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sábado, 28 de abril de 2018

Antonio Muñoz Molina / El infame deseado


El infame deseado

Mientras sus súbditos eran ejecutados por los invasores, Fernando VII felicitaba a Napoleón por cada victoria de sus ejércitos en España






Fernando VII, retratado por Vicente López en 1814 con uniforme de capitán general.Ampliar foto
Fernando VII, retratado por Vicente López en 1814 con uniforme de capitán general. MUSEO DEL PRADO

Hay libros de historia que dan miedo. Uno los lee atrapado en el suspenso de una desgracia que se acerca con la fatalidad inapelable de lo que ya ha sucedido; y también con la angustia sobre un desenlace que se sabe de antemano. Leemos las crónicas de la República de Weimar asustados por el peligro de que Hitler sea nombrado canciller a finales de 1933. Somos inúti­les profetas que no pueden avisarle a la familia de Anna Frank que han de cambiar de escondite, y preferimos que Antonio Machado no sepa en 1937, en su refugio soleado en la huerta de Valencia, el destino que le aguarda apenas dos años después. La historia es una película trágica que ya hemos visto varias veces, pero que nunca deja de oprimirnos el pecho y acelerarnos el pulso cuando se aproxima el desenlace.
La lentitud con que las cosas suceden hasta no hace ni dos siglos, antes del ferrocarril, del barco de vapor y del telégrafo, no disminuye la intriga. En la primavera de 1814, el rey Fernando VII, que ha pasado confortablemente en Francia los seis años de una guerra cruenta y destructiva, regresa a Madrid para recuperar su trono. En la capital lo esperan la regencia constitucional y las Cortes, ante las cuales, cuando llegue, habrá de jurar la Constitución, que ha abolido en su ausencia la monarquía absoluta y ha creado un sistema de separación de poderes, libertades individuales, garantías jurídicas. Los diputados en las Cortes y las autoridades liberales aguardan la llegada del rey sin recelo, aunque también sin un entusiasmo tan marcado como el que manifiesta el pueblo llano. En cuanto la comitiva real entra en España desde Francia, al paso lento de las caballerías y las ruedas de las carrozas, por la aspereza y la dificultad de los malos caminos, a Fernando VII lo aclama la gente, y los párrocos dicen misas de acción de gracias en todos los pueblos, y las campanas se lanzan al vuelo. Después de los años de la ocupación francesa y la guerra, Fernando VII es un héroe regresado, un rey cautivo que al final ha recobrado la libertad. Nadie sabe que en ese cautiverio de lujo, mientras sus súbditos morían de hambre o eran ejecutados por los invasores, Fernando felicitaba con efusiva bajeza a Napoleón por cada victoria de sus ejércitos en España.




En 1814 los liberales cándidos que habían esperado la llegada del rey fueron cazados con una crueldad que produjo escándalo en toda Europa

Desde Madrid, las Cortes han indicado al rey el itinerario de su regreso, y hasta la duración de las etapas. Es urgente que llegue y que jure la Constitución. Pero Fernando no tiene ninguna prisa y se desvía cuando le da la gana del camino marcado. En cada ciudad a la que llega son mayores los agasajos. Hombres forzudos y entusiastas desenganchan los mulos o los caballos de su carroza y se uncen a ella para arrastrar con más gloria al monarca, como costaleros pasionales que sostienen a pulso el trono de una procesión. Y la alegría de la bienvenida se va volviendo cada vez más bronca, más torva. En los púlpitos, los clérigos predican que el rey es Moisés que viene a rescatar al pueblo de la idolatría del becerro de oro liberal y a castigar a sangre y fuego a los nuevos herejes que se han atrevido a desafiar el origen divino de la Monarquía y a ponerle límites, a abolir la Inquisición, a suprimir algunos de los privilegios de la Iglesia. En las ciudades por las que pasa el rey se queman públicamente los ejemplares de la Constitución y se derriban a martillazos las lápidas que la conmemoran en las plazas. Jefes militares que deben su nombramiento a las Cortes suman sus tropas a la comitiva del rey que no tiene la menor intención de dejar de ser un rey absoluto. Los tedeums en honor de Fernando son tan suntuosos como las corridas de toros, a las que su majestad es muy aficionado.
Nosotros sabemos lo que sucederá cuando el rey llegue por fin a Madrid, después de un viaje que ha durado casi dos meses. Hemos visto los grabados cada vez más tenebrosos de Goya, las pinturas negras. Algunos hemos leído la ‘Segunda serie’ de Los episodios de Galdós, que parecen escritos tan a brochazos trágicos como las visiones de la Quinta del Sordo.




Desde la biografía de La Parra, Fernando VII nos mira con la misma muestra de ineptitud, crueldad y sarcasmo que en los retratos de Goya y Vicente López

La España de Fernando VII es un túnel oscuro al que nos da miedo asomarnos a los aficionados a la historia. Ahora yo he vuelto a sumergirme en ella, no sé si gracias al historiador Emilio La Parra o por culpa suya. Josep Fontana publicó hace unos años un estudio del último periodo de aquel reinado, De en medio del tiempo, que transpiraba, en su rigor histórico, una negrura de sótano de novela gótica. Emilio La Parra ha escrito una biografía completa del rey, lo cual al mismo tiempo dilata el campo de la investigación y la ciñe a la peripecia personal. Las circunstancias sociales, la cultura, las mentalidades ocupan menos espacio que los acontecimientos políticos y que los detalles sobre el carácter y la conducta de un rey que para nosotros ya tiene, sin duda merecidamente, la figura truculenta de los retratos de Goya, la crudeza de un esperpento de Valle-Inclán.
En 1814 los liberales cándidos que habían esperado con tanta paciencia la llegada del rey fueron perseguidos y cazados con una crueldad que produjo escándalo hasta en los Gobiernos que intentaban restaurar el Antiguo Régimen en toda Europa. No hubo clemencia ni hubo tregua. Con gran alegría de la Iglesia, Fernando VII restableció la Inquisición, que ahora se dedicaba más a la represión de la disidencia política que de la herejía. Fernando VII fumaba puros, asistía a corridas y misas solemnes, supervisaba condenas y ejecuciones, dejaba hundirse al país en una miseria agravada por las destrucciones de la guerra y por la pérdida de la mayor parte de los territorios de América.
En 1820 parece que regresa el orden constitucional, pero nosotros sabemos lo que viene solo tres años después. La historia no admite cambios de argumento. Los liberales están divididos, son débiles, son incompetentes, confían de nuevo, con credulidad asombrosa, en la buena fe del rey que no deja nunca de traicionarlos. Los clérigos y los ultras —la palabra viene de entonces— carecen de cualquier rastro de mesura o de compasión. Desde las páginas de la biografía de Emilio La Parra, Fernando VII nos mira con la misma muestra de ineptitud y crueldad y sarcasmo que tiene en los retratos cortesanos de Goya, y hasta de Vicente López, que le gustaba mucho más.
‘Fernando VII: un rey deseado y detestado’. Emilio La Parra. Tusquets, 2018. 760 páginas. 25,90 euros.


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