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sábado, 17 de enero de 2015

Lectores / Novelas gemelas



Novelas gemelas 



Hubo un tiempo en que, cada vez que un amigo me incitaba a leer alguna novela que después me disgustaba o, a la inversa, si ese amigo despreciaba una lectura que yo le había propuesto, caía en honda depresión. Quedaba claro, para mí, que no éramos almas gemelas y, convencida de que, como dijo Katherine Mansfield, nuestros amigos son la personificación más o menos perfecta de nuestras ideas, utilizaba la novela (el mejor método de conocimiento del individuo hasta ahora inventado) como un mecanismo para detectar afinidades profundas. Un método para desenmascarar a las verdaderas almas gemelas y distinguirlas de las falsas, esas que se te acercan susurrando: "Tú y yo tenemos mucho en común" cuando tú opinas todo lo contrario. En suma, consideraba la novela un mecanismo infalible para impedir que florecieran absurdas amistades sobre unos cimientos corrompidos de antemano. Ni que decir tiene que estoy hablando de la increíblemente estúpida etapa de la adolescencia. Posteriormente, aunque jamás me ha abandonado la propensión a rodearme de almas gemelas en la medida de lo posible, he llegado a albergar serias dudas acerca de la eficacia de la literatura como detector de gemelaridad espiritual. Motivos he tenido para ratificar sobradamente mi antigua confianza: debo los más interesantes descubrimientos de los últimos años a un par de almas muy gemelas. Es más, no bien las conocí e intuí la gemelaridad, de inmediato pasé a investigar qué leían para ver si merecía la pena continuar con aquellas relaciones. Las lecturas confirmaron mi intuición y, así, no sólo comencé dos relaciones íntimas y sólidas, sino que descubrí a tres autores extraordinarios, con lo que podemos hablar de dos más tres, o sea cinco relaciones sólidas. Más recientemente, descubrí a través de este periódico, en los artículos de Ramón de España (con quien ya intuía cierta gemelaridad), a Nathalie Nothomb, a la deliciosa Vanderbeke y, posteriormente, a Houellebecq. Tan interesantes descubrimientos realizados a través de la misma persona me parecieron el colmo (teniendo en cuenta lo raros que suelen resultar esos hallazgos). De haberme sucedido hace 20 años, al coincidir con Ramón en uno de esos cócteles que por el mundo literario tanto abundan, sin duda me habría abalanzado sobre él exclamando para su bochorno: "¡Tú y yo tenemos mucho en común!". Sin embargo, insisto, hace ya un tiempo que mi antigua confianza sufre ciertos altibajos. Sobre todo desde que pesqué a una de mis mejores amigas leyendo a Susana Tamaro. Era sólo el principio. Otra de ellas me dijo (eso sí, con mucho tacto) que no había podido digerir Ferdydurke. Otro me comentó que Bernhard le deprimía (cuando a mí me resulta tronchante). Otra muy querida alma gemela me dijo que el cuento de Borges que más me gusta le produce fotofobia. Y otros dos, sencillamente no leen (aunque con esos no tengo el menor problema). En otro tiempo habría tomado con todos ellos una decisión drástica, del tipo "lo nuestro no tiene futuro". Ahora, no. Se impone la tolerancia y llega una a la conclusión de que, como en cuestiones políticas, lo que cuenta en tus amigos no son las ideologías, sino la nobleza de corazón. Muchísimo más inquietante, sin embargo, me resulta la situación opuesta: ¿qué hacer cuando aquel ser que consideras digno de un expediente X de los de Ramón, uno de esos pelmas con quienes no entablarías relación alguna aunque fuera el único habitante del planeta (en ese caso menos aún porque seríais pareja de hecho), en una palabra, un ser abyecto en grado superlativo, va y te suelta que adora, venera y se identifica hasta la médula con tu autor preferido y adorado? Tal cosa me ha sucedido estos últimos días de vacaciones y me he visto obligada a pensar en por qué me produce tal desazón. Y de pronto he comprendido: la desazón es debida a que, en el fondo, nunca he perdido por completo la fe en la novela como método de detección de gemelaridad, de lo que se infiere que ese ser abyecto en grado superlativo, ese pelmazo deleznable es ni más ni menos que mi alma gemela (por más que superficialmente jamás lo habría sospechado). Antes de caer en honda depresión a tontas y a locas, de inmediato me he puesto a reflexionar con el fin de modificar tan alarmante conclusión. Adopto una actitud positiva y va surgiendo ante mis ojos una posibilidad que nos contenta a todos y que me parece bastante puesta en razón: tal vez, al fin y al cabo, bajo ese solemne cretino se oculte un ser delicado, sensible, sutil (es decir, un alma gemela), al que sólo has podido acceder a través de la novela. Tal vez la novela sí que sea ese aparato de rayos X, ese método que se inventó para expresar lo que habitualmente traducimos a convencionalismos (es decir, a nada), esa máquina maravillosa que existe para hacer decir lo indecible. Y aunque en los amigos que no comparten nuestros gustos literarios lo que cuenta sea la nobleza, quizá se oculte en algunos aparentes enemigos cierta nobleza secreta, cierta sensibilidad que sólo la literatura es capaz de desvelar. Digo yo.


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