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sábado, 20 de enero de 2007

Esther Tusquets / La vejez es una porquería


Esther Tusquets

"El sentido del humor aumenta con la edad porque la vejez es una porquería"


Fundadora de la editorial Lumen y autora de una decena de títulos de narrativa, ensayo y memorias, la escritora barcelonesa acaba de publicar, a los 70 años, su nueva novela, ¡Bingo! Allí retrata un universo "de medio pelo" al tiempo que reflexiona sobre el amor y el final de la vida. En esta entrevista habla de su pasión por el juego, de la liberación de la mujer y de su infancia de "niña bien".

"Habremos conseguido la igualdad el día que una mujer incompetente alcance un cargo de responsabilidad"

"Se ha escrito mucho sobre los perdedores de la Guerra Civil, pero no sobre los ganadores. Los privilegios eran totales. Yo no recuerdo el racionamiento"
En el local abundan los colores rojos y las luces brillantes. Una profusión de empleados extremadamente amables -el aparcacoches, el portero, los camareros, el propio que reparte los cartones- recibe a Esther Tusquets (Barcelona, 1936) con familiaridad. Estamos en un bingo de Barcelona, un lugar en principio insospechado para una intelectual de características tan exigentes, pero si algo define a esta escritora es su radical singularidad y, desde luego, su capacidad para sorprender. La sala es grande, las mesas espaciosas y los sillones confortables. Apenas instaladas disponemos de los prescriptivos cartones. Son muy pequeños, como billetitos de lotería. Una voz va recitando números y las partidas se suceden muy rápidas, más o menos cada dos minutos. No hay que poseer una habilidad especial para el juego, sólo tachar los números enunciados y esperar que la totalidad del cartón coincida para cantar el anhelado ¡bingo! Y, aparentemente, esto es todo. Tusquets pide los cartones de cuatro en cuatro porque "es la única forma de ir un poco más loca". Y añade, "pero no se preocupe, no se canta nunca y aunque se cante, al final nunca se gana". Uno se pregunta cuál es el atractivo real de este ambiente para que una experta jugadora de póquer y una asidua del bridge (juega por ordenador hasta las cinco de la mañana) dedique su tiempo a un juego de tan escasas emociones. Pero las respuestas van saliendo cuando relata las anécdotas vividas con las personas asiduas al local, con los taxistas que la devuelven a casa de madrugada, con algunas mujeres a las que ella misma acompaña en su coche al término de la jornada. En ese ambiente y esas vidas se ha inspirado para escribir el libro que acaba de publicar: ¡Bingo!




PREGUNTA. Así pues, ¿juega usted al bingo?
RESPUESTA. Juego al bingo. Llegué al bingo por casualidad, porque, aunque parece raro, hay muchos jugadores de bridge que van al bingo. Un día fui con un grupo de bridgistas y me pareció que era muy aburrido, porque no tienes ninguna iniciativa. Volví otro día y otro y me enganché. El bingo tiene algunas grandes cualidades; una es que conoces gente muy dispar, otra es que juegas a la hora que te dé la gana y otra que juegas sola, no con un partner que se te enfada y te riñe, como en el bridge.
P. ¿Es consciente de la sorpresa que supone el que alguien como usted, que ha dedicado su vida a los libros, se dedique a un juego en el que además la cabeza interviene poco?
R. El día que me fui de la cena en la que me daban el Premio Herralde para ir al bingo no lo podían creer, creían que bromeaba. Un bingo es un sitio al que una mujer puede ir sola a las cuatro de la mañana, que hay muy pocos. Y puedes ir pensando bastante en tus cosas. Luego está la emoción del azar. Soy muy jugadora, me divierte el puro azar.
P. ¿Y del bingo concretamente, qué es lo que le engancha?
R. Primero, la gente, y luego, el cantar. Que el numerito te salga. Es un momento genial, aunque sabes que pierdes dinero, porque siempre pierdes. Si un día ganas 1.000 euros, el próximo mes perderás 2.000. Tú sabes que recuperarás la mitad de lo que inviertas. Pero esto es algo que el binguero no piensa. Al entrar aquí se sorprende muchísimo de que su número no salga. Y se lo decimos a los vendedores como una cosa muy especial: "Me he quedado a uno". Y hay muchísima gente que se queda a uno. "Se me ha quedado en pantalla", y es la tragedia número uno. Lo normal es que no te toque.
P. ¿Le engancha más que el póquer o que el bridge?
R. Si hubiera un sitio en el que se pudiera jugar a cualquier hora y con la comodidad del bingo, prefiero el póquer. El bridge no, porque para jugarlo bien hay que concentrarse y dedicarse, y me da pereza. Elbridge es un juego fantástico, pero va en serio. En cambio, el bingo es puro azar, aunque los bingueros creen que depende de la mesa: "Siéntate en esta mesa, que hoy toca mucho", te dicen.
P. Lo mejor de su libro ¡Bingo! son los personajes y las historias en torno a ellos. Son historias de soledad o al menos bastante melancólicas.
R. Muchas sí. Sobre todo porque hablo del bingo a altas horas de la madrugada. Entonces es más melancólico. Por la tarde puedes encontrarte señoras que van un rato a jugar, se toman un té y unas pastas y cotillean de sus cosas. Y luego están los grupos de jóvenes, que irrumpen, hacen unas grandes partidas, gritan, casi los echan y se van. Está la persona que juega 20 euros y se larga, y está la que se va poniendo nerviosa y va saliendo al cajero automático a buscar más y más dinero...
P. ¿Ha encontrado algún drama humano que le haya conmovido?
R. No. Le dije a un taxista que me llevara a un bingo determinado, y me dijo: "Señora, si juega en serio, ahí se juega muy poco, vaya al Don Pelayo, que por lo menos merece la pena". Él me contó que un día salió un señor que iba en el taxi y le dijo que le llevara a un hotel de las Ramblas porque no se atrevía a volver a su casa. Ese nivel de drama no lo he visto.
P. El libro se lo ha dedicado a su hijo Néstor. ¿Cómo han recibido sus hijos su nueva afición?
R. Milena es muy tolerante, va a la suya, pero es muy tolerante. Néstor es un puritano, tiene unos criterios morales sumamente rígidos. Hubo un terrible drama porque un día estábamos comiendo juntos, a mí me quedaban tres cuartos de hora para ir a una radio y le dije que iría a El Corte Inglés a comprar un tapete. En su lugar me metí en el bingo y me vio. Fue una tragedia.
P. ¿Y cómo le convenció de que no tenía que tomárselo así?
R. Le escribí una carta que pensé que era muy convincente, pero no me dijo nada. Cuando le llamé diciendo que si la había recibido, me dijo: "No sirve de nada, porque no cedes en nada". Yo no dije que iba a dejar de jugar al bingo. Se lo tomó a la tremenda.
P. Correspondencia privada es uno de sus mejores libros. ¿El género epistolar es el que prefiere para expresarse?
R. Me siento muy cómoda. Hablando en segunda persona es muy fácil escribir. En literatura nunca parto de cosas a priori, nunca me propongo el estilo ni el tema, ni hacer literatura moderna o no moderna. Sale como sale. En mis primeros libros, las frases interminables de los incisos, no era en absoluto deliberado, es que salía así.
P. Sus textos también se caracterizan por un erotismo suave.
R. Sí, y creo que también está el sentido del humor, que quizá va aumentando con los años porque la vejez es una porquería. No estoy nada de acuerdo con eso de que cada edad tiene sus cosas buenas. Una ventaja tiene, y es que te da una enorme distancia con las cosas, y esto es fantástico. He aprendido que hay muy pocas cosas importantes.
P. Hace tiempo señalaba que a las mujeres el amor nos dura menos, pero usted se ha enamorado poco antes de cumplir los setenta años.
R. Sí, al final de Correspondencia privada digo que antes vivía aventuras y que con la edad sólo me pasaban cosas, y es que la vida es fantástica, te ocurren cosas inesperadas. Lo último que yo me esperaba era enamorarme, ni se me pasaba por la cabeza. Cuando en una reunión veía que las mujeres de mi edad estaban pendientes de una llamada telefónica, pensaba: "Dios mío, están chifladas". Y entonces me enamoré.
P. ¿Y cómo se dio cuenta? ¿Es lo mismo que a los 20 años?
R. Sí, el flechazo es el mismo que a los 20 años. Te pone la vida en tecnicolor. Todo adquiere otro relieve, todo tiene otro interés. Fue fantástico.
P. ¿Le gusta la época que vivimos?
R. Yo pienso que todo el tiempo presente es mejor que el pasado. Tenemos ventajas que son muy importantes. Sólo los avances de la medicina, por ejemplo, son de tal ventaja que compensan casi todo. La anestesia, eso de que no te duelan las cosas, que la gente muera sin sufrir, las mujeres en el momento de parir...
P. ¿Y por qué prefiere ser mujer, como decía en el título de uno de sus libros?
R. Es curioso, pero a todas las mujeres a las que les he preguntado prefieren ser mujeres.
P. Es cierto, pero parece una aberración.
R. Es una aberración. Las mujeres lo tenemos mucho más difícil que los hombres. Si tienes una niña es para pensar: "Pobrecilla, qué mala suerte has tenido". Pero me horroriza tanto el machismo, la obligatoriedad de los hombres de dar la talla, ser capaces de liarse a puñetazos, ser heroicos en la guerra, no llorar. Prefiero no ser yo la responsable del mundo en que vivo. Lo han hecho ellos. A lo mejor nosotras lo haríamos peor, pero está por demostrar. El mundo tal como es hoy de desastroso lo han hecho los hombres.
P. Esa talla que le horroriza es la que exigen a las mujeres, y si no las excluyen.
R. Sí. Las mujeres que llegan muy arriba se comportan como hombres: es una pena. Habría que inventarse otra forma de influir y tener poder que no fuera el masculino. En general, las mujeres son un poquito menos petulantes o ambiciosas. Se dice que en las empresas los ejecutivos masculinos son un poco más agresivos, se ponen histéricos si a uno le cambian la moqueta y a él no se la cambian. He visto a muchas escritoras dar entrada a otra mujer, me parece que somos menos celosas y más generosas. Las mujeres escritoras que he conocido son estupendas. Muchas siguen en la historia de que no hay problemas para la mujer: las mujeres que destacan deciden que si las otras no destacan es porque son tontas. Y claro, a mí me gusta mucho recordar esa frase de que habremos conseguido la igualdad el día que una mujer incompetente alcance un cargo de responsabilidad. Cuando una tonta sea director general habremos conseguido la igualdad. De momento no es así. De momento las mujeres, para llegar donde ellos empiezan, llegamos agotadas. El esfuerzo que tenemos que hacer para llegar al punto de partida de ellos ya te deja medio muerta.
P. ¿Y qué opina de esas culturas en las que el sometimiento de la mujer forma parte de su esencia?
R. Yo no acepto nada que me ponga de ciudadana de segunda. Cualquier ideología, cualquier nacionalidad que lo haga no me interesa. Los árabes no me interesan. Con eso y con el racismo soy beligerante. Hay cosas en las que no hay que pasar ni una porque si pasas una vas listo. Uno de estos días tengo que ir a hablar en un curso sobre Freud...
Esa prepotencia de los psicoanalistas de que si dices no a algo "es una resistencia". ¿Cómo demuestras que no es una resistencia? La envidia del pene es una estupidez: ninguna mujer sensata piensa esta tontería. Pero ellos te dicen, "en el fondo no lo sabéis". Es una tontería como una casa, y llevamos decenios de años hablando de la envidia del pene. Y además, que si compensa cuando tienes un hijo porque el hijo sustituye al pene... Eso para cualquier mujer sensata es una estupidez. El psicoanalista que dice eso es un machista. Todo lo que me haga ciudadano de segunda no me interesa. No soy masoquista.
P. ¿Por dónde ve un rayo de esperanza?
R. En esto de que decidamos cuándo queremos tener los hijos. El trabajo y la maternidad son irrenunciables. Será complicado, tendrá inconvenientes, pero son irrenunciables: tenemos que tener hijos, pero tenemos que trabajar. La independencia de la mujer empieza por tener su propio dinero, y el dinero lo consigue trabajando. Eso de que los padres también pueden tomarse sus días de vacaciones para el cuidado del niño son pequeños pasos que no están mal. De todos modos, la lucha de la mujer es dura. Ellos no aceptan que haya mujeres más tenaces que ellos y que ganen más dinero. Las mujeres de mi generación que están viviendo solas, incluso algunas muy guapas, son muchas.
P. ¿La solución está muy lejos?
R. La solución está muy lejos en todo, no por ser mujer, sino en todo. Yo creo que las mujeres hacen que la vida sea un poco más posible. Vivimos quizá demasiado consagradas a que reine la paz del hogar, a que reine la paz no sé dónde, a arreglar las cosas para que no se produzcan conflictos. Hacemos la vida un poco más suave. Que las mujeres sean como los hombres me choca mucho. De una taxista espero que se comporte de otra manera. Cuando una mujer conduce un coche y se comporta como un hombre, pienso: "¡Serás tonta!". Porque en principio nos podemos comportar de otro modo.
P. ¿Sigue escribiendo?
R. Escribo cuando tengo ganas. Ahora estoy escribiendo una cosa que me encanta y a lo mejor sólo me encanta a mí. Intento hacer un retrato de lo que era yo y de lo que era la sociedad burguesa catalana de los años cuarenta y cincuenta. Empieza con la entrada de los nacionales en Barcelona y no sé si terminará cuando entré en la universidad. Me parece que se ha escrito muchísimo sobre la Guerra Civil, sobre los que la perdieron, pero no sobre los que la ganaron, y sobre lo que era la infancia de una niña bien en Barcelona se ha hablado menos. Pasaban cosas muy fuertes. Yo jamás hice cola para un pasaporte, porque siempre me lo daba la policía. Llegaron a venir a hacernos el carnet de identidad al comedor de mi casa, sin tener que bajar a la comisaría. Se podía despedir a una criada sólo porque llevara una ropa que no correspondía a su clase aunque tuviera dinero para comprársela, o porque cantaba cuando trabajaba. Eran cosas muy fuertes. Yo he visto a un médico coger un plato y tirárselo por encima a la doncella que estaba sirviendo la mesa porque había untado el tomate por los dos lados del pan tal y como le había dicho el niño. Los privilegios eran totales. No recuerdo lo que llamaban racionamiento, el pan negro
... Había diferencias totales.
P. ¿Y de dónde le viene esa conciencia social?, porque usted formaba parte de esa burguesía.
R. Ha sido una reacción muy rara, pero siempre lo tuve muy claro. También te pasaban cosas divertidas. Teníamos dos personas trabajando en mi casa, y como mi madre era muy franquista, no decían nada, pero iban las dos por la carretera dando saltos y diciendo, "somos comunistas", y todos los días nos daban ensaladilla rusa. Yo las oía en la cocina decir, "para que se enteren". En mi familia estaban los Tusquets y los Guillén. Los Tusquets eran encopetados, por parte de madre, parientes de los Milá y de muy buena familia. Por lado del padre éramos banqueros judíos, y el hijo Juan, el sacerdote, estaba en el complot de los militares para el alzamiento. Franco le consultaba qué había que hacer en muchas cosas. Por otro lado, la familia de mi madre era completamente diferente: su padre era masón y el hermano de mi madre era nazi, pero nazi de ir por los bares cantando himnos con una corbata del color de la bandera alemana, y tenía en su casa un museo nazi. Las dos familias eran de la burguesía catalana, pero eran muy diferentes. Las mujeres eran fortísimas, para empezar. Vivían un millón de años. A mi abuela, cuando celebró su 90 cumpleaños, le hicieron una gran fiesta, y todos dijimos: "¡Qué bien ha funcionado todo, lo tenemos que repetir todos los años!". Ella dijo: "No, todos los años no, que es muy caro, cada cinco años". Tenía 90. Así era mi abuela. En toda la guerra salió a la calle con sus medallas de oro, y durante toda la guerra se morían de hambre en Pedralbes, pero las criadas servían la mesa, y luego comían en la cocina. ¿Sabe lo que eran las entradas en el Liceo? Señoras despampanantes con joyas, y en la calle, la gente mirándonos con admiración: entrabas como en los Oscar.




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