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domingo, 3 de enero de 2021

Chimamanda Ngozi Adichie escribe sobre ‘Una tierra prometida’ de Barack Obama


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Chimamanda Ngozi Adichie escribe sobre ‘Una tierra prometida’ de Barack Obama

Este primer volumen de las memorias del expresidente de Estados Unidos está repleto de calidez, humor e introspección.



UNA TIERRA PROMETIDA

Por Barack Obama


Barack Obama es un gran escritor. No se trata simplemente de que este libro evite ser tedioso, como podría esperarse, incluso perdonarse, de una gran memoria, sino que casi siempre es placentero leer, frase por frase, la prosa magnífica sobre los lugares, el detalle granular y vívido. Desde el sudeste asiático hasta una escuela olvidada en Carolina del Sur, evoca el sentido del lugar con una mano ligera pero segura. Este es el primero de dos volúmenes y comienza temprano en su vida, traza sus campañas políticas iniciales, y termina con una reunión en Kentucky donde se le presenta al equipo SEAL involucrado en la redada Abbottabad en la que murió a Osama bin Laden.



Su enfoque es más político que personal, pero cuando escribe sobre su familia es con una belleza cercana a la nostalgia. Metiendo a Malia en sus primeras mallas de ballet. La risa de la bebé Sasha mientras le mordisquea los pies. La respiración de Michelle haciéndose más lenta mientras se duerme contra su hombro. Su madre chupando cubitos de hielo, sus glándulas destruidas por el cáncer. El relato tiene sus raíces en la tradición de la narración, con los tropos que la acompañan, como en la representación de una empleada en su campaña para el Senado del Estado de Illinois, “dando una calada a su cigarrillo y soplando un fino penacho de humo al techo”. La dramática tensión en la historia de su irrupción, con Hillary Clinton a su lado, para forzar una reunión con China en una cumbre climática es tan agradable como una novela negra; no es de extrañar que su ayudante personal Reggie Love le diga después que fue una “situación de gángsters”. Su lenguaje no teme a su propia riqueza imaginativa. Una monja le da una cruz con un rostro “surcado como una semilla de melocotón”. Los jardineros de la Casa Blanca son “los sacerdotes tranquilos de una orden buena y solemne”. Se pregunta si la suya es una “ambición ciega envuelta en el lenguaje turbio del servicio”. Hay un romanticismo, una corriente casi melancólica en su visión literaria. En Oslo, mira afuera para ver una multitud de personas que sostienen velas, las llamas parpadean en la noche oscura y una siente que esto la conmueve más que la misma ceremonia del Premio Nobel de la Paz.

¿Y qué hay de ese Nobel? Se muestra incrédulo cuando se entera de que le han concedido el premio.

“¿Por qué?”, pregunta. Le hace desconfiar de la brecha entre la expectativa y la realidad. Considera que su imagen pública está sobrevalorada; pincha con alfileres sus propios globos publicitarios.


La reflexión de Obama es obvia para cualquiera que haya observado su carrera política, pero en este libro se abre al autocuestionamiento. Y vaya cuestionamiento salvaje. Considera si su primer deseo de postularse para un cargo no se trataba tanto de servir como de su ego o su autoindulgencia o su envidia de los más exitosos. Escribe que sus motivos para dejar de organizar la comunidad e ir a Harvard Law están “abiertos a la interpretación”, como si su ambición fuera inherentemente sospechosa. Se pregunta si tal vez tiene una pereza fundamental. Reconoce sus defectos como marido, lamenta sus errores y aún reflexiona sobre su elección de palabras durante las primeras primarias demócratas. Es justo decir esto: no es para Barack Obama la vida sin examinar. ¿Pero cuánto de esto es una postura defensiva, un intento de ponerse a sí mismo antes que otros? Incluso esto lo contempla cuando escribe sobre tener “una profunda autoconciencia. Una sensibilidad al rechazo o a parecer estúpido”.






Su renuencia a la gloria en cualquiera de sus logros tiene una textura particular, la modestia del Brillante Liberal Estadounidense, que no es tanto falsa como familiar, como una pose muy practicada. Trae una urgencia de decir, en respuesta: “¡Mira, date un poco de crédito!”.

El raro momento en que sí se atribuye el mérito, al argumentar que su ley de recuperación hizo que el sistema financiero estadounidense se recuperase más rápido que cualquier otra nación en la historia con un choque sustancial similar, tiene un eco disonante por ser tan inusual. Su autoevaluación es dura, incluso sobre su primer despertar de conciencia social en su adolescencia. Pasa un juicio adulto sobre su política de mirarse el ombligo, etiquetándola de santurrona y seria y sin sentido del humor. Pero por supuesto que lo fue; siempre lo es a esa edad.

Esta tendencia, más oscura que la conciencia de sí mismo pero no tan sombría como el autodesprecio, parece haber alimentado en él algo caritativo, una humanidad sana, una profunda generosidad; es como si estuviera liberado y ennoblecido por haberse repartido a sí mismo la mano más difícil. Y así es pródigo en perdón y en alabanzas, y da el beneficio de la duda incluso a aquellos que apenas lo merecen. Él hace héroes de la gente: Claire McCaskill al votar según su conciencia por la ley de Fomento para el Progreso, Alivio y Educación para Menores Extranjeros (Dream, por su sigla en inglés), la gracia de Tim Geithner durante los trastornos de la crisis financiera, el apoyo de principios de Chuck Hagel a su política exterior. Su afecto por los integrantes del círculo cercano de su primer mandato —Valerie Jarrett, David Axelrod, David Plouffe, Robert Gibbs, Rahm Emanuel— es conmovedor, al igual que la cultura laboral que crea, de no buscar chivos expiatorios cuando las cosas van mal. Se esfuerza por leer regularmente las cartas de los estadounidenses corrientes no solo para estar al tanto de las preocupaciones del electorado sino para levantar su propio espíritu y suprimir sus propias dudas. En el último día de George W. Bush en la Casa Blanca, Obama está enojado al ver a los manifestantes, y piensa que es “descortés e innecesario” protestar contra un hombre en las últimas horas de su presidencia. Una encantadora respuesta humana. Pero siendo este Barack Obama, extraordinario autoinculpado, se apresura a añadir que seguramente hay un elemento de interés propio en su posición ya que ahora está a punto de convertirse en presidente.





Y, sin embargo, a pesar de su despiadada autoevaluación, hay muy poco de lo que aportan las mejores memorias: la verdadera autorrevelación. Hay tanto que todavía está en una eliminación depurada. Es como si, por ser receloso de la emoción exagerada, la emoción en sí misma se apisonara. Escribe exhaustivamente sobre los entresijos de la aprobación de su histórica Ley de Atención Médica Asequible, pero con una ausencia de cualquier interioridad. “Amo a esa mujer”, dice de Nancy Pelosi, después de una conversación telefónica sobre la única manera de evitar un filibustero republicano en el Senado, al aprobar la versión del proyecto del Senado en la Cámara. Pero no nos acercamos a la medida del precio emocional o incluso intelectual que ha pagado por los numerosos bloqueos republicanos maliciosos que hicieron necesaria esa conversación telefónica en primer lugar. “Si a veces me desanimaba, incluso me enojaba, por la cantidad de desinformación que había inundado las ondas, estaba agradecido por la voluntad de mi equipo de presionar más fuerte y no rendirse”, escribe. Y uno piensa inmediatamente: ¿si…?

Credit...Joe Wrinn/Harvard University 


La decidida y deliberada oposición del Partido Republicano a Obama se siente sorprendentemente imprudente en retrospectiva: los miembros del Congreso se oponen a proyectos de ley que no han leído completamente, simplemente porque son los proyectos de Obama. No les importa cuáles sean las consecuencias para el país. Uno no puede dejar de preguntarse si Obama imagina lo que su gobierno habría sido sin el rencor republicano. ¿Y si los multimillonarios ideólogos conservadores David y Charles Koch no hubieran convocado su siniestro cónclave de algunos de los conservadores más ricos de Estados Unidos con el único objetivo de elaborar estrategias para luchar contra Obama? ¿Y si la hostilidad republicana no hubiera moldeado la forma en que los medios de comunicación, y en consecuencia el público, veían a su gobierno? El hecho de que el propio Obama utilice el término “Obamacare” —que al principio era un término burlón utilizado por la derecha para la Ley de Atención Médica Asequible— es revelador de lo mucho que la derecha fijó el programa durante su gobierno. Cuando escribe acerca de darse cuenta de que no eran meramente sus políticas las que el Tea Party había demonizado, sino a él personalmente, sus frases están ribeteadas con una cualidad evasiva, algo desapegado e impenetrable.

Con la política exterior, es menos reservado. Incluso maneja una especie de chovinismo poético, donde casi todas las críticas a Estados Unidos son meros pretextos para una defensa elegante y enérgica. En este sentido Barack Obama desafía el estereotipo del liberal estadounidense para quien el fracaso estadounidense en la escena mundial no es la entrada sino el plato principal. Es un verdadero discípulo del excepcionalismo estadounidense. Que Estados Unidos no solo es temido sino también respetado es, según él, la prueba de que ha hecho algo bien incluso en su imperfección. “Los que se quejaban del papel de Estados Unidos en el mundo seguían confiando en nosotros para mantener el sistema a flote”, escribe, una posición reaccionaria, como si fuera innatamente contradictorio cuestionar el excesivo papel de Estados Unidos y también esperar que Estados Unidos haga bien el trabajo que eligió darse a sí misma.

El punto culminante de las memorias políticas es el chisme, el pequeño detalle que sorprende o trastorna lo que imaginamos que sabemos. ¿Ese eslogan de entusiasmo de la campaña de Obama, “Sí se puede”? Fue una idea de Axelrod, que a Obama le pareció cursi, hasta que Michelle dijo que no era nada cursi. Piensa en la imagen icónica de Jesse Jackson llorando la noche en que Obama ganó la presidencia. Aquí, nos enteramos de que el apoyo de Jackson a la campaña presidencial de Obama era “más a regañadientes” que el apoyo entusiasta de su hijo Jesse Jackson Jr. Y qué extraño, que la primera familia pague de su bolsillo la comida y el papel higiénico. ¿Quién hubiera pensado que serían los generales y no los civiles los que aconsejaran a Obama una mayor moderación en el uso de la fuerza durante los ocho años de su presidencia? ¿O que en realidad es un caminante lento, lo que Michelle ha llamado “caminata hawaiana”, después de tantas imágenes de él subiendo ágilmente los escalones del avión, caminando a zancadas por el césped de la Casa Blanca? O, dada su imagen de incansable disciplina, que es “desordenado” en esa forma infantil de despiste que solo los hombres se las arreglan para ser, sabiendo que alguien se ocupará del desorden. Alguien que normalmente es una mujer.

Su amorosa amistad con Michelle brilla por su solidez. Reconoce los sacrificios que ella ha hecho por él, y las presiones que su vida política le ha impuesto. Cuando se conocen, ella está “hecha a medida y nítida, centrada en su carrera y en hacer las cosas como se supone que deben hacerse, sin tiempo para tonterías”. Ella es también, brevemente, su mentora. Ella es quizás la razón, junto con su abuela y su madre, mujeres notables e inusuales ambas, de que él parezca tan genuinamente alerta a la misoginia. Articula las cargas que enfrentan las mujeres, la doble moral y la injusticia, los impulsos contradictorios de un mundo sexista, con una fluidez y dominio que extrañamente puede llevar a una especie de resquemor. Es como una madre reciente asediada en la Estados Unidos de clase media, abrumada y con fugas de leche, que mira a su paciente y servicial marido y siente un estallido de rabia porque lo que ella quiere no es su empatía sino un nuevo mundo en el que su empatía sea redundante. Aquí por fin hay un hombre que la entiende, y, sin embargo, que la entienda tan perfectamente se siente como una afrenta. ¿Es una inteligente metáfora de la inversión de los roles de género que él describa frecuentemente la apariencia física de los hombres y no de las mujeres? Se nos habla de la belleza de hombres como Charlie Crist y Rahm Emanuel, pero no de la belleza de las mujeres, excepto en uno o dos casos, como en el caso de Sonia Gandhi.


Credit...M. Spencer Green


En términos más prácticos, contrata a mujeres e interviene de manera decisiva cuando las funcionarias se quejan del comportamiento misógino de los funcionarios varones, pero debido a su historia con Hillary Rodham Clinton, no se puede evitar que su descripción de ella nos sirva para obtener mayores lecciones sobre su visión de las mujeres como actores políticos en igualdad de condiciones. Su respeto por Clinton suena verdadero. En sus primeros días en el Senado, su equipo la miró como guía e inspiración. Su objetivo era ser un “caballo de batalla y no un caballo de exposición”, como ella. Él escribe que su llanto en Nueva Hampshire, del que los medios se burlaron tan injustamente, fue una “rara y genuina muestra de emoción”. Aclara su declaración durante el debate —“eres lo suficientemente simpática”— que tenía por objeto mostrar su desdén por la cuestión en sí, cómo se espera que las mujeres sean simpáticas en formas que los hombres nunca lo son. Y justo cuando esta exégesis está a punto de terminar satisfactoriamente, escribe que consideró a Clinton como su compañera de fórmula pero decidió que sería demasiado complicado. ¿Una puede imaginar razones perfectamente sensatas para esta complicación menos la que se nos da? La incomodidad de un expresidente que vaga por el Ala Oeste sin un trabajo claro. No le ofrecieron el trabajo por su marido.

Y luego están sus bocetos biográficos, magistrales en su brevedad, perspicacia y humor. De la cara de piedra Emily, una empleada de la campaña de Iowa: “Mi encanto e ingenio invariablemente se estrellaron contra las rocas de su mirada firme y sin parpadear, y me decidí a tratar de hacer exactamente lo que ella me dijo”. Vladimir Putin le recuerda a los duros e inteligentes jefes de distrito que solían dirigir la maquinaria de Chicago. También sobre Putin: “Físicamente, era común y corriente”. El secretario de Defensa Bob Gates y el primer ministro indio Manmohan Singh son presentados como dueños de una especie de integridad impasible. El general Stanley McChrystal tiene las formas de “alguien que ha reducido a cenizas la frivolidad y las distracciones de su vida”. Rahul Gandhi tiene “una cualidad nerviosa y sin formación, como si fuera un estudiante que ha hecho el trabajo del curso y estaba ansioso por impresionar al profesor pero en el fondo carecía de la aptitud o la pasión para dominar el tema”. Joe Biden es un hombre decente, honesto y leal que Obama percibe que “podría ponerse quisquilloso si pensara que no se le ha dado lo que se merece, una cualidad que podría aflorar al tratar con un jefe mucho más joven”. Chuck Grassley “se quejaba de este o aquel problema que tenía con el proyecto de ley sin decirnos qué es exactamente lo que se necesitaba para que acepte”. Sarah Palin no tenía “ni idea de qué demonios estaba hablando” sobre el tema de la gobernanza. Lo que a Mitch McConnell “le faltaba en carisma o interés en la política lo compensaba con disciplina, sagacidad y desvergüenza, todo lo cual empleaba en la búsqueda de poder de forma resuelta y desapasionada”. Nicolás Sarkozy, audaz y oportunista, tiene “el pecho henchido como el de un gallo de bantam”.

En una reunión privada, Hu Jintao lee de pilas de papeles preparados, tan monótono que Obama considera sugerir “que podríamos ahorrarnos tiempo unos a otros intercambiando papeles y leyéndolos en nuestro tiempo libre”. Lindsey Graham es el tipo de la película de espionaje o atraco “que traiciona a todo el mundo para salvar su propio pellejo”. Harry Reid es brusco, decente y honesto. “Puedes ganar”, le dice a un sorprendido Obama mucho antes de que Obama pensara que podía. Y con el carisma característico de Camelot, Ted Kennedy le dice: “No eliges el momento. El momento te elige a ti”.

Si las palabras de Kennedy sugieren un sentido del destino, no está claro cuánto lo quiere el propio Obama. Es un participante conflictivo y a veces reacio en la política, un hombre que se siente cada vez más solo a medida que aumenta el tamaño de sus multitudes, un líder improbable con una desconfianza poco convencional hacia la política establecida y una resignación realista a la misma. Y qué improbable es su ascenso político. Asistió a la Convención Nacional Demócrata en el año 2000, invitado por un amigo, su fortuna hecha trizas, no pudo alquilar un coche porque su tarjeta de crédito estaba al límite, no pudo asistir a la convención porque su credencial era demasiado baja. Y luego, cuatro años más tarde, dio el discurso de apertura que finalmente lo impulsó a la presidencia.

Credit...M. Spencer Green


Desde el principio, se tiene la sensación de que está por encima de la mugre de la política. En el Senado del estado de Illinois, un colega no presiona a Obama para que apoye un acuerdo menos que ético, porque “Barack es diferente, va a llegar lejos”.

Obama arriesga mucho para postularse al Senado de Estados Unidos —Michelle se opone porque le gusta su privacidad, y porque tienen pocos ahorros que se reducirían aún más si él dejara de ejercer la abogacía— y se esfuerza mucho, y sin embargo hay una sensación de que si él perdiera, no sería aplastado. “No creo que seas infeliz si nunca llegas a ser presidente”, le dice Axe durante la campaña. Quizás es que quiere ser presidente pero no necesita serlo, que le interesa el poder no por el poder sino por lo que podría lograr con él, y que tomaría cualquier camino que pudiera provocar un cambio, aunque no implicara acumular poder personal.

Esta podría ser la razón por la que, después de ocho años como presidente, sigue siendo una especie de forastero, escribiendo sobre el proceso político como si no participara en él sino que simplemente lo mirara. Su hastiada descripción del discurso sobre el Estado de la Unión —el drama ritual del mismo, sin aplausos bipartidistas excepto por cualquier mención de tropas en el extranjero— tiene un trasfondo de humor irónico, pero con un corazón roto al centro. Desearía que las cosas fueran diferentes. Desearía que las confirmaciones del Senado no se hicieran difíciles solo para avergonzar al gobierno en el poder, que los asuntos importantes para los ciudadanos comunes no se pasaran por alto porque no tienen cabilderos costosos que ronden por los pasillos del Congreso en su nombre, que los senadores no fueran intimidados para que votaran de cierta manera, como lo fue Olympia Snowe por Mitch McConnell, cuando amenazó con despojarla de su puesto en el comité a menos que renunciara a apoyar el proyecto de ley de Obama.

Es tan obvio el anhelo de Obama por un camino diferente, que admira la amistad, más allá de las líneas partidistas, de los viejos toros del Senado —Kennedy, Orrin Hatch, John Warner— que falta en la generación más joven de senadores, a quienes describe como los que tienen “el filo ideológico más afilado que había llegado a caracterizar a la Cámara de Representantes después de la era Gingrich”. El bipartidismo es importante para él —quería a Bob Gates en su gobierno para ayudar a combatir sus propios prejuicios— y hay una persistente sensación de que piensa tanto, si no más, en los que no ha ganado como en los que sí.

Credit...Charles Ommanney


Algunos progresistas están decepcionados con Obama por no haber cumplido lo que nunca prometió, y parece estar dispuesto a abordarlos cuando escribe que la imagen de él como “idealista soñador” no era del todo exacta. El suyo es más bien un idealismo pragmático, influenciado por su abuela. “Ella fue la razón por la que, incluso en mis momentos más revolucionarios de joven, podía admirar un negocio bien llevado y leer las páginas financieras, y por la que me sentí obligado a ignorar las afirmaciones demasiado amplias sobre la necesidad de destrozar las cosas y rehacer la sociedad desde el principio”.

También es por lo que, como presidente, tiene una visión clara de la realidad del gobierno. “No me gustó el acuerdo. Pero en lo que se estaba convirtiendo en una tendencia, las alternativas eran peores”, escribe, palabras que podrían aplicarse a casi todas las decisiones importantes que toma. Dice algo sobre Obama y sobre la complicada naturaleza de su presidencia que a veces Wall Street lo llama antiempresario y los progresistas lo llaman amigo de Wall Street. Y en caso de que alguien se lo pregunte, admira la política exterior de George H. W. Bush por gestionar el final de la guerra del Golfo. No apoyó la guerra de Irak, pero considera que Afganistán es una guerra necesaria.

Escribe que los republicanos son mejores en luchar para ganar, y hay una nostalgia en su anhelo no declarado de un sentido similar de lealtad tribal en la izquierda. Cuando la opción pública fue despojada del proyecto de ley de Cuidados y Salud Asequibles porque de otra manera no se aprobaría, muchos demócratas estaban comprensiblemente furiosos. Obama esperaba que compartieran su pragmatismo, que entendieran que no tenía opción si quería que el proyecto de ley fuera aprobado. Él aquí hace un argumento convincente para aceptar la imperfecta ley de Cuidados y Salud Asequibles porque las políticas de bienestar social como la Ley de Derechos Civiles y el New Deal comenzaron imperfectas y se construyeron sobre ellas. ¿Por qué no formuló entonces, pública y consistentemente, este argumento?

Pero es sobre el tema de la raza que desearía que tuviera más que decir ahora. Escribe sobre la raza como si fuera demasiado consciente de que será leído por una persona deseosa de ofenderse. Los casos de racismo siempre están precedidos por otros ejemplos que muestran ostensiblemente la ausencia de racismo. Y así, mientras escuchamos a un partidario de Iowa decir: “Estoy pensando en votar por el negro”, vemos a muchos habitantes de Iowa agradables que solo se preocupan por los temas. El incidente racista nunca se permite estar y respirar, completamente aireado, sin que lo enturbie esa noción de “complejidad”. Por supuesto que el racismo siempre es complejo, pero la complejidad como idea sirve con demasiada frecuencia como un dispositivo evasivo, un medio para mantener la conversación cómoda, nunca tomar los contornos completos del racismo para evitar alienar a los estadounidenses blancos.




El presidente Barack Obama saluda a los estudiantes mientras él y la primera dama Michelle Obama visitan la Escuela Pública Charter de Capitol City en Washington, D.C. el 3 de febrero de 2009.Credit...Doug Mills/The New York Times


Obama reconoce, durante su campaña presidencial, que si bien la política de intereses especiales —por grupos étnicos, agricultores, entusiastas del control de armas— es la norma en Estados Unidos, solo los estadounidenses negros la practican por su cuenta y riesgo. Centrarse demasiado en “cuestiones de negros” como los derechos civiles o la mala conducta policial es arriesgarse a la reacción negativa de los blancos. Durante la reunión de Iowa, Gibbs le dice a Obama: “Créeme, cualquier otra cosa que sepan de ti, la gente ha notado que no te pareces a los primeros 42 presidentes”. En otras palabras: no necesitamos recordarles que eres negro. Lo que no se dice es que si la negritud fuera políticamente benigna, entonces no habría diferencia si se le recordara a los votantes. Hay algo tan injusto en esto pero uno se da cuenta de que el enfoque fue probablemente el más pragmático, la única manera de ganar, aunque el pragmatismo traiga consigo un mal olor.

Sobre el profesor negro de Harvard Henry Louis Gates, que fue arrestado por un oficial blanco cuando intentaba entrar en su propia casa, Obama considera su opinión “más particular, más humana, que el simple cuento de moralidad en blanco y negro”. Argumenta que la policía reaccionó exageradamente al arrestar a Gates, así como el profesor reaccionó exageradamente a su llegada a su casa, lo que se siente como el tipo de equiparación fácil que suele ser el fuerte de los ingenuos raciales. Ambos bandos fueron malos, como si ambos bandos fueran iguales en poder. (Y, sin embargo, se entera por las encuestas internas que el único incidente que causó la mayor caída de apoyo entre los votantes blancos durante toda su presidencia fue el incidente Gates).

Hay una altivez similar, si no una leve condescendencia, en el tema de Jeremiah Wright, el pastor de la iglesia a la que los Obama asistían esporádicamente en Chicago, cuyo ardiente sermón en el que criticaba el racismo estadounidense se convirtió en un escándalo durante la campaña de Obama. Obama escribe sobre sus “diatribas que normalmente se basaban en hechos pero carecían de contexto”, y sugiere que la ira sobre el racismo estaba fuera de lugar en una congregación de negros ricos y exitosos, como si la clase en Estados Unidos de alguna manera cancelara la raza. Por supuesto que Obama tiene una comprensión muy precisa del racismo estadounidense, pero tal vez debido a su ascendencia e historia únicos, se ha presentado como el conciliador hijo del medio, al preferir dejar las verdades no dichas que podrían inflamarse, y al aislar las que se dicen en varias capas de perplejidad.

Todavía medita sobre su infame descripción de la clase trabajadora blanca rural —“Se amargaron, se aferran a sus armas o a la religión o la antipatía hacia la gente que no es como ellos, o el sentimiento antiinmigrante o el sentimiento anticomercio como una forma de explicar sus frustraciones”— porque detesta ser incomprendido, lo cual es bastante razonable. Tiene empatía por la clase obrera blanca y fue, después de todo, criado por un abuelo con raíces de clase obrera. Pero al aclarar su posición escribe: “A lo largo de la historia estadounidense, los políticos han redirigido la frustración blanca sobre sus circunstancias económicas o sociales hacia los negros y morenos”. Es un extraño acto de abdicación de responsabilidad. ¿Es el racismo de la clase trabajadora blanca meramente el resultado de políticos malvados que engañan a la gente blanca desventurada?

Y cuando escribe que John McCain nunca mostró el “nativismo racista” común en otros políticos republicanos, uno desearía que hubiera ejemplos más completos de eso, en un libro que a veces parece fusionar una visión sofisticada y una visión desdeñosa de la raza.

Para reiniciar el debate sobre el proyecto de ley de salud, Obama se dirige a una sesión conjunta del Congreso. Mientras corrige la falsedad de que el proyecto de ley cubriría a los inmigrantes indocumentados, un congresista poco conocido llamado Joe Wilson, rojo de furia (furia racista, en mi opinión), grita: “¡Usted miente!”, y en ese momento participa en esa tradición estadounidense de un hombre blanco que le falta el respeto a un hombre negro, incluso si ese hombre negro es de una clase más alta. Obama escribe que estuvo “tentado a salir de mi pedestal, abrirme paso por el pasillo y golpear al tipo en la cabeza”. Su minimización del asunto en ese momento es comprensible —es un hombre negro que no puede permitirse la ira— pero ahora, en este recuento que escribe de su reacción, el uso del lenguaje infantil de una hipotética bofetada es desconcertante. ¿Qué significa ser insultado públicamente, la primera vez que le ocurre algo así a un presidente de Estados Unidos que se dirige a una sesión conjunta del Congreso?


Sí, su supuesta extranjería, su inusual filiación y nombre, jugaron un papel en la recepción que recibió, pero si la suya fuera una extranjería blanca, si su padre fuera escandinavo o irlandés o de Europa del Este, y si su segundo nombre fuera Olaf o incluso Vladimir, la demonización no sería tan oscura. Si no fuera negro no habría recibido tantas amenazas de muerte como para que le dieran protección del Servicio Secreto muy pronto en las primarias; mucho antes de saber que ganaría ya tenía barreras antibalas en su dormitorio.

¿Y qué dice el “pesimismo protector” de tantos negros estadounidenses, gente convencida de que lo matarían por atreverse a presentarse a la presidencia, sobre la imaginativa pobreza de Estados Unidos en el tema de los negros? ¿Por qué Obama se siente afortunado de estar en la Casa Blanca con un segundo nombre como Hussein? ¿Por qué lloramos cuando ganó?

Durante la presidencia de Obama, a menudo le decía, acusadoramente, a mi amigo y compañero de discusiones Chinaku: “Estás haciendo un Obama. Toma una maldita posición”. Hacer un Obama significaba que Chinaku veía 73 lados de cada tema, y los aireaba y los detallaba y me parecía un subterfugio, una consideración acuosa de tantos lados que no resultaba en ningún lado. A menudo, en este libro, Barack Obama hace un Obama. Es un hombre que se observa a sí mismo, curiosamente puritano en su escepticismo, que se vuelve para ver todos los ángulos y posiblemente insatisfecho con todos, y genéticamente incapaz de ser un ideólogo. Al principio de su relación Michelle pregunta por qué él siempre elige el camino difícil. Más tarde le dice: “Es como si tuvieras un agujero que llenar. Por eso no puedes ir más despacio”. Así es. Aquí, entonces, hay un hombre abrumadoramente decente que da una cuenta honesta de sí mismo. Ahora es normal que se prologue cualquier alabanza a una figura pública con la palabra “imperfecto”, pero ¿quién no es imperfecto? Como convención se siente como una cobertura descortés, una grosera reticencia a elogiar a los poderosos o famosos sin importar cuánto se lo merezcan. La historia continuará en el segundo volumen, pero Barack Obama ya ha iluminado un momento crucial en la historia estadounidense, y en cómo Estados Unidos cambió mientras permanecía sin cambios.

Chimamanda Ngozi Adichie es la autora de las novelas La flor púrpura, Medio sol amarillo y Americanah. También ha escrito una colección de cuentos, Algo alrededor de tu cuello, y dos ensayos, Todos deberíamos ser feministas y Querida Ijeawele. Cómo educar en el feminismo. Recibió una Beca MacArthur y divide su tiempo entre Estados Unidos y Nigeria.


UNA TIERRA PROMETIDA

Por Barack Obama

928 páginas. Debate.


THE NEW YORK TIMES










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