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lunes, 1 de junio de 2020

George V. Higgins / Los amigos de Eddie Coyle / Prólogo de Dennis Lehane


Robert Mitchum
The Friends of Eddie Coyle, de Peter Yates

George V. Higgins

Los amigos de Eddie Coyle 

Prólogo de Dennis Lehane

    Tienes en tus manos la novela negra que cambió las reglas del juego de los últimos cincuenta años. Posiblemente sea también una de las cuatro o cinco mejores novelas negras jamás escritas. Proyecta una sombra tan alargada, que todos los que nos afanamos en el género conocido como American noir lo hacemos a su estela. Lo mismo nos ocurre a todos los que escribimos novelas ambientadas en Boston. ¿Cómo es posible que un libro tan breve, con descripciones mínimas y sin héroes, haya alcanzado el estatus de obra maestra moderna?
    Empecemos por el título, Los amigos de Eddie Coyle. Eddie no tiene amigos. Eddie apenas tiene conocidos. Eddie es el estereotipo de hombre desafortunado, desamparado y desesperanzado del submundo criminal de Boston de los años setenta. Podría ser el peor guía porque anda con el agua al cuello. O, pensándolo bien, es el mejor guía, porque casi todos los que nadan en esa zona andan con el agua al cuello, motivo por el cual terminan en el noticiario de las diez o en chirona, cumpliendo de diez a doce años en el Bloque C, o con su foto colgada en la pared de una estafeta de correos. En el mundo de Eddie Coyle, nadie quiere fastidiar a nadie a propósito, pero las cosas ocurren de ese modo. Nadie se despierta con la intención de hacer algo malo o de herir a alguien; lo único que hace es buscarse la vida y, a veces, buscarse la vida significa dejar una importante estela de destrucción accidental. Pero no te inquietes, no es nada personal.

    Los «amigos» que rodean a Eddie Coyle son Jackie Brown, un traficante de armas menos ingenioso de lo que él se cree; Dave Foley, el cruel agente federal; los atracadores de bancos Artie Van y Jimmy Scalisi; y Dillon, barman a tiempo completo y asesino a sueldo a tiempo parcial. Jackie le vende armas a Eddie, que se las pasa a Artie y a Jimmy, que las necesitan para atracar bancos en los suburbios meridionales de la ciudad. Eddie afronta una condena de cárcel y le gustaría librarse de ella. La única forma de lograrlo es proporcionar información sobre próximos delitos a Dave Foley, que no regala tarjetas para «salir de la cárcel» a cambio de nada. Dave utiliza a Eddie tanto, o incluso más, de lo que supone que Eddie lo utilizará a él. (Por cierto, en esta novela, todo el mundo utiliza a todo el mundo). Cuando Foley presiona a Eddie para que consiga pistas cada vez más concluyentes sobre sus «amigos», Eddie intenta mantener una apariencia de lealtad. El problema está en que todos sus «amigos» saben que se le avecinan tiempos difíciles, así que les preocupa que hable con un tipo como Foley. Quizá lo más irónico y triste de todo sea que, mientras Eddie habla con Foley, no le cuenta demasiado, pero otra persona, de la que nadie sospecha, le va soplando información a Foley. Por desgracia para Eddie, solo sospechan de él; nadie sospecha que ese otro «amigo» sea un chivato. A medida que se acerca el día de su ingreso en prisión, la sospecha se convierte en un tornillo de banco que se cierra en torno a Eddie y cuyas mordazas están más frías y más próximas cada capítulo que pasa.
    En casi todas las novelas, es fácil distinguir a los buenos de los malos. En este relato, el fallecido George V. Higgins se niega a introducir una moral fácil. Basándose en su propia experiencia como ayudante de fiscal, Higgins se aleja de los tópicos existentes sobre el verdadero submundo criminal, de la versión romántica que los lectores tenían en la cabeza antes de la publicación de Los amigos de Eddie Coyle. En el mundo de Higgins no hay gánsteres nobles que se dejan llevar por el sentido trágico, ni policías honrados obsesionados con la justicia. Se trata solo de tipos que fichan todos los días; para algunos, el trabajo es robar, secuestrar o, en el caso de Dillon, matar. Para otros, el trabajo es practicar detenciones o procesar a los sospechosos. En definitiva, son currantes y ninguno de ellos se acalora con el trabajo ni se preocupa por él, a menos que crea que alguien lo ha delatado. Hacia el final del libro, un personaje le pregunta a otro: «¿No se termina nunca esta mierda? ¿Es que en este mundo las cosas no cambian nunca?». Y el otro personaje responde: «Pues claro que cambian. No te lo tomes tan a pecho. Algunos nos morimos, los demás envejecemos, llega gente nueva, los antiguos se marchan… Las cosas cambian todos los días».
    Esta es la carrera de locos en la que corre Eddie: un mundo sucio y sórdido de hombres sucios y sórdidos. Y si fuese solo eso lo que hay en esta novela —una visión hiperrealista y sin héroes de una sórdida subcultura criminal—, tal vez no habría alcanzado la categoría de hito clásico de la novela negra, pero todavía no hemos hablado de los diálogos. Ah, los diálogos… Constituyen más del ochenta por ciento de la novela y a nadie le importaría que fuesen el cien por cien. Nadie, antes o desde entonces, ha escrito unos diálogos tan escabrosos, divertidos, rayanos en la histeria, ni tan poderosamente auténticos. Ni siquiera Elmore Leonard, que cita esta novela como una de sus influencias primordiales, ni Richard Price, ni el mismo George V. Higgins, que pasó el resto de su carrera tratando de arreglar algo que no estaba roto, intentando refinar los diálogos en sus novelas posteriores con un error de cálculo fonético tal, que casi se convirtieron en una parodia de la maestría que demuestra aquí. Abre este libro por cualquier página y encontrarás una extraordinaria riqueza de la lengua hablada. A los personajes les encanta hablar; probablemente hablarían incluso con una silla. Por fortuna para nosotros, se tienen los unos a los otros para conversar. Y lo que a primera vista parece una novela de hampones haciendo cosas de hampones hasta que se les acaba el tiempo, pronto se revela como una delirante novela de costumbres, una brillante sátira de todos los vetustos clichés del género que la habían precedido. En muchas novelas, el diálogo es la sal y la trama es la comida. En Los amigos de Eddie Coyle, el diálogo es la comida. Y también es la trama, los personajes, la acción y todo el tinglado.
    Lo que nos queda —después de todos esos diálogos insuperables, después del recorrido por los subterráneos más húmedos del mundo criminal, después de haber saltado del antihéroe al perdedor, pasando por el poli manipulador y un asesino tan banal y desapegado de lo que hace, que el único principio moral que encuentra en su corazón es el precio de un trabajo y no la naturaleza de este— es un retrato de las calles más realista que cualquiera que se haya escrito. Así, al final, Eddie Coyle se ha hecho unos cuantos amigos, la legión de lectores que lo consideran el mayor antihéroe trágico en los anales de la novela negra. Cuando terminen de leer este relato, levanten la copa y brinden por él. Va por ti, Eddie Coyle. En cuanto a su creador, no volveremos a leer a nadie como él.

George V. Higgins
Los amigos de Eddie Coyle, cap. 1    



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