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jueves, 17 de marzo de 2011

Jaime Bayly / Cosas que terminan en la basura

Evgenia Kaveeva, The smell of apples


COSAS QUE TERMINAN
EN LA BASURA


La última vez que estuve con Carlos Enrique Cisneros fue en Joe Allen, un restaurante de Miami Beach que le gustaba mucho. Parecía tranquilo, contento, aunque en él había siempre un aire de distancia impenetrable, tal vez el dolor de haber perdido a su padre ahogado tratando de rescatarlo a él, entonces un niño, en un río venezolano. Esto lo marcó fatalmente y creo que le impidió disfrutar de la inmensa fortuna que poseía. Viajaba muchísimo, tanto que me daba vértigo, y sólo llevaba consigo una mochila y cuando tenía que llevar más cosas no usaba maletas, las enviaba antes en cajas por correo rápido. Aquella tarde, la última que estuvimos juntos, lo noté contento porque se había enamorado de un mexicano y planeaban vivir juntos en la mansión de Palm Island, a la que tantas veces me invitó y nunca conocí, y en el departamento de Santa Mónica, porque Carlos Enrique, como buen Cisneros, no vivía en una ciudad, vivía en el mundo. Todavía no sé si la sobredosis que le quitó la vida fue deliberada o accidental. Quizá el mexicano lo dejó. Quizá se aburrió de viajar cada tres días con una mochila. Quizá sólo quería dormir y no despertó más. Lo recuerdo ahora como un buen tipo. Pero creo que la culpa de su padre muriendo ahogado tratando de rescatarlo le jodió la vida. Carlos Enrique me preguntó una vez: cuando entras a una reunión, ¿te gusta que todos sepan que eres bisexual? Le respondí: Prefiero no entrar a ninguna reunión, pero si estoy obligado a entrar, sí, me gusta que todos lo sepan. En eso somos distintos, me dijo.

A Patricia Téllez, íntima amiga y representante de Shakira desde que la cantante era una niña precoz en Barranquilla, la vi por última vez en un restaurante de Bogotá ya pasada la medianoche. Comimos delicioso. Pagó la cuenta. Me paseó por la ciudad en su camioneta Mercedes. Hablaba poco, era tímida, discreta, leal, generosa. Me ofreció su departamento para quedarme a dormir. Decliné. Me contó que estaba construyéndose una gran casa en una colina. Subimos a la colina. La vista era preciosa. Aquí me voy a retirar, me dijo. Pero no tuvo tiempo de retirarse. Me dejó en Casa Medina. A los pocos días la encontraron muerta en su cama. En su mesa de noche estaba el libro que le había regalado, El huracán lleva tu nombre. Me sentí doblemente culpable porque no la acompañé a dormir en su departamento y porque quizá lo último que leyó fue alguna página mía salpicada de cursilería.

A García Márquez lo conocí en casa de César Gaviria en las afueras de Washington en una cena en su honor. Hablamos brevemente. Fue amable y cordial. Tengo la certeza de que no volveré a verlo. Hice bien en no pedirle una foto ni una firma. Hice bien en decirle Gabo y tratarlo de tú. Hice bien en no preguntarle por qué Mario le dio ese puñetazo en México.

A Mario lo vi por última vez en un restaurante de Guadalajara hace ya tres años. Estaba exhausto porque venía de presentar su monólogo teatral. Éramos ocho o diez personas con hambre inmoderada. Un magnate mexicano, ennoviado con una modelo peruana muy enjoyada, pagó la cuenta. El pobre Mario no paraba de bostezar. Aquella noche, y antes en el lobby del hotel Hilton, fue particularmente cariñoso conmigo, tal vez porque comprendió que me había tratado con excesiva dureza cuando su hijo Álvaro renunció como asesor a la candidatura de Toledo. Nos despedimos en el ascensor. No he vuelto a verlo desde entonces. Después me llamó payaso, un maltrato verbal que pudo ahorrarse después de los que ya me había infligido, y por supuesto me dolió. Tengo la certeza de que no volveré a verlo, como no volveré a ver a su hijo Álvaro, que fue mi amigo por tantos años hasta que, sin darme explicación alguna, decidió darme de baja, como se dice en lenguaje policial. En venganza (porque no soy bueno para perdonar), estos últimos días en mi casa de la isla, arrojando cosas a la basura, tiré dos libros de Mario (La verdad de las mentiras y El arte de lo imposible) y todos los de Álvaro. También dejé caer a la basura la última novela de Boris Izaguirre, que me pareció falsa, artificial (como La mujer de mi hermano) y en represalia porque Boris me dijo en el hotel Claris de Barcelona que no tiene tiempo de leer mi última novela, aunque por supuesto sí tiene tiempo de ser jurado de Mira quién baila y deshacerse en elogios desmesurados antes las contorsiones de un ex torero devenido bailarín.

La última vez que me encontré con Almodóvar fue en los cines Princesa de Madrid. Lo vi haciendo la fila, a veinte personas detrás de mí, solo, sin aires de estrella, sin custodios. Me encantó que siguiera siendo un hombre que va al cine en función de matiné en día de semana. Cuando llegué a la boletería, compré una entrada para mí (Quemar después de leer, la de los Coen, que es genial, aunque menos que la de Philippe Claudel, I've loved so long, que espero que le den el Óscar a Kristin Scott Thomas por esa actuación delicada y magistral) y compré ocho entradas para ocho películas distintas que comenzaban alrededor de esa hora, las cinco de la tarde. Luego me acerqué a Pedro, me saludó con cariño, le pregunté cuál iba a ver, me dijo que Gomorra, me vio buscando la entrada de esa película entre las ocho que había comprado para él, dijo halagado pero qué dispendio, le di la entrada y me fui deprisa. Era lo menos que podía hacer por Almodóvar, era una manera de decirle gracias por tanto placer, por tantas películas geniales.

Con mi madre me reuní hace dos semanas en el hotel Country de San Isidro. Tomamos el té. La invité a pasar año nuevo conmigo en Miami. Días después me escribió un correo aceptando ilusionada la invitación. Pero ese día una amiga suya me había escrito: Si quieres a tu madre, ¿por qué te burlas de ella cuando escribes? Me pareció una impertinencia, más todavía porque esa odiosa señora no me había visto ni escrito en muchos años. Le reenvié ese correo agrio a mamá. Ella me respondió que su amiga era graciosísima y adorable. Le escribí a mamá diciéndole que prefería cancelar el viaje de año nuevo.

Ayer por la noche, en el aeropuerto de Miami, le di un abrazo a Martín y le dije que iré este lunes a Buenos Aires. Ahora creo que es mentira. No iré a Buenos Aires ni lo veré un buen tiempo. Necesito estar solo. Necesito escribir la maldita novela sobre mi padre que está torturándome. Necesito estar en la isla y pasarme días sin hablar con nadie, hasta que llegue de Vancouver mi hermano Javier, que además de hermano es mi amigo. Con él y su familia pasaré navidad y año nuevo. Antes de que llegue, creo que seguiré tirando libros a la basura. Me tienta arrojar los de Saramago, los de Cela, los de Auster, los de Umbral y los de ese japonés que se ha puesto de moda.

La última vez que estuve con Bolaño fue en una cafetería de Barcelona. Me dijo que le había gustado Los amigos que perdí, aunque entendí que le había gustado menos que Yo amo a mi mami, novela que presentó en esa ciudad un año antes de ganar el Herralde con Los detectives salvajes. Me dijo: ten cuidado con los adjetivos. Tiempo después, Jordi Herralde me invitó a cenar en Barcelona. Comimos pescado. Al regreso, en su Volvo blanco antiguo, me dijo que Bolaño se inventaba enfermedades para no viajar a cumplir compromisos literarios por Europa y que así no podía seguir ayudándole a difundir su obra en otras lenguas. Me dijo: en vísperas de viajes ya pactados y anunciados, siempre se enferma, y nunca sé si es una enfermedad real o imaginaria. Por eso, cuando, no mucho después, me contaron en un restaurante de Santiago de Chile que Bolaño estaba enfermo, dije que seguramente era un truco para no viajar y quedarse tranquilo en Blanes. Al día siguiente supe que había muerto y me sentí un idiota.

Jaime Bayly
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