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martes, 24 de abril de 2018

Así comienza / Javier Marías / Berta Isla



JAVIER MARÍAS



BERTA ISLA

I
Durante un tiempo no estuvo segura de si su marido era su marido, de manera parecida a como no se sabe, en la duermevela, si se está pensando o soñando, si uno aún conduce su mente o la ha extraviado por agotamiento. A veces creía que sí, a veces creía que no, y a veces decidía no creer nada y seguir viviendo su vida con él, o con aquel hombre semejante a él, mayor que él. Pero también ella se había hecho mayor por su cuenta, en su ausencia, era muy joven cuando se casó.
Estos eran los mejores periodos, los más tranquilos y satisfactorios y mansos, pero nunca duraban mucho, no es fácil desentenderse de una cuestión así, de una duda así. Lograba dejarla de lado durante unas semanas y sumergirse en la impremeditada cotidianidad, de la que gozan sin ningún problema la mayoría de los habitantes de la tierra, los cuales se limitan a ver empezar los días, y cómo trazan un arco para transcurrir y acabarse. Entonces se figuran que hay una clausura, una pausa, una división o una frontera, la que marca el adormecimiento, pero en realidad no la hay: el tiempo sigue avanzando y obrando, no sólo sobre nuestro cuerpo sino también sobre nuestra conciencia, al tiempo le trae sin cuidado que durmamos profundamente o estemos despiertos y alerta, que andemos desvelados o se nos cierren los ojos contra nuestra voluntad como si fuéramos centinelas bisoños en esos turnos nocturnos de guardia que se llaman imaginarias, quién sabe por qué, quizá porque luego le parece que no hayan tenido lugar, al que se mantuvo en vigilia mientras dormía el mundo, si consiguió mantenerse en vigilia y no ser arrestado, o pasado por las armas en tiempo de guerra. Una sola cabezada invencible y por su causa se encuentra uno muerto, o es dormido para siempre. Cuánto riesgo en cualquier cosa.
Cuando creía que su marido era su marido no estaba tan sosegada ni se levantaba de la cama con demasiadas ganas de iniciar la jornada, se sentía prisionera de lo largamente aguardado y ya cumplido y no más aguardado, quien se acostumbra a vivir en la espera nunca consiente del todo su término, es como si le quitaran la mitad del aire. Y cuando creía que no lo era pasaba la noche agitada y culpable, y deseaba no despertarse, para no hacer frente a los recelos hacia el ser querido ni a los reproches con que se castigaba a sí misma. Le desagradaba verse endurecida como una miserable. En esos periodos en que decidía o lograba no creer nada, sentía en cambio el aliciente de la duda escondida, de la incertidumbre aplazada, porque antes o después ésta volvería. Había descubierto que vivir en la certeza absoluta es aburrido y condena a llevar una sola existencia, o a que sean la misma la real y la imaginaria, y nadie escapa enteramente a esta última. Y que la sospecha permanente a su vez no es tolerable, porque resulta extenuante observarse sin cesar a uno mismo y a los otros, sobre todo al otro, al más cercano, y comparar con los recuerdos que jamás son fiables. Nadie ve con nitidez lo que ya no está delante, aunque acabe de suceder o aún floten en la habitación el aroma o el descontento de quien apenas se ha despedido. Basta con que alguien salga por una puerta y desaparezca para que su imagen empiece a difuminarse, basta con dejar de ver para ya no ver claro, o no ver nada; y con oír pasa lo mismo, y no digamos con el tacto. ¿Cómo puede uno, entonces, recordar con precisión y en orden lo ocurrido hace mucho tiempo? ¿Cómo puede representarse con fidelidad al marido de hace quince o veinte años, al que se acostaba en la cama cuando ella ya dormía hacía rato, y le penetraba con su miembro el cuerpo? También todo eso se desvanece y se enturbia, como las imaginarias de los soldados. Acaso es lo que se desvanece más pronto.
No siempre lo había poseído el descontento, a su marido a la vez español e inglés, Tom o Tomás Nevinson su nombre. No siempre había desprendido una especie de fastidio invasor, un disgusto de fondo que trasladaba consigo por toda la casa y que por tanto se hacía también de superficie. Llegaba con él como una emanación, al salón, al dormitorio, a la cocina, o como si fuera una tormenta suspendida sobre su cabeza que lo seguía a todas partes y rara vez se le alejaba. Eso lo llevaba a ser lacónico y a contestar a pocas preguntas, por supuesto a las comprometidas pero también a las inofensivas. Para las primeras se amparaba en que carecía de autorización para hacer revelaciones, y aprovechaba para recordarle a su mujer, Berta Isla, que jamás la obtendría: aunque pasaran decenios y estuviera al borde de la muerte, nunca podría contarle cuáles eran sus andanzas presentes, o sus cometidos, o sus misiones, la vida vivida cuando no estaba con ella. Berta debía aceptarlo y lo aceptaba: había una zona o una dimensión de su marido que permanecería siempre en la oscuridad, siempre fuera de su campo visual y de su oído, el relato negado, el ojo entrecerrado o miope o más bien ciego; ella sólo podía conjeturarla o imaginársela.
"Berta Isla sabía que vivía parcialmente con un desconocido. Y alguien que tiene vedado dar explicaciones sobre meses enteros de su existencia se acaba sintiendo con licencia para no darlas sobre ningún aspecto."
—Y además más vale que no la sepas —le dijo él en alguna ocasión, el obligado hermetismo no le impedía discursear a veces un rato, en abstracto y sin hacer la menor referencia a lugares ni individuos—. A menudo es poco agradable, contiene historias bastante tristes, condenadas a finales desgraciados, para unos o para otros; de vez en cuando es divertida pero casi siempre es fea, o aún peor, deprimente. Y con frecuencia salgo de ella con mala conciencia. Por fortuna se me pasa pronto, es transitoria. Por fortuna me olvido de lo que he hecho, es lo bueno de los episodios fingidos, no es uno mismo quien los experimenta, o sólo como si fuera un actor. Los actores vuelven a su ser tras concluir la película o la función de teatro, y éstas terminan disipándose siempre. A la larga sólo dejan un vago recuerdo como de cosa soñada e inverosímil, en todo caso dudosa. Incluso impropia de uno, y así uno se dice: ‘No, yo no he podido tener ese comportamiento, la memoria se confunde, era otro yo y es un equívoco’. O es como si fuera uno un sonámbulo, que ni siquiera se entera de sus acciones y pasos.
Berta Isla sabía que vivía parcialmente con un desconocido. Y alguien que tiene vedado dar explicaciones sobre meses enteros de su existencia se acaba sintiendo con licencia para no darlas sobre ningún aspecto. Pero también Tom era, parcialmente, una persona de toda la vida, que se da por descontada como el aire. Y uno jamás escruta el aire.
Se conocían desde casi niños, y entonces Tomás Nevinson era alegre y ligero y sin niebla ni sombra. El Instituto Británico de la calle Martínez Campos, junto al Museo Sorolla, en el que él había estudiado desde el principio, abandonaba o soltaba a sus alumnos a los trece o catorce años, tras lo que se llamaba en la época cuarto de bachillerato. Quinto, sexto y preuniversitario, los tres cursos restantes antes de la Universidad, debían completarlos en otro sitio, y no pocos pasaban al colegio de Berta, el Estudio, aunque sólo fuera porque también era mixto y laico, en contra de la norma en España durante el franquismo, y porque así no se movían de barrio, Estudio tenía su sede en la cercana calle de Miguel Ángel.
A menos que fueran horrendos o sin gracia alguna, los ‘nuevos’ solían arrasar entre los del sexo opuesto, precisamente por novedosos, y Berta se enamoró muy rápido el joven Nevinson, primitiva y obcecadamente. Hay mucho de decisión elemental y arbitraria, también esteticista o presumida (uno mira alrededor y se dice: ‘Quedo bien con este’), en esos amores que por fuerza empiezan con timidez, con miradas no sostenidas, sonrisas y conversaciones leves que disimulan el apasionamiento, el cual sin embargo arraiga en seguida y parece inamovible hasta el fin de los tiempos. Claro que es un apasionamiento teó- rico y en absoluto sometido a prueba, aprendido de las novelas y las películas, una proyección fantaseada en la que predomina una imagen estática: la muchacha se figura a sí misma casada con el elegido y él con ella, como un cuadro sin desarrollo ni variación ni historia, la visión se acaba ahí, los dos carecen de capacidad para ir más lejos, para verse a unas edades remotas que no les conciernen y se les antojan inalcanzables, para representarse otra cosa que la culminación, tras la que todo es impreciso y se frena; o es consecución, en los más clarividentes u obstinados. En unos tiempos en que aún se estilaba que al dejar la soltería las mujeres añadieran un ‘de’ a su apellido, seguido del del marido, a Berta le influían a favor de su elección hasta los efectos visual y sonoro de su nombre futuro lejano: no era lo mismo pasar a ser Berta Isla de Nevinson, que evocaba aventuras o parajes exóticos (un día tendría una tarjeta de visita que pondría eso exactamente; qué más, ya se vería), que Berta Isla de Suárez, por mencionar el apellido del compañero que le había gustado hasta la aparición de Tom en el colegio.
"Nevinson rehuía la introspección y hablaba poco de su personalidad y de sus convicciones, como si ambas prácticas le parecieran un juego de niños y una pérdida de tiempo."
No fue la única chica de la clase que se fijó en él de ese modo vehemente y resuelto, y que tuvo aspiraciones. De hecho su llegada causó un general revuelo en el microcosmos, que se prolongó durante dos trimestres, hasta que hubo dueña aparente. Tomás Nevinson era bastante bien parecido y algo más alto que la mayoría, con un pelo rubiáceo peinado hacia atrás y anticuado (como de piloto de los años cuarenta, o de ferroviario cuando lo llevaba más corto, o de músico cuando lo llevaba más largo, nunca mucho contra la tendencia que se iba imponiendo; recordaba al del actor secundario Dan Duryea y se acercaba al del actor principal Gérard Philipe, cuando adquiría su volumen máximo: para los que tengan curiosidad visiva o memoria), y toda su persona transmitía la solidez de quien es inmune a las modas y por tanto a las inseguridades, que tantas formas adoptan hacia los quince años, casi nadie escapa a ellas. Daba la impresión de no estar sujeto a su época, o de sobrevolarla, como si no concediera importancia a las circunstancias azarosas, y siempre lo es el día en que uno nace, incluso el siglo. En realidad sus facciones no pasaban de gratas, tampoco es que fuera un ejemplo de belleza juvenil innegable; lindaban con la sosería, que al cabo de un par de decenios se las apropiaría sin remedio. Pero de momento la salvaban de ella los labios carnosos y bien dibujados (que invitaban a ser recorridos con el dedo y palpados, quizá más que besados) y la mirada gris mate o brillante atormentada, según la luz o el tormento incipiente que se le estuviera condensando: unos ojos penetrantes, inquietos y más apaisados de lo habitual, que raramente descansaban y que contradecían el conjunto de serenidad de su figura. En esos ojos se vislumbraba algo anó- malo, o tal vez se anunciaban anomalías venideras, entonces sólo acechantes o agazapadas, como si no les tocara despertar todavía y hubieran de madurar o incubarse para alcanzar su plena potencia. La nariz carecía de distinción, más bien ancha y como sin terminar, o por lo menos sin rúbrica. El mentón era vigoroso, tirando a cuadrado, levemente saliente, le confería un aire determinado. Era el todo lo que poseía atractivo, o encanto, y en él imperaba, más que el aspecto, el carácter irónico y liviano, propenso a las bromas suaves y despreocupado, tanto por lo que sucedía en el exterior como por lo que se ventilaba en su cabeza, que no sería fácil de adivinar ni siquiera para él mismo y no lo era para los cercanos: Nevinson rehuía la introspección y hablaba poco de su personalidad y de sus convicciones, como si ambas prácticas le parecieran un juego de niños y una pérdida de tiempo. Era lo contrario del adolescente que se descubre y analiza y observa y trata de descifrarse, con impaciencia por averiguar a qué clase de individuo pertenece; sin darse cuenta de que la pesquisa es inútil porque aún no está hecho del todo, y además ese saber no llega —si llega, y no se va modificando y negando— hasta que se toman decisiones de peso y se obra sobre la marcha, y cuando eso ocurre ya es tarde para rectificar y ser de otra clase. A Tomás Nevinson, en todo caso, no le interesaba mucho darse a conocer ni seguramente conocerse, o bien ya tenía completado el segundo proceso y el primero lo juzgaba costumbre de narcisistas. Acaso era la mitad inglesa de su ascendencia, pero a la postre nadie sabía muy bien cómo era. Bajo su apariencia amistosa y diáfana, incluso afable, había una frontera de opacidad y reserva. Y la mayor opacidad consistía en que los demás no eran conscientes, y apenas se percataban de esa capa impenetrable.
Era completamente bilingüe, hablaba inglés como su padre y español como su madre, y el hecho de que hubiera vivido principalmente en Madrid desde que no era capaz de articular palabra, o muy pocas, no mermaba su fluidez ni su elocuencia en la primera de estas lenguas: se había educado en ella durante la infancia y era la dominante en su casa, y todos los veranos desde que tenía memoria los había pasado en Inglaterra. A eso se añadían su facilidad para aprender terceras o cuartas y una extraordinaria habilidad para imitar hablas y cadencias y dicciones y acentos, nada más oír a alguien un rato sabía remedarlo a la perfección, sin previo ensayo ni esfuerzo. Con eso se ganaba simpatías y risas de sus compañeros, que acababan por solicitarle sus mejores interpretaciones. También impostaba la voz con eficacia y así lograba reproducir las de sus imitados, en aquellos años del colegio personajes de la televisión sobre todo, el consabido Franco y algún que otro ministro que salía en las noticias levemente más que el resto. Las parodias en el idioma paterno se las guardaba para sus estancias en Londres y en la zona de Oxford, para sus amigos y parientes de allí (de la segunda ciudad era originario el señor Nevinson); en Estudio, en el barrio de Chamberí, nadie las habría comprendido ni jaleado, con la excepción de un par de ex-camaradas, tan bilingües como él, del Instituto Británico. Cuando se expresaba en uno u otro idioma, no se le notaba el menor rastro de extranjería, en ambos sonaba como un nativo, y así jamás tuvo problema para ser aceptado en Madrid como uno más pese a su apellido, conocía todos los giros y jergas, y si quería podía ser tan malhablado como el muchacho peor hablado de la capital entera, excluyendo arrabales. De hecho era uno más, en mucha mayor medida un español cualquiera que un inglés cualquiera. No descartaba cursar estudios universitarios en el país de su padre, y éste lo instaba a ello, pero su vida la concebía en Madrid, como siempre, y desde pronto junto a Berta. Si era admitido en Oxford tal vez se iría, pero estaba seguro de que al concluir su educación volvería y se quedaría.
El progenitor, Jack Nevinson, llevaba establecido en España largos años, inicialmente por azar y después por descontada pasión y matrimonio. Tom no tenía memoria de su existencia en otro sitio, sólo sabía que la había habido. Pero lo vivido por los padres con anterioridad al nacimiento de los hijos suele ser ignorado por éstos, o aún es más, no les concierne hasta que ya son adultos plenos y es muy tarde para preguntar, a veces. El señor Nevinson compaginaba cargos en la embajada británica con quehaceres en el British Council, al que había llegado de la mano de su representante en Madrid durante casi tres lustros, el irlandés Walter Starkie, asimismo fundador del Instituto Británico en 1940 y su director mucho tiempo, hispanista entusiasta y andariego y autor de varios libros sobre los gitanos, incluido uno titulado un poco ridículamente Don Gypsy. A Jack Nevinson le había costado más de la cuenta dominar la lengua de su mujer, y aunque al final lo había logrado sintáctica y gramaticalmente, con un vocabulario amplio si bien anticuado y libresco, jamás se desprendió de su muy fuerte acento, lo cual hacía que sus hijos lo vieran parcialmente como a un intruso en la casa y se dirigieran a él en inglés siempre, para evitarse incontenibles risas tontas y sonrojos. Se sentían azorados cuando había visitas españolas y no le quedaba más remedio que recurrir al castellano; en su boca les sonaba casi a chiste, como si oyeran los doblajes que con sus propias voces y su pronunciación se hacían Laurel y Hardy, el Gordo y el Flaco, para la exhibición en el ámbito hispánico de sus ya viejas películas (al fin y al cabo Stan Laurel era inglés, no americano, muy distintos sus acentos cuando se aventuran a salir de su idioma). Quizá esa inseguridad oral en el país de adopción contribuía a que Tom viese a veces a su padre con incongruente paternalismo, como si sus grandes dotes para el aprendizaje de otras lenguas y la imitación de hablas nuevas lo indujeran a creer que podría desenvolverse mucho mejor en el mundo —también abarcarlo, o sacarle provecho— de lo que lo haría nunca Jack Nevinson, hombre poco autoritario y resolutivo en familia, suponía que bastante más fuera de ella.
"Su éxito no era sólo con los chicos, lo tenía también con las amigas: llegar a serlo de ella era como un timbre de gloria, un honor formar parte de su órbita; extrañamente no provocaba envidia ni celos."
Esa mirada de superioridad prematura no se la permitía con su madre, Mercedes, mujer cariñosa pero muy vigilante, a la que además había debido respetar y padecer como profesora en un par de cursos del Británico, de cuyo claustro formaba parte. ‘Miss Mercedes’, así la llamaban los alumnos, era buena conocedora, por tanto, de la lengua de su marido y la manejaba con más desparpajo que él la de ella, aunque tampoco careciera de acento. Los únicos que no tenían ninguno eran así los cuatro vástagos: Tom, un hermano y dos hermanas.
Berta Isla era netamente madrileña, en cambio (de cuarta o quinta generación, algo infrecuente en la época), una belleza morena, templada o suave e imperfecta. Si se analizaban sus rasgos, ninguno era deslumbrante, pero su rostro y su figura en conjunto resultaban turbadores, ejercían la atracción irresistible de las mujeres alegres y sonrientes y proclives a la carcajada; parecía estar siempre contenta, o estarlo con muy poca cosa o procurar estarlo a toda costa, y hay muchos hombres para los que eso se convierte en un elemento deseable: es como si quisieran adueñarse de esa risa —o suprimirla, cuando hay malos instintos—, o ver que se les dedica a ellos o que son ellos quienes la provocan, sin darse cuenta de que esa dentadura que ilumina permanentemente la cara, y que llama a quienes la avistan con fuerza, aparecerá en todo caso, sin que se la convoque, como si fuera una facción invariable, tanto como la nariz o la frente o las orejas. Esa tendencia risueña de Berta denotaba buen carácter, incluso complaciente, pero era levemente engañosa: su alegría era natural, fácil y pronta, pero si no encontraba motivo no se dedicaba a malgastarla ni a fingirla; encontraba múltiples motivos, es cierto; sin embargo, si no los había, podía ponerse muy seria, o triste, o enfadarse. Nada de esto le duraba mucho, era como si se aburriera de esos estados de ánimo lóbregos o ariscos, como si no les viera recompensa ni una evolución interesante, y le pareciera que su prolongación era monótona y no contenía enseñanzas, un insistente goteo que tan sólo elevaba el nivel del líquido, sin transformarlo; pero no los rehuía tontamente, cuando le sobrevenían. Bajo su apariencia de concordia, casi de bonhomía, era una joven con ideas claras, y hasta testaruda. Si quería algo iba por ello; no frontalmente, no infundiendo temor ni imponiéndose ni apremiando, sino con persuasión y habilidad y solicitud, haciéndose imprescindible y, eso sí, con determinación absoluta, como si nunca hubiera por qué disimular los deseos cuando no son sucios ni malignos. Tenía la facultad de deslizar un espejismo entre sus conocidos y amistades y novios, en la medida en que pudiera llamarse novios a sus elegidos de la adolescencia: lograba hacerles creer que lo peor que podría pasarles sería perderla a ella, o perder su aprecio, o su jovial compañía; y, de la misma manera, los convencía de que no había bendición en el mundo como su cercanía, como compartir con ella aula, juegos, proyectos, diversión, conversación, o la existencia entera. No es que en eso fuera artera, una especie de Yago que dirige y manipula y engaña con el persistente susurro al oído, en modo alguno. Ella misma debía de creer tal cosa con espontaneidad y ufanía, y así llevaba la creencia consigo, pintada en la frente o en la sonrisa o en las ruborizadas mejillas, y la contagiaba sin proponérselo. Su éxito no era sólo con los chicos, lo tenía también con las amigas: llegar a serlo de ella era como un timbre de gloria, un honor formar parte de su órbita; extrañamente no provocaba envidia ni celos, o apenas; era como si su sincera afectuosidad hacia casi todo el mundo la blindara contra las inquinas y las despiadadas malevolencias de esa edad cambiante y arbitraria. También Berta, como Tomás, parecía saber desde muy pronto a qué clase de individuo pertenecía, a qué clase de muchacha y de mujer futura, como si jamás hubiera dudado de que su papel era protagonista y no secundario, al menos en su propia vida. Hay personas que temen verse como secundarias, en cambio, hasta de su propia historia, como si hubieran nacido sabiendo que, por únicas que todas sean, la suya no merecerá ser contada por nadie, o será sólo objeto de referencias al contarse la de otra, más azarosa y llamativa. Ni siquiera como pasatiempo de una sobremesa alargada, o de una noche junto al fuego sin sueño.
"Los dos perdieron la virginidad en su primer curso universitario, y ninguno de los dos se lo contó al otro. Ese año estuvieron alejados relativamente, si bien mucho comparativamente."
Fue en el tercer trimestre de quinto de bachillerato cuando Berta y Tom se emparejaron tan abiertamente como es posible a esas edades, y las demás pretendientes de él lo acataron con un suspiro de conformidad y renuncia: si Berta estaba de verdad interesada, no era extraño que Tomás Nevinson la prefiriera, al fin y al cabo la mitad masculina del colegio Estudio volvía la cabeza para mirarla intensamente, desde hacía uno o dos cursos, cuando se cruzaba con ella en las enormes escaleras de mármol o en el patio, en los recreos. Atraía la vista de los de su clase, de los mayores y de los menores, y hubo varios niños de diez u once años cuyo primer amor distante y asombrado —el amor aún sin ese nombre— fue Berta Isla y por eso nunca la olvidaron, ni en la juventud ni en la madurez ni en la vejez, aunque jamás hubieran intercambiado con ella una frase y para ella no hubieran existido. Hasta chicos de otros centros merodeaban para verla a la salida y seguirla, y los de Estudio, con un sentido de la pertenencia exacerbado, se soliviantaban ante los intrusos y vigilaban para que no cayera en las redes de alguien ajeno a ‘nosotros’.
Ni Tom ni Berta, que habían nacido en agosto y septiembre respectivamente, habían cumplido los quince cuando acordaron ‘salir’ o ‘ser novios’, como se decía entonces, y se sinceraron. En realidad ella se había sincerado mucho antes, sólo se había molestado en disfrazar su enamoramiento primitivo y obcecado —o en contenerlo— lo justo para no resultar agobiante ni descarada, lo justo para ser educada —con la educación de los años sesenta del pasado siglo, ya mediados— y que él tuviera la sensación, cuando se decidiera a dar el paso, de no haber sido meramente escogido y conducido, y de tomar alguna iniciativa.
Las parejas tan tempranas están condenadas a desarrollar cierto elemento de fraternidad, aunque sólo sea porque durante su primer periodo —el periodo inaugural, que tanto marca a veces el sesgo de lo venidero— saben que deben esperar para culminar sus amores y ardores. En aquella clase social y en aquel tiempo al menos, y pese a las urgencias de la sexualidad primeriza y a menudo explosiva, se juzgaba imprudente y desconsiderado forzar las cosas cuando se iba en serio, y Tomás y Berta supieron en seguida que ellos iban en serio, que no se trataba de un devaneo que terminaría con el curso, ni siquiera dos años más tarde, cuando tocara a su fin el colegio y lo abandonaran. En Tom Nevinson había algo de timidez y toda la inexperiencia en ese campo, y además le sucedió lo que sucede a no pocos muchachos: respetan demasiado a la que han escogido como amor de su vida presente, futura y eterna, evitan propasarse con ella como no lo evitan con otras, y con frecuencia acaban por exagerar la protección y el cuidado, por verla como a un ideal pese a ser de interrogativa carne y sano hueso e intrigado sexo, por temer profanarla y convertirla en casi intocable. Y a Berta le sucedió lo que sucede a no pocas muchachas: sabedoras de que se las puede tocar sin reservas y con curiosidad por ser profanadas, no quieren pasar por impacientes, y todavía menos por ávidas. De tal manera que no es raro que, de tanto guardarse y mirarse con pasión y besarse con tiento, excluyendo zonas del cuerpo; de tanto acariciarse con deferencia y frenarse en cuanto notan que la deferencia sucumbe, la primera vez que culminen sus amores lo hagan por separado y vicariamente, esto es, con terceros ocasionales.
Los dos perdieron la virginidad en su primer curso universitario, y ninguno de los dos se lo contó al otro. Ese año estuvieron alejados relativamente, si bien mucho comparativamente: Tom fue admitido en Oxford, en buena medida gracias a los oficios de su padre y de Walter Starkie aunque también por sus grandes aptitudes lingüísticas, y Berta empezó Filosofía y Letras en la Complutense. Los periodos de vacaciones son largos en esa Universidad inglesa, algo más de un mes entre Michaelmas y Hilary, otro tanto entre Hilary y Trinity y tres completos entre Trinity y el nuevo Michaelmas o comienzo del curso, como se llaman allí los tres terms o muy falsos trimestres, así que Tomás regresaba a Madrid al cabo de sus ocho o nueve semanas de duro estudio y estancia y le daba tiempo a reanudar su vida madrileña, o a no perderla enteramente de vista, a no cortar del todo con ella ni sustituirla, a no olvidarse jamás de nada. Pero durante esas ocho o nueve semanas también les daba tiempo, a los dos, a poner al otro a la espera, es decir, entre paréntesis. Y a la vez sabían que lo que quedaría entre paréntesis sería el periodo de separación, una vez que se reunieran y todo volviera a su cauce. La distancia reiterada permite eso, que ninguna de las alternativas etapas sea real cabalmente, que sean ambas fantasmagóricas, que cada una difumine y niegue durante su reinado a la otra, casi la borre; y, en definitiva, que nada de lo que ocurre en ellas sea terrenal ni vigilia, cuente del todo como acaecido ni tenga demasiada importancia. No sabían Tom y Berta que ese iba a ser el signo de gran parte de su vida juntos, o juntos pero con poca presencia y sin cauce, o juntos y dándose la espalda.



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