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viernes, 11 de octubre de 2019

Peter Handke / Desgracia indeseada / Fragmentos





Peter Handke

Desgracia Indeseada



Ella nunca huyó. Supo reconocer cuál era su lugar. "Sólo espero que los niños sean mayores." Un tercer aborto, esta vez con fuerte hemorragia. Poco antes de cumplir cuarenta años quedó otra vez embarazada. Ya no le era posible abortar de nuevo y tuvo que parir el crío.


Una vez, el verano pasado, cuando estuve en su casa, la encontré tirada en la cama, con una expresión tan desconsoladora que no me atreví a acercarme a ella. Como en un jardín zoológico, allí yacía la forma carnal y animal del abandono. Daba pena ver cuán escandalosamente se mostraba; toda ella estaba distorsionada, descompuesta, y me miraba desde lejos como si yo fuera su corazón vejado, igual que Karl Rossmann, el fogonero humillado por todos, del cuento de Kafka. Asustado y mohíno salí rápidamente de su habitación. 

A partir de ese momento tomé verdaderamente en serio a mi madre. Hasta ahí siempre la había olvidado, a lo sumo alguna vez sentía una punzada al pensar en la idiotez de su vida. Ahora ella me instaba a aceptarla físicamente; se tornó corporal y viva, y su estado se podía experimentar de forma tan palpable que, en algunos instantes, yo formaba parte de él.





Se volvió insensible, no se acordaba de nada más, ni siquiera reconocía ya los objetos habituales de la casa. A su regreso del colegio, el hijo menor encontraba sobre la mesa, cada vez con más frecuencia, papelitos donde ponía que se había ido a dar una vuelta, que debería hacerse bocadillos, o ir a comer a la casa de la vecina. Estos papelitos, arrancados de una libreta de ahorro, se fueron amontonando en el cajón.



Ya no podía hacer de ama de casa. Amanecía con el cuerpo dolorido. Dejaba caer todo al suelo y ella misma quería dejarse caer junto con los objetos.



Las puertas le obstruían el camino; parecía que a su paso llovía moho de las paredes.



Cuando miraba la televisión no comprendía nada. Movía una mano tras otra para no dormirse.



A veces en los paseos se olvidaba de sí misma.


Escribió cartas de despedida a todos sus familiares. No sólo sabía lo que hacía, sino también por qué no podía hacer otra cosa. "No lo comprenderás", le escribió a su marido. "Pero no puedo pensar en seguir viviendo." A mí me escribió una carta certificada y, además, urgente con una copia de su testamento. "Varias veces me he puesto a escribir pero no hallé ningún consuelo, ninguna ayuda." Las cartas no sólo estaban fechadas como de costumbre, sino que, además, señalaba el día de la semana: "jueves, 18-11-71".

Al día siguiente fue a la capital de la provincia en autobús y, con la receta sin fecha límite, que le había extendido el médico de cabecera, se agenció aproximadamente cien pequeñas tabletas para dormir. A pesar de que no llovía se compró un paraguas rojo con un lindo mango algo curvo.

Al atardecer regresó en un autobús que normalmente iba vacío. Aún la vió alguna que otra persona. Se dirigió a su domicilio, cenó en la casa de al lado, donde vivía su hija. Todo como de costumbre. "Incluso hicimos chistes."

Luego se asomó a su propia casa, se sentó con el hijo menor delate del televisor. Vieron una película de la serie "Cuando el padre con el hijo".

Mandó al niño a dormir y se quedó sentada con el televisor en marcha. El día anterior había ido a la peluquería y se había dejado hacer la manicura. Apagó el televisor, fue al dormitorio y colgó su traje de chaqueta marrón en el armario. Se tomó todas las tabletas para dormir, mezcladas con algunos anti-depresivos. Se puso su braga higiénica a al que agregó algunos paños y otras dos bragas más; con un pañuelo de cabeza se ató fuertemente la mandíbula y se acostó, sin enchufar la manta eléctrica, con un camisón largo hasta los tobillos. Se estiró y se puso una mano sobre la otra. En la carta, que, por lo demás, sólo disponía disposiciones para su entierro, concluía diciendo que se sentía completamente tranquila y feliz de dormirse por fin en paz. Pero yo estoy seguro de que no es cierto.





La mañana del entierro me quedé largo rato solo con el cadáver en el cuarto. Por una vez coincidía mi sentimiento personal con la generalizada costumbre de velar a los difuntos. Incluso el cuerpo muerto me dio la impresión de estar terriblemente solo y necesitado de amor. Pronto sentí de nuevo el aburrimiento y miré el reloj. Me había propuesto permanecer junto a ella por lo menos una hora. Debajo de los ojos tenía la piel muy arrugada, en la cara todavía había gotitas del agua bendita con la que había sido ungida. Las tabletas le habían hinchado ligeramente el vientre. Comparé las manos cruzadas sobre su pecho con un punto fijo lejano, para ver si, a pesar de todo, respiraba. Ya no tenía arrugas entre el labio superior y la nariz. El rostro se había tornado hombruno. A veces, después de observarla mucho rato, no sabía en qué pensar más. Entonces el aburrimiento llegó a su punto culminante y únicamente me quedé de pie, divagando al lado de la muerta. Pero, a pesar de ello, cuando pasó la hora, no quise salir y me quedé en la habitación con ella, dejando que el tiempo transcurriese.



Después la fotografiaron. ¿De qué lado parece más hermosa? "El lado dulce de la muerte."




El ritual del entierro por la fin la despersonalizó a ella y nos alivió a todos. Bajo una densa nevada caminamos detrás de los restos mortales. En los formularios religiosos bastaba con insertar su nombre: "Nuestra hermana..." Sobre los abrigos caía la cera de las velas, que más tarde habría que quitar con la plancha.




Nevaba tan fuertemente, que uno no podía acostumbrarse y continuamente miraba al cielo para ver si cesaba. Las velas se apagaron una tras otra y nadie las volvió a encender más. Recordé haber leído varias veces, que alguien contraía en un entierro la postrera enfermedad mortal.



Luego, por la noche, subí la escalera de casa. Subí de un salto varios escalones. Me reí infantilmente con un tono extraño, como si fuera ventrílocuo. Subí los últimos escalones corriendo. Arriba, loco de alegría, me golpeaba el pecho con el puño y me abrazaba a mí mismo. Luego, lentamente, consciente como alguien que tiene un extraordinario secreto, bajé las escaleras.

Peter Handke
Desgracia indeseada
Barcelona, Barral Editores, 1975



MESTER DE BREVERÍA
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