Marguerite Duras |
MD o el don de
fascinar Por BEATRIZ
DE MOURA
Jueves, 19 de septiembre de 2002
'Muy pronto en mi vida
fue demasiado tarde. A los 18 años ya era demasiado tarde', leemos en la
primera página de El amante, de la gran Marguerite Duras, auténtica
diva de la literatura francesa del siglo XX. Todo parece indicar, por tanto,
que a ella le ocurrió antes de los 18 lo que al común de los mortales nos
lleva al menos cinco décadas. De hecho, algo definitivo empezó a ocurrirle a
'la niña' a los quince años y medio, cuando, en la travesía del río Mekong en
dirección a Saigón, la mirada melancólica de un joven chino muy elegante se
detuvo sobre aquel cuerpo frágil, aún casi infantil, que se adivina a través de
un vestido raído de seda vagamente blanco que la brisa adhiere a la piel;
lleva además un extraño sombrero de ala plana y unos zapatos de tacones altos
de lamé dorado.
Por entonces, antes ya
de esos 15 años, cuando todo está aún en suspenso en 'la superficie de la
fuerza del río', la jovencita ya le había dicho a su madre que lo que quería
era escribir. En realidad ya conocía el dolor de muchas pérdidas, de la
humillación, de la pobreza, del deseo, y sabía que de eso escribiría un día.
'No se trata de que sea necesario conseguir algo, sino de que sea necesario
salirse de donde se está' para hacerlo; eso también lo sabía ella segundos
antes de que algo definitivo empezara a ocurrir, en el instante mismo en que
el joven chino salió de su limusina, se acercó a ella temblando y le ofreció
un cigarrillo inglés. En ese instante, la frágil quinceañera ya estaba
preparada para lo que estaba por ocurrir, ya era mayor, casi adulta.
Cincuenta y cinco años después, convertida ya en MD, ella misma nos lo
confirma en El amante: 'Desde el primer instante 'la niña' sabe algo
así: que el hombre está en sus manos. (...) También sabe algo más: que, en lo
sucesivo, ha llegado sin duda el momento en que ya no puede escapar a ciertas
obligaciones que tiene para consigo misma. (...) La niña ahora tendrá que
vérselas con ese hombre, el primero, el que se ha presentado en el
transbordador'.
Que no se lleve a
engaño el lector: no estamos ante una historia más de un primer amor. Por
muchos motivos; tantos, que, por no abrumarle, me referiré sólo a dos:
primero, porque, aunque -como en las novelas rosa o en los culebrones- el
amante sea rico y la niña pobre, él chino y ella blanca, y ese deseo, ese
amor, sean imposibles antes ya de empezar, esta historia, que ocurre en 1929
en la antigua Indochina, nos conduce mucho más allá de la simple anécdota;
ilumina, con la contagiosa pasión que emana de ella, nuestra propia
experiencia, por ajena y lejana que sea de la que lleva a la autora a
confesar: 'A los 18 años envejecí. (...) Quienes me conocieron quedaron
impresionados al volver a verme dos años después. He conservado aquel nuevo
rostro. (...) Tengo un rostro destruido'.
El segundo motivo se
refiere a la voz narrativa de la Duras, que ha fascinado a tantos imitadores,
destrozándolos, por supuesto, porque, de hecho, es única; su escritura le
pertenece sólo a ella, y sólo suyo es el don de fascinar con ese estilo
propio, inimitable.
Tuve el privilegio de
conocerla poco después de que publicara en Francia El amante. Ella
salía del infierno de una cura alcohólica y se sumía aún de vez en cuando en
silencios insondables que había que respetar. Debíamos elegir una foto para
la cubierta de nuestra edición española, la primera en otro idioma.
Desparramó sobre una mesa un montón de fotos de aquellos tiempos, entre los
15 y los 17 años. De pronto, apareció el primer plano de un rostro
deslumbrante, la mirada fija en nosotros, una mirada adolescente, triste y
perversa, temerosa y atrevida a la vez. ¡Allí estaba 'la niña'! A MD le gustó
que la eligiéramos sin vacilar. Esa foto dio luego la vuelta al mundo en la
cubierta de incontables ediciones en otros idiomas, porque no cabía duda: era
el rostro de MD antes de que se convirtiera en un 'rostro lacerado por
arrugas secas', el mismo que teníamos nosotros delante aquella tarde de
invierno en París mientras elegíamos la foto.
También le gustó la
traducción de Ana María Moix, que ha conseguido transmitir en nuestro idioma
a los lectores la fuerza, la peculiaridad de esa escritura inimitable. Esta
fuerza convirtió El amante en algo desconocido e insospechado hasta
entonces para MD: un best-seller, ¡ella, que ya había escrito más de veinte
novelas, que era ya una autora consagrada! A partir de entonces, con el
rostro y el cuerpo ya devastados por aquélla y otras experiencias feroces,
pasó a ser venerada en el mundo entero.
Envidio de verdad a
quienes lean por primera vez este libro, e invito a releerlo a quienes ya lo
habían hecho, porque, al igual que los grandes clásicos, su lectura sigue
estremeciendo y alumbrando nuevas emociones y reflexiones.
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