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martes, 28 de mayo de 2013

Jaime Manrique Ardila / El cadáver de papá


Jaime Manrique Ardila
EL CADÁVER DE PAPÁ
Prefacio


En algunas fotos de mi infancia aparezco disfrazado de torero y del Zorro. Mi madre tenía talento para la costura, y expresaba su creatividad en los disfraces de carnaval de mi hermana y en los míos. En su taller de costura, en la calle 58 del barrio Boston de Barranquilla, mi madre confeccionaba capuchones de sedas vistosas que hoy, casi medio siglo más tarde, puedo acariciar con los dedos de la memoria. 

De niño, mi participación en el carnaval se limitaba a lucir las confecciones de mi madre y, desde la esquina de la avenida Olaya Herrera con la calle 58, a ver pasar las carrozas, las reinas y las comparsas que animaban la Batalla de Flores. Y también, ¿cómo no?, a tirar puñados de maizena a los desprevenidos. 


En 1966, mi madre, mi hermana y yo emigramos a Tampa, Florida, una ciudad con una significativa población de cubanos y descendientes de españoles –refugiados de grandes conflictos históricos del siglo XX–. Recién graduado de la Universidad del Sur de la Florida en 1972, decidido a convertirme en escritor, regresé a Barranquilla, mi ciudad natal, donde había vivido intermitentemente antes de que partiéramos hacia los Estados Unidos. 


Marimonda
Barranquilla, 2011
Foto de Triunfo Arciniegas

El reencuentro con el carnaval me reveló la fuerza dionisíaca de las fiestas de Momo, la importancia para nuestra cultura de esos días de celebración y desenfreno, cuando los barranquilleros nos ponemos máscaras para desenmascararnos, para mostrar –con impunidad– nuestra verdadera naturaleza. 

Descubrí también que durante esos días de carnaval las barreras de clase se relajan, y los prejuicios raciales son imposibles de mantener cuando sale a flote –con claridad alucinante– que nuestro carnaval es una fiesta de hondas raíces africanas, y que la cultura barranquillera auténtica es más negra que blanca, más africana que indígena o española. Ese carnaval de mi regreso dejó en mí una impresión catártica e indeleble. 

En esos años, además de mi apasionamiento por el cine, soñaba con ser poeta. Entre los poetas que más admiraba –los llamados poetas confesionales norteamericanos–, se encontraban Sylvia Plath, Anne Sexton, John Berryman, Delmore Schwartz y Weldon Kees, todos suicidas. 

Fue bajo la influencia de su poesía, además de una fuerte dosis de Cavafis, que escribí mi primer libro de poemas, Los adoradores de la luna, el doloroso resultado de mi primer, y frustrado, gran amor por otro hombre. Esa ópera prima tuvo la suerte de ser galardonada en 1975 con el primer premio en el Concurso Nacional de Poesía Eduardo Cote Lamus. Los 500 dólares del premio me sirvieron para comprar un pasaje de ida a España, donde esperaba dedicarme a la literatura. Escogí España pues varios de los afamados escritores del Boom habían convertido a Barcelona, y sus alrededores, en una especie de meca para los escritores jóvenes de Latinoamérica. 

Sin embargo, no me instalé en la capital catalana sino en Madrid, en enero de 1976. Acababa de morir el tirano Franco, y la capital española –en gran medida debido a la estricta censura que había impuesto el caudillo fascista por casi cuarenta años– parecía estancada en las primeras décadas del siglo XX.

En cuestión de semanas me había bebido mis pocos fondos, y me encontré viviendo, con un amigo de esos años, sin una peseta, en un apartamento en el barrio popular de Moratalaz. Tal era mi indigencia que me tocó vender mi sangre en varias ocasiones. En el melodrama estruendoso de mi juventud, pensé que –como mis poetas ídolos– no me quedaba otra alternativa que suicidarme. (El suicidio estaba en el aire: mi gran amigo el escritor Andrés Caicedo se suicidaría un año más tarde.) 

Mis padres se habían separado cuando yo tenía seis años, y desde ese momento le cogí un odio mortal a mi progenitor. El poema más famoso de Sylvia Plath, “Papi”, es un ataque bestial al padre de la poetisa, que había muerto cuando Sylvia era niña. En la traducción que hice del poema, los versos finales dicen: “Papi, papi, bastardo, / éste es mi fin”. Antes de suicidarse, la narradora clava una estaca de madera en el corazón de su vampiresco padre.

Yo no podía hacer lo mismo con el mío, debido a las distancias geográficas que nos separaban. Entonces me dije a mí mismo: “Mi testamento será una novela que mate a mi padre de un infarto”.

Fue así como en quince días, antes de que –como yo estaba convencido– el hambre me matara, escribí El cadáver de papá. Se me ocurrió que para mayor impacto, y ofensa, la historia de un parricidio impune debía desarrollarse en el último día de carnaval. Quería escribir un libro sacrílego, pagano y catártico, como el carnaval mismo. 

Justo cuando los tulipanes negros y rojos, precursores de la primavera madrileña, engalanaban sus avenidas y parques, le puse punto final a El cadáver. Decidí posponer mi suicidio, y envié el manuscrito a una prestigiosa casa editorial española. Estaba convencido de que mi libro sería recibido como una obra de genio y me convertiría en la nueva sensación de la literatura latinoamericana. La respuesta editorial no se hizo esperar: “Apreciado señor Manrique”, decía la parca respuesta, “su manuscrito es subliterario”. 

Ni el hambre ni la vergüenza acabaron conmigo. Un año después, radicado en Nueva York, entablé amistad con el gran novelista argentino Manuel Puig. El autor de El beso de la mujer araña, y otras novelas clásicas del Boom, leyó El cadáver con admiración. “Tu escritura”, me dijo (convirtiéndome en el joven escritor más feliz del mundo), “proviene de debajo de la epidermis”. Puig me aconsejó que le enviara el manuscrito al poeta Juan Gustavo Cobo Borda, que en esa época publicaba una colección de libros de Colcultura a precios populares. Con gran generosidad, Cobo Borda aceptó calurosamente la publicación de mi noveleta.

Todavía soñaba con que mi libro sería un bestseller, y me convertiría en un escritor celebrado y millonario. Cuando El cadáver salió al mercado, yo vivía en el barrio La Candelaria en Bogotá, con mi compañero el pintor norteamericano Bill Sullivan, en un apartamento de la casa del maestro Gonzalo Ariza, el gran paisajista de la pintura colombiana. Un día, mientras esperaba con agonía la reacción de los críticos y del público, entró corriendo a nuestro apartamento Francisco, uno de los hijos del maestro, y con el aliento entrecortado, me dijo: “Jaime, mi papá nos reunió a todos en el jardín y quemó tu novela”. Sobra decir que ese acto de Gonzalo es la reseña más halagadora que he recibido en toda mi carrera. 

En Barranquilla las reseñas no fueron mejores, aunque sí igualmente memorables. Mi buen amigo, el novelista Ramón Illán Bacca, escribió: “Todo, absolutamente todo, pasa en El cadáver de papá –excepto la guerra atómica–”. 

Han pasado ya más de treinta años de aquel parto azaroso de El cadáver. Ahora me sorprende que el libro que concebí como una carta de odio a mi padre también fuera escrito como una violenta denuncia de la corrupción de la vida política nacional de esos años. Lo que sí no me sorprende es que la noveleta sea primordialmente una celebración diabólica y macabra de la carnavalesca danza inmemorial del ser humano: el eterno pas de deux entre el placer y la agonía, entre la belleza y el esperpento, entre la vida y la muerte.







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