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lunes, 1 de junio de 2020

George V. Higgins / Asaltos




George V. Higgins

ASALTOS


   Después de oír a su mujer y a sus hijos bajar la escalera con los albornoces rozando la alfombra oriental, las niñas hablando del parvulario y el chico murmurando algo sobre el desayuno, Samuel T. Partridge se duchó perezosamente y se afeitó. Se vistió y bajó a tomar los huevos y el café.
    En la sala contigua a la cocina vio a sus niños de pie, cerca de la mecedora. Su mujer estaba sentada en la mecedora. Todos tenían el rostro inexpresivo. En el sofá había tres hombres sentados. Llevaban unos cortavientos azules de nailon y se cubrían la cara con medias de nailon. Todos llevaban un revólver en la mano.

    —Papá, papá —dijo su hijo.
    —Señor Partridge —dijo el hombre que estaba más cerca. Tenía los rasgos aterrorizadoramente deformados por el nailon—. Usted es el primer vicepresidente del First Agricultural and Commercial Bank. Vamos a ir al banco. Usted, yo y mi amigo, aquí presente. Mi otro amigo se quedará con su mujer y los niños para asegurarse de que no les ocurre nada. Si hace lo que le digo, a ellos no les ocurrirá nada y a usted, tampoco. Si no lo hace, uno de ellos, como mínimo, recibirá un balazo. ¿Comprende?
    Sam Partridge se tragó la rabia y la flema repentina que le había subido a la garganta.
    —Comprendo —dijo.
    —Póngase el abrigo —dijo el primer hombre.
    Sam Partridge besó a su mujer en la frente y luego besó a cada uno de sus hijos.
    —No temáis —les dijo—. Todo irá bien. Haced lo que mamá os diga. Todo irá bien. —Las lágrimas corrían por las mejillas de su mujer—. Vamos, vamos —le dijo—. No quieren hacernos daño, lo que quieren es el dinero.
    Ella tembló en sus brazos.
    —Tiene razón —dijo el primer hombre—. Hacer daño a la gente no nos pone. Lo que nos pone es el dinero. Si nadie comete una estupidez, no ocurrirá nada. Vámonos al banco, señor Partridge.
    En la calzada de detrás de la casa estaba aparcado un Ford sedán azul de aspecto corriente. En la parte delantera había dos hombres sentados. Los dos llevaban una media de nailon sobre la cabeza y un cortavientos azul. Sam Partridge se sentó en el asiento trasero. Los hombres que lo acompañaban se sentaron uno a cada lado.
    —Duerme hasta muy tarde, señor Partridge —dijo el conductor—. Llevamos mucho rato esperando.
    —Lamento las molestias —dijo Sam Partridge.
    El hombre que había hablado en la casa se hizo cargo de la conversación.
    —Sé cómo se siente —dijo—. Sé que es un hombre valiente. No intente demostrarlo. El hombre con el que está hablando ha matado a dos personas, que yo sepa.
    —Y no le cuento lo que he hecho yo. Mantenga la calma y sea razonable. El dinero no es suyo. Está todo asegurado. Solo nos interesa el dinero. No queremos hacer daño a nadie. Lo haremos si es necesario, pero no queremos. ¿Será usted razonable?
    Sam Partridge no dijo nada.
    —Apuesto a que va a ser razonable —dijo el portavoz. Sacó un pañuelo de seda azul del bolsillo del cortavientos y se lo tendió a Sam Partridge—. Quiero que lo doble y se vende los ojos con él. Yo se lo ataré por detrás. Luego se sentará en el suelo del coche.
    El Ford empezó a moverse mientras Sam Partridge se encogió en el suelo entre los asientos.
    —No intente mirar —dijo el portavoz—. Tenemos que sacarnos estas medias hasta que entremos en el banco. Cuando lleguemos allí, sea paciente y espere a que nos las pongamos otra vez. Entraremos por la puerta trasera, como hace usted siempre. Usted y yo nos quedaremos juntos. No se preocupe por mis amigos. Dígales a sus empleados que no abran la puerta delantera y que no levanten las cortinas. Esperaremos a que se abra el temporizador y mis amigos se ocuparán de la caja fuerte. Cuando terminemos, regresaremos a este coche. Usted explicará a su gente que no llamen a la policía. Les dirá por qué no tienen que llamar a la policía. Sé que es incómodo, pero usted volverá a casa del mismo modo en que viaja ahora. En su casa recogeremos a mi amigo. Cuando estemos a una distancia prudencial, lo soltaremos. Ahora mismo, no planeamos golpearlo en la cabeza, pero lo haremos si nos obliga. No tenemos previsto hacerle daño a usted ni a nadie a menos que alguien la joda. Lo que he dicho antes es verdad: queremos el dinero. ¿Comprendido?
    Sam Partridge no dijo nada.
    —Me está complicando la vida —dijo el hombre—. Y como voy armado, eso no es una buena idea. ¿Comprende?
    —Comprendo —respondió Sam Partridge.
    En el banco, la señora Greenan sollozó en silencio mientras Sam Partridge exponía la situación.
    —Dígales lo de la alarma —dijo el portavoz.
    —Dentro de unos minutos —dijo Sam—, se abrirá la cerradura de apertura retardada de la caja fuerte. Estos hombres se llevarán lo que han venido a buscar. Yo me marcharé con ellos. Me devolverán a mi casa. En mi casa hay otro hombre con mi familia. Lo recogeremos y nos marcharemos. Este hombre me ha dicho que, si nadie interfiere en sus planes, a mi familia no le harán daño y a mí, tampoco. Me soltarán cuando se hayan asegurado de que se han salido con la suya. No me queda más remedio que creer que harán lo que dicen, así que les pido a todos ustedes que no hagan sonar las alarmas.
    —Dígales que se sienten en el suelo —le ordenó el portavoz.
    —Siéntense en el suelo, por favor —dijo Sam.
    La señora Greenan y los demás obedecieron con gesto incómodo.
    —Vaya a la caja fuerte —dijo el portavoz.
    Cerca de la puerta de la caja fuerte, Sam Partridge redujo su campo de visión para que abarcara solo dos objetos. En la puerta de acero había un pequeño reloj. Marcaba las ocho y cuarenta y cinco. No tenía segundero y el minutero parecía no moverse. A un palmo y medio del reloj, medio metro por debajo de donde estaba este a la altura de los ojos, el portavoz del grupo empuñaba con firmeza un pesado revólver en su mano enguantada de negro. Sam vio que había una especie de acanaladura en el cañón y que la empuñadura estaba moldeada de modo que cubría la parte superior de la mano que lo sostenía. Vio toques dorados dentro del metal negro de los cilindros. El revólver estaba amartillado y listo para disparar. El minutero parecía no haberse movido.
    —¿A qué hora se abre? —preguntó el portavoz en un murmullo.
    —A las ocho cuarenta y cinco —respondió Sam con aire ausente.
    En julio, su mujer y él habían llevado a los niños a New Hampshire y habían alquilado una casita en un lago con forma de paleta de pintor al norte de Centerville. Una mañana, alquiló un bote, un bote de remos de aluminio con un pequeño motor, y llevó a los niños a pescar mientras su mujer dormía. Regresaron sobre las once porque su hijo quería ir al baño. Vararon el bote en la playa y los niños corrieron por la pendiente de gravilla hasta las altas hierbas y cruzaron el campo bajo el sol hasta la casita. Sam cogió un sedal en el que había ensartado cuatro lucios pequeños y lo dejó en la gravilla. Se inclinó a recoger las cañas y la caja de aparejos y el termo de leche y los jerséis, se incorporó con los objetos y se volvió hacia donde había dejado el pescado.
    En la gravilla suelta de la arena, a un paso del sedal y los pescados, descubrió una gruesa víbora enroscada. Tenía la cabeza levantada un palmo del suelo y los crótalos de la cola caídos sobre uno de sus gruesos anillos. Había estado nadando, pues tenía las lisas escamas del cuerpo mojadas y brillantes al sol. A lo largo de la piel se repetían regularmente bandas marrones y blancas.
    Tenía unos ojos vidriosos y oscuros y sacaba y metía la lengua sin que se notase que abría la boca. La piel de entre las mandíbulas era de color crema. El sol cálido y reconfortante bañaba a la gruesa víbora y a Sam, que fue presa de repetidos escalofríos, y la una y el otro permanecieron inmóviles durante una eternidad, a excepción de la lengua negra y delicada de la víbora, que salía y entraba de la boca de vez en cuando. Sam empezó a marearse. Le dolían los músculos por la posición en la que se había quedado paralizado, casi erguido, con las cosas de los niños y los aparejos en la mano. La víbora parecía tranquila. No emitía ningún sonido. Sam no podía pensar en otra cosa que en su incertidumbre. No sabía si aquellos reptiles atacaban sin hacer sonar el cascabel. Una y otra vez, se recordó que eso no cambiaba las cosas, que el animal realizaría cualquier ritual de ese tipo muy deprisa y seguramente lo alcanzaría antes de que tuviera tiempo de alejarse. Una y otra vez, siguió inquietándolo la misma cuestión. «Oye, mira —le dijo finalmente al animal—. Quédate con el maldito pescado. ¿Me oyes? Quédatelo».
    La víbora permaneció en la misma posición durante un buen rato. Luego sus anillos empezaron a tensarse. Sam decidió saltar si el animal avanzaba hacia él. Sabía que si se tiraba al agua, la víbora nadaría más deprisa y no iba armado. La víbora controlaba por completo la situación y se volvió despacio en la gravilla, haciendo crepitar los guijarros con el peso de su cuerpo. Empezó a subir la pendiente, alejándose en diagonal de la casita. Al cabo de un rato, había desaparecido y Sam, con todo el cuerpo dolorido, dejó los objetos en los asientos del bote y empezó a temblar.
    —¿Qué hora marca ahora? —preguntó el portavoz.
    Sam apartó los ojos del revólver negro y miró el reloj.
    —No parece moverse —respondió—. Las ocho cuarenta y siete, me parece. No es un reloj muy bueno para dar la hora. En realidad, lo único que hace es mostrar que el mecanismo funciona.
    Cuando le había contado a su mujer lo ocurrido con la víbora, ella quiso marcharse de inmediato y renunciar a los cuatro días que quedaban del alquiler de la cabaña. Y él le dijo: «¿Cuánto llevamos aquí? ¿Nueve días? Esa víbora ha estado aquí toda su vida y es grande; es decir, que su vida ha sido larga. En cualquier otro lugar de Nueva Inglaterra habrá también serpientes. A los niños no los ha mordido, de momento. No hay ningún motivo para pensar que, de aquí al sábado, se pondrá más agresiva. No podemos irnos a vivir a Irlanda solo porque a los niños podría morderlos una serpiente algún día». Y se quedaron, pero durante el resto de la estancia se descubrían caminando con cautela entre las altas hierbas y vigilando dónde pisaban en la gravilla y, cuando salían a navegar, Sam estaba ojo avizor por si aparecía la pequeña cabeza y los gruesos y brillantes anillos en el lago azul.
    —¿Quiere probarlo ahora? —preguntó el portavoz—. ¿O se dispara la alarma si lo intenta antes de la hora fijada?
    —No —respondió Sam—. Sencillamente, no se abre. Pero, cuando llega a la hora fijada, se oye un clic. Antes de que suene ese clic, es inútil probar.
    Al otro lado de la caja fuerte sonó un chasquido seco.
    —Ahí está —dijo Sam y empezó a girar la rueda.
    —Cuando esté abierta —dijo el portavoz—, vaya hacia los escritorios de allí, de modo que pueda controlarlo a usted y a los demás a la vez.
    Sam se detuvo cerca de su escritorio y miró las fotos de su familia, fotos que él mismo había tomado. En el centro de la mesa había un juego de escritorio Zenith compuesto de dos bolígrafos y una radio AM-FM que su mujer le había regalado para que le hiciera compañía cuando tenía que trabajar hasta tarde. El Wall Street Journal del día anterior estaba doblado en la esquina más cercana del escritorio. La señora Greenan recogía el correo cada mañana y le llevaba el periódico antes de clasificar todo lo demás. Aquel día, su rutina había quedado interrumpida. La jornada sería desesperante. Por la mañana, llamarían clientes para preguntar por sus ingresos y reintegros o por qué las multas y los cheques no habían llegado cuando debían. No, no sería así. Lo ocurrido saldría en la prensa y también en televisión.
    Los otros dos hombres abandonaron las posiciones que habían ocupado en el banco y se reunieron. Sacaron de debajo de la chaqueta sendas bolsas de plástico verde brillante y las sacudieron para abrirlas. Entraron en la caja fuerte sin pronunciar palabra. El revólver negro permaneció quieto.
    Los otros dos tipos salieron de la caja fuerte. Dejaron las bolsas de plástico verde en el suelo. Uno de ellos sacó otra bolsa y la sacudió. Entró en la caja fuerte. El segundo hombre desenfundó el arma y asintió.
    —Cuando salga —le dijo el portavoz—, recuerde a sus empleados lo de la alarma. Luego, dígales que habrá un tiroteo pero que nadie resultará herido. Tengo que cargarme esas cámaras que tienen ahí.
    —¿Por qué van a preocuparse de eso? —dijo Sam—. Son para las personas que vienen a cobrar cheques falsos que el cajero no detecta en el transcurso de la operación. Todos los presentes los han visto durante los últimos diez minutos y no pueden identificarlos. ¿Por qué correr ese riesgo? Aquí al lado hay una farmacia y, a esta hora, ya está abierta. Si cree que el banco está insonorizado, se equivoca. Si empiezan a disparar, seguro que viene alguien.
    —Realmente quiere cooperar, ¿verdad? —dijo el portavoz.
    —No quiero que me hagan daño ni que hagan daño a nadie —replicó Sam—. Dijo que utilizaría el arma, ¿verdad? Yo le creo. Esas cámaras no han visto nada que no haya visto yo: un montón de gente asustada y tres tipos con medias en la cara. Tendría que matarnos a todos también.
    —De acuerdo —dijo el portavoz. El tercer tipo salió de la caja fuerte con una tercera bolsa medio llena—. Dígales lo siguiente: mis amigos van a salir y montar en el coche. Luego saldremos nosotros y volveremos a su casa. Sus empleados abrirán el banco y no dirán nada a nadie durante una hora como mínimo. Si lo hacen, tal vez tengamos que matarlo.
    —Escuchen, por favor —dijo Sam—. Ahora nos iremos. Tan pronto se cierre la puerta trasera, pónganse en pie y ocupen sus lugares de trabajo habituales. Abran las puertas y descorran las cortinas. Empiecen a trabajar como de costumbre, lo mejor que puedan. Es muy importante que estos hombres tengan como mínimo una hora para escapar. Sé que a ustedes les resultará difícil. Hagan lo que puedan. Y si viene alguien a retirar una suma cuantiosa de dinero, tendrán que decirle que hay una avería en la caja fuerte y que hemos llamado a la compañía y estamos esperando al técnico para que la abra.
    Luego, se volvió hacia el portavoz y le dijo:
    —¿Quiere pedir a uno de sus hombres que cierre la caja fuerte?
    El portavoz señaló la puerta de la caja y uno de sus compinches la cerró. El portavoz asintió y los otros dos tipos cogieron las bolsas de plástico y desaparecieron por el pasillo que llevaba a la puerta trasera.
    —Recuerden, por favor, lo que les he dicho —dijo Sam—. De ustedes depende que nadie resulte herido. Hagan cuanto esté en sus manos, por favor.
    En el coche no había ni rastro de las bolsas de plástico. Entonces, Sam notó que uno de los hombres no estaba. Se acomodó en el asiento trasero con el portavoz. El conductor puso en marcha el motor.
    —Ahora, señor Partridge —dijo el portavoz—, voy a pedirle que se vende de nuevo los ojos y que se eche en el suelo del coche. Mi amigo el chófer y yo nos quitaremos las medias. Cuando lleguemos a su casa, lo ayudaré a bajarse del coche. Se quitará el pañuelo de los ojos para que nadie se asuste. Recogeremos al colega que hemos dejado allí y volveremos al coche. Usted se pondrá la venda otra vez y, si todo va bien, al cabo de un rato estará sano y salvo. ¿Comprende?
    En el salón de casa, su mujer y sus hijos parecían ocupar el mismo lugar que cuando él había bajado la escalera. Su mujer estaba sentada en la mecedora y los niños se apretujaban contra ella. Sin que nadie se lo dijera, supo que no habían hablado desde que se había marchado. El tipo que se había quedado a vigilarlos se levantó del sofá al verlos entrar.
    —Ahora tengo que marcharme con estos hombres un rato y luego todo se arreglará, ¿de acuerdo? —anunció Sam. Los niños no respondieron. Se volvió hacia su mujer y le dijo—: Será mejor que llames a la escuela y les digas que todos hemos pillado una gripe intestinal y que los niños no irán a clase.
    —No diga nada más —dijo el portavoz.
    —Estoy haciendo lo que me ha pedido —replicó Sam—. Si no llamamos a la escuela, llamarán ellos.
    —Bien —asintió el portavoz—, pero asegúrese que no hace la llamada a la policía estatal o algo así. Y ahora, vámonos.
    Una vez fuera, a Sam le vendaron de nuevo los ojos. Los ojos le dolieron del repentino cambio de la luz solar a la oscuridad. Lo llevaron hasta el coche y lo hicieron tumbarse en el suelo. Oyó que ponían el motor en marcha y oyó engranarse la transmisión justo debajo de su cabeza mientras el coche daba marcha atrás. Luego, notó que se lanzaba hacia delante. Distinguió cuando salía del camino privado de la casa y doblaba a la izquierda. Cuando llegaron a un stop y dobló a la derecha, Sam supo que estaban en la Ruta 47. El coche circuló un buen rato sin detenerse. Sam buscó en su memoria el número de señales de stop y de semáforos que tenían que haber pasado, pero no lo recordó. Ya no sabía dónde estaban. En el coche todo el mundo permanecía callado. Oyó que alguien raspaba una cerilla para encenderla y a continuación olió a cigarrillo. Pensó «Debemos de estar llegando a algún sitio. Esto está a punto de terminar».
    Sonó un crujido debajo del coche y este redujo deprisa la velocidad.
    —Ahora voy a abrir la puerta —dijo el portavoz—. Apoye las manos en el asiento y siéntese. Yo lo cogeré por el brazo y lo sacaré del coche. Estamos al borde de un campo. Cuando se apee, yo le señalaré la dirección y empezará a caminar. Oirá que vuelvo al coche. La ventanilla estará bajada. Lo estaré apuntando con la pistola en todo momento. Empiece a caminar y camine lo más deprisa que pueda. En un momento dado, mientras camina, oirá que el coche sale de la cuneta, pero le prometo que nos quedaremos aparcados un rato en el asfalto. Por el ruido, no sabrá si seguimos ahí o no. Cuente hasta cien. Entonces, quítese la venda y pídale a Dios que ya nos hayamos marchado.
    Sam tenía calambres y estaba agarrotado de pies a cabeza del rato que había pasado en el suelo del coche. Trastabillando, salió a la cuneta de la carretera. El portavoz lo tomó del brazo y lo llevó hasta el campo. Notó que se encontraba entre unas hierbas altas y húmedas.
    —Empiece a caminar, señor Partridge —le ordenó el portavoz—. Y gracias por su colaboración.
    Sam oyó que el coche se movía en la gravilla. Avanzó a ciegas con dificultad y la irregularidad del terreno lo asustó. Temía meter el pie en un agujero o pisar una serpiente. Contó hasta treinta y cuatro y perdió la cuenta. Contó de nuevo hasta cincuenta. No podía respirar. No más, pensó, no puedo esperar más. Se quitó la venda, esperando que le disparasen. Estaba solo en unos grandes y planos pastizales bordeados de robles y arces que habían perdido las hojas y cuyos troncos negros se alzaban desnudos en aquella cálida mañana de noviembre. Se quedó quieto unos instantes, parpadeando. Luego se volvió, vio la carretera vacía a una distancia de apenas veinte metros y empezó a correr, agarrotado, hacia el asfalto.


Esta mañana, cuatro hombres armados, con la cara cubierta con medias de nailon, han huido del First Agricultural and Commercial Bank en Hopedale con un botín que se calcula en noventa y siete mil dólares. Los atracadores irrumpieron en el domicilio del vicepresidente del banco, Samuel Partridge, poco después del amanecer. Después de tomar a su familia como rehenes y dejarla bajo la vigilancia de uno de los miembros de la banda, obligaron a Partridge a que los acompañara al banco. Amenazando a los empleados a punta de pistola, saquearon casi todo el efectivo de la caja fuerte, dejando solo las monedas y algunos billetes pequeños. Luego, llevaron a Partridge de nuevo a su casa, donde recogieron al vigilante que habían dejado allí. Después de vendarle los ojos, Partridge fue liberado en la Ruta 116, en Uxbridge, cerca de la frontera de Rhode Island. El vehículo que, al parecer, se utilizó para la huida, un Ford azul, ha sido encontrado a tres kilómetros de distancia. El FBI y la policía estatal se han hecho cargo de la investigación. Partridge ha dicho esta tarde…




El programa de Frost terminó y empezó el noticiario. El presentador dijo:
    —A primera hora de la mañana, en Wilbraham, cuatro hombres armados irrumpieron en la casa de un joven empleado de banco, aterrorizaron a su familia y lo obligaron a entregarles el contenido de la caja fuerte de la sucursal del Connecticut River Bank de esa localidad. Las autoridades calculan que el botín ascendió a ochenta mil dólares y señalan que el atraco ha sido casi idéntico al cometido el lunes pasado en el First Agricultural and Commercial Bank de Hopedale. El FBI se ha hecho cargo del caso y ha emprendido una investigación a gran escala.


    Después de no haber podido conciliar el sueño en toda la noche, Robert L. Biggers, de Duxbury, se tomó su tiempo para desayunar y leyó el Herald de cabo a rabo. Su mujer entró en la cocina con el bebé en brazos cuando él se estaba poniendo el abrigo.
    —¿Te duele la cabeza o algo? —le preguntó.
    —No más de lo habitual —respondió él—. ¿Por qué?
    —Porque te has levantado muy temprano —dijo ella—. Creía que ocurría algo.
    —Nada en absoluto —respondió él—. Solo he pensado que a quien madruga, Dios le ayuda. Así que me he levantado pronto y, si dejo preparadas todas esas promociones de Navidad, quizá por una vez pueda volver a casa a una hora decente.
    —Que tengas un buen día —dijo ella.
    —Gracias —dijo él y le dio un beso de despedida. Robert Biggers cerró el coche y cruzó el aparcamiento del centro comercial de West Marshfield camino de la oficina principal del Massachusetts Bay Cooperative Bank. Abrió la puerta delantera del banco con su llave y la cerró tras él. Fue directamente al guardarropa, se quitó el abrigo y lo colgó. Salió del vestíbulo, tarareando una canción de las Supremes que había escuchado de camino al trabajo. Delante de él estaba un hombre de estatura mediana. Llevaba una parka de esquí de nailon naranja y una media de nailon en la cara. En la mano derecha sostenía un enorme revólver negro.
    —¿Qué coño pasa? —dijo Robert Biggers.
    El hombre señaló hacia su derecha con el revólver.
    —¿Qué coño haces aquí? —preguntó Robert Biggers—. ¿Qué pasa, joder?
    —Muévete —dijo el hombre.
    En el despacho del director de la sucursal, Harry Burrell estaba sentado con las manos entrelazadas sobre la tripa. Con él, había otros dos hombres. Llevaban parkas naranja y medias de nailon en la cara. Todos empuñaban un revólver negro.
    —Nos están atracando, Bob —dijo Harry—. Espero que tú y el resto del personal no hagáis nada valiente o estúpido, lo cual, en estas circunstancias, es prácticamente lo mismo. Estos hombres tienen un amigo que ahora está en mi casa con mi mujer, que probablemente debe de estar sufriendo una crisis histérica. Me han asegurado que no quieren hacer daño a nadie, que solo quieren el dinero. Tú te quedarás aquí hasta la hora de apertura y luego te pondrás a trabajar como siempre. Cuando se abra la cerradura de apertura retardada, cogerán el dinero y se marcharán. Yo iré con ellos. No hagas nada que interfiera en su plan y todo saldrá bien.
    —Dios mío —dijo Robert Biggers.
    —No es nada raro —dijo Harry Burrell—. Hace treinta y seis años que trabajo en un banco. Esta es la cuarta vez que me atracan. Por la experiencia que tengo, estos tipos dicen la verdad. Quieren el dinero. No quieren lastimarnos. Si mantenemos la calma, todo irá bien.
    —Todo esto no está ocurriendo —dijo Robert Biggers.
    —Me temo que sí —dijo Harry Burrell—. Mantén la calma y todo irá bien. Y ahora, tengo que encargarte algo, ¿puedes hacerlo?
    —Por supuesto —asintió Biggers.
    —Sal a la puerta —dijo Harry Burrell—. Cuando lleguen los demás empleados, déjalos entrar. Cierra la puerta cada vez que entre uno. Llévalos al vestíbulo, explícales lo que ocurre y diles que no hagan nada que ponga en peligro nuestra seguridad. Que tengan presente que mi mujer está en casa, retenida a punta de pistola. ¿Lo harás?
    —Que todo el mundo esté tranquilo y se porte bien —dijo uno de los hombres—. Nada de sustos, ni alarmas, ni nada. Eso es lo que quiere que hagas.
    —Lo haré —dijo Robert Biggers.
    —Bien —dijo Harry Burrell—. Ahora, sal y recuerda que dependo de ti.
    Robert Biggers se sentó a su escritorio y no fingió que trabajaba. Su mente corría furiosa sin dirección aparente. A medida que fueron llegando los tres cajeros, los dejó entrar y dio la misma explicación a cada uno: «Nos están atracando. Esperan a que se abra la apertura retardada. No hagáis ruido ni intentéis nada», y fue haciéndolos pasar al vestíbulo.
    Nancy Williams fue la única que no obró con calma. Tenía diecinueve años y había terminado el instituto el mes de junio anterior.
    —Me estás tomando el pelo —dijo, con los ojos como platos.
    —No —dijo Biggers.
    —¿De veras que están aquí? —dijo la chica.
    Se encontraban en el pasillo, al lado del guardarropa. Mientras hablaban, uno de los hombres se había acercado a ellos sin hacer ruido. Nancy Williams se volvió y vio el revólver negro.
    —Dios mío —dijo.
    Robert Biggers sintió un furioso instinto de protegerla. Tres jueves por la noche, después del cierre de las ocho de la tarde, había llevado a Nancy Williams a cenar al Post House. La había invitado a unas cuantas copas. Luego, la había llevado a una habitación del Lantern y se la había follado todo lo que había querido. Era joven y tenía las carnes prietas y sus pezones se ponían duros enseguida cuando los pellizcaba.
    —¡Eh! —dijo Biggers.
    —Ve a trabajar, bonita —dijo el hombre. Le señaló el camino con el revólver—. Tú también, vaquero. Se ha acabado perder el tiempo aquí junto al armario.
    Nancy Williams dudó y luego caminó hacia los cubículos de los cajeros.
    —Vaya pedazo de culo —dijo el hombre—. Y tú, ¿te comes algo de eso?
    Robert Biggers lo miró fijamente.
    —Escucha —dijo el hombre—, no me importa lo que hagáis, solo era una pregunta. Y ahora, muévete hacia allí, joder, y ocúpate de tus cosas. Vamos, maldita sea.
    Robert Biggers volvió a su escritorio.
    A las ocho cincuenta y dos se abrió la caja. Harry Burrell salió de su oficina acompañado de los dos hombres. Uno de ellos lo apuntaba con un revólver. Los otros dos se metieron el revólver en el cinturón y sacaron bolsas de plástico verdes de debajo de la parka. Entraron en la caja fuerte. Al cabo de un rato, salió uno de ellos con dos bolsas abultadas. Entró otra vez. Al cabo de unos minutos, salieron los dos.
    —¿Pueden prestarme atención un momento? —dijo el señor Burrell—. Ahora me marcharé con estos hombres. Vamos a mi casa. Recogeremos al hombre que se ha quedado allí. Luego me iré con ellos y me liberarán cuando crean que están a salvo. Por mi seguridad, no hagan nada antes de las diez. Mantengan las cortinas corridas hasta las nueve y cuarto. Luego, dejen entrar a los clientes, hagan cuanto puedan para aparentar tranquilidad y todo saldrá bien. Si viene alguien a retirar una gran suma de dinero, díganle que la apertura retardada se ha estropeado y que he ido a buscar al técnico. ¿Ha quedado claro?
    Los empleados asintieron.
    El señor Burrell y el hombre que lo acompañaba se marcharon por la puerta trasera. Los otros dos se quedaron junto a la caja fuerte. Habían sacado de nuevo las armas. Uno de ellos se metió la suya en el cinturón. El otro blandió el revólver con la mano derecha. Los dos se agacharon un poco para recoger las bolsas verdes de plástico.
    Robert Biggers movió despacio el pie izquierdo por debajo del escritorio y pisó el botón de la alarma. Al hacerlo, su rostro se relajó. Era una alarma silenciosa. Solo sonaba en la comisaría de policía.
    —¿Qué has hecho? —le dijo el atracador.
    Robert Biggers lo miró.
    —He preguntado qué has hecho —repitió el hombre.
    Robert Biggers lo miró fijamente.
    —Has pisado la alarma, joder —dijo el hombre—. Eres un cabrón estúpido.
    —Yo no he hecho nada.
    —Mientes, hijo de puta —dijo el hombre, levantando despacio el revólver negro—. Te dije que no lo hicieras y lo has hecho, cabrón estúpido.
    El retroceso del revólver sacudió con fuerza el brazo derecho doblado del atracador. En aquel instante, Biggers estaba levantándose de la silla para protestar. La bala lo alcanzó en el vientre y cayó tambaleante en la silla. La segunda bala lo alcanzó en medio del pecho y se desplomó de lado con la expresión sorprendida, inocente y de protesta todavía en el rostro.
    —Los demás —dijo el hombre—, meteos en la caja fuerte, joder.
    Los cajeros empezaron a correr de un lado a otro. Nancy Williams tenía una expresión de perplejidad.
    —¡Qué os metáis en la caja fuerte, hijos de puta! —gritó el hombre.
    Una vez los tuvo dentro, cerró e hizo girar la rueda de cierre.
    —Vamos —dijo.
    El otro hombre ya había recorrido la mitad del pasillo que llevaba a la puerta trasera cargando las tres bolsas de dinero. En la zona de clientes del banco, Robert Biggers se desangraba sobre el brazo de la silla. La sangre goteaba despacio sobre la moqueta naranja y oro mientras la expresión de inocencia, protesta y asombro se fijaba para siempre en sus facciones.
    En el aparcamiento, los dos hombres lanzaron las bolsas de dinero al interior de un sedán blanco Plymouth. El primer atracador estaba sentado con Harry Burrell en un sedán verde Pontiac. El que había disparado a Biggers gritó:
    —Bingo. Por el amor de Dios, bingo.
    El primer hombre levantó la pistola y golpeó a Harry Burrell en la nuca con el cañón. Burrell se desplomó hacia la izquierda en el asiento trasero. El hombre se quitó la máscara al tiempo que abría la puerta.
    —Yo me encargaré de él —dijo—. Quedamos en el mismo sitio. Y ahora, marchaos.
    Los otros dos se marcharon en el Plymouth dando marcha atrás. Salieron del aparcamiento a toda prisa, pero sin quemar goma. Cuando llegaron al aparcamiento situado delante del banco, avanzaron deprisa pero sin llamar la atención. Todos los ocupantes se habían quitado la media de nailon.
    El Pontiac verde salió de detrás del banco y recorrió el aparcamiento. Luego se dirigió hacia el este, en dirección opuesta a la que había tomado el otro coche.





    Cuando Fritzie Webber aparcó el Buick LeSabre azul en el paseo marítimo de Nahant a las seis menos cuarto del martes por la mañana, ya empezaba a clarear. Scalisi llegó tras él en un sedán Chevrolet de color marrón. En el asiento trasero del Chevrolet iba Arthur Valantropo. Mientras Webber cerraba el Buick y montaba en el Chevrolet, el tubo de escape de este emitió una fina capa de humo que se condensaba en el frío aire de la mañana.
    —¿Todo bien? —dijo Scalisi.
    Scalisi llevaba un cortavientos de nailon verde y una media de nailon en la cara. En el asiento trasero, Arthur Valantropo se puso otra media sobre el rostro y el tejido comprimió tanto sus facciones que fue convirtiéndolas poco a poco en unas formas extrañas. Webber sacó una media del bolsillo de la chaqueta y asintió.
    —¿No te han seguido? —dijo Valantropo.
    —No he visto nada —respondió Webber—. En todo el trayecto desde Fall River, iba yo solo por la carretera. Si me han vigilado, lo han hecho desde un avión. ¿Y qué hay de Donnie? ¿Todo bien?
    —Lo hemos visto dirigirse hacia allí —respondió Scalisi, saliendo a la calle con el Chevrolet—. Tenía el pulgar levantado, así que supongo que todo bien.
    —De acuerdo —dijo Webber, con el rostro ya cubierto con la media—. Me pregunto qué habrá sido lo que ha excitado tanto a Dillon. —Metió la mano debajo del asiento y sacó una bolsa de papel. De ella extrajo un Python 357 mágnum y quitó el seguro del cilindro. Sacó cinco balas del bolsillo de la chaqueta y empezó a cargarlas en las recámaras.
    —Estaba preocupado por Coyle —dijo Scalisi—. Y yo le creo. Se preguntaba si tal vez Coyle quería entregarnos a cambio de eso que tiene pendiente en New Hampshire.
    —Aún podría hacerlo —dijo Valantropo.
    El Chevrolet dejó el paseo marítimo y dobló por una calle residencial. A una buena distancia de la calzada, detrás de unos muros bajos y unos setos todavía verdes a finales de otoño, se alzaban unas casas enormes construidas a principios de siglo.
    —Imposible —dijo Scalisi—. No sabe nada. Yo nunca le he dicho nada, joder. Lo único que sabe es que queríamos armas. Y por lo que él sabe, las utilizamos para hacer prácticas de puntería.
    —Eso era antes de que diéramos un palo —dijo Valantropo—. Tan pronto dimos el primero, lo supo. Coyle no es estúpido, ¿sabes?
    —Ya sé que no lo es —dijo Scalisi—. También sé que tiene una mano rara de un descuido que tuvo. Es demasiado listo como para volver a cometer un desliz parecido. Además, ¿y qué si quiere vernos en el talego? ¿Y qué si ha querido delatarnos? ¿Qué puede decirles? Puede contarles lo que hemos hecho, tal vez. Lo que cree que hemos hecho. Pero no sabe dónde vamos a estar; por lo menos, no lo sabrá hasta que ya estemos allí. Te lo digo en serio, es imposible que pringuemos por su culpa.
    Scalisi metió el Chevrolet en la amplia curva de la calzada de acceso al número 16 de la calle Pelican. Los neumáticos crujieron sobre las piedras blancas. A unos cien metros de distancia de la calle, se alzaba una laberíntica mansión de tres pisos y tejados a dos aguas, cómodamente situada frente al viento procedente del océano.
    —A este Whelan le van bien las cosas —dijo Webber—. ¿Sabemos si tiene hijos?
    —Ya mayores y no viven aquí —respondió Valantropo—. Aquí solo viven él y la mujer. Es una señora muy agradable. Mientras nos esperas, seguramente te preparará un buen desayuno caliente.
    —Esto de esperar no me gusta —dijo Webber—. Me alegro de que este sea el último palo. Me pone nervioso quedarme ahí sentado, sin saber lo que está pasando.
    —Pues en el banco también te pusiste nervioso —replicó Valantropo—. Precisamente por eso, ahora Donnie está allí y tú te quedarás aquí, en vez de hacerlo al revés.
    —Yo no fui el único, oye —dijo Webber—. Jimmy también le pegó un buen mamporro al viejo, por lo que he leído en los periódicos.
    —Debía de tener un cráneo muy fino —dijo Scalisi—. En mis tiempos, pegué mucho más fuerte a algunos tipos sin matarlos.
    —Sí —dijo Valantropo—, y recuerda que Jimmy tuvo que arrearle al menda porque tú ya la habías jodido en el banco. Te lo he dicho mil veces, matar a alguien es la forma más segura del mundo de que manden un ejército en tu busca, joder.
    —Escucha —dijo Webber—. El tipo tocó la alarma, joder. ¿O no lo hizo? Y eso que los habíamos avisado. Si le dais a la alarma, os haremos daño. Por el amor de Dios, vaya si lo dijimos. Y como no hicieron lo que les dijimos, no me quedó más remedio. No me importa. Era lo que había que hacer.
    —Cuando ya tienes el dinero, no hay por qué —dijo Valantropo—. Si pasa cuando acabas de entrar, estoy de acuerdo contigo, tienes que protegerte, por supuesto, pero si ya tienes el dinero, si ya te marchas, no. Cuando estás a mitad de camino de la puerta, por el amor de Dios, ¿en qué te beneficia eso? ¿Qué ganas con disparar si ya te marchas y ellos pulsan la alarma, eh? ¿Detiene eso la alarma? ¿O crees que la alarma no sonará si disparas al tío que la ha accionado? No, lo único que haces es empeorar las cosas. No consigues más tiempo para huir. Lo único que consigues es que todo el mundo se asuste y empiece a correr de acá para allá. No vale la pena, no vale la pena en absoluto. Y lo que yo digo es que no hay que disparar a nadie a menos que hacerlo te beneficie.
    —Sí, bueno —dijo Webber—, pero no estoy de acuerdo contigo.
    El Chevrolet subió despacio por la calzada y se detuvo silenciosamente delante del garaje. Scalisi apagó el motor dándole a la llave del encendido muy despacio, como si así fuese a notarse menos que dejaba de hacer ruido.
    —Bien —dijo Valantropo—, si no estás de acuerdo conmigo, te jodes y haces lo que yo digo.
    —Callad los dos de una vez, cabrones, y manos a la obra —dijo Scalisi con voz queda—. Estoy harto de oíros.
    Se apearon sin prisas y ajustaron las puertas del coche sin que quedaran cerradas del todo. Antes de seguir, se miraron unos a otros a través del nailon a la luz de la mañana. Luego, reconocieron la zona. Avanzaron con cautela por la gravilla de la entrada y después por la hierba. Se acercaron a la casa en fila india, recorriendo el césped junto al sendero de gravilla. La escarcha se fundía y les mojaba las zapatillas deportivas. Cerca de la puerta trasera de la casa, Scalisi y Valantropo se rezagaron unos seis o siete pasos por detrás de Webber. Todos llevaban el revólver en la mano. Webber se cambió el revólver a la mano izquierda. Con el arma apuntando al cielo, sacó de la manga una delgada espátula de metal con el mango de madera. Dejó el césped y subió el primer peldaño del porche trasero. Scalisi y Valantropo se situaron a ambas esquinas de los escalones.
    Webber se agachó ante la puerta de tela metálica e inspeccionó el tirador. Se colocó la espátula entre los dientes y tanteó el pomo de la puerta, que se abrió despacio y silenciosamente. Detrás de la puerta de tela metálica había una puerta de madera con nueve pequeños paneles de cristal. Scalisi, que sostenía la puerta de tela metálica con la mano izquierda, se inclinó hacia delante para inspeccionar la jamba cerca del tirador.
    —¿Qué tal es? —preguntó entre susurros.
    —Un cilindro corriente —respondió Webber, también susurrando. Se incorporó unos instantes y miró a través del cristal.
    —¿Tiene cierre de cadena? —cuchicheó Scalisi.
    —No —murmuró Webber.
    Retiró la mano izquierda y se metió el revólver en el cinturón, a la altura de la cadera. Se inclinó otra vez y Scalisi vio que su colega introducía la hoja de la espátula entre el borde de la puerta y la jamba. Oyó un sonido metálico y observó que Webber ejercía cierta presión sobre la puerta, que finalmente se abrió en silencio.
    Valantropo estaba ya en las escaleras. Dejando huellas de calzado mojado, entraron por la puerta trasera. A la tenue luz del amanecer, rozaron unos abrigos colgados en el vestíbulo, subieron un tramo de tres gastados peldaños y abrieron otra puerta que daba a la cocina. Salvo el leve chapoteo de sus zapatillas mojadas, en la casa reinaba el silencio.
    Ya en la cocina, Webber se volvió hacia los demás y trató de sonreír debajo de la máscara de nailon.
    —¿Todo bien? —susurró.
    En el patio situado detrás de la casa y del garaje, Ernie Sauter apoyó la culata de su Winchester del calibre 12 en la cadera y señaló hacia los matorrales de la parte trasera de la casa. Deke Ferris, agachado, corrió en dirección al garaje. Llevaba una metralleta Thompson. Sauter echó un vistazo a la segunda planta de la casa. Vio a Tommy Damon apostado al otro lado de una ventana que daba a la puerta trasera. Sauter levantó la mano con la palma hacia arriba. El rostro de Damon desapareció de la ventana.
    Scalisi cruzó la cocina de puntillas y con cautela hacia la puerta del otro lado. Puso la mano enguantada en uno de los paneles de cristal de esta, a la altura de su cintura, y empujó. La puerta se abrió en silencio. Scalisi miró el vestíbulo y dejó que la puerta volviera a cerrarse despacio. Se volvió hacia Valantropo y Webber y levantó el pulgar.
    Valantropo estaba junto a la mesa de la cocina. Cuando Scalisi hizo la señal, levantó una de las sillas y volvió a depositarla silenciosamente en el suelo. Dejó el revólver encima de la mesa y se sentó.
    Scalisi volvió a la mesa. Sin hacer ruido, cogió otra silla y se sentó. Apoyó los codos en los muslos y sostuvo el revólver en la mano derecha.
    Webber se puso delante de Valantropo. Dejó el revólver encima de la mesa. Movió una silla en silencio y se sentó.
    —¿Cuál es el programa? —susurró.
    —Por lo que he visto, el viejo se levanta primero y baja a la cocina —respondió Scalisi—. No sé cuándo baja la vieja. Habrá que esperar a ver.
    Oyeron pasos en el piso de arriba y prestaron atención. Las personas que andaban eran más de una.
    —Magnífico —dijo Webber—. Papá y mamá bajarán juntos.
    Atentos a los pasos en las escaleras, empuñaron los revólveres. Estaban todos de cara a la puerta del vestíbulo principal cuando Ferris y Sauter entraron en la cocina por la puerta trasera. Cuando se volvieron hacia el sonido, Damon y Rufus Billing entraron por la puerta del vestíbulo, apuntándolos con las escopetas.
    —Hijos de puta —dijo Sauter—, sois unos pardillos.
    Durante lo que pareció una eternidad, nadie se movió; luego, los tres enmascarados dejaron los revólveres en la mesa con cuidado.



    —En cualquier caso —dijo Foley—, Eddie Coyle no se presentó. Así que me quedo allí sentado, y la camarera no deja de mirarme, y me tomo una Coca-cola y empieza a dolerme la vejiga, ¿sabes? Así que pago y salgo, salgo a la calle, pero no estoy demasiado preocupado. Al fin y al cabo, dijo que a lo mejor no se presentaría. Así que me despido de quince céntimos y compro el Record, ¿y qué leo? Pues leo que a los tipos a los que quiere delatar los han pillado esta mañana en Lynn. Así que eso explica muchas cosas.
    —Uno de ellos murió —dijo Waters—. Goodweather. Creo que tenía pensado liarla gorda.
    —Sí —dijo Foley—. Tengo que hablar con Sauter de eso y pedirle disculpas. No creía que fuera tan buen tirador. ¿De qué los acusan?
    —De allanamiento de morada, en el juzgado de distrito —respondió Waters—. Supongo que el gran jurado presentará una mejor variedad de cargos. Veamos, dos homicidios, tres atracos, allanamiento de morada de tres bancarios, tráfico de armas probablemente, robo de coches, conspiración. ¿Me he dejado algo?
    —Blasfemia —dijo Foley—. Siempre he querido acusar a alguien de blasfemia.
    —Y ahora, ¿qué pasa con tu amigo el de los nudillos? —preguntó Waters.
    —Pues parece que irá a la cárcel —dijo Foley—. A New Hampshire no le basta con que nos haya ayudado a pillar a Jackie Brown y no creo que tenga nada más para hacer el trueque.
    —Oh, vaya —dijo Waters—. Qué dura es la vida.


George V. Higgins
Los amigos de Eddie Coyle, capítulos 7, 8, 14, 20, 24, 27.


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