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viernes, 24 de enero de 2020

Tony Judt y los maníacos de la pureza

Agosto de 1944: la liberación de París.
Agosto de 1944: la liberación de París.


Tony Judt y los maníacos de la pureza

La obra del historiador británico sobre los intelectuales franceses de posguerra desmonta el falso brillo de los grandes conceptos


José Andrés Rojo
29 de enero de 2015

Esa definición, “maníacos de la pureza”, no es del historiador británico Tony Judt sino del periodista y escritor católico François Mauriac. La utilizó para referirse a Emmanuel Mounier, el fundador del personalismo, y a su grupo de la revista Esprit, pero sirve también para calificar a los intelectuales que empezaron a tener una importancia capital en Francia a partir del final de la Segunda Guerra Mundial y que, de alguna manera, establecieron un modelo, unas pautas, un estilo de colocarse frente a la sociedad, de encarnar la opinión pública, de comprometerse con la marcha del mundo. Se pronunciaban sobre todo, tenían una idea de cada cosa, pontificaban exhibiendo una retórica seductora y brillante. Fueron una suerte de sacerdotes laicos en una Europa donde, tras la inmensa catástrofe de dos guerras mundiales, parecía evidente que las viejas religiones (¿dónde estuvo Dios?) tenían ya poco que decir ante una muchedumbre de desdichados que ya sólo sabían del dolor, la perdida, la humillación, la destrucción, el horror y la muerte.
El libro que Tony Judt dedicó a la actividad de los intelectuales franceses durante los años que van de 1944 a 1956, Pasado imperfecto, es antiguo: se publicó en 1992 y en España se tradujo en 2007. Se trata de un trabajo viejo sobre un asunto mohoso ya, el de los intelectuales. El propio Judt lo comenta en las conclusiones: “El intelectual como héroe es una figura en franco declive”, escribe. Perdieron el aura, y se acusa al mercado de haberlos postergado por su afán de dar salida a productos más banales, más intrascendentes, más ligeros. Aquellos días en que se esperaba que se pronunciaran sobre cada cuestión, en cada momento, para servir de guía, para marcar los derroteros, son cosa ya del pasado. Judt observa que “lo que en realidad se ha perdido, y lo que aún ha de encontrar un sustituto, es la seguridad que se deriva de una política rebosante de confianza, de un conocimiento de ciertas ‘verdades’ simples en torno a la historia y la sociedad”. Vaya, ¿no será que ahora ha vuelto esa “política rebosante de confianza”?, ¿no se oyen acaso por doquier verdades claras y dictámenes rotundos sobre lo que está pasando en este tiempo de crisis? Quizá, efectivamente, los intelectuales no tengan ya donde caerse muertos: en España reinan hoy los profesores y para muchos han recuperado ese componente heroico que tan bien le suele venir a la imaginación romántica. Su retórica, como la de aquellos intelectuales franceses de antaño, es brillante y seductora. Sacan la guadaña verbal y fulminan al adversario. Así que quizá no esté de más volver a Pasado imperfecto, por viejo que sea, por antiguo.

Lo que entonces había, en la Francia que acababa de ser liberada, era un paisaje en ruinas. Ruinas físicas, pero también morales. Ya había advertido Camus que en junio de 1940, con la llegada de los alemanes, terminó un mundo. La Tercera República había revelado su falta de temple, de nervio, su profunda decadencia: no supo responder al enemigo. Luego vino el régimen de Vichy, el colaboracionismo, la ignominia de la expulsión de los judíos. Lo único que podía salvarse era el trabajo de la Resistencia, pero la liberación sólo fue posible cuando desembarcaron las tropas estadounidenses. Así que una idea fue imponiéndose poco a poco, la de que había que hacer tabla rasa. Nada servía, urgía tirarlo todo por la borda. Empezar de nuevo como si nada hubiera pasado.



Jean Paul Sartre.
Jean Paul Sartre.


Salvo los que se implicaron directamente en la lucha contra el invasor, la mayoría de los franceses no tuvieron otra alternativa que plegarse para salvar el pellejo y convivir con la barbarie de los nazis. París siguió siendo una fiesta, así que cuando todo acabó quedó flotando el amargo sabor de la vergüenza y la humillación. De nuevo, Camus: “El odio de los asesinos forjó como respuesta un odio por parte de las víctimas... Desaparecidos los asesinos, los franceses se quedaron con un odio parcialmente desprovisto de objeto. Siguen mirándose unos a otros con un residuo de cólera”.
La cólera de las víctima que han sido devastadas por un furor ajeno, esa suerte de odio vacío que no encuentra un objeto cabal sobre el que volcar su inquina, y el resentimiento y el afán de venganza. Esa atmósfera de desolación lo llenaba todo. Cuenta Judt que, frente a semejantes estragos, el programa del Consejo Nacional de Resistencia era muy vago. Si hubo algo fue, en la línea de Camus, “la instauración simultánea de una economía colectiva y una política liberal”, observa. Pero no hubo ni la organización ni los recursos ni los apoyos necesarios para poner en marcha políticamente esos objetivos. Francia estaba, además, destruida: ya no tenía la autonomía de antes, necesitaba la colaboración de los aliados.
En esas circunstancias llegó la aportación de Sartre y cayó en terreno propicio para florecer, y con mayor lustre en el mundo de los intelectuales. Judt lo cuenta así: “La revolución no sólo iba a transformar el mundo, sino que constituía en sí el acto de la recreación permanente de nuestra situación colectiva, en tanto sujetos de nuestra propia vida. En resumen, la acción (de naturaleza revolucionaria) es lo que sostiene la autenticidad del individuo”. Ése era el mensaje de Sartre y del grupo de Temps Modernes y que, en el caso del católico Mounier se tradujo como una invitación a los franceses a acometer una “revolución espiritual y política”. Todos ellos compartían la idea de que “ponerse de parte de los buenos equivalía a buscar la revolución; oponerse a ella era interponerse en el camino de todo aquello por lo que habían luchado y habían muerto tantos hombres y mujeres”. El momento de transformarlo todo estaba ahí, y los intelectuales se pusieron al frente de la marcha. Las primeras discusiones iban a producirse cuando se iniciaron las purgas y, sobre todo, la purga de los intelectuales que, recuerda Judt, “debía ser un acto social y político de tintes claramente revolucionarios”.
La respuesta a la humillación de la derrota y a ese singular infierno de la ocupación, al que tan bien se acomodaron muchos franceses, fue así la de recuperar la antorcha revolucionaria. Pero en esa recuperación iban a colarse de rondón esas taras que consiguen envenenar de infamia las grandes abstracciones. Bajo la superficie de aquel monumental impulso de metamorfosis podía detectarse ya lo que Tony Judt llama la tesis de la tortilla: “la creencia de que un avance histórico de suficiente importancia vale la pena al margen del precio que sea preciso pagar para conseguirlo”. Y, poco después, escribe: “Ciento cincuenta años después de Saint-Just, la hegemonía retórica ejercida por la tradición jacobina no sólo no había menguado, sino que había tomado de la experiencia de la resistencia un vigor renovado. La idea de que la revolución —la Revolución, cualquier revolución— constituye no sólo una ruptura dramática, un momento de discontinuidad entre pasado y futuro, sino que también es la única ruta viable que va del pasado al futuro, impregnó y desfiguró de tal modo el pensamiento político francés que resulta muy difícil desenmarañar la idea del lenguaje que la ha investido de su vocabulario y sus símbolos”.
Conviene conservar esa idea que sostiene que no hay otra salida que la revolución para saltar del pasado al futuro. La revolución: hacer tabla rasa, tirar lo heredado, castigar a los responsables. Y junto a esa idea, la que la sostiene: pensar que la historia tiene un sentido claro y que, si hace falta pagar unos costes, son los inevitables peajes para conquistar el paraíso. Lo que aterra es observar cómo la fascinación por las grandes abstracciones permite pasar de largo por los horrores concretos del presente. En Pasado imperfecto, Tony Judt quiso sacar a la luz las artimañas de las que se valieron los intelectuales franceses de posguerra para ningunear los dislates del estalinismo y enfrentarse abiertamente a cuantos criticaban al comunismo. Sartre lo había dejado muy claro con una única frase: “Un anticomunista es un perro, de ahí no me apeó ni me apearé jamás”.

Emmanuel Mounier.
Emmanuel Mounier.


El que no está conmigo está contra mí. El intelectual que se arroga la superioridad moral por estar del lado de “los buenos”, el que silencia cualquier reparo, el que con la mayor irresponsabilidad cierra los ojos para mantener viva la buena nueva. Los brutales juicios políticos que se celebraron en Moscú en los años treinta quizá quedaban entonces un poco lejos, pero en la misma época en que los intelectuales franceses celebraban la revolución como la gran panacea que a todos iba a salvar, en los países del Este de Europa los dictámenes de Stalin abrían la puerta a la represión y a la tortura y al asesinato de cuantos no comulgaran con la ortodoxia, por no hablar de la persecución de los judíos, que quedó oscurecida y en un segundo plano. “Cuando se ha establecido un nuevo orden social, el antiguo orden, el Antiguo Régimen y sus élites son por definición ‘culpables”, apunta Judt. El terror queda de esa manera autorizado.
¿Cómo fue posible? ¿Qué mecanismos operaron para que los que debían haber sido particularmente críticos con la barbarie permanecieran en silencio y miraran a otra parte? “Nos guste o no”, escribió Jean Paul Sartre, “la construcción del socialismo tiene el privilegio de que para entenderla uno ha de abrazar su movimiento y asumir sus metas”. Quizá ahí quede apuntado uno de los mecanismos más perversos: sólo desde dentro puede ponerse alguna objeción; hacerlo desde fuera supone siempre darle armas al enemigo. Y otro detalle: estar del lado de los elegidos otorga un privilegio, el de compartir la tarea colectiva de acabar con un régimen podrido. La más mínima crítica es una maniobra orquestada por los otros, ese bloque compacto en el que están todos los demás, llámese Antiguo Régimen, llámense burgueses, llámese casta.
Así que tenían la convicción de estar en posesión de una indiscutible superioridad moral, pero había otro elemento que resulta esencial. Si los intelectuales franceses tuvieron en su día tanto predicamento y marcaron el ritmo al que debían bailar todos los demás, su éxito e influencia creció por otra exigencia que se produce en tiempos de crisis: “Lo que realmente importaba era la acuciante necesidad de dar a nuestras vidas y a nuestra historia un significado”, apunta Judt. Y si se había encontrado una fórmula para satisfacer esa demanda, la fórmula de la revolución, era importante evitar que los horrores del estalinismo no empañaran o lastraran el desafío. Los intelectuales franceses no es que dieran exactamente por buenos los desmanes comunistas, como hacían los militantes del partido, sino que procuraban explicarlos, darles sentido. Merleau Ponty, por ejemplo, consideraba que si la historia tiene un significado, sólo se justifica por el cambio y la lucha, y es el proletariado quien impulsa ese motor. “Si esas premisas son correctas, queda demostrado que las purgas y los juicios de escarmiento celebrados en Moscú en los años treinta no sólo fueron táctica y estratégicamente atinados, sino que también fueron históricamente justos”, comenta Judt al respecto. Este es el plan: “El veredicto del futuro aún no se ha pronunciado. Pero no tenemos más remedio que actuar como si ese veredicto fuera favorable…”.

Tony Judt.
Tony Judt. LUIS MAGÁN


Reinaron entonces los grandes conceptos, las proclamas intachables, el afán justiciero frente cualquier desliz, la sospecha de que el enemigo acecha y que, si te descuidas, te da gato por liebre. La atmósfera de la Guerra Fría facilitó la polarización: quien critica la revolución, y sus desmanes, está del lado del imperialismo estadounidense. Judt habla de una estado de alerta generalizado y recuerda la sagacidad de Simone de Beauvoir, a la que se “la tomaba muy en serio cuando describía películas norteamericanas como Shane o Solo ante el peligro y las tachaba de propaganda militar diseñada para preparar al público occidental de cara a una ‘guerra preventiva”.
“Para el intelectual de mediados del siglo XX, desencantado con las promesas fallidas del siglo XIX, el comunismo supuso la única perspectiva aún firme de que el mundo volviera a tener ilusiones de futuro”, escribe Judt. Por tanto, el desafío era proteger esa ilusión, no rebajar el entusiasmo y cerrar los ojos ante cualquier complicación. Y si en los países europeos del Este se estaban masacrando los derechos humanos, eran los derechos humanos los que se habían convertido en un problema y ya no servían, por tanto, ni como promesa ni como solución.
En la batalla que libraron los intelectuales franceses por salvar como fuera esa ilusión de futuro, y encontrar de paso el calor que tanto se anhela en medio del duro frío de un mundo devastado, uno de las artimañas más perversas para evitar cualquier autocrítica fue señalar a los otros. Tony Judt: “La inmensa mayoría de los escritores, artistas, profesores y periodistas no estaban a favor de Stalin: eran contrarios a Truman. No estaban a favor de los campos de concentración: estaban contra el colonialismo. No estaban a favor de los juicios de escarmiento en Praga: estaba en contra de las torturas en Túnez. No estaban a favor del marxismo (salvo en teoría): estaban en contra del liberalismo (especialmente en teoría). Y, sobre todo, no estaban a favor del comunismo (salvo sub specie aeternitatis): estaban en contra del anticomunismo”.
En ese viejo libro que trata, además, de una especie en extinción, el escritor británico comenta ya casi al final, con un deje de melancolía, que “habrá intelectuales franceses durante muchos años por venir; todos ellos dirán sandeces de vez en cuando, y algunos dirán sandeces a todas horas”. Se refería a ese permanente afán de pronunciarse, de pontificar, de señalar el camino, de localizar a los enemigos, de proyectar paraísos, de dictar soluciones simples para problemas complejos, de pegarse a las abstracciones frente al desorden del presente. “Se trata de una forma de poder, y ésa es la razón de que resulte tan atractiva…”, escribe. Y termina acordándose de Montaigne: “Nadie está libre de decir sandeces. Lo penoso es cuando se dicen de forma memorable”.

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