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Héctor Abad Faciolince
EL HOMBRE INVISIBLE
En la literatura uno asume una identidad ajena (de hombre o de mujer, de viejo o de niño, de idiota o de erudito) y trata de llevarla hasta sus últimas consecuencias. Pero los que lo hacemos en la literatura, lo hemos ensayado también en la vida real. Hace unos años el escritor Efraím Medina suplantó las identidades de otros jóvenes escritores colombianos y empezó a mandar, a nombre de ellos, ataques contra mí a varios medios colombianos. Yo estaba bastante asombrado por estos ataques emprendidos por personas que consideraba, incluso, buenos amigos. Al fin se reveló la patraña, Medina reconoció la suplantación, y todo, aparentemente, no fue más que un chiste. Al cabo del tiempo, y mirándolo con cabeza fría, yo creo que uno tiene derecho a hacerse pasar por otro que no existe, pero hacerse pasar por otro que vive, y escribir a nombre de él, es un delito.
Ya con su propio nombre, Medina, que es un boxeador al que le gusta, o le gustaba, llamar la atención peleando, siguió dando declaraciones y publicando en todas partes opiniones muy respetables, como que yo era un pésimo escribidor de la montaña, si no el peor. Y otras opiniones un poco menos respetables, como que yo era una mediocre escritora colombiana. En esto se escondía el machismo típico del boxeador: creer que acusar a un hombre de ser mujer es un insulto, porque para él, obviamente, la condición femenina es inferior, débil e incluso levemente estúpida. La cosa, a estas alturas, me importa un pito, pero en su momento me dio rabiecita.
Tanta rabiecita que decidí demostrarle a Medina, sin decírselo, que yo era menos mal escritor de lo que le parecía. Resolví seducirlo con palabras, asumiendo la falsa identidad de una mujer. Y empecé a escribirle correos muy melosos, a nombre de una hipotética joven escritora que vivía en Canadá. Nuestra correspondencia fue subiendo de tono, y cuando Medina me declaró que estaba perdidamente enamorado de mí, le di la mala noticia de que estaba embarazada de otro, y dejé de escribirle. Durante meses me envió dolidos reclamos por mi ingratitud y olvido. Hoy te lo confieso, querido Medina: ¡Madame Mexía soy yo! Te agradezco tu amor.
La red ofrece infinidad de ocasiones de ser el hombre invisible, de hacerse pasar por otro, de fisgonear páginas ajenas con una identidad prestada. Durante meses tuve una cuenta ficticia de Twitter, con un nombre inventado, y con la felicidad de no tener casi ningún seguidor, sólo para poder seguir sin ser visto las bravatas de tal expolítico o las peligrosas burradas que escriben los representantes de la Mano Negra de la extrema derecha colombiana. Después caí en la tentación de escribir con mi nombre y lo que gané en reconocimiento lo perdí en libertad y serenidad. Ahora añoro mis andanzas de hombre invisible.
A veces tengo la fantasía de responder a las calumnias y vituperios a los que me somete un curioso poeta colombiano que dedica el escaso tiempo que tenemos en la vida a hacerme publicidad negativa. Este carnicero ha llegado a acusarme de ser el asesino de mi padre. Mi fantasía es seducirlo con cartas, haciéndome pasar por un joven de nombre Járol Amarrado Pedorro, pero la verdad es que ya no tengo los ánimos que tenía cuando seduje al boxeador Medina asumiendo las semblanzas de la escritora mala que él me acusaba de ser. Ya ni siquiera quiero seguir haciéndome pasar por amiga en el Facebook de una boba graduada que me tilda de ser superficial.
La verdad es que el arte de la suplantación, o el arte de fingirnos otros, es un ejercicio muy interesante para educar la imaginación, para oír sin ser vistos, y también una manera práctica de pensar el problema filosófico de la verdad y la mentira, de la realidad y la ficción. Aunque, para decirles la verdad, yo sólo he usado el cambio de identidad para reírme. Por eso les pido que me dejen terminar con una pacífica carcajada: Ja ja.
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