enseguida se colaban en nuestra casa unas voces furiosas que venían de la escalera y yo me prometía a mí misma que al día siguiente haría como si la imagen triste de la pared no existiese. 

Una vez que la esperanza estaba rota, mi madre se vestía con movimientos bruscos y exasperados, como si cada prenda fuese una ofensa en su contra. Yo también tenía que vestirme y el mundo se volvía un lugar frío, lóbrego y amenazante, pues la cólera sombría de mi madre siempre acababa conmigo abofeteada o estrellada contra la estufa. Para mí era un enigma, una desconocida, y me decía a mí misma que me habían cambiado al nacer y que ella no era mi madre. Ya vestida, se miraba en el espejo de la alcoba y escupía en un trocito de papel de seda rosa que se pasaba con fuerza por las mejillas. Yo llevaba las tazas a la cocina mientras en mi interior palabras largas y extrañas se encaramaban por mi alma a modo de película protectora. Una canción, un poema, algo rítmico, calmante y melancólico a más no poder, pero jamás triste y doloroso, pues sabía que triste y doloroso sería el resto del día. Cuando me recorrían esas oleadas de palabras, sabía que mi madre ya no podría hacerme nada, porque había dejado de importarme. Ella también lo sabía y sus ojos se llenaban de una fría hostilidad. Nunca me pegaba cuando me encontraba en ese estado de ánimo, pero tampoco me hablaba. A partir de ese momento y hasta la mañana siguiente, la única cercanía era la de nuestros cuerpos, que, a pesar de lo exiguo del espacio, evitaban el más mínimo contacto. La mujer del marinero que colgaba en la pared seguía añorando al marido, pero mi madre y yo no necesitábamos ni hombres ni chiquillos en nuestro universo. Nuestra felicidad, extraña y fragilísima, solo florecía cuando estábamos a solas, y cuando dejé de ser una niña no volvió más que en raros destellos ocasionales que, sin embargo, para mí no tienen precio ahora que mi madre ha muerto y ya no queda nadie que cuente su historia tal como fue en realidad. 


2 


En lo más hondo de mi infancia está mi padre, riendo. Es negro y viejo como la estufa, pero en él nada me asusta. Todo lo que sé de él tengo permiso para saberlo, y si quiero saber más, basta con que le pregunte. Nunca se dirige a mí por iniciativa propia porque no sabe qué decirles a las niñas pequeñas. De vez en cuando me da unas palmaditas en la cabeza y se ríe: je, je. Entonces, mi madre tuerce el gesto y él se apresura a apartar la mano. Mi padre goza de ciertas prerrogativas porque es hombre y mantiene a toda la familia, así que ella tiene que tragárselo, no le queda otro remedio, pero no se resigna a hacerlo sin protestar. Ya podías sentarte como todo el mundo, le reprocha cuando lo ve tumbado en el sofá. Y si está leyendo un libro, siempre le suelta: La gente que lee se vuelve rara, los libros no dicen más que mentiras. Los domingos mi padre se toma una cervecita y mi madre dice: Cuestan veintiséis céntimos cada una. Como sigas así, vamos a acabar en Sundholm. Aunque yo sé que Sundholm es un lugar donde se duerme sobre paja y para comer te dan arenque en salmuera tres veces al día, ese nombre pasa a formar parte de las líneas que escribo cuando me asusto o cuando estoy sola, porque es tan bonito como una ilustración que me gusta mucho y que sale en un libro de mi padre. Se llama Familia obrera de excursión y representa a un padre y una madre con sus dos hijos. Están sentados sobre la hierba verde y todos ríen mientras comen la comida que han llevado, que está en el suelo, entre ellos. Los cuatro levantan la vista hacia una bandera clavada en la hierba, junto a la cabeza del padre. La bandera es toda roja. Siempre veo la imagen cabeza abajo, porque la única ocasión que tengo de hacerlo es cuando mi padre está leyendo el libro. Entonces, mi madre enciende la luz y echa las cortinas amarillas, aunque aún no ha oscurecido. Mi padre podía ser un canalla y un borracho, asegura, pero al menos no era socialista. Mi padre sigue leyendo impertérrito, porque está un poco sordo, eso tampoco es ningún secreto. Mi hermano Edvin clava clavos en una tabla para después sacarlos con unas tenazas. Un día será un obrero cualificado, y eso no es cualquier cosa. Los obreros cualificados ponen la mesa con un mantel de verdad en lugar de con periódicos, y comen con cuchillo y tenedor. Nunca se quedan desempleados y no son socialistas. Edvin es guapo y yo soy fea. Edvin es listo y yo soy tonta. Son verdades eternas como las que están impresas con letras blancas en la fachada de la panadería que hay calle abajo. Pone: «No hay diario como el Politiken». Un día le pregunté a mi padre por qué leía entonces el Social-Demokraten, pero él frunció el ceño y carraspeó mientras Edvin y mi madre se reían con su risa de papel: yo era más tonta que Abundio. 

La salita de estar es una isla de luz y de calidez los muchos miles de noches que estamos allí los cuatro, igual que están los muñecos en la pared, por detrás de sus columnas, en el teatro de marionetas que ha recortado mi padre según un patrón que venía en el Familie Journalen. Siempre es invierno y afuera, en el mundo, hace un frío tan glacial como en la alcoba y en la cocina. La salita surca el tiempo y el espacio, y el fuego retumba dentro de la estufa. A pesar de todo el ruido que arma Edvin con su martillo, cada vez que mi padre pasa una página del libro prohibido, parece un ruido aún más fuerte. Cuando lleva ya mucho rato pasando páginas, Edvin mira a mi madre con sus grandes ojos castaños y deja el martillo. ¿Por qué no canta madre?, propone. Claro, contesta ella sonriente, y mi padre apoya el libro de inmediato en su barriga y se me queda mirando como si quisiera decirme algo. Pero lo que mi padre y yo queremos decirnos no lo diremos jamás. Edvin corre a darle el único libro que posee mi madre y al que tiene aprecio: es un volumen de cantos marciales. Se inclina hacia ella mientras lo hojea y, aunque obviamente no se tocan, están juntos de un modo que nos excluye a mi padre y a mí. Tan pronto como empieza la canción, mi padre se adormece con las manos entrelazadas sobre el libro prohibido. Mi madre canta con voz fuerte y chillona, como si se distanciase de las palabras que va diciendo:

    Madre, ¿eres tú? 

    Me parece que has llorado. 

    Mucho has caminado, tus pies estarán cansados. 

    No llores más, madre; ya soy feliz. 

    En medio de tanto horror, gracias por venir.* 


* Se trata de un fragmento de Soldatens sidste syn («La última visión del soldado»), una canción de 1918. (Todas las notas al pie son de la traductora.) 


Todas las canciones de mi madre tienen muchos versos, tantos que antes de que alcance a terminar la primera, Edvin ya ha vuelto al martillo y mi padre está roncando como un oso. Mi hermano le ha pedido que cante para aplacar su furia ante las lecturas de mi padre. Él es chico, y a los chicos no les gustan las canciones que hacen llorar si se las escucha con atención. A mi madre tampoco le gusta verme llorar, así que me quedo con un nudo en la garganta mientras miro de reojo la ilustración del libro, donde el soldado agoniza en el campo de batalla con una mano tendida hacia la aparición radiante de su madre, que yo sé que no está allí en realidad. Todas las canciones del libro cuentan cosas similares, y mientras mi madre las canta, yo puedo hacer lo que me apetezca, porque se enfrasca tanto en su mundo que nada ajeno a él es capaz de perturbarla. Tampoco oye si los de abajo comienzan a pelearse y a regañar. Abajo vive Rapunzel, la de la larga trenza dorada, con sus padres, que aún no se la han vendido a la bruja a cambio de un ramo de campanillas. Mi hermano es el príncipe e ignora que no tardará en quedarse ciego cuando caiga de la torre. Él clava clavos en su tablita y es el orgullo de la familia. Es lo que tienen los chicos; las chicas solo sirven para casarse y tener hijos. A ellas hay que mantenerlas, que no esperen nada más. El padre y la madre de Rapunzel trabajan en la Carlsberg y se beben cincuenta cervezas al día cada uno. De noche, al volver a casa, siguen bebiendo, y poco antes de la hora de que me vaya a la cama empiezan a chillar y a pegar a Rapunzel con un bastón de los gordos. Siempre aparece en el colegio con moratones en la cara o por las piernas. Cuando se cansan de zurrarle, se abalanzan uno sobre otro armados con botellas y patas de silla rotas, y muchas veces la policía viene a llevarse a uno de los dos, con lo que por fin la casa se queda en calma. Ni a mi madre ni a mi padre les hace gracia la policía. Ellos creen que los padres de Rapunzel tienen derecho a matarse en paz si les viene en gana. Les hacen el trabajo sucio a los de arriba, dice siempre mi padre de los policías, y mi madre nos ha hablado muchas veces del día que los gendarmes se llevaron al abuelo y lo encerraron en la cárcel. No lo olvidará jamás. Mi padre no bebe y tampoco ha estado en la cárcel. Mis padres no se pelean y yo vivo mucho mejor que ellos cuando eran niños. Aun así, cuando abajo por fin reina el silencio y tengo que ir a acostarme, mis pensamientos siempre se tiñen con un ribete negro de miedo. Buenas noches, se despide mi madre antes de cerrar mi puerta y regresar al calor de la salita. Yo me quito el vestido y las enaguas de lana y el corpiño y los leotardos negros que me regalan todas las Navidades, me meto el camisón por la cabeza y me siento un ratito a la ventana a observar el patio negro que se abre abajo, a lo lejos, y el muro de las casas de la escalera exterior, que siempre llora como si hubiese estado lloviendo. Casi nunca hay luz en las ventanas, porque al otro lado del patio solo hay dormitorios y las personas de bien duermen con la luz apagada. Entre los muros alcanzo a ver un cuadradito de cielo en el que a veces brilla una estrella solitaria. Yo la llamo el lucero de la tarde y pienso en ella con todas mis fuerzas cuando mi madre apaga la luz y yo me quedo en la cama viendo cómo las pilas de ropa que hay detrás de la puerta se convierten en brazos largos y retorcidos que tratan de agarrarme por el cuello. Intento chillar, pero todos mis intentos quedan reducidos a un débil susurro, y cuando al fin sale el grito, la cama y yo estamos empapadas de sudor. Mi padre asoma por la puerta y la luz está encendida. Solo has tenido una pesadilla, me dice, a mí también me pasaba a menudo de pequeño. Pero claro, eran otros tiempos. Me estudia pensativo, creo que no le parece apropiado que una niña con una vida tan buena como la mía tenga pesadillas. Le sonrío con timidez a modo de disculpa, como si el grito solo hubiese sido una ocurrencia boba. Me tapo con el edredón hasta la barbilla, porque un hombre no debe ver a una señorita en camisón. Venga, venga, dice; luego apaga y se va, llevándose consigo el miedo de alguna forma, porque me duermo tranquila y la ropa que hay tras la puerta no es más que un montón de trapos viejos. En sueños, me alejo de la noche que pasa frente a la ventana con su séquito de horror, maldad y peligros. Más allá, en Istedgade, tan luminosa y animada durante el día, gimen los coches de policía y las ambulancias mientras yo descanso a salvo oculta bajo el edredón. Los borrachos yacen en el arroyo con la cabeza partida y ensangrentada, y si entras en el Café Charles, te matan. Eso dice mi hermano, y todo lo que él dice es cierto.


Tove Ditlevsen
Trilogía de Copenhague
Seix Barral, Barcelona, 2021



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