AMOR
Traducción de Elena de Grau Aznar
Michela
Prestìa era hija de una familia a la que le faltaba de todo. La madre fregaba
las escaleras del ayuntamiento y el padre, que era trabajador temporario en el
campo, se había quedado ciego al estallarle una bomba de mano abandonada
durante la guerra. La muchacha, a medida que crecía, se hacía cada vez más
hermosa, y los vestiditos agujereados que llevaba, poco más que harapos pero
limpísimos, no conseguían esconder toda la gracia que Dios le había dado.
Morena, los ojos siempre brillantes con una especie de alegría de vivir a pesar
de la necesidad, había aprendido sola a leer y a escribir. Soñaba con ser
dependienta en uno de aquellos grandes negocios que la fascinaban. A los quince
años, ya una mujer hecha y derecha, se escapó de casa para ir detrás de un vendedor
ambulante que recorría los pueblos con una furgoneta vendiendo utensilios de
cocina, vasos, platos y cubiertos. Un año después volvió a casa y sus padres
hicieron como si nada hubiera ocurrido. Tenían una boca más que alimentar.
Durante los cinco años siguientes muchos hombres de Vigàta, solteros o casados,
la tomaron y la abandonaron o fueron abandonados, pero siempre sin tragedias ni
peleas. La vitalidad de Michela conseguía justificar, convertir en natural cada
cambio de pareja. A los veintidós años se trasladó a una casa del anciano
doctor Pisciotta, quien la hizo su mantenida y la colmó de regalos y de dinero.
La buena vida de Michela duró sólo tres años: el doctor murió en sus brazos y
la viuda utilizó a los abogados, que se llevaron todo lo que le había regalado
el médico y la dejaron con una mano atrás y otra adelante. Apenas seis meses
después, Michela conoció al contador Saverio Moscato. Al principio parecía una
historia como las otras, pero en el pueblo pronto se dieron cuenta de que las
cosas eran muy diferentes.
Saverio
Moscato, empleado en la fábrica de cemento, era un trein- tañero de buena
presencia, hijo de un ingeniero y de una profesora de latín. Muy apegado a la
familia, no dudó en dejarla en cuanto los padres, al enterarse del asunto, le
llamaron la atención por tener relaciones con una muchacha que era el escándalo
del pueblo. Sin decir esta boca es mía, Saverio alquiló una casa junto al
puerto y se instaló allí con Michela. Vivían bien, pues el contador no disponía
sólo del sueldo, ya que un tío suyo le había dejado tierras y negocios. Pero,
sobre todo, lo que sorprendía a la gente era que Michela, que con los otros
siempre había mantenido una actitud de libertad e independencia, ahora sólo
tenía ojos para su Saverio, estaba pendiente de sus palabras, hacía siempre lo
que él quería, no se rebelaba. Y en cuanto a Saverio, sucedía lo mismo: estaba
atento a todos los deseos de Michela, incluidos los que sólo manifestaba con
una mirada. Cuando salían de casa para ir de paseo o al cine, caminaban tan
abrazados como si estuvieran despidiéndose para siempre. Y se besaban en cuanto
podían y también cuando no podían.
—No
hay vuelta de hoja —comentó el agrimensor Smecca, que había sido amante de
Michela durante un breve tiempo—. Están enamorados. Y el caso es que me gusta.
Espero que dure. Michela se lo merece; es una buena chica.
Saverio
Moscato, que había procurado por todos los medios no alejarse de Vigàta a fin
de no dejar sola a Michela, tuvo que trasladarse a Milán por asuntos de su
trabajo en la fábrica de cemento y permanecer allí diez días. Antes de salir
del pueblo, fue desesperado a ver a Pietro Sanfilippo, el único amigo que
tenía.
—Al
fin y al cabo —lo consoló el amigo—, diez días no son una eternidad.
—Para
mí y para Michela, sí.
—¿Por
qué no te la llevas?
—No
quiere venir. Nunca ha salido de Sicilia. Dice que una gran ciu- dad como Milán
la asustaría si no estuviera siempre a mi lado. ¿Qué hago? Debo asistir a
reuniones, tengo citas de trabajo...
Durante
la estada de Saverio en Milán, Michela no salió de casa; nadie la vio por la
calle. Pero lo más curioso fue que cuando el contador volvió, la chica no
apareció más a su lado. Quizá los días que había estado alejada de su amor
habían hecho que enfermara de melancolía.
Un
mes después del regreso de Saverio Moscato, la madre de Mi- chela se presentó
ante el comisario Montalbano. Pero no la movía la preocupación de madre.
—Mi
hija Michela no me ha dado la mensualidad que me pasa.
—¿Le
daba dinero?
—Sí.
Todos los meses. Doscientas o trescientas mil liras, según. Siempre fue una
buena hija.
—¿Y
qué quiere de mí?
—Fui
a su casa y encontré al contador. Me dijo que Michela ya no vivía allí, que
cuando volvió de Milán no la encontró en casa. Hasta me enseñó las
habitaciones. Nada, de Michela ni siquiera quedaba un vestido. Ni una bombacha,
dicho sea con perdón.
—¿Y
qué le dijo el contador? ¿Cómo explicó la desaparición?
—Él
tampoco se la explicaba. Dijo que Michela, siendo como era, se habría escapado
con otro hombre. Pero no lo creo.
—¿Por
qué?
—Porque
estaba enamorada del contador.
—¿Y
qué quiere que haga yo?
—No
sé... Hablar con el contador. Quizás a usted le diga lo que sucedió de verdad.
Montalbano
esperó a encontrarse con el contador por casualidad; no quería que las
preguntas que iba a hacerle parecieran oficiales. Un día, después de comer, lo
vio sentado solo, tomando una menta, en el café Castiglione.
—Buenos
días. Soy el comisario Montalbano.
—Sé
quién es.
—Quisiera
tener una charla con usted.
—Siéntese.
¿Quiere tomar algo?
—Me
tomaría un helado.
El
contador pidió el helado.
—Dígame,
comisario.
—Créame
si le digo que me siento algo cohibido, señor Moscato. El otro día fue a verme
la madre de Michela Prestìa. Dice que su hija ha desaparecido.
—Es
cierto.
—¿Quiere
explicármelo mejor?
—¿A
título de qué?
—Usted
vive, o vivía, con Michela Prestìa, ¿no?
—¡No
hablaba de mí! Preguntaba a título de qué se interesa usted por el asunto.
—Bueno,
como la madre fue...
—Me
parece que Michela es mayor de edad. Es libre de hacer lo que le pase por la
cabeza. Se ha marchado y ya está.
—Perdone,
pero querría saber más.
—Fui
a Milán y ella no quiso ir conmigo. Aseguraba que una gran ciudad como Milán le
daba miedo, le producía desasosiego. Ahora creo que se trataba de una excusa
para quedarse sola y preparar la fuga. Durante los primeros siete días que
permanecí fuera, nos llamábamos por la mañana y por la noche. La mañana del
octavo día me contestó de mal humor, dijo que..., que ya no aguantaba estar sin
mí. Aquella misma noche, cuando la llamé por teléfono, no contestó. No me
preocupé, pensé que se habría tomado un somnífero. A la mañana siguiente
sucedió lo mismo y me intranquilicé. Le pedí a mi amigo Sanfilippo que fuera a
echar un vistazo. Me llamó poco después y me dijo que la casa estaba cerrada,
que había tocado el timbre durante un rato sin obtener respuesta. Pensé que
había sucedido algo, una desgracia. Entonces llamé a mi padre, al que antes de
partir le había dejado un juego de llaves. Abrió la puerta. Nada; no sólo no
había huella alguna de Michela, sino que faltaban sus cosas, todo. Hasta el
lápiz de labios.
—Y
usted ¿qué hizo?
—¿Quiere
saberlo? Me eché a llorar.
¿Por
qué cuando hablaba de la fuga de la mujer amada y de su llan- to desesperado
sus ojos no delataban tristeza, sino que brillaban con una sosegada
satisfacción? Cierto que intentaba poner cara de circunstancias, pero no lo
conseguía del todo: de las cenizas que se esforzaba por introducir en la mirada
emergía, a traición, una llamita de júbilo.
—Comisario
—dijo Sanfilippo—, ¿qué quiere que le diga? Estoy desconcertado. Mire, para
darle una idea: cuando Saverio volvió de Milán, pedí tres días de permiso.
Puede preguntarlo en la oficina, si no me cree. Pensé que estaría desesperado
por la huida de Michela, quería estar a su lado en todo momento, tenía miedo de
que hiciera alguna tontería. Estaba demasiado enamorado. Fui a la estación y
bajé del tren fresco como una lechuga. Esperaba lágrimas, lamentos... En
cambio...
—¿En
cambio?
—Mientras
veníamos en coche de Montelusa a Vigàta, se puso a cantar en voz baja. Siempre
le ha gustado la ópera lírica. Tiene una bonita voz y canturreaba Tu che a Dio spiegasti l'ali. Me quedé
helado; hasta pensé que se debía a la impresión. Por la noche fuimos, a cenar
juntos y comió tranquilo y sereno. A la mañana siguiente volví a la oficina.
—¿Hablaron
de Michela?
—¡En
absoluto! Era como si esa mujer nunca hubiera existido en su vida.
—¿Se
enteró de si se habían peleado, qué sé yo, de alguna discusión…?
—¡Pero
no! ¡Se amaban, siempre estaban de acuerdo!
—¿Se
tenían celos?
Pietro
Sanfilippo no contestó enseguida; tuvo que pensar un poco la respuesta.
—Ella
no. Él sí, pero a su manera.
—¿En
qué sentido?
—En
el sentido de que no estaba celoso del presente, sino del pasado de Michela.
—Mala
cosa.
—Oh,
sí. Son los celos peores, no tienen remedio. Una tarde que estaba de muy mal
humor, salió con una frase que recuerdo perfectamente: "Todos han obtenido
todo de Michela; ya no hay nada que pueda darme que sea nuevo, virgen".
Quise replicarle que si las cosas estaban así, había escogido a la mujer
equivocada, con demasiado pasado. Pero consideré que era mejor el silencio.
—Usted,
señor Sanfilippo, era amigo de Saverio antes de que conociera a Michela,
¿verdad?
—Cierto,
tenemos la misma edad, nos conocemos desde chicos.
—Piénselo
bien. Si consideramos el periodo de Michela como un paréntesis, ¿observa
algún cambio en su amigo entre el antes y el después?
Pietro
Sanfilippo lo meditó.
—Saverio
no ha sido nunca un tipo abierto, inclinado a manifestar lo que siente. Es
callado, dado con frecuencia a la melancolía. Las únicas ve- ces que lo he
visto feliz ha sido cuando estaba con Michela. Ahora es más cerrado, me evita.
El sábado y el domingo los pasa en el campo.
—¿Tiene
una casa en el campo?
—Sí,
por Belmonte, en el distrito de Trapani; se la dejó su tío. Antes no quería
poner el pie allí. Y ahora, ¿me despeja una duda?
—Si
puedo...
—¿Por
qué se interesa tanto en la desaparición de Michela?
—Su
madre vino a verme.
—¿Ésa?
A ésa le importa un comino. ¡Sólo le interesa el dinero que le pasaba Michela!
—¿Y
no le parece un buen motivo?
—Comisario,
no soy tonto. Hace más preguntas sobre Saverio que sobre Michela.
—¿Quiere
que sea sincero? Tengo una sospecha.
—¿Qué?
—Tengo
la curiosa impresión que su amigo Saverio se lo esperaba. Y quizás hasta
conocía al hombre con el que Michela se ha fugado.
Pietro
Sanfilippo mordió el anzuelo. Montalbano se felicitó; había improvisado una
respuesta convincente. ¿Podía decirle que lo que le in- quietaba y lo confundía
era una brillante llamita en el fondo de un ojo?
No
deseaba mezclar a ninguno de sus hombres, porque no quería hacer el ridículo
ante ellos. Se embarcó solo en el interrogatorio de los inquilinos del edificio
donde vivía el contador. Todos los aspectos de aquella investigación, si se
podía llamar así, eran débiles, no existían como tales aspectos, y el punto de
partida para las preguntas era tan inconsistente como un hilo, como una
telaraña. Si Saverio Moscato le había contado la verdad, Michela contestó a la llamada
de la mañana pero no a la de la no che. Por lo tanto, si se marchó lo hizo
durante el día. Y alguien pudo haber notado algo. El edificio tenía seis
plantas y cuatro departamentos por piso. El comisario, muy minucioso, empezó
por el último. Nadie había visto ni oído nada. El contador vivía en el segundo
piso, departamento 8. Sin albergar ninguna esperanza, llamó al timbre del
departamento 5. En la tarjeta se leía "Maria Costanzo, Vda. de
Diliberto". Le abrió la puerta la misma señora, una viejecita bien
acicalada, de ojos vivos y penetrantes.
—¿Qué
desea?
—Soy
el comisario Montalbano.
—¿Qué
enano?
Era
sorda como una tapia.
—¿Hay
alguien en casa? —se desgañitó el comisario.
—¿Por
qué grita tanto? —dijo la viejecita indignada—. ¡No soy tan sorda!
Atraído
por las voces, del interior del departamento
apareció un hombre que ya habría cumplido los cuarenta.
—Hable
conmigo, soy su hijo.
—¿Puedo
entrar?
El
cuarentón lo llevó a una salita y la viejecita tomó asiento en un sillón,
frente a Montalbano.
—No
vivo aquí, sólo he venido a visitar a mi madre —aclaró el hombre haciendo un
gesto con las manos.
—Como
ya sabrán, la señorita Michela Prestìa,
que convivía en el departamento 8 con el contador Saverio Moscato se ha
marchado sin dar explicaciones, mientras el señor Moscato se encontraba en
Milán entre el 7 y el 16 de mayo.
La
viejecita dio señales de impaciencia.
—¿Qué
está diciendo, Pasqualí? —preguntó al hijo.
—Espera
—contestó Pasquale Diliberto con voz normal. Evidentemente su madre estaba
acostumbrada a leerle los labios.
—Quisiera
saber si durante ese período de tiempo su señora madre ha oído, ha visto algo
que...
—Ya
he hablado con mamá. No sabe nada de la desaparición de Michela.
—Pues
sí —protestó la viejecita—. Lo he visto. Ya te lo he dicho. Pero tú dices que
no.
—¿Qué
ha visto, señora?
—Comisario
—intervino el cuarentón—, le advierto que mi madre no sólo es sorda, sino que
no está muy bien de la cabeza.
—¿Que
no estoy bien de la cabeza? —replicó la señora Maria Costanzo, viuda de
Diliberto, levantándose indignada—. ¡Mal hijo, me ofendes delante de los
extraños!
Se
marchó de la salita dando un portazo.
—Cuéntemelo
usted.
—El
día 13 de mayo es el cumpleaños de mi madre. Por la noche vine con mi mujer y
cenamos juntos, cortamos la torta y bebimos unas copas de vino espumoso. A las
once volvimos a casa. Ahora mi madre asegura que, quizá por haber comido
demasiado pastel, pues es muy golosa, no podía conciliar el sueño. Hacia las
tres de la madrugada recordó que no había sacado la basura. Abrió la puerta, y
la lámpara del rellano estaba encendida. Dice que delante del departamento 8,
que está justo enfrente, vio a un hombre con una maleta grande. Asegura que se
parecía al contador. Y yo le dije: "Pero, mamá, ¿te das cuenta? ¡El
contador volvió de Milán tres días después!"
—Señor
comisario —explicó Angelo Liotta, director de la fábrica de cemento—, he hecho
todas las comprobaciones que me ha pedido. El contador ha presentado
debidamente los billetes de viaje y los comprobantes del hotel.
Salió
el domingo del aeropuerto de Palermo a las dieciocho y treinta en un vuelo
directo a Milán. Pasó la noche en el hotel Excelsior, donde permaneció hasta la
mañana del 17. Ese día regresó en el vuelo que partía de Linate a las siete y
treinta. Participó en todas las reuniones y acudió a todas las citas que tenía
concertadas en Milán. Si desea formularme más preguntas, estoy a su entera
disposición.
—Es
suficiente, se lo agradezco.
—Espero
que un empleado como Moscato, al que aprecio por su laboriosidad, no se
encuentre envuelto en ningún asunto feo.
—También
yo lo espero —dijo Montalbano al despedirse.
En
cuanto el director hubo salido, el comisario tomó el sobre con to- dos los
comprobantes del viaje que el otro le había dejado encima del escritorio y,
sin abrirlo siquiera, lo guardó en un cajón.
Con
ese gesto se estaba despidiendo de una investigación que nunca había existido.
Seis
meses después recibió una llamada telefónica. Al principio no reconoció al que
estaba al otro lado del hilo.
—Perdone,
¿cómo ha dicho?
—Angelo
Liotta. ¿Recuerda? Soy el director de la fábrica de cemento. Usted me llamó
para saber...
—Ah,
sí. Lo recuerdo muy bien. Dígame.
—Como
ahora estamos cerrando la contabilidad, querría que me de volviera los recibos
que le dejé.
¿De
qué estaba hablando? Entonces se acordó del sobre que no había abierto.
—Se
los enviaré hoy mismo.
Sacó
el sobre para no olvidarse, lo puso encima de la mesa del des- pacho, lo miró
y, sin saber por qué, lo abrió. Examinó uno por uno los recibos y los volvió
a guardar en el sobre. Se apoyó en el respaldo del sillón y cerró los ojos
durante unos minutos, reflexionando. Luego volvió a sacar los recibos, los
ordenó encima de la mesa, uno al lado del otro. El primero de la izquierda, con
fecha del 4 de mayo, era el recibo de un lleno de gasolina; el último pedazo de
papel de la derecha era un boleto de tren, con fecha del 17 de mayo, para
"el trayecto Palermo—Montelusa. No cuadraba, no cuadraba. Al parecer,
Moscato había salido en coche de Vigàta para ir al aeropuerto; luego, al final
del viaje, había vuelto a Vigàta en tren. Su amigo Pietro Sanfilippo fue
testigo de su llegada. La pregunta era muy sencilla: ¿quién había llevado el
coche del contador a Vigàta mientras estaba en Milán?
—¿Señor
Sanfilippo? Soy Montalbano. Necesito una información. Cuando el señor Moscato
fue al aeropuerto a tomar el avión de Milán, ¿lle- vó el coche?
—Comisario,
¿todavía piensa en esa historia? ¿Sabe que de vez en cuando llega alguien al
pueblo que dice que ha visto a Michela en Milán, en París, hasta en Londres? De
cualquier manera, no sólo no lo acompañé, sino que creo que se equivoca. Si
volvió en tren, ¿por qué tenía que llevarse el coche? Michela tampoco pudo
acompañarlo porque no sabía conducir.
—¿Cómo
está su amigo?
—¿Saverio?
Hace un montón de tiempo que no lo veo. Presentó la renuncia en la fábrica de
cemento y dejó la casa.
—¿Sabe
adónde ha ido?
—Sí.
Vive en el campo, en su casa de la provincia de Trapani, en Belmonte. Quería ir
a verlo pero me ha dado a entender que...
El
comisario no necesitó escuchar más. Belmonte, acababa de decir Sanfilippo. El
recibo de la gasolina, arriba, a la izquierda, llevaba escrito: "Estación
de servicio Pagano—Belmonte (TR)".
Se
detuvo en la estación de servicio a preguntar qué camino debía tomar para
llegar a la casa de Moscato. Se lo indicaron. Era una casita modesta pero
bonita, de una planta, completamente aislada. El hombre que salió a su
encuentro se parecía a aquel Saverio Moscato que había conocido. Al comisario
le costó reconocerlo, vestido de cualquier manera y con la barba larga. Y en
sus ojos, que Montalbano miró fijamente, la llamita se había apagado por
completo, sólo había negras cenizas. Lo invitó a entrar en el comedor, muy
modesto.
—Estoy
aquí de paso —se excusó Montalbano.
Pero
no siguió porque Moscato parecía haberse olvidado de su presencia. Se estaba
contemplando las manos. El comisario vio la parte de atrás de la casa a través
de la ventana: un jardín de rosas, flores, plantas, que contrastaba de manera
extraña con el resto del terreno, abandonado. Salió al jardín. En el centro
había una gran piedra blanca rodeada por una cerca. A su alrededor, infinidad
de rosas. Montalbano cruzó el pequeño recinto y tocó la piedra con una mano. El
contador también había salido, Montalbano lo oyó acercarse a sus espaldas.
—La
enterró aquí, ¿verdad?
Lo
preguntó en voz baja, sin alzar el tono. Y la respuesta que esperaba, que
temía, también le llegó en voz baja.
—Sí.
—El
viernes, después de comer, Michela quiso que viniéramos aquí, a Belmonte.
—¿Había
venido antes?
—Una
vez, y le gustó. Yo era incapaz de negarle nada. Decidimos pasar aquí el
sábado. El domingo por la mañana me proponía acompañarla a Vigàta, y por la
tarde tomaría el tren de Palermo. Pasamos un día maravilloso, como nunca. Por
la noche, después de la cena, nos fuimos pronto a la cama e hicimos el amor.
Hablamos, fumamos un cigarrillo.
—¿De
qué hablaron?
—Éste
es el quid de la cuestión, comisario.
Michela sacó un tema a colación.
—¿Qué
tema?
—Es
difícil de decir. Yo le reprochaba... No, reprochar no es la palabra: me
quejaba, eso, de que ella, por la vida que había llevado, ya no pudiera darme
algo que nunca hubiera dado a los demás.
—¡Pero
usted estaba en las mismas condiciones para ella!
Saverio
Moscato lo miró un segundo, sorprendido, cenizas en las pupilas.
—¡¿Yo?!
Antes de Michela nunca había estado con una mujer.
Sin
saber por qué, el comisario se sintió turbado.
—En
un momento dado fue al cuarto de baño, permaneció allí cinco minutos y volvió.
Sonreía cuando se echó a mi lado. Me abrazó con fuerza, me dijo que me daría
una cosa que los demás nunca habían tenido y que ya nunca podrían tener. Le
pregunté de qué se trataba, pero quiso que volviéramos a hacer el amor. Después
me dijo lo que me estaba entregando: su muerte. Se había envenenado.
—Y
usted ¿qué hizo?
—Nada,
comisario. Mantuve sus manos entre las mías. Ella no apartó los ojos de los
míos. Fue una cosa rápida. No creo que sufriera mucho.
—No
se haga ilusiones. Y sobre todo no rebaje lo que Michela hizo por usted. Con el
veneno se sufre, ¡Y mucho!
—Aquella
misma noche cavé una fosa y la puse donde está ahora. Salí hacia Milán. Me
sentía desesperado y feliz, ¿comprende? Un día, el trabajo acabó pronto,
todavía no habían dado las cinco. Llegué en avión a Palermo y fui a Vigàta con
el coche que había dejado en el estacionamiento del aeropuerto de Punta Ràisi.
Hice el trayecto despacio. Quería llegar al pueblo bien entrada la noche, pues
no podía correr el riesgo de que me vieran. Llené una maleta con sus vestidos,
sus cosas, y la traje aquí. La guardo arriba, en el dormitorio. Cuando me
disponía a volver a salir hacia Punta Ràisi, el coche no se puso en marcha. Lo
oculté entre aquellos árboles y tomé un taxi de Trapani que me llevó al
aeropuerto, con el tiempo justo para tomar el avión de Milán. Cuando acabé el
trabajo, volví en tren. Los primeros días me encontraba inmerso en la felicidad
por lo que Miche la había tenido el valor de entregarme. Me trasladé aquí, para
recrearme solo con ella. Pero después...
—¿Después?
—apremió el comisario.
—Después,
una noche, me desperté de pronto y ya no sentí a Michela a mi lado. Cuando
había cerrado los ojos me pareció oída respirar mientras dormía. La llamé, la
busqué por toda la casa. No estaba. Entonces comprendí que su gran regalo había
resultado muy caro, demasiado.
Se
echó a llorar, sin sollozos. Lágrimas mudas descendían por su rostro.
Montalbano
contemplaba una lagartija que, encima de la piedra blanca de la tumba,
disfrutaba inmóvil del sol.
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