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lunes, 1 de junio de 2020

George V. Higgins / Chochos



George V. Higgins

CHOCHOS

        Dillon dijo que no estaba seguro de que a Foley le interesara lo que tenía que contarle.
    —He pensado un poco en ello —dijo—. No me gusta hacerle perder el tiempo a nadie en algo que probablemente no sea tan importante. Quiero decir que tú tienes cosas que hacer y eso. Y luego he pensado, bueno, que decida él mismo. Si no es importante, de acuerdo, pero tal vez lo sea, ¿sabes? Así que te agradezco que hayas venido.
    Estaban a la puerta del Waldorf, de cara al parque público. Al otro lado del cruce de las calles Arlington y Boylston se había apostado un organillero con un cartel en el que se ofrecía para trabajar en fiestas y celebraciones. Las personas bien vestidas que salían de Shreve’s lo evitaban. Un hombre rechoncho con una chaqueta de lanilla se detuvo bajo la helada atmósfera gris con una tonta sonrisa en la cara.


    —¿Quieres entrar a tomar un café? —preguntó Foley.
    —Creo que no —respondió Dillon—. Tengo problemas de estómago y probablemente sea por la cantidad de café que bebo. Tengo una cafetera detrás de la barra, ¿sabes?, y mientras voy sirviendo priva a los clientes, trago café constantemente. Suelo tomar dos cafeteras y media al día y supongo que es demasiado. Siento ganas de vomitar, ¿sabes?
    En la acera de enfrente de donde estaba el organillero, unos cuantos chicos y chicas con el pelo larguísimo y guerreras del ejército formaban un grupo. Unos cuantos estaban sentados en los escalones de la iglesia de la calle Arlington. A cada lado de la calle Arlington había un joven alto que vendía periódicos.
    —Pues podríamos tomar un té —dijo Foley.
    —No, gracias —dijo Dillon—. Detesto el té. Cuando estaba casado, la parienta no dejaba de tomar té. No lo soporto. Yo, si bebía algo, bebía café, ¿sabes? Y cuando iba a algún sitio, pedía un batido y eso me hacía sentir mejor.
    Cada vez que los semáforos detenían el tráfico de vehículos, el joven alto que estaba en el lateral del parque público de la calle Arlington bajaba de la acera y caminaba entre las filas de vehículos, moviendo los periódicos en el aire al tiempo que se inclinaba para mirar las ventanillas de los coches.
    —¿Qué coño vende? —preguntó Dillon—. ¿No es eso que prohibieron?
    —Probablemente, el Phoenix —dijo Foley—. El otro día, pasé por ahí y vendía el Phoenix .
    —¿Cuál es el Phoenix ? —preguntó Dillon—. ¿Ese que pueden detenerte por vender?
    —No creo —dijo Foley—. Me parece que ese es otro, se me ha olvidado el nombre. No sé cuál es. No lo he comprado nunca.
    —Tal vez venda dos al día —dijo Dillon—. En cualquier caso, ¿qué demonios intenta demostrar?
    —Mira, al menos hace algo —dijo Foley.
    —Sí —dijo Dillon—, hace algo. Esos hijos de puta zumbados podrían ir a trabajar, ¿no?, si quieren hacer algo. La otra noche vino un tipo con esa revista, El Polvo. Así se llama. ¿Sabes lo que lleva?
    —Fotos guarras —dijo Foley.
    —De todo —dijo Dillon—. Dios, si hasta había una foto que al parecer mandó el propio menda que aparece en ella. Se lo ve en un parque todo nevado, con el culo al aire, la mirada ida y la gran polla colgando. Con una gran sonrisa en la cara. Imagínatelo.
    —Probablemente estaba salido —dijo Foley.
    —Sí, probablemente fuera eso —dijo—. Un amigo mío tiene una de esas librerías, ¿sabes? Vende, bueno, creo que vende fotos de chochos, ¿sabes? Pero me dice que hace mucho negocio con fotos de chicos, chicos con la polla grande. Yo le pregunté quién las compraba y dijo que los mismos tipos que compran el otro material, las fotos de chicas.
    —Es un mundo curioso —dijo Foley.
    —Cuanto más tiempo llevo en él, más curioso se vuelve —dijo Dillon—. Nunca habría pensado que pudieran meter este tipo de material en el país, ¿sabes? ¿Por qué no dejáis de ir por ahí molestando a la gente que solo va a lo suyo y detenéis a los que meten esa mierda en el país?
    —Eh —dijo Foley—, a mí no me culpes de esa movida de los coños. Eso es cosa de Correos, Aduanas o lo que sea. Yo no quiero tener nada que ver con esa porquería. Además, eso dejaría a tu amigo sin trabajo. No querrás que le ocurra eso, ¿verdad?
    —Dave —dijo Dillon—, estoy convencido de que no podrías dejar sin trabajo a mi amigo como no fuese con una bomba, ¿sabes? Hace unos seis años que conozco a ese tipo, no lo han detenido nunca, no se ha metido nunca en líos, siempre lleva unos dólares encima, viste de una manera respetable, joder. Con camisa y corbata. Y creo que este es quizá el noveno negocio que tiene. Durante un tiempo tuvo un bar, luego se metió en el mundo del espectáculo. El año pasado lo vi en el hipódromo, tiene un buen Cadillac. El año pasado me invitó a ir a Nueva Orleans para la Super Bowl y me lo pagó todo, el viaje en avión, la entrada al estadio, todo, y yo le digo «¿Qué quieres de mí?». ¿Y sabes qué me dice? Pues me dice «Creía que te gustaría ver el partido, eso es todo». Y realmente fue así. Un buen tipo de verdad.
    —Y entonces, ¿qué hace vendiendo fotos guarras? —dijo Foley.
    —Bueno, a eso me refería —dijo Dillon—. Se lo pregunté y me dijo: «La gente quiere comprar esas cosas. ¿Crees que me importa cómo se excita un tipo? Eso es cosa suya. Si quiere comprar algo, ¿quién soy yo para decir que no puede, eh? Si a mí me gustan otras cosas, es asunto mío. No he visto nunca que alguien que compra esas revistas venga a decirme que no puedo hacer lo que hago, así que, ¿dónde está el problema?». Y yo le pregunto si no cree que los mendas que compran ese material no van luego por ahí persiguiendo niños y él dice: «No, creo que van a casa y se la cascan con las fotos. Eso es lo que creo». Así que, ¿cómo vas a saber algo así? Yo no tengo ni idea.
    —Eh, oye —dijo Foley—, ¿y qué pasa por ahí?
    —Ah, sí —dijo Dillon—. Bueno, en realidad no lo sé, ¿entiendes? Pero estaba ese asunto… En fin, ¿te acuerdas de que la última vez que nos vimos hablamos de Eddie Dedos?
    —Sí, recibía muchas llamadas telefónicas —dijo Foley.
    —Sí —asintió Dillon—. De Jimmy Seal.
    —Y estaba muy preocupado —dijo Foley.
    —Muy preocupado —repitió Dillon—. Poniéndose hasta el culo de priva y todo eso.
    —Sí —dijo Foley.
    —Bueno, pues ahora veo que tiene mucho dinero. Eso es raro en él. Las cosas le van bien. Suele llevar un par de dólares encima, pero ahora tiene mucho dinero.
    —¿Cómo cuánto? —quiso saber Foley.
    —Bueno, no sé, exactamente —respondió Dillon—. Solo vi el fajo de billetes un momento, ¿sabes? Pero había billetes grandes y yo diría que ahí llevaría un par de miles, como mínimo.
    —¿Y cómo es que lo viste?
    —Vino la otra noche —respondió Dillon—. Pidió un chupito y una cerveza. Vino sobre las siete o siete y media y eso, ¿sabes?, tampoco es habitual en él. O viene a mediodía o ya no lo ves hasta última hora de la noche. Pero el otro día aparece a esa hora y pide la bebida y le sirvo y se sienta a leer una revista de caballos o algo así y no quiere conversación y luego llega el otro tío. Eso, al cabo de un rato, llega el otro tío.
    —¿Conoces al otro tío? —inquirió Foley.
    —Bueno, digamos que lo conozco, que lo reconocería si volviera a verlo, ¿vale? Pero ahora mismo no recuerdo su nombre, si no te importa. Preferiría dejarlo fuera de todo esto, si puedo.
    —De acuerdo —dijo Foley.
    —Así que entra el otro tío y Eddie deja el taburete de la barra y van a sentarse a un reservado, ¿sabes? Y veo que el otro tipo no está tomando nada y es un cliente de confianza, así que preparo un bourbon Wild Turkey con hielo y una Budweiser, me acerco y se lo dejo delante. Y en ese momento Eddie está metiéndose ese gran fajo de dinero en el bolsillo y el otro está recogiendo unos cuantos billetes de encima de la mesa. Ahí fue cuando lo vi.
    —Y no sabes lo que estaban haciendo —dijo Foley.
    —Eh —dijo Dillon—. Hablo en serio. El otro menda tiene que quedar fuera de esto.
    —De acuerdo —dijo Foley—. No voy por él, solo preguntaba.
    —Bueno, no tiene nada que ver con lo que estábamos hablando, eso es todo —dijo Dillon—. Escucha, entre tú y yo, no me sorprendería que Eddie estuviera comprando una tele, ¿sabes? Una tele en color. Pero que esto quede estrictamente entre tú y yo. El dinero está relacionado con algo que tú sabes, de acuerdo, pero el otro menda no va incluido en el paquete.
    —Vale —dijo Foley—. ¿Y qué piensas de ese dinero?
    —No lo sé —respondió Dillon—. Como ya he dicho, Eddie no es de esos tipos que uno espera ver con mucha pasta, ¿sabes? Así que, cuando la vi, pensé que, bueno, que quizá era algo que tú deberías saber y tal. ¿Tiene algún marrón contigo?
    —Te lo diré de otra manera —respondió Foley—. Tiene un marrón con los Estados Unidos, pero arriba, en New Hampshire, de cuando lo pescaron con un cargamento de priva. Es decir, que quizá sea ese el marrón que tiene conmigo, no lo sé.
    —Pensaba que todo eso había terminado —dijo Dillon—. Pensaba que ya había pagado el pato por ello, ahí arriba. ¿Cuándo fue? ¿El mes pasado o así? En cualquier caso, hace un tiempo.
    —Lo condenaron —dijo Foley—, pero me han dicho que tiene que comparecer el mes próximo para que dicten la sentencia. Había no sé qué lío de un nuevo juicio o algo así. Tal vez sea antes, no sé.
    —¿Y qué puede caerle por eso? —quiso saber Dillon—. ¿Cárcel?
    —No sé mucho del caso, la verdad —respondió Foley—. Está fuera de nuestra jurisdicción, ¿sabes? Supongo que cabe la posibilidad de que le caiga algo de cárcel, pero no lo sé. El otro día, por casualidad, oí que alguien hablaba del caso y por eso he pensado en ello cuando te he oído hablar del asunto, ¿entiendes?
    —A Eddie no le gusta la cárcel —dijo Dillon.
    —Bueno —dijo Foley—, a poca gente le gusta. Conozco a bastantes que han estado en chirona alguna vez y solo uno o dos pueden decir que realmente les haya gustado, ¿sabes?
    —Sí —asintió Dillon—, pero, mira, él ya debe de saber lo que le espera, ¿no? Habrá hablado con alguien del asunto, ¿no? Tendrá cierta idea de…
    —Supongo que sí —dijo Foley.
    —Bien —dijo Dillon—, pues lo que ahora me pregunto es por qué carajo compra una tele en color, si va a pasarse un tiempo en la cárcel.
    —Tal vez sea un regalito para su mujer —dijo Foley—. Para que se quede contenta en casa mientras él cumple condena.
    —Lo dudo —dijo Dillon—. Conozco un poco a Eddie y no sería propio de él. No se lleva tan bien con la parienta.
    —¿No tiene una amiga? —quiso saber Foley—. Quizá sea un regalito para su amiga.
    —No —dijo Dillon—. Echa una cana al aire de vez en cuando pero no tiene ninguna amiga. Me parece que no piensa mucho en eso, en acostarse, quiero decir. ¿Ahora te permiten tener una tele en la celda?
    —Pues no —respondió Foley—. Que yo sepa.
    —No, no creo —dijo Dillon—. No recuerdo nada semejante de cuando estuve en el talego. No, creo que Eddie piensa que no irá a la cárcel y me gustaría saber por qué cree eso.
    —A mí me gustaría saber de dónde ha sacado el dinero —dijo Foley—. Eso es lo que me preocupa. Siempre he pensado que vivía con lo justo. Me pregunto qué habrá hecho para conseguir todo ese dinero.
    —Interesante, ¿no? —dijo Dillon—. Te diré una cosa: piensa en cómo es posible que un pez pequeño tenga tanto dinero de repente y yo pensaré en cómo es posible que un hombre que tiene los antecedentes que tiene no crea que va a ir a la cárcel por ese asunto de la priva. Y tal vez hable con gente y me ponga en contacto contigo, ¿de acuerdo?
    —Bien —asintió Foley—. Espero tus noticias.



George V. Higgins
Los amigos de Eddie Coyle, capítulo 23.    


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