El primero, La luna en los almendros, de Gerardo Meneses, es sobre un niño que vive en el campo con sus papás y su hermano Enrique. Un día, mientras los niños están en la escuela, ven bajar de la montaña a un grupo de hombres armados. Uno de ellos le pasa un papel a Enrique. Días después, el Ejército lo requisa, encuentra el papel y lo acusa a él y a su papá de ser guerrilleros. La familia, entonces, debe irse para otro pueblo. Los agujeros negros, de Yolanda Reyes, cuenta la historia de Juan, un niño que quiere saber por qué sus papás fueron asesinados cuando él era un bebé. La protagonista de Camino a casa, un libro-álbum con textos de Jairo Buitrago e ilustraciones de Rafael Yockteng, es una niña que le pide a un león que la acompañe hasta su casa y que, aunque se vaya, regrese cada vez que ella lo llame. Los tres son libros para niños y los tres hablan sobre el conflicto en Colombia. De poco sirve contarlos porque sería como decir que La metamorfosis es sobre un tipo que se cree insecto y Anna Karenina sobre una muchacha aburrida que termina suicidándose. Y la literatura, todos sabemos, está en otra parte. Incluso la literatura infantil.
¿Niños que leen sobre desplazamientos, asesinatos y desapariciones? ¿No se suponía que la niñez era la etapa de la inocencia? ¿Por qué no protegerlos ante el horror?
Resulta que al tiempo que el siglo XX era testigo de las luchas por los derechos de las mujeres, los negros y los homosexuales, otro grupo –de adultos– intentaba que los niños fueran reconocidos como personas. La exposición Los niños que fuimos. Huellas de la infancia en Colombia, organizada por la Biblioteca Luis Ángel Arango en Bogotá, muestra cómo paradójicamente, mientras muchos niños colombianos de los siglos XIX y principios del XX eran abusados con castigos físicos, obligados a trabajar en el campo y en las ciudades y llevados a la guerra, había una tendencia a idealizar la infancia. Lo curioso es que durante el siglo XX los cambios en la manera de entender a los niños en áreas como la psicología, la pediatría y la pedagogía fueron simultáneos a las transformaciones de la literatura dirigida a ellos. “El niño era una proyección del adulto y la literatura se utilizaba para adoctrinarlo”, dice la escritora e investigadora de literatura infantil y juvenil Beatriz Helena Robledo. Fue solo hasta finales de los años ochenta, agrega la escritora Yolanda Reyes, cuando en Colombia hubo un reconocimiento de la literatura para niños como un campo para hablar de las emociones. “Y eso ?–dice Reyes– parte de la idea de que los niños son gente, no ositos de peluche a los que hay que edulcorarles la realidad”. En la Constitución del 91 los niños fueron reconocidos como sujetos de derechos.
Para entonces, esa revolución ya marchaba en Europa donde, a la par que Primo Levi intentaba dar palabras al dolor sufrido en la Segunda Guerra Mundial, un grupo de escritores para niños se atrevía a hablar de las heridas de la guerra. De allí salieron Cuando Hitler robó el conejo rosa de la alemana Judith Kerr, ¡Vuela, abejorro! de la austriaca Christine Nöstlinger, Flon Flon yMusina de la francesa Elzbieta y Rosa Blanca del italiano Roberto Innocenti. Libros que dejaban atrás la idealización de la infancia para dar paso a una literatura en la que la realidad de los hechos se mezcla con la subjetividad de las emociones sin imponer mensajes moralizantes ni hacer concesiones. La mayoría de esos libros llegó a Colombia en la década del noventa de la mano de la editorial Alfaguara y fueron la lectura obligatoria de una primera generación de escritores para niños: Yolanda Reyes, Irene Vasco, Ivar Da Coll y Triunfo Arciniegas.
Algo similar pasaba en Suramérica donde autores como el chileno Antonio Skármeta publicó La composición, sobre Pedro, un niño que vive en Santiago de Chile y un día ve cómo los militares se llevan preso al papá de uno de sus amigos. “Pedro ya había escuchado eso de ‘contra la dictadura’. Lo decía la radio por las noches, muchas veces. Pero no sabía muy bien qué quería decir”. “Papá, ¿tú estás en contra de la dictadura? –preguntó Pedro”. La respuesta, desde luego, no llega. Poco después un militar les pide a los niños del colegio de Pedro que hagan una composición con el tema “Lo que hace mi familia por las noches”. Pedro, que cada noche ve a sus papás escuchar la radio, hablar y en ocasiones llorar escribe que ellos juegan ajedrez. El libro de Skármeta lo confirma: los niños no son tontos. No hay temas vetados para ellos.
De acuerdo. Pero ¿cómo narrar esos temas? Igual que en la literatura para adultos, no hay una fórmula. O hay tantas como libros haya. Lo primero que habría que decir es que a pesar de hablar sobre la realidad colombiana, los libros para niños que tocan el conflicto son algo más que la cruda transcripción de los hechos. Los agujeros negros, por ejemplo, parte del asesinato de dos investigadores del Cinep en la Bogotá de los años setenta. El pequeño hijo de la pareja se salvó de morir porque su mamá lo escondió en un armario. La noticia salió en todos los periódicos, pero eso no era lo que le interesaba contar a Yolanda Reyes. “No hablé con un lenguaje inmediatista –dice Reyes. Al contrario, esa historia me sirvió para construir un símbolo sobre mi perplejidad y el dolor de los otros”.
Algo similar ocurre en Eloísa y los bichos de Buitrago y Yockteng, un bellísimo libro-álbum sobre una niña llamada Eloísa que llega a una ciudad donde todos son bichos raros. Podría decirse que es una historia sobre desplazamiento, pero es más que eso. Es un relato intimista sobre los miedos de una niña y sobre lo difícil que es adaptarse a un lugar nuevo.“Yo antes iba a otra escuela y tenía otros amigos”, recuerda Buitrago que le han dicho los niños cuando leen Eloísa y los bichos.
También está El árbol triste de Triunfo Arciniegas, un libro de una sutileza casi onírica con ilustraciones de Diego Álvarez en la edición de SM, que cuenta la historia de tres pájaros que llegan al árbol de la casa de una niña. Se quedan tres meses y levantan vuelo. El árbol y la niña guardan la esperanza de que los pájaros vuelvan. Finalmente regresan despelucados y tristes. Entonces la niña y su papá ven por televisión que los pájaros vienen de un país que está en guerra. Los pájaros parten de nuevo, jamás vuelven y la guerra continúa.
El árbol triste es un buen ejemplo para mostrar que si bien no hay temas vedados en la literatura infantil, eso no quiere decir que cualquier tratamiento narrativo sea válido. Así como los contenidos son complejos el modo de contarlos también reta a los niños como lectores: giros en el tiempo, distintos narradores, metáforas, personajes contradictorios, finales abiertos, alusiones e inferencias. Mejor dicho, todo lo que debe tener un buen libro. A Pilar Osorio, especialista en literatura infantil, no le cabe duda de que un niño “sabe que hay algo en la página que la página no dice”.
En La luna en los almendros, el lector desconoce qué dice el papel por el que Enrique es acusado de ser guerrillero. Ante la pregunta de si un niño puede interpretar ese papel, Beatriz Helena Robledo dice: “Hoy estamos convencidos de que los niños tienen una capacidad de interpretación activa y de que interpretan a su manera como lo hace cualquier persona a partir de su experiencia y sus conocimientos. Un niño campesino, uno que vive en la calle y otro de una familia con recursos son tres lectores diferentes y seguramente interpretarán ese papel de forma distinta”.
María José López, Bibiana Carreño, Leila Patiño y Marta Celis son profesoras que asisten al Club de Lectura Infantil y Juvenil de la Biblioteca Luis Ángel Arango. Las cuatro han leído libros sobre conflicto con sus alumnos. Muchos de ellos, víctimas del conflicto. “Yo tuve un niño de ocho años que vio matar a su papá cuando era pequeño –recuerda Celis. Cuando leímos La luna en los almendros, él se salió del salón y empezó a golpear todo”. Esa no es necesariamente una mala experiencia. “A través de la lectura los niños se acercan al profesor y cuentan sus historias. Es una forma de despertar emociones”, dice Patiño. Gerardo Meneses recuerda que en una visita al colegio de hijos de oficiales en Bogotá un niño le preguntó: “En su libro el Ejército es malo. ¿Qué pasa cuando es un papá soldado al que matan?". “Oye, el león es el papá”, le dijo a Bibiana Carreño su hijo de tres años después de leer Camino a casa.
Nombrar las cosas
Tengo miedo, el libro-álbum de Ivar Da Coll es ya un clásico. Para su más reciente edición publicada el año pasado por Babel, Da Coll hizo nuevas ilustraciones. Esta vez los monstruos no solo no dejan dormir al protagonista, sino que sacan a los animales de sus casas, se llevan a algunos para no regresarlos jamás y escupen fuego sobre pueblos enteros. “Los monstruos están permanentemente en nuestra vida –dice Da Coll–, se manifiestan con distintas formas: unas veces pertenecen a lo imaginativo y otras son equivalentes a monstruosidades que se dan en la realidad”. La ilustración de una fila de desplazados sin final, mamás cargando a sus hijos, hombres con colchones al hombro y niños con tapas de ollas en la mano mientras una especie de aparición los obliga a salir de su pueblo, quedará, sin duda, en el registro de las más impactantes de la literatura infantil colombiana.
El miedo es una constante en los libros para niños que hablan del conflicto. De los cerca de quince títulos que se han escrito sobre el tema en los últimos años, casi todos tienen en la primera página la palabra miedo. “Abue, tengo miedo”, dice Juan, el protagonista de Los agujeros negros. Lo mismo ocurre con los niños de La luna en los almendros que experimentan miedo ante todo lo desconocido: el río, una serpiente, los rayos, la violencia y la tristeza de su papá.
También hay miedo en No comas renacuajos de Francisco Montaña Ibáñez, quizás uno de los libros más desgarradores que se hayan publicado en Colombia, y en Paso a paso de Irene Vasco, una de las primeras escritoras colombianas en hablar a los niños de manera honesta sobre el secuestro. Y hay una elaborada mezcla de miedo, culpa y nostalgia en El mordisco de la medianoche de Francisco Leal Quevedo, sobre Mile, una niña que vive en una ranchería en La Guajira y una tarde, al volver del colegio, ve a unos hombres que están contrabandeando armas.
El miedo es una emoción estrechamente relacionada con la infancia, pero es también una forma de protegerse ante situaciones peligrosas. Y protegerse, en muchos casos, significa nombrar las cosas que causan horror. “El lenguaje es un lugar seguro porque tiene principio, medio y fin, sujeto y predicado que te ayudan a organizar el mundo –dice Reyes. Y creo que los niños necesitan poner cosas en lugares seguros”.
La literatura infantil no debería servir para nada. No de la forma en que sirve una pastilla o un bloqueador solar o un tenedor. Es necesaria, en cambio, para que el lector cree referentes y nombre mundos imaginarios. Es necesaria también para ponerse en los zapatos del otro y sentir un dolor ajeno. Cualquier colombiano que haya crecido en el último siglo podrá recordar una frase que le decían cuando era niño: “De esas cosas no se habla”. Hoy sabemos que no es así, que un niño tiene el derecho a saber que la gente se muere, que en las guerras hay torturas y desapariciones y que en la vida también hay espacio para el horror. ¿Se confundirá? ¿Se hará preguntas cuando cierre el libro? Por supuesto. Sin embargo, que levante la mano el adulto que sea capaz de responderle a Juan, el protagonista de Los agujeros negros: ¿Quiénes son los malos?
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