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lunes, 1 de junio de 2020

George V. Higgins / Está muy caliente ahí dentro

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George V. Higgins

ESTÁ MUY CALIENTE

 AHÍ DENTRO 

    En el solar de una cantera de arena agotada de Orange, Massachusetts, había un aparcamiento de remolques. Era de noche y Eddie Coyle condujo el viejo sedán De Ville con cuidado, con las luces largas y los enormes neumáticos rozando los bordes de la carretera asfaltada. Detuvo el coche junto a un remolque azul claro y amarillo, equipado con barandillas de hierro forjado y unos inestables peldaños de hierro. El bastidor del vehículo estaba envuelto en una gruesa tela plateada. Las cortinas de las ventanas del remolque estaban corridas. Tras ellas brillaba luz.
    Eddie Coyle apagó los faros y el motor del Cadillac. Se apeó y se dirigió deprisa a la escalerilla. Llamó a la puerta sin subir.
    La cortina de la puerta se movió un poco. Una mujer miró a través del vaho del cristal. Eddie Coyle esperó con paciencia. La puerta se abrió un poco.
    —¿Sí? —dijo la mujer.
    —Traigo la compra para Jimmy —dijo Eddie Coyle.
    —¿Te espera? —preguntó ella.
    —No lo sé —dijo Coyle—. Me dijo que viniera, eso es todo. Me ha costado dos horas llegar hasta aquí. Espero que sí.
    —Un momento —dijo la mujer.
    La puerta se cerró. Eddie esperó en la fría oscuridad.


    La puerta se abrió de nuevo un poco. Apareció una cara masculina picada de viruela.
    —¿Quién es? —preguntó.
    —Coyle —dijo Eddie—. He traído la compra.
    La puerta se abrió del todo. La luz iluminó a Jimmy Scalisi, que vestía una camiseta y unos pantalones grises.
    —Ah, muy bien, Eddie —dijo—. ¿Por qué no los entras? Yo te ayudaría, pero ahí fuera hace tanto frío que se me quedaría el culo helado.
    —No pasa nada —dijo Coyle. Volvió al Cadillac. Abrió el maletero. Sacó las bolsas de la compra, dos cada vez, y se las entregó a Scalisi en la puerta del remolque. Había seis en total.
    —Entra. —Coyle lo siguió al interior—. Esta es Wanda —dijo Scalisi.
    Wanda medía un metro setenta y cinco y pesaba sesenta kilos. Tenía unos pechos grandes en los que Coyle se fijó enseguida porque llevaba una camiseta y un sujetador de llamativas flores rojas. También llevaba unos vaqueros de color crema que tenían unas perceptibles manchas en la entrepierna.
    —Hola —dijo ella.
    —¿Cómo te va? —dijo Coyle.
    —Trabaja en la Northeast —dijo Scalisi.
    —Soy azafata —dijo ella.
    —Sí, claro —dijo Coyle. Wanda sonrió.
    —¿Qué hay en las bolsas? —quiso saber Scalisi.
    —Carne y cerveza y otras cosas —respondió Coyle—. Ahora que lo dices, me tomaría una cerveza.
    —Wanda —dijo Scalisi—, dale una cerveza a este hombre. Estaremos en la sala.
    En la sala del remolque había una silla de cuero negro y un sofá. Scalisi ocupó la silla. Agradecido, Coyle se sentó en el sofá. En un mostrador que separaba la sala del comedor, un televisor portátil en color funcionaba con el sonido mudo. Un hombre hablaba y mostraba un folleto de Hawái.
    —Esto está muy bien —dijo Coyle—. He vivido escondido un par de veces, pero nunca así de bien.
    —Yo no estoy escondido —dijo Scalisi—. Hace dos años y medio que vivo aquí.
    —Carajo —dijo Coyle.
    —No —dijo Scalisi—. Este sitio es de alquiler. Soy conductor de excavadoras y encuentro trabajo temporal. El propietario lo comprende. Cree que soy la mejor cosa del mundo después del pan de molde.
    —¿Y tu mujer lo comprende? —preguntó Coyle.
    —Ojos que no ven, corazón que no siente —dijo Scalisi—. Ella no sabe nada.
    —¿Y piensa que sales a vender revistas? —dijo Coyle.
    —No sé lo que piensa —respondió Scalisi—. Le dije que tenía que marcharme durante un tiempo. No me hace preguntas.
    —Jesús —dijo Coyle—. Tendré que hablar contigo alguna vez. No sé cómo lo consigues.
    —Con aplomo —dijo Scalisi—. Las miras directamente a los ojos y les dices «Eh, tengo que marcharme» y tragan.
    —Tendrías que conocer a mi mujer —dijo Coyle—. Le dices eso a mi mujer y te miraría como diciendo «¿Ah, sí?», como si intentaras venderle un coche de segunda mano. No, la única manera es que dedique un tiempo a observarte.
    Scalisi se echó a reír.
    Coyle señaló la zona de la cocina con un movimiento de la mano.
    —Esa también está muy bien. ¿Dónde la conseguiste?
    —Una noche, estaba en Arliss y uno de los chicos llegó con ella. Nos pusimos a hablar. Cosas que pasan.
    Coyle se frotó la entrepierna.
    —Está muy caliente ahí dentro —dijo Scalisi—. No lleva bragas. Le pregunto por qué y dice que no tiene. Cuando trabaja lleva medias. Se pone los pantalones sin bragas. De vez en cuando, me acerco a ella por detrás y meto la mano ahí abajo y se enciende. Es como si estuviera conectada a la electricidad. Nunca he visto nada igual.
    —Jesús —dijo Coyle.
    —Es una buena vida —dijo Scalisi—. Si uno no flaquea, es una buena vida.
    —Bueno, ¿y qué hacías ahora? —dijo Coyle.
    —Estaba viendo a los Bruins. Tienen un buen club. Ese es el problema de trabajar en el sector de la construcción. Tienes que venirte a vivir aquí arriba y no puedes ir a los partidos. Lo echo un poco de menos.
    —No, mira —dijo Coyle—, te va mejor así. Yo estuve en el estadio de allí, bueno, ya recuerdas dónde, y pensé que si el partido es malo y lo ves por televisión, apagas y te pones a hacer otra cosa. Ayer estuve hablando con Joey, en el local de Dillon, y me contó que había estado en un partido de los Seals y que fue un partido horrible, pero, como había pagado la entrada, ya sabes… Creen que pueden ganar al contrario a base de faltas y, bueno, ahí estás, has pagado la entrada y no te vas a marchar, ¿comprendes?
    —Sí, comprendo —dijo Scalisi—, todavía echo de menos a los chicos. Bajas, ligas un poco y luego vas al partido. Está bien, ¿sabes? Pasas un buen rato. Me gusta.
    —Allá abajo, casi todas las chicas llevan bragas —dijo Coyle.
    —Eh, ya vale —dijo Scalisi—. Eso ya lo sé. O sea, no es que lo haga, ¿sabes? Lo único que he dicho es que lo echo un poco de menos.
    —Las cosas van muy bien —dijo Coyle.
    —Estupendamente —dijo Scalisi—. Las cosas van estupendamente. Arthur es bueno y cuidadoso. Sí, van estupendamente. ¿Has traído el material?
    —Está en la cocina —respondió Coyle—. Lo he dejado debajo de la silla. Dentro de una bolsa de la compra, debajo de la silla. Todo correcto.
    —Esta vez lo has hecho muy bien —dijo Scalisi—. Quiero que sepas que te lo agradezco. He podido convencer a Arthur de que sea sensato, ¿sabes?, y de que se deshaga de las pipas. Cuando empieza a preocuparse, le digo «Bueno, Arthur, ya ves que Eddie hasta ahora ha cumplido con nosotros. Ya nos traerá más. Ahora, tírala al río, joder». Se le rompe el corazón —prosiguió Scalisi—. Se le nota en la cara que no quiere hacerlo. Cuando Arthur pilla una buena cacharra, no soporta separarse de ella, pero lo hace. Y eso marca la diferencia, ¿sabes? Es mucho más seguro saber que nadie va por ahí con una pipa, en caso de que lo detengan. Eso marca realmente la diferencia.
    Llegó Wanda con una bandeja. En ella traía una botella grande de cerveza y dos vasos.
    —Has traído una carne muy buena —dijo la mujer—. Al guardarla, le he echado un vistazo.
    —Por cierto, gracias —dijo Scalisi—. ¿Cuánto te debo de la compra?
    —Bueno, veamos —dijo Eddie Coyle—. Mil doscientos por el primer lote, las ocho. Luego está la otra docena, mil ochocientos. Ahora, las diez de hoy, otros mil quinientos. Cuatro mil quinientos en total. Y los bistecs, de regalo.
    —Dios mío —dijo Wanda—. Eso es muchísimo dinero por unos trozos de carne.
    —Cállate, Wanda —dijo Scalisi.
    —Ya sabes que mi amigo aquí presente —dijo ella— es un gánster de los grandes.
    —He dicho que te calles —dijo Scalisi.
    —Que te jodan —replicó Wanda—. Te he oído hablar de mí mientras estaba en la cocina, te he oído. ¿A él qué coño le importa si llevo bragas o no? ¿Qué soy yo? ¿Algo para fanfarronear? Mi hermano pequeño habla de su maldito Mustang del mismo modo que tú hablas de mí. «Meto la mano ahí abajo y se enciende». Por el amor de Dios, creía que éramos amigos. Creía que nos gustábamos. Mierda.
    —¿Tú también tienes este problema? —Scalisi le preguntó a Coyle.
    —Sí —respondió Coyle—, distinto, pero es lo mismo. Todo el mundo lo tiene, ¿no?
    —Que te jodan a ti también —le dijo Wanda a Coyle.
    —Me parece que todo es culpa de ese movimiento de liberación de la mujer —dijo Scalisi—. Eso no lo entiende ni Cristo.
    —Yo creo que tienen pocas preocupaciones —dijo Coyle—. Ya sabes, todo el día sin hacer nada, pensando, así que cuando vuelves a casa están cabreadas y lo único que has hecho es dejar el coche en el patio. Necesitarían preocupaciones, eso es lo que creo.
    —Yo trabajo —dijo Wanda—. Probablemente trabajo más que vosotros dos juntos, capullos. Y no me mantiene nadie.
    —He dicho que te calles —dijo Scalisi.
    —Y yo he dicho que te jodan —dijo Wanda—. Hablar de mí de esa manera… ¿Te gustaría que empezara a contarle a la chica de la tienda cosas de tu polla y de lo que te gusta que haga con ella? Conmigo, las cosas que te gusta hacer conmigo, ¿qué te parecería si se lo contase?
    Scalisi se levantó deprisa y le pegó un bofetón.
    —He dicho que te calles —dijo—. Eso es lo que quiero que hagas. Que te calles de una puñetera vez, joder.
    —No —dijo ella sin llorar—. No te gustaría que lo hiciera. Y esta noche, será mejor que duermas con los dos ojos bien abiertos porque tal vez decida atacarte con el martillo, hijo de puta.
    Wanda salió de la sala y cerró la puerta corredera del dormitorio haciendo todo el ruido que pudo.
    —¿Tú jodes alguna vez? —preguntó Scalisi.
    —Pues claro que sí —dijo Coyle.
    —¿Jodes sin que antes haya una larga charla, maldita sea? —preguntó Scalisi—. Eso es lo que quiero saber. Empiezo a entender a los tíos que van al hotel, eligen a alguien y pagan veinte dólares. Lo digo en serio. Pagas con tu dinero y dices «Chúpamela». Y ella te la chupa. Nada de broncas ni tonterías. Está claro y sabes lo que haces. Yo pensaba, bueno, si un hombre tiene que pagar por ello, ¿por qué no deja a la parienta? Pero la señora se pasa el día incordiando y quejándose y entonces yo me cabreo y pienso, bueno, de acuerdo, aquí encuentro algo y no tengo que aguantar paliques y todo eso, ¿sabes? Llevo un año y medio con esta tía y sé que jode con cualquiera que diga por favor y gracias en el avión y a mí me la suda. Qué demonios, yo no soy perfecto, quiero decir. Pero ella no se ha metido en esto a ciegas, ¿sabes? ¿Y sabes lo que hace? Se cabrea porque digo la puta verdad. Y no lleva bragas, eso es evidente. Si la miras, lo ves enseguida. Así que, ¿dónde está el problema? ¿A quién perjudicas? La tía es buena en la cama y se enciende con facilidad. Y lo digo tal cual. Y ahora está cabreada. No sé.
    —Escucha —dijo Coyle—, todas están como cabras. La otra noche, volví a casa y lo vi claro. Tenía seiscientos cincuenta pavos en el bolsillo. Seiscientos cincuenta. Y pensé que podría comprarle una tele en color. No hace otra cosa que ver la tele. Imaginé que le gustaría. ¿Y qué ocurre? Pues que vuelvo a casa, cruzo la puerta y me dice «¿Dónde demonios has estado? La caldera de aceite saca humo y no he encontrado al técnico». Así que en aquel mismo momento me olvidé de la tele en color. Por la mañana salí y cuando volví, estaba cabreada. Que se joda. Salí otra vez y abrí una cuenta bancaria, joder. A mi nombre. En febrero o así, tendré unos negocios en Miami y tomaré el sol. Al carajo con ella.
    —Eh —dijo Scalisi—. El dinero. ¿Cuánto?
    —Cuatro mil quinientos —dijo Coyle.
    —Ahora mismo vuelvo. —Scalisi se puso en pie y salió de la sala. Volvió a los pocos minutos con un fajo de billetes y se lo dio a Coyle—. Cuéntalos.
    —No —dijo Coyle. Cogió el fajo, se puso en pie y se lo metió en el bolsillo—. Todavía no me has jodido nunca. Confío en ti.
    —¿Tienes que marcharte? —preguntó Scalisi.
    —Tengo un largo trayecto por delante —dijo Coyle—. Y, además, a ti te ronda otra cosa por la cabeza. ¿Necesitarás más armas?
    —No creo —respondió Scalisi—. Mira, ya te lo haré saber. Creo que estamos a punto de terminar. ¿Vas a estar por aquí?
    —Hasta el mes que viene, por lo menos —dijo Coyle—. Se me echa encima lo de New Hampshire. No lo sé.
    —Y lo de New Hampshire, ¿será un problema? —dijo Scalisi.
    —No lo sé —dijo Coyle—. Estoy esperando a saberlo. Tal vez no. ¿Cómo quieres que lo sepa, maldita sea? Ya veremos. Hay que tomar las cosas como vienen.
    —Espero que no te pase nada —dijo Scalisi.
    —Yo también —dijo Coyle—. Yo también.



    El cabo Vardenais, de la policía estatal de Massachusetts, desayunaba a las dos de la madrugada en la cantina de Eastern Airlines del aeropuerto de Logan. Apoyado delante de él tenía el Record. Leía la noticia cuyo titular rezaba: «UN SEGUNDO BANCARIO MUERE POR LAS HERIDAS RECIBIDAS EN UN ATRACO EN W. MARSHFIELD». En la noticia se decía que el director de la sucursal, Harold D. Burrell había muerto debido a la fractura de cráneo sufrida tres días antes al ser golpeado con una pistola durante un atraco en que los ladrones se llevaron un botín de sesenta y ocho mil dólares. También mencionaba el tiroteo en el que había muerto Robert L. Biggers.
    Wanda Emmett, vestida con su uniforme de la Northeast, se sentó en el mostrador al lado del cabo Vardenais.
    —Desde que te han ascendido ya no saludas a los amigos, ¿eh, Roge?
    —Hola, Wanda —dijo el cabo Vardenais—. ¿Cómo va la vida?
    —Ni bien ni mal —respondió ella—. Ya sabes.
    —¿Vas o vienes? —preguntó Vardenais.
    —Acabo de llegar —dijo ella—. Ahora hago la ruta de Miami. Salí ayer y he vuelto hoy.
    —¿Has tenido un buen viaje?
    —En esta época del año hay poco trabajo, ya sabes. Me gusta así, pero empiezo a pensar en cómo será dentro de un mes, con todo el avión lleno, niños que chillan, mujeres que siempre quieren algo… Solo de pensarlo, me deprimo tanto como cuando ocurre de verdad. Curioso, ¿no?
    —Y ahora, ¿qué haces aquí? —inquirió Vardenais.
    —Dejé el coche aquí —respondió ella—. Al venir, llegaba tarde y el aparcamiento estaba lleno, lo dejé aquí, en la terminal.
    —No había imaginado que te movieras en coche —dijo Vardenais—. Creía que te sería más fácil venir en taxi.
    —Oh, es que ya no vivo en la calle Beacon —dijo ella—. Me he mudado.
    —¿Y eso?
    —Bueno —dijo ella—, me llegó una oferta mejor. Al menos, en ese momento pensé que era mejor. Estaba harta de Susie y de sus malditos rulos y entonces me enteré de esa otra cosa y me trasladé.
    —¿Y dónde vives ahora?
    —No te lo vas a creer —respondió ella—. Vivo ahí arriba, en Orange. Ahí arriba.
    —Dios —dijo Vardenais—. Eso está en el quinto pino. ¿Cuánto tardas en coche? ¿Tres horas?
    —Dos horas —dijo—. Pensé que estaría muy bien para poder esquiar y esas cosas, pero no fue una idea muy buena.
    —¿Tienes un apartamento ahí arriba? —preguntó él.
    —Un remolque —dijo ella—. Vivo en un remolque.
    —¿Y qué tal te va? El otro día recibí la factura de los impuestos y pensé que tal vez debería buscarme un trasto de esos. ¿Están bien?
    —Pero tú no podrías —dijo ella—. ¿Cuántos niños tienes? ¿Dos? Tu mujer se volvería loca. Quiero decir que nosotros solo somos dos, y yo a veces no estoy, y aun así está atestado de cosas. No creo que te fuera bien. No hay sitio para guardar nada, ¿sabes? Y no tienes ninguna intimidad. No te gustaría.
    —Supongo que no —dijo Vardenais—, pero me llegó ese recibo y se me rompió el corazón. Empecé a pensar que me cuesta dos o tres dólares al día vivir en esta ciudad.
    —Eh, Roge, todavía somos amigos, ¿verdad? —dijo Wanda.
    —Pues claro —dijo él.
    —Bueno, lo que quiero saber —dijo Wanda— es si, en el caso de que te contara una cosa, como amigo y eso, podrías hacer que mi nombre no se mencionara.
    —Claro —dijo él—. Al menos puedo intentarlo.
    —No, no, intentarlo no es suficiente. Mi nombre no tiene que salir para nada. Si no, no te lo contaré.
    —De acuerdo —dijo él—. No saldrá.
    Wanda abrió el bolso y sacó un talonario de cheques de color verde. En la cubierta ponía «First Florida Federal Savings and Loan».
    —¿Ves esto? —preguntó.
    —Sí —respondió él.
    —Ayer hice un ingreso —dijo Wanda—. Abrí una cuenta. Quinientos dólares.
    —Sí —dijo él.
    Wanda abrió el bolso de nuevo. Sacó talonarios rojos, azules, marrones y verdes sujetos con una gruesa goma elástica.
    —Y lo mismo con estos. Ayer hice ingresos en todos estos bancos.
    —¿Todos son bancos de Florida? —dijo él.
    —Sí, todos de Florida —respondió ella—. Y hace dos semanas, aproveché un bono con un viaje de regalo de la compañía y fui a Nassau y allí también abrí cuentas bancarias. Y en Orange también he abierto algunas más.
    —¿Cuántas en total? —preguntó Vardenais.
    —Unas treinta y cinco —dijo Wanda—. Treinta y cinco o quizá cuarenta.
    —¿Y cuánto hay en ellas? —preguntó él.
    —Bueno, así por encima diría que cuarenta y cinco mil dólares. Más o menos. Algo así.
    —Eso es mucho dinero para una chica que trabaja —comentó Vardenais.
    —Sí que lo es —asintió ella—. Y lo más curioso del caso es que era todo en efectivo. Y todo en billetes pequeños, de cincuenta dólares o menos.
    —Creo que me he equivocado de trabajo —dijo Vardenais—. La última vez que vi un documento bancario a mi nombre decía algo de una hipoteca. No sabía que hay personas que tienen dinero para ahorrarlo. Pensaba que el dinero era para pagar cosas.
    —Yo no he dicho que mi nombre esté en ninguno de estos talonarios —dijo ella.
    —¿Y a nombre de quién están? —preguntó él—. ¿Crees que lo reconocería si lo oyera?
    —No están a un solo nombre —dijo Wanda—. Creo que no reconocerías ninguno de ellos. Mira, conozco al tipo que los escribió, pero me parece que no son de personas reales, ¿sabes? Creo que todos son él.
    —Debe de ser un tipo riquísimo —dijo Vardenais.
    —Si lo es, lo escondía muy bien —dijo ella—. Yo no sabía nada de todo esto.
    —¿Se le murió un tío rico y le dejó dinero? —dijo Vardenais.
    —Tres tíos ricos —respondió ella—. Y los tres se han muerto este mes.
    —Es curioso, ¿no? —dijo Vardenais.
    —Lo es —dijo ella—. Y, por lo que he oído, tiene otro que está muy mal de salud.
    —¿Y todos eran banqueros? —preguntó Vardenais.
    —No me ha hablado mucho de ellos —dijo Wanda—. Lo único que sé es que un día se levanta muy temprano por la mañana, sale y vuelve por la tarde o así, muy excitado. Bebe ocho o nueve whiskies y se interesa por la prensa del día y ve la televisión. A la hora de la cena, siempre le duele la cabeza y no puede conducir, así que tengo que salir yo a comprar los periódicos. Ah, sí, y tiene una de esas radios grandes de ocho frecuencias, de esas que oyes la AM y la FM y la onda corta y los aviones, ¿sabes? Y también la policía. Sí, las llamadas de la policía. Cuando va a visitar a uno de sus tíos, lleva la radio consigo en el coche y, cuando vuelve, entra con la radio y la escucha toda la noche. Bueno, así me enteré de que uno de sus tíos no se encuentra bien y de que él ha ido a visitarlo.
    —¿Y no va nadie más con él? —preguntó Vardenais.
    —Que yo sepa, no —respondió ella—. A veces viene un hombre a verlo y hablan y el hombre deja una bolsa de papel que pesa mucho, como si en ella hubiese algo de metal. Eso ocurrió una vez. Fue antes de que uno de sus tíos se muriera. Y también se pone muy tenso cuando piensa que uno de sus tíos empeora de salud. En el remolque no hay teléfono, ¿sabes? Y cuando cree que uno de sus tíos se encuentra mal, sale un rato a hacer llamadas.
    —Para ver cómo andan de salud —dijo Vardenais.
    —Supongo —dijo ella—. Y luego, al cabo de unos días, me da unos sobres, unos sobres blancos corrientes y me dice que los coja y me da una lista de nombres que creo que son inventados y yo tengo que pasarme toda la escala en Florida yendo de un lado a otro, abriendo cuentas corrientes.
    —¿Y cuánto tiempo crees que tardará en morirse el que ahora está enfermo? —inquirió Vardenais.
    —No es fácil saberlo —respondió ella—. Uno murió anteayer. Y es curioso porque, normalmente, no se mueren a la vez. Mueren de semana en semana más o menos. Y, como ya he dicho, siempre se ponen muy enfermos a primera hora de la mañana y él tiene que ir a verlos. No me sorprendería que el que ahora está enfermo aguantara hasta la próxima semana. Pero si yo estuviera en su lugar, no haría planes más allá del martes por la mañana, digamos.
    —Y no sabes dónde vive el que sigue vivo, ¿verdad? —preguntó Vardenais.
    —Te he dicho lo que sé —respondió ella—. El otro día, yo estaba en casa y se presentó ese tipo al que llama Arthur, pero yo estaba en el baño y abrió él, algo que no hace nunca. Supongo que piensa que, como soy azafata, siempre tengo que estar dispuesta a servir a la gente. A lo que íbamos, él estaba de un humor de perros, absolutamente enfurecido. Lo digo porque olvidó lo amable que yo había sido con él, utilizando mis escalas para hacer todas esas gestiones bancarias en su nombre, y me interrumpió un par de veces porque supongo que dije algo que no le gustó. Así que yo estaba en el baño, arreglándome el pelo, y él dejó entrar a ese tal Arthur y, aunque no oí nada de lo que decían, Arthur también estaba muy alterado. Y hablaron de esto y de lo otro en voz baja y, de repente, Arthur dice «Bueno, ¿y esto qué tiene que ver con Lynn?», y mi amigo le responde «Esto no sucederá en Lynn», y le dice que lo que tienen que hacer, lo único que tienen que hacer, es asegurarse de una puñetera vez de que Fritzie no vuelva a perder los papeles. Que lo lleven a casa de Whelan y dejen a Donnie en el banco esta vez, porque nadie sabe nada, de momento, y todavía pueden terminar lo que han empezado. Y entonces él, mi amigo, dice «Habla en voz baja, ¿quieres? Está ahí dentro. Ya sabes que no se puede confiar en las mujeres».
    —Así que crees que ese otro tío suyo vive en Lynn —dijo Vardenais—. ¿Sabes en qué parte de Lynn?
    —Pues no —respondió ella—. Lo que oí es lo que te he contado.
    —¿Y no podrías averiguar el sitio concreto de Lynn y llamarme? —dijo Vardenais.
    —No —respondió ella—. No podría. Como ya he dicho, hablan poco delante de mí, aunque a mi amigo le gusta contar delante de sus amigos cómo folla conmigo, eso sí que lo hace, y además le parece bien hablar de ello. Pero, por lo general, me excluyen de todo lo demás, ¿sabes?
    —Sí —dijo Vardenais—. Bueno, te agradezco que me lo hayas contado, Wanda.
    —De acuerdo —dijo ella—. Pero mi nombre, ni lo menciones, ¿eh? Y ahora no me vengas con que quizá sí porque podrían hacerme daño.
    —Lo sé —asintió Vardenais—. Ese del que estamos hablando, el que tiene todos esos tíos, es Jimmy, ¿verdad?
    —En este momento no recuerdo su nombre —dijo Wanda—, pero ya me vendrá a la cabeza.
    —Gracias, Wanda —dijo Vardenais.
    —De nada, Roge —dijo ella—. Siempre has sido muy amable.


George V. Higgins
Los amigos de Eddie Coyle, capítulos 18, 22.    


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