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miércoles, 29 de abril de 2020

Per Olov Enquist / La visita del médico de cámara / Fragmento



Per Olov Enquist
LA VISITA DEL MÉDICO DE CÁMARA
Fragmento

Primera parte
LOS CUATRO
EL LAGARERO
1
El 5 de abril de 1768 Johann Friedrich Struensee fue contratado como médico de cámara del rey danés Cristián VII; cuatro años después era ejecutado.
El 21 de septiembre de 1782, diez años más tarde, cuando la expresión «época de Struensee» ya había hecho fortuna, el enviado inglés en Copenhague, Robert Murray Keith, informó a su Gobierno de un episodio que presenció casualmente y que le pareció desconcertante.
Esa fue la razón de que enviara un informe.
Había asistido a un espectáculo teatral en el Hofteatret, el Teatro de la corte de Copenhague. Entre el público se encontraba también el rey Cristián VII, así como Ove Hoegh-Guldberg, el verdadero gobernante de Dinamarca, en la práctica un soberano absoluto.
Guldberg había adoptado el título de «Primer Ministro».
El informe recogía el encuentro entre el enviado Keith y el rey.
Comienza por las impresiones que le causa el aspecto físico del rey Cristián VII, de solo treinta y tres años de edad: «Parece ya un hombre mayor, es muy menudo, enjuto, con el rostro demacrado, y sus ardientes ojos ponen de manifiesto su debilidad mental». Antes de que empezara el espectáculo, el rey «perturbado», en palabras del propio Keith, vagó 16 entre el público, hablando entre dientes y sufriendo unos extraños espasmos faciales.
Guldberg no le perdió de vista ni un instante.
Lo que le resultó curioso al enviado inglés fue la relación entre el soberano y su ministro. Se podría describir como la de un enfermero hacia su paciente, o como la de un hermano hacia otro, o como si Guldberg fuera un padre que vigilara a un hijo desobediente o enfermo; aunque Keith, para referirse a esa relación, emplea la expresión «casi cariñosa».
Dicho esto, añade que los dos parecían unidos de una manera «casi perversa».
La perversión no residía en el hecho de que aquellas dos personas dependieran la una de la otra de esa forma en aquel momento, pues Keith sabía que habían desempeñado un papel trascendente durante la revolución danesa, aunque como enemigos. La perversión residía en que el rey se comportaba como un perro asustado pero obediente, y Guldberg como un amo severo pero cariñoso.
Su Majestad se había mostrado angustiosamente lisonjero, rayando en la insolencia. La corte no demostró respeto hacia el monarca, sino que más bien le ignoraba o se apartaba de él riéndose cuando se acercaba, como si quisieran evitar su vergonzosa presencia.
La presencia de un niño travieso del que estaban ya cansados desde hacía mucho tiempo.
El único que se preocupaba del rey era Guldberg. El rey siempre estaba a tres o cuatro metros de él, siguiéndolo con docilidad, aparentemente ansioso de no verse abandonado. A veces Guldberg le dirigía pequeñas señas a Cristián, mediante gestos o movimientos de la mano, cuando este hablaba demasiado alto, se alejaba más de la cuenta o su comportamiento resultaba inadecuado.
Al percatarse de la señal, el rey, obediente, se acercaba apresuradamente «correteando con pasitos menudos».
En una ocasión, cuando los cuchicheos del rey se habían hecho especialmente altos y molestos, Guldberg se le acercó, lo cogió con suavidad del brazo y le susurró algo. Acto seguido, el monarca se puso a hacer reverencias mecánicamente una tras otra con movimientos abruptos, casi espasmódicos, como si el soberano danés fuese un perro que quería dar fe de su total sumisión y entrega a su amado señor. Continuó haciendo reverencias hasta que Guldberg, con otro susurro, consiguió interrumpir los extraños movimientos corporales del monarca.
Entonces Guldberg acarició afectuosamente al rey en la mejilla, y aquel gesto fue premiado con una sonrisa tan llena de gratitud y docilidad que los ojos del enviado Keith «se llenaron de lágrimas». La escena, escribe, resultó tan saturada de desesperada tragedia que se hizo casi insoportable. Reparó en la amabilidad de Guldberg o, tal y como él mismo expresa, «en el sentido de la responsabilidad hacia el pequeño y enfermo rey», y en que Guldberg no compartía aquel desprecio y ridículo que el resto del público manifestaba. Parecía ser el único que se responsabilizaba del rey.
No obstante, hay una expresión recurrente en el informe: «como un perro». Trataban al todopoderoso regente danés como a un perro. La diferencia estaba en que Guldberg daba muestras de una cariñosa responsabilidad hacia aquel perro.
«Verles juntos —ambos poseían una constitución física curiosamente baja y enjuta— resultó para mí una experiencia insólita y conmovedora, ya que todo el poder del país, formalmente y en la práctica, partía de aquellos dos extraños enanos».
Sin embargo, el informe se centra, sobre todo, en los acontecimientos que tuvieron lugar durante y después del espectáculo teatral.
En plena representación, una comedia del autor francés Gresset, titulada Le méchant, el rey Cristián se levantó de repente de su asiento en primera fila, subió con dificultad al escenario y comenzó a actuar como si fuese uno de los actores. Adoptó la pose de un actor y recitó unas palabras que parecían líneas extraídas de un guion; entre ellas, «tracasserie» y «anthropophagie» resultaron comprensibles. A Keith le llamó especialmente la atención la última expresión, que sabía que significaba «canibalismo». Al parecer la obra había cautivado por completo al rey, quien se creyó uno de los actores. Guldberg mantuvo la calma, subió con tranquilidad al escenario y tomó amablemente al rey de la mano. Este se calló al instante y se dejó llevar de vuelta a su asiento.
El público, formado en su totalidad por miembros de la corte, parecía acostumbrado a ese tipo de interrupciones. Nadie reaccionó con consternación. Se oyeron risas dispersas.
Después de la representación, se sirvió vino. Entonces, Keith coincidió con el rey. El monarca, tras reconocerlo como el enviado inglés, se dirigió a él e intentó explicarle tartamudeando el contenido central de la obra. «La pieza trataba, me dijo el rey, de que la maldad obraba con tanta intensidad en esas personas de la corte que parecían monos o diablos. Se alegraban de las desgracias de los demás y lamentaban sus éxitos, es lo que en tiempos de los druidas se denominaba canibalismo, anthropophagie. De ahí que viviéramos entre caníbales».
Desde un punto de vista lingüístico, el «exabrupto» del rey resultaba notablemente bien formulado para venir de un enfermo mental.
Keith se limitó a asentir con cara de interés, como si todo lo que decía el rey fuera sugerente y sensato; sin embargo, advirtió que el análisis de Cristián sobre el contenido satírico de la obra dramática no era del todo erróneo.
El rey se lo dijo susurrando, como si le confiase a Keith un secreto importante.
Durante todo ese tiempo, y a una distancia prudencial, Guldberg había atendido a sus palabras con atención, o preocupación. Se fue acercando despacio hasta ellos.
Cristián, al percibir su presencia, intentó poner fin a la conversación. Subiendo el tono de voz, y casi como una provocación, dijo:
—Mienten. ¡Son mentiras! Brandt era un hombre inteligente pero salvaje. Struensee un hombre bueno. No fui yo quien los mató. ¿Me comprendéis?
Keith solo hizo una reverencia en silencio. Luego Cristián añadió:
—¡Pero vive! ¡Todos creen que fue ejecutado! Pero Struensee vive, ¿lo sabíais?
A esas alturas, Guldberg estaba ya tan cerca que pudo oír las últimas palabras. Cogió firmemente al rey del brazo y le dijo con una sonrisa forzada aunque tranquilizadora:
—Majestad, Struensee ha muerto. Lo sabemos, ¿no? ¿No lo sabemos? Pero si nos habíamos puesto de acuerdo en eso, ¿verdad?
El tono resultó amable pero recriminatorio. En seguida Cristián procedió a repetir sus extrañas y mecánicas reverencias, hasta que de pronto se detuvo y preguntó:
—Pero se habla de la época de Struensee, ¿no? Y no de la época de Guldberg. ¡¡¡La época de Struensee!!! ¡¡¡Qué extraño!!!
Durante un momento, Guldberg contempló al rey en silencio, como si se hubiese quedado sin respuestas o sin saber qué decir. Keith notó que parecía tenso o indignado; después, Guldberg se controló y le dijo muy sereno:
—Vuestra Majestad debe atemperarse. Creemos que Vuestra Majestad debe retirarse ya a descansar. Lo creemos de verdad.
Acto seguido hizo un gesto con la mano y se alejó. Cristián, que había retomado sus maníacas reverencias, se paró como ensimismado, y dirigiéndose al enviado Keith, le dijo con una voz del todo calmada, y sin apenas rastro de tensión:
—Estoy en peligro. Por eso ahora debo buscar a mi benefactora, la Reina del Universo.
Unos minutos más tarde desapareció. Este fue el episodio completo, tal y como el enviado Keith informó a su Gobierno.


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