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miércoles, 26 de abril de 2017

Ray Loriga / “No voy a pedir perdón por la suerte. ¿Se pide perdón por la desgracia?”



Ray Loriga

“No voy a pedir perdón por la suerte. ¿Se pide perdón por la desgracia?”


MANUEL JABOIS
23 ABR 2017 - 05:56 COT






El escritor Ray Loriga.
El escritor Ray Loriga. JAIME VILLANUEVA

Ray Loriga (Madrid, 1967) vive cerca de la calle Génova, en Madrid. Su medida geográfica de todas las cosas, sin embargo, es el estadio Santiago Bernabéu.
Pregunta. ¿Por qué?
Respuesta. Viva donde viva tengo que llegar caminando en menos de una hora. Mi padre decía que después del Bernabéu la Tierra ya es plana.
P. Aquí está cómodo.
R. Chamberí es el barrio ideal. Está el PP, así que tienes cerca lo que odias, y no paran de pasar chicos y chicas guapísimas. De esto, por cierto, no podía hablar con mi padre. De cuando un chico era guapo. "Pero papá, ¿Paul Newman no es guapo?". "Un buen actor, un buen actor". "Pero papá, ¿no es más guapo Paul Newman que Edward G. Robinson?". "Buenos actores los dos". Yo cuando veo Dos hombres y un destino nunca me entero de qué va la peli porque estoy todo el rato pensando en quién es más guapo, si Paul Newman o Robert Redford. Con cada plano voy cambiando de idea: ahora Paul, ahora Robert. Si eso me pasa a mí, imagínate a Katharine Ross. Debió de estar volviéndose loca todo el rodaje.
P. Detectar la belleza también es un trabajo.
R. Mira, un día Mae West pasó por delante de una cola de extras y vio a un tipo que se llamaba Cary Grant. Fue al director y le dijo: “Si esa cosa sabe hablar, hazle un contrato”.
P. Acaba de ganar el Premio Alfaguara por su nueva novela, Rendición. Se avecina promoción y sigue sin teléfono móvil.
R. Puedo manejar la situación por afectos constantes en vez de por afectos distantes. El teléfono y las redes sociales están basados en afectos distantes; la gente que yo quiero está cerca y sabe dónde estoy a unas horas controladas.

P. ¿Escribe a mano?
R. La primera novela, una que tiré.
P. ¿Cuántos años tenía?
R. 14, 15 años. Se llamaba Nieve en primavera; luego me di cuenta de que Mishima había escrito Nieve de primavera. Adoro a Mishima, y me dije: “Mira, no puedo pisarle el título a este tío”. La novela era una cosa como de Lampedusa: iba de una familia burguesa que hacía una fiesta todos los veranos y un verano de pronto nevaba, pero ellos hacían la misma fiesta. Nadie iba y ellos se congelaban. Le puse tapas y todo: yo soñaba con ser escritor.
P. Pero se hizo periodista.
R. En Diario 16. La primera entrevista que hice en mi vida fue a Ray Bradbury.
P. ¿Por eso Ray?
R. Tengo mil razones para ser Ray: Ray Bradbury; Ray, príncipe de Arbórea, que era un personaje terciario de Flash Gordon; Sugar Ray Leonard; Sugar Ray Robinson; Raymond Carver, al que llamaban Ray. Pero todo eso vino después. Yo desde niño me llamaba Ray.
P. Mientras usted se construía a sí mismo la generación posterior lo hacía imitándole.
R. Plagiar es muy sano. Si eres un mediocre plagiar no te sirve de nada, pero si tienes ambición y cierto espíritu, plagiar es entrenar. Cuando empezaba me salían cuentos de Bukowski clavados. Encargaba los libros en Pasajes, que antes se llamaba Librería Internacional —eran de Black Sparrow, los que editaba Ferlinghetti— y tardaban seis meses en llegar. No sabes qué emoción cuando llegaban.
P. En inglés.
R. Yo los leía en inglés. Las traducciones para Anagrama las hacía Jorge Berlanga, que era íntimo amigo mío. Cuando salían, me decía: “¿Has notado algo?”. Y yo le respondía: “Este capítulo te lo has inventado”. “Ya, ¿pero cuela?”.
P. O sea que hemos estado leyendo a Berlanga en lugar de a Bukowski.
R. Metía muy poquito, ¡pero lo hacía tan bien! Es tan bonito. Es que el trabajo de traductor es ingrato, te pagan tan poco. Él de pronto metía un capitulito muy pequeño. Yo lo sé porque me había leído los libros en inglés. Él me decía: “¿Pero a que funciona?”. “Queda precioso, Jorge”.
P. Escribía Bukowski mejor que Bukowski.
R. Bueno, escribía Bukowski al menos tan bien como Bukowski. Sin Bukowski no se podría escribir Bukowski. Yo escribía cuentos de Carver. El último libro de Vila-Matas, Mac y su contratiempo, habla de un escritor que piensa que puede mejorar la novela de otro. Al principio todos hemos escrito encima de otras cosas, todos empezamos a bailar encima de otro, si no no se puede escribir. De hecho no hay nada peor para escribir que el que piensa: “Yo tengo algo que decir”. Ese es el que ya ha muerto en la escritura.

P. Se piensa caminando.
R. Está esa máxima de Von Kleist, un escritor alemán maravilloso del XIX, que decía: «Al hablar se nos ocurre una idea». Hablar para un escritor es escribir. Todos los libros que yo escribo suelen empezar —y ése es el pánico de mis editores— con 300 páginas que voy adelgazando. Me dicen: “Bueno, ¿va a ser un cuento?”. “¡Ojalá!”. Arrincono en lugar de extenderme.
P. ¿Cómo vivieron en su casa la disolución de su hijo Jorge Loriga en una figura pública?
R. Mi padre ha sido dibujante de Informaciones, de El País. Yo me crié en periódicos porque mi madre también trabajaba y me dejaba con mi padre en la redacción. Forges el otro día me dijo: “¿Tú eras el niño ese que me decía ‘No le pongas la nariz tan grande a los dibujos’?”. Iba por las mesas a dar órdenes. Quiero decir que me he criado entre periodistas y que mi padre, por su oficio, trataba con tipos como el que yo fui después.
P. Su madre.
R. Era actriz. Empezó haciendo telenovelas en Venezuela, vino a Madrid y fue presentadora en el Circo Price, algo exótico en la España de aquella época. Una mujer divorciada con un hijo nacido en Venezuela —mi hermano, que murió—. Yo nací en el 67, ese hermano me llevaba 10 años. Mi padre, que es de la calle Serrano, venía de otro mundo pero le echó huevos y se casó con ella.
P. ¿Son dos hermanos?
R. Éramos tres y ahora dos.
P. Dos hermanos bastante unidos.
R. Mi hermano Fran me lleva año y medio. Jugábamos juntos al fútbol en equipos de barrio. Yo era mediapunta, mi posición era la de Juanito Gómez. Tenía buen regate pero poco fondo físico: no me daba para subir y bajar.
P. ¿Y Fran?
R. A Fran le llamábamos El Jabalí, era lo más parecido a Puyol que he visto en la vida. Un jugador de corazón enorme, duro como el pedernal. Subía, remataba córners, no se agotaba nunca y era mi guardaespaldas. Yo regateaba mucho y me llevaba muchas patadas. Tú sabes cómo es el fútbol de verdad, ¿no? Cuando el árbitro no mira mucho y no hay teles.
P. Pegan hasta en el carnet, sí.
R. Pues mi hermano era el que salía de la cueva y al tío que me había pegado, mientras yo estaba sangrando, le decía: “Como le vuelvas a pegar te vas de aquí sin piernas, que soy su hermano”. Era un defensa muy elocuente. “Le has pegado una vez, le puedes pegar dos pero a la tercera te dejo sin piernas aunque me expulsen de la liga”. Mi hermano era muy fuerte y hubo un momento en que empecé a pensar que yo regateaba muy bien por el miedo que daba mi hermano: se me apartaban.
P. ¿Usted era peleón?
R. Más de diálogo. De los de ”mejor lo aclaramos y nos tomamos una cerveza”. Mi hermano era más peleón que yo y más noble. Yo era negociador. Nunca me han gustado los golpes, y en la cara menos. En la cara de otro alguna vez los he dado y a mí me los han dado también. No sé qué duele más porque siempre me he quedado con la sensación de “¿le habré hecho daño?, quizá no era para tanto”.

P. Usted boxeó.
R. Fue en una época en Reina Victoria, de hecho entrenaba con Berdonce [Manel Berdonce, Tigre de Tetuán, excampeón de España]. Berdonce, que luego ha sido entrenador nacional, es un magnífico boxeador y un buen amigo.
P. ¿Con Poli tuvo relación?
R. Sí. Él se entrenaba en Vallecas cuando nosotros estábamos haciendo la revista Canto de la tripulación con Martínez Corrochano y Alberto García-Alix. Y en aquella época, te hablo del año 89, Poli vivía en el mismo barrio. Cuando lo veíamos entrenarse nos poníamos detrás de él a correr mientras le cantábamos [tararea el tema de Rocky] como si fuéramos los niños de la peli, aunque algunos éramos mayores que él. Le hacíamos siempre la broma cuando pasaba por nuestra calle. Luego nos tomábamos unas cañas. El combate con Whitaker fue el momento de nuestras vidas.
P. Un acontecimiento.
R. Y le plantó pelea, macho. Nadie lo esperaba. A Poli le rompió una costilla y Poli se rompió un puño. Pero hubo un golpe de Poli en ese combate que Whitaker no vio venir: un upper, si no recuerdo mal, que ahí se le podía haber acabado la broma a Whitaker. ¡Pero era un boxeador de tal tamaño, de tal clase Whitaker!
P. Ahí se rompió algo para Poli, ¿no?
R. Es una pena. He conocido a Evangelista, a Poli. Yo conocí a Berdonce cuando estaba empezando, estaba aspirando al Campeonato de España. Luego fue campeón de Europa y tuvo una carrera estupenda y además muy sensata. Berdonce trabajaba en una obra con una taladradora neumática en el momento en el que este periódico nuestro decidió quitar el boxeo cuando era políticamente incorrecto. Eso destruyó el boxeo.

P. Cuente.
R. En aquella época Telecinco estaba ya dando combates en abierto. Daban el Arena Capital y uno mexicano todos los domingos, había mucha afición y los combates se petaban. Pero en EL PAÍS se decidió que los toros se podían dar y el boxeo no. Luego los combates los daban pagados en Canal+.
P. ¿Qué ocurrió con Berdonce?
R. Cuando yo me encuentro a Berdonce me dice: “La excusa para que deje el boxeo es que me va a dejar sonado. ¿Tú sabes lo que es estar con un taladro neumático en agosto en mitad de una carretera durante 10 horas al día por un sueldo de mierda? Antes me va a dejar sonado el puto taladro que el boxeo. En el boxeo soy alguien, en el taladro soy una mierda. Así que no me digan a mí cómo cuido mi cabeza”. Y mira Berdonce a lo que ha llegado, a seleccionador nacional olímpico.
P. Trató a Evangelista.
R. Evangelista se puso de portero en una discoteca para que nadie se acercase a su hija, que era una chica maravillosa que trabajaba de camarera. Una noche terminó discutiendo con Ángel Cristo por ver quién era más valiente. “Yo meto la cabeza dentro de un león”. “¡Amaestrado!”, respondía Evangelista, que contraatacaba: “Yo me he peleado con Ali”. “¡Ya era viejo!”, respondía Cristo. Yo estaba delante y la verdad es que me resultaba imposible saber si era más peligroso meter la cabeza dentro de un león o darse de puñetazos con Ali. Y es verdad que el león estaba amaestrado y Ali ya era mayor, pero tío.
P. ¿Por qué empieza Lo peor de todo?
R. [Recita el inicio] “Lo peor de todo no son las horas perdidas ni el tiempo por detrás y por delante, lo peor de todo son estos espantosos crucifijos hechos con pinzas para la ropa”. Por eso mismo empezó. Porque estaba en clase haciendo esos putos crucifijos y dije: “Esto no puede ser ni Dios, ni arte, ni literatura, ni nada”.
P. ¿Los hacía en clase?
R. Sí, nos obligaban. El Día del Padre, el Día de no sé qué. Había que recortar un cartón con unas pincitas barnizadas y dos pinzas que eran el Cristo. Y digo: “Idos a tomar por culo, esto no puede ser, esto es absurdo”.

P. ¿Qué hacía cuándo la escribía?
R. Yo era un escritor tirado que vivía en la calle Ballesta de Madrid, que era el Bronx, no como ahora que es Triball. Vivía con un compañero y no nos daba ni para pagar el piso entre los dos. Estaba todo lleno de putas y de traficantes. Y yo ya trabajaba en una tienda de moda, donde estuve cinco años. Entré de chico de los recados a los 17 y salí de escaparatista. Cuando lo dejé mi madre se preocupó: “¿Y ahora qué vas a hacer?”.
P. ¿Qué tal le fue?
R. Durante una época tuve un encargado racista que nos recomendaba que prohibiésemos la entrada a negros. Año 1989. Veo que se acercan dos negros enormes, y en medio Miles Davis. Vamos a ver: yo me corto el cuello antes de prohibirle a un negro entrar en un sitio, pero le corto el cuello a media ciudad si ese negro es Miles Davis. Al día siguiente daba un concierto en el Palacio. Por supuesto lo recibo, hablo en inglés con él y le invito a mirar nuestra ropa. El encargado me hacía gestos con las manos y venía detrás de mí susurrando que nos iban a robar todo. Y efectivamente Miles Davis sacaba un montón de ropa de las perchas y se la iba dejando a uno de sus guardaespaldas; el encargado estaba pálido. No me olvidaré nunca del momento en que llegaron a la caja: un millón y medio de pesetas. “Cash, Mr Davis?”. Uno de los guardaespaldas sacó un sobre y dejó el dinero sobre la mesa.
P. ¿Qué hizo?
R. Miles Davis me dijo que quería que fuese yo el que le llevase la ropa al hotel, donde se lo probaría todo. “Ritz or Palace, Mr Davis?”. Porque Miles Davis no iba a alojarse en la Pensión Fútbol, ¿me entiendes? Al llegar a su suite me dijo que era muy amable y sacó dos entradas para el concierto del día siguiente. Yo le di las gracias pero saqué otras dos de mi pantalón: las tengo desde hace seis meses, señor Davis.
P. ¿Qué pasa después de Lo peor de todo?
R. Lo peor de todo lo publica [Constantino] Bértolo en Debate cuando era de los hermanos Lucía. Fue Benjamín Prado quien le mandó el libro. Luego Bértolo se lo leyó y me llamó: yo me fui a Recoletos sin tener ni idea de lo que iba a pasar. Tenía 22 o 23 años. Fui a su despacho y me dijo: “Me ha encantado, lo vamos a publicar”. Salí de allí sin creérmelo. ¿Y qué pasa? Pues que cuando se publica la primera crítica es de Ignacio Echevarría en EL PAÍS y se titula: “Ray Loriga: el extranjero”, con una foto mía.
P. ¿Tenía ya la estética de melena, pendientes, anillos: la portada de Héroes?
R. No, en aquella época era rocker: tenía un poco de tupé. La foto me la hice yo mismo en un fotomáton de Colón. Tengo que decir que la retoqué un poco con un boli para que quedase mejor, un poco más guapo, porque el tupé no me quedaba del todo bien. Así que lo retoqué como un milímetro.
P. Echevarría.
R. Su artículo no se me olvidará nunca: en esa época la crítica literaria podía significar guillotina o carrera. Y con ese título de “el extranjero”, Echevarría me comparaba con Camus. Yo no me lo podía creer. Luego Santos Sanz Villanueva sacó otra crítica preciosa en Abc. Y de pronto yo tenía una carrera. No había vendido muchos libros pero tenía un pedazo de carrera.
P. ¿Cómo se le ocurre el título?
R. El título original mío era Un japonés antropófago. No le gustaba a Bértolo y yo le estaba dando vueltas cuando Christina [Rosenvinge] me dijo: ‘¿Por qué no titulas con las primeras palabras?’.

P. ¿Cómo gestiona el éxito?
R. Murillo, en Plaza&Janés, me hizo una oferta que no pude rechazar. Era por tres novelas. Me ofreció una promoción hispanoamericana y me llevó desde Miami hasta la Patagonia.
P. Esa época la ha contado alguna vez.
R. Tenía la sensación de ser una estrella del rock. Me crucé con Bon Jovi en Colombia y como yo llevaba el pelo teñido de rubio la gente me confundía: “¡Bon Jovi, Bon Jovi!”. “No, oiga, no”. Era muy divertido. Y tampoco hay que pedir perdón por la suerte. ¿Se pide perdón cuando se tiene una desgracia?
P. Su carrera es privilegiada.
R. Hay algo que siempre me ha jodido mucho: que se me pudiese ver como un tapón para otras generaciones. Cuando salieron los Nocilla estuve allí con Agustín [Fernández Mallo] y dije que todo eso era de puta madre, porque son unos magníficos escritores. Cuando Xavi Calvo publicó su primera novela, yo la presenté. Cuando un escritor me ha pedido algo y me ha gustado su novela, yo le he ayudado. Otra cosa es que el libro no me guste: si no me gusta, no voy hacer algo contra mi conciencia. Tampoco voy a escribir una crítica de guillotina. Se lo digo en privado: “Oye, lo siento, not my cup of tea”. No digo que no sea bueno, sólo que no es mi tacita de té. Es una expresión estupenda para no insultar a nadie, por cierto.
P. ¿Cuál es su tacita de té?
R. Eduardo Iglesias es un escritor buenísimo; yo me he ido con él de gira a presentar su libro Cuando se vacían las playas. Es un escritor que me gusta mucho. Le han publicado en Francia y en Alemania pero en España no cuaja. Claro que en España no ha cuajado Thomas Pynchon nunca. Yo intenté vender a Murakami a las editoriales durante mucho tiempo, intenté vender a John Fante y no me lo compraba nadie. Y eso que ya estaba muerto. Los derechos de Fante los tenía Paidós y yo decía: “Oye, ¿por qué no lo publicáis?”. Al final Jorge Herralde me hizo caso y tampoco fue un éxito. Pero es que no debemos guiarnos por el éxito. A mí me encanta Eduardo Iglesias y me peleo por él porque me peleo por los escritores que me gustan. A veces funciona, pero cada mercado es distinto y hay casos muy raros. Pynchon es un ejemplo, o Kurt Vonnegut. ¿Quién cojones ha leído a Vonnegut en España? Incluso a Ballard: a no ser que salga una película no vendes un Ballard, y a veces ni así.
P. ¿Ha llegado a pensar que era un escritor olvidado?
R. De ninguna manera. De hecho, me he sentido siempre afortunado. No me gusta presumir de nada, pero quizás soy uno de los pocos escritores sin rencores que existen sobre esta faz de la tierra.

P. ¿Es más fácil con éxito?
R. Ahora con Alfaguara me dicen que tengo que ir desde Nueva York hasta no sé donde, que vamos a hacer América en tres trozos. A lo mejor a otros les vuela la cabeza, pero yo ya he hecho esto. Ya he estado en Miami, ya he estado en Puerto Rico, esta gira ya la hice con Plaza&Janés a los 24, cuando la cabeza se me iba mucho más por razones obvias que se pueden imaginar. Y aún así lo pude manejar.
P. Lo tenía todo para perder contacto.
R. Te voy a decir por qué no me pasó: porque la misma pasión que me trajo a esto es la pasión que me sujeta. Y cuando yo empecé a triunfar mis amigos eran Escohota [Antonio Escohotado], Carlos Moya... Tipos mayores que yo, más inteligentes que yo. Siempre me puse en la posición de aprender, no en la de presumir. A todos se nos va la pinza alguna vez pero en general he intentado que no se me subiera el éxito. Además, siempre he tenido la manía de tener Moby Dick al lado, o a Conrad, o a Shakespeare. Llego al hotel, veo esos libros y me digo: “Pero qué te has creído, gilipollas. Mira esto. A dónde vas tú con tus páginas”.
P. Ha conocido a todo el mundo.
R. Conozco a todo el mundo porque soy muy viejo: empecé siendo un crío, como Macaulay Culkin. Soy una especie de Macaulay Culkin muy raro. Coño, he conocido a Lauren Bacall.
P. ¿Cómo fue?
R. En una fiesta en casa de Julian Schnabel en Nueva York. Yo estaba fumando en la puerta y me llega una señora guapísima y me dice: “Pareces un chico muy listo. ¿No tendrás otro cigarrillo?”. Era Lauren Bacall hablando como en las películas. “Por supuesto, Miss Bacall”, contesté. Le doy el cigarro, se lo enciende y me pregunta: “¿De dónde eres?”. “De Madrid”. “Entonces conoces a Chema Prado”. Prado era el director de la Filmoteca Nacional. ”Sí, claro que le conozco”. “Sabía que eras un chico muy listo. Ven, vamos a fumar tranquilamente y te voy a pedir un favor”. Yo mantenía el tipo como si eso me pasara todo los días. Esa mujer había estado con Humphrey Bogart, había que estar al nivel. Que no estaremos nunca, pero se puede fingir un rato. Me dice: “¿Me puedes coger de la mano, cruzas toda la fiesta y me llevas a Chema Prado sin que tenga que saludar a nadie?”.
P. Y entró.
R. Cruzamos y todo el mundo histérico: “¡Miss Bacall, Miss Bacall!” Ella me decía: “Don't stop, don't stop”. Así que no paré hasta Chema Prado. Se abrazaron y ella se dio la vuelta hacia mí: “Sabía que eras un chico muy listo”. Entrar a una fiesta de la mano de Lauren Bacall es lo mejor que me ha pasado en la vida. Qué chula era.



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