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jueves, 9 de octubre de 2025

László Krasznahorkai / Melancolía de la resistencia / Fragmento




László Krasznahorkai
MELANCOLÍA DE LA RESISTENCIA

CIRCUNSTANCIAS EXTRAORDINARIAS

    Introducción


    Como el tren de pasajeros que unía las poblaciones ateridas por las heladas en la zona sur de la Gran Llanura, entre el río Tisza y el pie de los Cárpatos, no acababa de llegar a pesar de las confusas explicaciones del ferroviario, que iba y venía, desconcertado, junto a los raíles, y de las promesas cada vez más decididas del jefe de estación, que, nervioso, salía una y otra vez al andén («Qué le vamos a hacer, ha vuelto a esfumarse…», señalaba el ferroviario con ademán de menosprecio y expresión entre amarga y maliciosa), el convoy de emergencia —compuesto por dos vagones destartalados con bancos de madera y una locomotora anticuada y enferma del tipo 424, que únicamente podía utilizarse en casos llamados «especiales»— se puso por fin en marcha más de una hora y media después de lo indicado por un horario que, de todos modos, no le atañía. Así, los lugareños, que se habían resignado con bastante indiferencia al retraso del tren procedente del oeste, podrían llegar a sus destinos a lo largo del trayecto de cincuenta kilómetros que aún faltaba por recorrer por un ramal secundario. De hecho, todo esto no sorprendía a nadie, por cuanto las circunstancias reinantes afectaban de igual manera al tráfico ferroviario que a todo lo demás: el orden de las costumbres había quedado en entredicho, el caos se expandía sin freno y destruía los hábitos diarios, el futuro era pérfidamente oscuro, el pasado, imposible de recordar, y el funcionamiento de la vida cotidiana se había vuelto hasta tal punto imprevisible que solo se podía reaccionar con resignación, pues incluso era concebible que ya no se abriera ninguna puerta y que el trigo creciera hacia el interior de la tierra. De este deterioro disolutivo solo se percibían los síntomas; las causas, en cambio, seguían inasibles e imponderables, de suerte que a las personas no les quedaba más remedio que abalanzarse con tenacidad sobre todo cuanto podían atrapar, como hacían en aquel momento en una estación de pueblo, asaltando las puertas del tren, difíciles de abrir por causa de la helada, con la esperanza de ocupar unos asientos normalmente escasos. En la lucha (inútil, pues, como no tardó en descubrirse, nadie quedó sin asiento) también participó intensamente la señora Pflaum, que, después de apartar a empellones a quienes estaban delante y detener con fuerzas impropias de su pequeña estatura a quienes venían detrás, consiguió por fin un asiento junto a la ventanilla, en el que viajaría de cara al sentido de marcha del tren. Aun así, durante un buen rato no pudo distinguir su indignación por aquel tumulto implacable de una sensación que oscilaba entre el temor y la rabia por la necesidad de aguardar allí —con su billete de primera clase, envuelta en olor a chorizo con ajo, a aguardiente de mala calidad y a tabaco barato, rodeada por un círculo amenazador de «vulgares campesinos» que no cesaban de gritar y de eructar— la respuesta a la única pregunta importante de aquel viaje, arriesgado como todos en aquellos días: concretamente, a la pregunta de si llegaría a casa. Sus hermanas, que vivían en absoluto aislamiento y totalmente inmovilizadas a causa de su avanzada edad, jamás la habrían perdonado si hubiera aplazado su habitual visita de principios de invierno, de suerte que por ellas no renunció a la arriesgada empresa, aun siendo perfectamente consciente, como todo el mundo, de que algo había cambiado de forma radical en su entorno y de que en tales circunstancias lo más razonable era no asumir riesgos. Al mismo tiempo, sin embargo, no era tarea fácil mostrarse razonable y valorar con objetividad lo que estaba por venir, ya que —como si se hubiera producido una repentina y profunda, pero indemostrable alteración en la composición eterna del aire— el principio innominable e inaccesible que siempre había funcionado a la perfección, el principio que regía el mundo, como suele decirse, y cuya única huella era precisamente este mundo, de pronto parecía haber perdido vigor. Por eso mismo, el común presentimiento de que algo podía pasar en cualquier momento resultaba ser más insoportable incluso que la angustiosa conciencia de un peligro seguro, y precisamente ese algo, la ley que mostraba su propia debilidad, era más inquietante que cualquier desgracia personal, y despojaba a la gente de la facultad de ponderar las cosas desde cierta distancia. Orientarse entre los acontecimientos cada vez más frecuentes y terroríficos de los últimos meses no solo resultaba imposible porque las noticias, rumores, conversaciones y experiencias no podían relacionarse los unos con los otros (cómo encontrar, por ejemplo, un nexo entre la helada centelleante y prematura de principios de noviembre, las misteriosas tragedias familiares, la serie de accidentes ferroviarios y el aumento de las bandas de jóvenes gamberros y de las profanaciones de monumentos, según las inquietantes informaciones procedentes de la lejana capital), sino también porque ninguna de estas novedades significaba nada por sí sola; al parecer, solo eran señales de una «inminente catástrofe», que así la llamaba un creciente número de personas. La señora Pflaum también había oído hablar de ciertas alteraciones perceptibles en el comportamiento de los animales y, aunque esto pareciera el augurio de una situación futura y, por el momento, una alarma injustificada e irresponsable, era desde luego seguro que, contrariamente a los que el caos inabarcable les venía como anillo al dedo (a juicio de la señora Pflaum), una persona honrada apenas osaba salir de casa, por cuanto allí donde los trenes casualmente desaparecían, «¡así sin más!», allí, añadía ella, «ya nada valía nada». Se preparó, pues, para el viaje de regreso, que sin duda no sería tan fácil como el de ida, realizado al amparo del billete de primera clase, ya que en ese   «espantoso tren de provincias», pensó ella con nerviosismo, cabía esperar lo peor; así las cosas, se sentó muy erguida —cual si quisiese volverse invisible—, con las piernas muy juntas, como una muchachita, y con una expresión de rechazo, y también de cierto desprecio, en medio del alboroto causado por las ya menguantes disputas por los asientos, y mientras en el reflejo de las ventanillas observaba con tensa desconfianza aquel conjunto terrorífico de rostros difuminados, pensaba, fluctuando entre la angustia y el deseo, ora en la siniestra distancia que la separaba de ellos, ora en el calor ausente de su hogar: en las agradables tardes con la señora Mádai y la señora Nuszbeck, en los paseos dominicales de antaño entre los árboles frondosos de la Papsor y, por último, en el orden tranquilo y radiante de los muebles ligeros y las suaves alfombras, de las cuidadas flores y los simpáticos cachivaches, un orden que, bien sabía ella, servía de isla en medio de la imprevisibilidad universal, que solo permitía el recuerdo de aquellas tardes y domingos y que significaba la única protección y el único refugio para una señora solitaria como ella, simplemente deseosa de vivir en paz y de no ser molestada. Sin entender nada y con cierta envidia a pesar del desprecio, constató que sus ruidosos compañeros de viaje, todos rudos campesinos que a buen seguro malvivían en las oscuras granjas y aldeas de la región, eran capaces de adaptarse con rapidez incluso a estas difíciles circunstancias: como si no hubiese ocurrido nada extraordinario, empezaron a crujir a su alrededor los papeles parafinados que envolvían las provisiones, a detonar los corchos de las botellas y a caer las chapas de las cervezas sobre el suelo cubierto de aceite, aquí y allá se pudo oír también la masticación ruidosa, «ofensiva para el sentido de la belleza», pero, a su juicio, «normal en este tipo de gente», y, en diagonal frente a ella, cuatro de los más vocingleros incluso se pusieron a jugar a las cartas. Solo ella seguía muda y rígida en medio del creciente alboroto de voces humanas, seguía sentada sobre el papel de diario puesto debajo de su abrigo de piel, con la cabeza vuelta persistentemente hacia la ventanilla, y mientras apretaba el bolso contra el vientre con expresión de desamparo y de obsesiva desconfianza, ni siquiera se dio cuenta de que la locomotora, proyectando sus dos faros azules hacia la fría oscuridad, se ponía en marcha en el exterior, allá en la parte delantera, en aquella noche de invierno. El murmullo de satisfacción, del que ella no participó a pesar de su alivio, y el posterior alborozo desahogado y chillón por el hecho de que por fin les ocurriera algo después de tanto frío y tanta espera no duraron mucho, ya que el convoy, como si hubiese recibido una contraorden, se detuvo de nuevo al cabo de unas cuantas torpes sacudidas, a poco más de cien metros de la estación, ya sumida en el silencio. Sin embargo, el griterío de descontento pronto se convirtió en carcajada de incredulidad y venganza, y cuando se dieron cuenta de que la situación no cambiaría y aceptaron que su viaje —probablemente a causa de la expansión del caos provocado por aquel tren que circulaba fuera del horario habitual—, que su viaje, pues, sería una triste e interminable retahíla de arranques y paradas, todos cayeron en una serena indiferencia, en la sorda apatía de la obligada resignación: esto ocurre cuando, para reprimir el miedo causado por un verdadero estremecimiento, el hombre interpreta la anarquía de los hechos como una molesta muestra de incompetencia, a cuya irritante repetición reacciona entonces con la fuerza cáustica de la burla. Si bien el espíritu grosero inherente a las diversas «declaraciones» que se sucedían sin cesar («¡Ojalá traqueteara yo así con mi señora en la cama…!») escandalizó, como era de suponer, su alma sensible, la señora Pflaum se fue relajando un poco en medio del chaparrón —menguante, por cierto— de bromas vulgares, cada una de las cuales pretendía mejorar la anterior, y entonces, al oír algún comentario acertado —a decir verdad, no había manera de protegerse contra las risotadas que estallaban a continuación—, ella tampoco era capaz de reprimir del todo una tímida sonrisa. Con cuidado y disimulo, se atrevió a lanzar alguna fugaz mirada, no a los vecinos inmediatos, por supuesto, sino a quienes estaban sentados a cierta distancia; y entonces, en ese ambiente monstruoso de estúpido buen humor —pues entre aquellos hombres que se golpeaban los muslos y aquellas mujeres sin edad que reían con la boca llena, el público del vagón ya no le parecía temible y peligroso como al comienzo—, trató de moderar sus fantasías plagadas de inquietud y procuró convencerse de que quizá no estuviera expuesta a las amenazas latentes con las cuales, a su entender, la asediaba aquel hatajo intratable de horrendos plebeyos, y de que solo se debería a su hipersensibilidad hacia los presagios funestos y a su inmensa soledad en aquel mundo gélido y ajeno el hecho de volver a casa agotada por su estado de permanente tensión, pero sin haber sufrido daño alguno. Así y todo, la confianza en un desenlace positivo carecía de fundamento, pero la señora Pflaum simplemente ya no pudo resistirse a la falsa seducción de la esperanza: si bien el convoy volvió a detenerse durante varios minutos en la llanura desierta, aguardando una señal luminosa que le diera paso libre, constató aliviada que «a pesar de todo hemos avanzado», y su impaciencia, irritada por las esperas inmóviles y los frenazos chirriantes, que por desgracia se sucedían sin cesar, se vio también atenuada por el calor que emanaba de la calefacción, que a buen seguro entró en funcionamiento en el momento de ponerse en marcha el tren, de modo que por fin pudo quitarse el abrigo de piel sin miedo a resfriarse cuando se encontrara con el viento helado a su llegada. Arregló los pliegues del abrigo a su espalda, extendió la estola de piel sintética sobre su regazo, juntó las manos sobre el bolso abultado por el pañuelo de lana metido dentro y, con la postura rígida de siempre, volvió a mirar por la ventanilla, cuando de pronto se percató por el reflejo de aquel vidrio mugriento de que un hombre de barba hirsuta y «asombrosamente taciturno», sentado frente a ella sorbiendo un aguardiente hediondo, tenía la mirada clavada («¡ávidamente!») en sus fuertes pechos, que quizá destacaban un poquito en exceso (en ese momento solo los cubrían la blusa y la chaquetita del traje sastre). «¡Ya lo sabía!», pensó volviendo la cabeza con la velocidad de un rayo, y si bien se sintió inundada por un intenso calor, hizo como si no se hubiera percatado de nada. Permaneció inmóvil durante unos minutos, mirando ciegamente a la oscuridad, pero luego, al ver que trataba en vano de recordar el aspecto de aquel hombre a partir de la casual percepción de antes (solo se acordaba de su rostro hirsuto, del abrigo de paño «un tanto sucio» y de la mirada desagradable, taimada, indisimulada que luego la asombraría profundamente…), poco a poco deslizó la vista por la ventanilla —confiando en poder hacerlo sin ningún riesgo— y enseguida la retiró, por cuanto «aquel» no solo seguía con ese «descaro», sino que sus ojos incluso se encontraron. Ya le dolían los hombros, el cuello y la nuca debido a su rígida postura, pero, con todo, no habría sido capaz de mirar a otro sitio ni aunque hubiera querido, ya que tenía la sensación de que, fuera del marco oscuro de la ventanilla, aquellos ojos terriblemente inmóviles, que dominaban el vagón con total libertad, «enseguida la harían prisionera» adondequiera que ella clavara la vista. «¿Desde cuándo me mira?», se preguntó de golpe la señora Pflaum, y al pensar en la posibilidad de que la atención indecente del hombre «se centrara» en ella desde el comienzo del viaje, la mirada le pareció aún más aterradora que antes, cuando las miradas se cruzaron por un fugaz momento. Esos dos ojos ocultaban, además, una profunda repugnancia tras aquella «sucia lubricidad», e «incluso», pensó estremeciéndose, emanaban «un frío desprecio». Si bien no podía considerarse «precisamente» una anciana, era consciente de haber sobrepasado la edad en que tal interés —bastante vulgar, por cierto— resultaba natural, de suerte que pensó con asco en el hombre (¿qué clase de hombre es aquel que siente deseo por las mujeres mayores?), es más, incluso consideró, atemorizada, la siguiente posibilidad: ese delincuente, que olía a alcohol, solo quería burlarse y mofarse de ella, solo pretendía humillarla y tirarla luego «como un trapo». El tren aceleró la marcha con unas torpes sacudidas, las ruedas empezaron a traquetear brutalmente sobre las vías, y un pudor confuso, intenso y hacía tiempo olvidado se apoderó de la señora Pflaum, mientras empezaban a escocerle y a arderle los pechos pesados y turgentes bajo los rayos de aquella mirada violenta y desinhibida. Los brazos, que al menos podrían haberlos tapado, simplemente no obedecían a su voluntad: como alguien que, estando atado, no puede hacer nada contra la infamante desnudez, se sentía cada vez más indefensa, más desnuda, y tuvo que constatar, impotente, que cuanto más deseaba ocultar su plenitud femenina, tanto más se ponía esta de manifiesto. Los jugadores acababan de finalizar entre broncas una partida de naipes, y en medio del alboroto que disolvía la continuidad paralizante del hostil murmullo —y abría en su voluntad entumecida una brecha hacia la liberación, por así decirlo— sin duda habría podido vencer aquel desgraciado aturdimiento, si no hubiera ocurrido algo peor, con el único fin, pensó ella, desesperada, de culminar las pruebas a las que se veía sometida. Impulsada por un pudor instintivo y por una suerte de resistencia involuntaria, la señora Pflaum inclinó la cabeza con un discreto movimiento para ocultar los pechos, su espalda se encorvó y sus hombros se doblaron hacia delante, y entonces se dio cuenta sobresaltada de que, sin duda debido a la postura poco habitual del cuerpo, se había abierto atrás el cierre del sujetador. Alzó la vista y, a decir verdad, no se sorprendió al ver que dos ojos seguían clavados en ella, los de aquel hombre que parecía estar al tanto del ridículo accidente que acababa de tener y le hacía un guiño de complicidad. La señora Pflaum sabía perfectamente lo que ocurriría, pero el funesto accidente la confundió de tal manera que se quedó sentada, paralizada, y con el movimiento irregular del convoy, que avanzaba cada vez a mayor velocidad, tuvo que soportar una vez más, impotente, con la cara encendida por la vergüenza, aquel par de ojos, llenos de sorna y al mismo tiempo seguros y despreciativos, clavados en los pechos que, liberados del sostén, saltaban alegremente arriba y abajo al compás de las sacudidas del vagón. Una vez más, no se atrevió a alzar la vista para cerciorarse, pero estaba segura: ya no solo el hombre, sino también todos aquellos «odiosos campesinos» observaban sus inútiles esfuerzos, y ella creía ver cómo la rodeaban poco a poco esas caras deformes, ávidas y burlonas, y el humillante tormento quizá no habría acabado nunca si el revisor —un joven de cara pueril y llena de granos— no hubiera entrado en el vagón procedente del coche de atrás; la voz estridente y juvenil («¡Billetes, por favor!») la liberó por fin de la vergonzosa trampa; sacó el billete del bolso y cruzó los brazos bajo los senos. El tren volvió a detenerse, esta vez allí donde debía, y cuando, para no mirar los rostros realmente aterradores en aquellos momentos, leyó de forma mecánica el nombre de la población escrito en el tejado de la estación apenas iluminada, estuvo a punto de gritar de júbilo y de alivio, pues sabía por el horario de trenes, que ella conocía de memoria y que además siempre repasaba antes de emprender cualquier viaje, que solo faltaban escasos minutos para llegar a la capital de la comarca, y allí a buen seguro se libraría de la persecución («¡Se va a bajar! ¡Se tiene que bajar!»). Con tenso nerviosismo observaba al revisor, que se acercaba poco a poco debido a las sarcásticas preguntas de los interesados por conocer los motivos del retraso, y aunque decidió pedirle ayuda tan pronto como llegara, aquella cara de niño atemorizado por los hombres que chillaban a su alrededor estaba tan lejos del semblante protector propio de una autoridad, que cuando se detuvo a su lado, ella solo atinó a preguntar, aturdida, dónde se encontraba el lavabo. «Pues ¿dónde va a estar? —respondió irritado el joven, mientras agujereaba el billete—. Pues donde siempre. Uno delante y otro detrás». «¡Ay!, claro» —susurró la señora Pflaum, acompañando la frase con un gesto de disculpa; acto seguido se levantó del asiento y, apretando el bolso contra el cuerpo, se dirigió hacia atrás tambaleándose a izquierda y a derecha al ritmo del tren que acababa de ponerse en movimiento; cuando se dio cuenta de que había dejado el abrigo de piel en el colgador junto a la ventanilla, ya estaba en el sucio WC y apoyaba la espalda contra la puerta cerrada. Sabía que debía actuar con la máxima celeridad, pero tardó al menos un minuto en volver en sí, renunciando a regresar a toda prisa en busca del costoso abrigo: tambaleándose por las continuas sacudidas, se quitó la chaqueta del traje sastre, se despojó de la blusa en un santiamén y, con la chaqueta, la blusa y el bolso bajo el brazo, se subió la enagua rosada hasta los hombros. Con manos temblorosas por la premura, giró el sujetador sobre el cuerpo y suspiró aliviada al ver que el cierre («¡Alabado sea Dios!») no se había roto; lo ajustó a toda prisa y, jadeando, empezó torpemente a vestirse de nuevo, cuando a sus espaldas, fuera, alguien llamó a la puerta con suavidad, pero de manera claramente audible. Había en esos golpes cierto matiz de familiaridad que, por supuesto, la asustó después de todo lo ocurrido, pero luego pensó que sin duda la imaginación excitada le estaba jugando una mala pasada y solo sintió enfado por el hecho de que le dieran prisa; prosiguió, por tanto, el movimiento interrumpido, echó un fugaz vistazo al espejo embadurnado, y estaba a punto de poner la mano sobre el picaporte, cuando los golpes se repitieron con impaciencia, y al cabo de unos instantes se oyó una voz: «Soy yo». Aturdida, retiró la mano, y al tomar conciencia de la identidad del hablante, se sintió arrinconada, si bien este sentimiento se vio superado por uno de incomprensión desesperada, puesto que en esa voz masculina ronca y un tanto apagada no se percibía ni una gota de violencia ofensiva o vulgar, sino más bien la monótona insistencia en que ella, la señora Pflaum, abriera por fin la puerta. Durante un rato, ninguno de los dos se movió, como si cada uno esperara una explicación del otro, y la señora Pflaum solo comprendió que era víctima de un vil malentendido cuando su perseguidor perdió del todo la paciencia, golpeó, irritado, el picaporte y gritó, enfadado, hacia el interior: «¡Oiga, qué pasa! ¿Ligar sí y mojar no?». La señora Pflaum se quedó mirando la puerta aterrorizada. Meneó la cabeza con amargura, como alguien que no cree lo que oye, y le cerró la garganta el asombro de quien se siente «estafado con prácticas diabólicas» y a quien la agresión le llega del lado menos esperado. Asqueada por la injustificada acusación y por la indisimulada obscenidad, poco a poco fue comprendiendo que —aunque pareciera increíble, por cuanto ella, de hecho, se había resistido hasta el final— el hombre de la barba hirsuta había creído desde un buen principio que era ella quien se le insinuaba; paso a paso fue tomando conciencia de cómo había entendido aquel «monstruo perverso» el hecho de que se quitara el abrigo de piel, el penoso accidente y su pregunta por el lavabo: como una oferta, como una prueba irrefutable de su deseo, en una palabra, como una bochornosa retahila de trucos baratos de una lascivia pecaminosa, hasta tal punto, que en ese momento ya no solo se enfrentaba a una agresión contra su honor y su respetabilidad, sino también a la circunstancia de que un hombre vil, sucio, repugnante, que olía a aguardiente hablara con ella como con «una mujer de última categoría». La rabia ofendida que sintió en ese instante resultó ser más dolorosa que su desamparo, de modo que —incapaz de aguantar más tiempo aquella trampa sofocante— le gritó, retorciéndose por el atrevimiento y con una voz que se ahogaba por la excitación: «¡Largo de aquí! ¡Si no, chillo pidiendo socorro!». Después de un instante de silencio, el hombre golpeó la puerta con el puño y luego susurró, con un desprecio gélido que dio escalofríos a la señora Pflaum: «Diviértete con otro, vieja decrépita. No vales ni para que fuerce la puerta y te ahogue en el inodoro». Por la ventanilla de la cabina entraron de forma discontinua las luces de los barrios periféricos de la capital de la comarca, el tren empezó a pasar traqueteando por las agujas, y la señora Pflaum tuvo que agarrarse del pestillo para no caerse. Oyó los pasos que se alejaban, el portazo estridente de la puerta que separaba el interior del vagón de la plataforma, y como entendió que, con ese gesto, el hombre definitivamente la liberaba con la misma altanería glacial con que la había agredido, la señora Pflaum, con todo el cuerpo temblando por la agitación, se echó a llorar. Y si bien de hecho solo transcurrieron unos instantes, pasó una eternidad hasta que se vio a sí misma en aquel estado de desamparo y de llanto convulso, como si desde lo alto se proyectara una fogonazo deslumbrante; fue cuando, en la densa oscuridad del inmenso espacio nocturno, una carita miró por la ventanilla iluminada de un tren que esperaba y que parecía una caja de fósforos: era la suya, abatida, desgraciada, desamparada. Porque si bien de las palabras sucias, extrañas y amargas podía deducir con total seguridad que ya no debía temer más insultos, su salvación la angustió con la misma intensidad que la agresión, por cuanto tampoco resultaba explicable la causa de tan inesperada liberación. No podía creer que su voz ahogada y desesperada ahuyentara a su perseguidor, ya que tenía la sensación de haber sido durante todo ese tiempo el triste objeto de la implacable voluntad de aquel hombre, así como era el objeto cándido e ingenuo de un mundo hostil contra cuya árida frialdad tal vez no había, según ella, manera de protegerse. Como si el hombre de la cara hirsuta la hubiera violado de verdad, se tambaleó, rota y llena de presentimientos funestos, en la cabina con el aire viciado y hediondo por el olor a orina, y en el caos de una angustia imposible de expresar con palabras, empeñada en abrir una zanja a su alrededor ante la amenaza generalizada, solo una dolorosa amargura se fue perfilando en ella: tuvo la sensación de una profunda injusticia al ver que no se convertía en una tranquila superviviente, sino en una víctima inocente, ella que «toda su vida solo había anhelado la paz y nunca había hecho daño a nadie», y tomó conciencia al mismo tiempo de que todo esto ya carecía de importancia. ¿Dónde apelar, a quién protestar? Apenas podía abrigarse la esperanza de detener aquello que se había puesto en marcha. Después de tantas habladurías y de tantos rumores espantosos, ella tuvo que experimentar en carne y hueso el hecho de que «todo avanzaba en una dirección» y comprendió, por otra parte, que solo una cosa había acabado, el incidente padecido por ella, y que, por lo demás, la demencial decadencia seguía su curso implacable. Desde fuera le llegaron ya los murmullos inquietos de los pasajeros que se disponían a apearse, y el tren también empezó a aminorar la marcha de manera perceptible; se estremeció al pensar que había dejado el abrigo de piel a su suerte, de modo que subió a toda prisa el pestillo, salió en medio del gentío (que antes, al subirse, asaltaba las puertas sin tener en cuenta que ya carecía de sentido) y, tropezando con el montón de bolsas y maletas, se abrió paso hasta su asiento. El abrigo de piel continuaba en su sitio, pero en el primer momento no encontró su estola de piel sintética, y mientras trataba de recordar si la había llevado al lavabo y, desesperada, se puso a buscarla, le llamó la atención que, en medio de la confusión, no veía por ninguna parte al agresor: habría sido uno de los primeros en bajarse del tren, pensó la señora Pflaum aliviada. El convoy, efectivamente, se detuvo en ese momento, pero el vagón, aireado durante un minuto gracias a los pasajeros que habían bajado, de pronto se llenó de nuevo con una horda de viajeros más grande y, si tal cosa era posible, era más temible todavía debido a su silencio. Y así como no le costó comprender que la multitud le daba motivos suficientes para preocuparse en los veinte kilómetros restantes, sí tuvo que esforzarse para entender algo más: que las esperanzas relativas al hombre de cara hirsuta se habían frustrado amargamente. Pues cuando por último salió, tras ponerse sobre los hombros el abrigo y la estola, que finalmente había encontrado debajo del banco de madera reluciente por el desgaste, decidida a continuar su viaje en el otro coche para mayor seguridad, apenas pudo creer lo que veían sus ojos al divisar allí, frente a ella, tirado sobre el respaldo de un asiento un tanto alejado, el abrigo de paño («Como si me lo hubiera dejado…»). Se detuvo de golpe y luego siguió a toda prisa, salió por la puerta trasera, entró en el otro vagón y, tras abrirse paso a través del gentío, tan mudo como en el otro coche, volvió a sentarse, desesperada, en la mitad y de cara al sentido de marcha del tren. Se pasó un buen rato observando la puerta, dispuesta a levantarse de un salto, aunque, de hecho, ya no sabía a quién temer ni de dónde la amenazaba el peligro, y como no ocurrió nada (el tren seguía parado en la estación), trató de reunir las fuerzas que le quedaban para estar preparada por si continuaba la terrorífica aventura. Un cansancio infinito le sobrevino, sus débiles piernas ardían, por así decirlo, en las botas forradas, y tenía la sensación de que sus hombros doloridos estaban «a punto de caer», y a todo esto todavía no se atrevía a relajarse, a distenderse un poco, solo se decidió a mover con lentos giros de la cabeza los músculos doloridos del cuello y a arreglarse con mecánicos gestos, inclinada sobre la cajita de polvos, la cara anegada por el llanto. «Se ha acabado, se ha acabado, ya no debes temer nada», se decía mientras estaba convencida, sin embargo, de que no podía concebir ninguna esperanza, es más, de que ni siquiera podía apoyar la espalda tranquilamente en el respaldo sin correr algún riesgo por desprevenida. Porque el vagón, como el anterior, no solo contaba con quienes ya venían en el tren, sino que había sido ocupado, además, «por la misma tropa de malcarados» que tanto la habían asustado antes, cuando se había levantado de su anterior asiento, de tal suerte que solo podía confiar en que, a modo de garantía de protección, al menos los tres asientos que la rodeaban, los tres últimos del vagón, quedaran vacíos. Por un momento existió alguna posibilidad, por cuanto durante casi todo un minuto (la locomotora silbó dos veces entretanto) no entró ningún otro viajero, pero de golpe, a la cabeza de una última oleada, apareció en la puerta, resoplando, jadeando y haciendo un ruido enorme, una campesina gorda con la cabeza cubierta por un pañuelo, con un inmenso hato, con una cesta y con una buena cantidad de bolsas llenas a rebosar, volvió la cabeza a un lado y a otro («Como una gallina», se le cruzó por la mente a la señora Pflaum) y luego se dirigió decidida hacia ella con el fin de apoderarse, entre suspiros y crujidos, de los tres asientos, con una energía que no admitía réplica alguna, de tal modo que con sus innumerables bultos formó, por así decirlo, una barricada para defenderse a sí misma, y de paso también a la señora Pflaum, de la despreciable turbamulta que la seguía. La señora Pflaum no pudo decir ni una palabra, claro está, y, tragándose su enfado, consideró una suerte que, ya que no podía mantener su espacio protector, al menos no quedara ocupado por aquella banda silenciosa; a todo esto, sin embargo, no pudo consolarse mucho tiempo, por cuanto la desagradable compañera de viaje (y eso que la señora Pflaum solo albergaba un deseo: que la dejaran en paz) se soltó el pañuelo desanudándolo bajo la barbilla y se abalanzó sin titubear sobre ella. «Al menos han puesto la calefacción, ¿qué le parece?». Al oír aquel graznido y al ver aquella mirada penetrante y maliciosa que emergía del triángulo formado por el pañuelo, decidió que, como no podía dejarla ni ahuyentarla, lo más conveniente sería no prestarle atención, de manera que volvió la cabeza de forma ostensible y miró por la ventanilla. Pero la mujer, después de pasear una mirada despreciativa por el vagón, volvió a la carga sin inmutarse: «¿No le importa, no, que le hable? Entre dos se le da mejor a la sin hueso, ¿no cree? ¿Usted para dónde va? Yo, hasta la última estación, a ver a mi hijo». La señora Pflaum la miró con cara de pocos amigos, pero no tardó en comprender que, si seguía sin prestarle atención, tarde o temprano le resultaría embarazoso, de modo que asintió con la cabeza. «Porque, claro —dijo la otra, cada vez más animada—, es el cumpleaños de mi nietecito. Me dice, en Semana Santa me dice, cuando estuve allí, me dice la criaturita: ¿vendrás, no, mama? Porque así me llama mi nietecito, mama me llama. Pues nada, que ahora voy para allá». La señora Pflaum esbozó una sonrisa forzada, pero enseguida lo lamentó, pues a partir de ese momento la mujer habló hasta por los codos. «¡Y mire usted que si supiera la criatura lo que le cuesta a su abuelita a esta edad!… Se pasa una servidora todo el santo día de pie en el mercado con estas piernas varicosas y a la noche acaba rendida, claro. Porque, sabe usted, tengo un huertecito y vendo en el mercado, porque, claro, la jubilación no le alcanza a una para nada. Oiga, que no sé de dónde saca la gente toda esa cantidad de Mercedes relucientes y toda esa fortuna que tienen. Pero ya se lo diré yo, escuche. Robando y estafando, claro que sí. El buen Dios ya no tiene nada que decir en este mundo torcido. Y ¿qué me dice del tiempo horroroso que hace? Cómo va a acabar todo esto, dígame. Porque ya está aquí, claro. La radio dice que hay diecisiete grados, bajo cero, cómo no. Y mire que solo estamos a finales de noviembre. ¿Sabe usted lo que va a pasar? Ya se lo digo yo. Para primavera vamos a estar todos congelados, eso. No hay ni carbón. Solo me gustaría saber qué hacen esos gandules de los mineros en las minas. ¿Lo sabe usted? Pues ya ve». A la señora Pflaum le zumbaba el cerebro bajo esa cascada de palabras, pero por mucho que le costara soportarla, no se animaba a interrumpirla o a obligarla a callar, de modo que, al darse cuenta de que la mujer ni siquiera esperaba de ella que le prestara atención y que bastaba con asentir de vez en cuando con la cabeza, se quedó mirando por la ventanilla en intervalos cada vez más largos con el fin de poner cierto orden en sus agitados pensamientos, siguiendo las luces que pasaban poco a poco, pues a todo esto el tren ya había abandonado la capital comarcal; pero en vano trataba ella de borrarlo de su mente, el abrigo olvidado en el respaldo la inquietaba más que toda aquella gente terrorífica y amenazadora que miraba al vacío. «¿Lo habrán molestado? —se preguntó—. ¿O se habrá emborrachado? ¿O lo habrá dejado con toda la intención…?». Decidió no torturarse con adivinanzas, y, aunque pareciera arriesgado, aclarar si el abrigo seguía allí; así las cosas, salió, pues, a la plataforma del vagón sin hacer caso a la mujer y pasando por entre los pasajeros que viajaban de pie, cruzó el puente de hierro que unía los dos coches y, con sumo cuidado, espió por la puerta entornada. Su presentimiento de la necesidad de averiguar la inesperada desaparición del hombre de la cara hirsuta no la engañó, por cuanto, para su asombro, el hombre estaba sentado de espaldas a ella en el vagón atestado, allí donde había dejado el abrigo, y se remojaba el gaznate con aguardiente, echando la cabeza hacia atrás. Para que ni el hombre ni ninguno de los viajeros mudos se diera cuenta de su presencia (pues en tal caso ni Dios podía quitarle el sambenito de haberse metido ella sólita en el lío), la señora Pflaum contuvo la respiración y volvió al vagón trasero, donde constató estupefacta que su breve ausencia había sido aprovechada por un tipo tocado con un gorro de piel para ocupar descaradamente su asiento, de suerte que ella, como única mujer, tuvo que proseguir el viaje de pie en un extremo del coche y reconocer, al mismo tiempo, su estupidez al imaginar que el hecho de no ver al hombre del abrigo de paño durante unos minutos ya significaba haberse librado de él. A estas alturas daba igual si había ido al lavabo o si había bajado («¿Sin abrigo?») en busca de otra botella de aguardiente hediondo y, a decir verdad, la señora Pflaum tampoco temía que el hombre realizara otro intento en el vagón, protegida como estaba, a su juicio, por la multitud —si es que no se volvía contra ella («a esos ya les bastará mi abrigo de piel, mi estola o el bolso…»)— y por la inaccesibilidad de los coches atestados de gente; al mismo tiempo, sin embargo, su descuido la obligó a considerar una posibilidad peor, es decir, que en virtud de una maldita desgracia («de una orden incomprensible e insondable») fuera prisionera y ya no pudiera liberarse de aquel hombre. Esto era, además de absurdo, lo más desesperante, porque, tras superar el peligro inminente y al recordar de nuevo la escena, ya no le resultaba tan amenazador el que quisiera violarla («¡ay!, ¡qué terrible pronunciar tan solo esta palabra!»), sino el que pareciera una persona que «no conocía ni a Dios ni al ser humano» y, como no temía nada, ni siquiera a las llamas del infierno, era capaz de todo («¡de todo!»). Volvió a ver aquella mirada gélida, la cara tosca y peluda, el guiño oscuro de complicidad; volvió a oír la voz apagada y burlona que le decía: «Soy yo», y estaba segura de que más que haberse topado con un canalla lujurioso, se había salvado de un rabia irracional y destructiva, incapaz de hacer nada que no fuera arrasar con todo cuanto estaba intacto, pues a un delincuente de esta calaña, todo —el orden, la paz, el futuro—, todo le resulta insoportable. «Usted en cambio», la sorprendió la voz chirriante de la verdulera, la cual acribillaba ahora al nuevo compañero de viaje con su interminable perorata, «usted en cambio tiene bastante mal color, no sé si se ha dado cuenta. Mire usted, yo no me puedo quejar. Solo de la edad, y de lo que conlleva. Y de la dentadura. Mire —añadió, abriendo la boca, inclinándose hacia su vecino del gorro de piel y separando con los dedos los labios agrietados para que el hombre pudiera echar un vistazo a su interior—, el tiempo se lo ha comido todo. Pero, claro, yo no dejo que le metan mano. ¡A mí, el médico que no me venga con cuentos! Hasta la tumba ya llego mascujando con lo que tengo, ¿no le parece? Esos salteadores de caminos no se van a enriquecer a mi costa, claro que no, ¡que el diablo les arranque las tripas, caray! Porque mire usted —señaló, mientras sacaba un soldadito de material sintético de una de las bolsas de plástico—, mire lo que cuesta esta porquería. Me crea o no me crea, treinta y un florines me costó. ¡Esta chorrada! ¿Y qué lleva? Pues nada, un fusil y la estrella roja. ¡Y tuvieron la cara de pedirme treinta y un florines! Pero, claro —dijo, al tiempo que guardaba el juguete en la bolsa—, los niños de hoy no se contentan con menos. ¿Y qué hace una servidora? Pues a comprar. A regañadientes, pero a comprar. ¿O no?». La señora Pflaum volvió, asqueada, la cabeza y miró rápidamente por la ventanilla; luego, al oír un estampido sordo, tornó a dirigir brevemente la mirada hacia ellos, pero la apartó y no se atrevió a moverse. No sabía si la mujer había recibido un puñetazo, y el imperturbable silencio tampoco permitió deducir las causas de lo ocurrido, pues aquel vistazo somero e involuntario solo le permitió ver que la verdulera se inclinaba hacia atrás, su cabeza se doblaba hacia un lado y su cuerpo se quedaba inmovilizado por los bultos, y el hombre de enfrente («El que me birló el asiento…») se reclinaba poco a poco en el respaldo, con expresión impávida, desde su posición agazapada. Cuando alguien mata una mosca molesta, se produce algún murmullo, pero en este caso no se oyó ni pío, nadie dijo nada, todos seguían sentados o de pie, inmóviles e indiferentes. «¿Lo estarán aprobando tácitamente? ¿O vuelvo a fantasear?», se preguntó la señora Pflaum. Sin embargo, desechó acto seguido la posibilidad de una alucinación, pues de todo cuanto había visto y oído solo podía deducir una cosa: que el hombre había propinado un golpe a la mujer. Harto de la cháchara, le había dado un puñetazo en plena cara, sin mediar palabra, pensó la señora Pflaum; no pudo ocurrir de otro modo, y era todo tan terrible que se quedó paralizada, al tiempo que un sudor frío le inundaba la frente. La mujer está desmayada, pensó mientras sentía bajar el sudor; el hombre del gorro de piel permanece impávido, la gente también, ¿adónde he ido a parar, por el amor de Dios, entre qué clase de gentuza? Paralizada por la impotencia, solo veía la ventanilla, y el marco de la ventanilla, y su reflejo en el sucio vidrio; luego, cuando el tren, obligado a esperar durante varios minutos, volvió a ponerse en marcha, se quedó contemplando con el cerebro embotado, agotado por las imágenes confusas, encajadas unas en otras, el paisaje vacío y oscuro que se deslizaba en el exterior y la masa compacta del cielo que apenas se destacaba a pesar del resplandor de la luna. Aun así, ni el paisaje ni el cielo le decían nada, y solo se dio cuenta de que estaba a punto de llegar cuando el tren pasó entre las barreras —levantadas— de la carretera que conducía a la ciudad. La señora Pflaum salió a la plataforma, se detuvo ante la puerta y, utilizando la palma de la mano a modo de visera, echó un vistazo a los sombríos establos de la cooperativa agrícola del lugar y a la enorme torre del agua que se alzaba sobre ellos. Desde la infancia, las barreras de la carretera y esos edificios largos y bajos sumidos en las emanaciones del calor animal le anunciaban que había llegado sana y salva a casa; y aunque esta vez tenía especiales motivos para percibir tal sensación de alivio, por cuanto suponía el fin de extraordinarias adversidades, ni siquiera recordó los intensos latidos del corazón con que reaccionaba antaño cada vez que volvía de la capital comarcal después de visitar a unos parientes o de asistir, dos veces al año, con la familia entretanto desmembrada, a una opereta, su forma musical preferida; pues si bien en aquella época, la localidad, con su amistosa calidez, le parecía una fortaleza natural alrededor de su hogar, desde hacía dos o tres meses, pero en particular después de reconocer que el mundo estaba lleno de hombres de cara hirsuta y abrigo de paño, no quedaba nada de aquel mundo entrañable, salvo un gélido laberinto de calles vacías donde hasta las ventanas, al igual que las personas sentadas detrás de ellas, miraban ciegamente al vacío, y el silencio sepulcral solo se veía interrumpido por «los desgarradores ladridos de perros pendencieros». Contemplaba las luces cada vez más cercanas de la ciudad, e incluso cuando el tren pasó por el parque de máquinas de la cooperativa para seguir al abrigo de la hilera de álamos paralela a las vías, apenas visible en la oscuridad, intentó buscar con el corazón oprimido, bajo la luz tenue y lejana de las casas iluminadas y del alumbrado de las calles, el edificio de tres plantas que albergaba su vivienda; con el corazón oprimido, sí, ya que la sensación punzante de alivio causada por su proximidad enseguida fue reprimida por la preocupación de saber que, debido a las dos horas de retraso, ya no podía contar con el autobús nocturno, de suerte que debía hacer, por tanto, el recorrido entre la estación y su casa a pie («y sola»); aparte de que, antes de poder reflexionar sobre el futuro más inmediato, aún tenía que apearse del tren. Por debajo de la ventanilla pasaron pequeños huertos y casitas de madera con los candados puestos, luego se perfiló en la oscuridad el canal helado y, detrás, el viejo molino; sin embargo, la señora Pflaum no veía en ellos una salvación, sino las angustiosas estaciones de una nueva prueba, pues casi se derrumbó al pensar que, mientras ya estaba tan cerca y solo le faltaba un paso para la liberación, a sus espaldas podía producirse en cualquier momento una agresión del todo incomprensible. Bañada en sudor, desesperada, observaba las innumerables pirámides de troncos de pino en el extenso aserradero, luego la decrépita casucha del guardavía, la locomotora a vapor parada en una vía muerta y la luz tenue que se filtraba por los muros enrejados de los talleres ferroviarios. Detrás de ella aún no había movimiento alguno, y seguía sola en la plataforma. Cogió el picaporte helado de la puerta, pero no podía tomar una decisión: si la abría antes de tiempo, podían empujarla al exterior, si lo hacía demasiado tarde, la «banda inhumana y asesina» la alcanzaría. El tren empezó a aminorar la marcha al lado de un convoy de carga inmóvil e interminable y frenó con un chirrido. La puerta se abrió, la señora Pflaum saltó, por así decirlo, al suelo, vio la grava esparcida entre las traviesas, oyó que la seguían y no tardó en encontrarse en la plaza situada ante la estación. Nadie la atacó, pero como una señal de mal agüero relacionada con su llegada, de repente se apagó el alumbrado público de los alrededores y, pronto lo averiguaría, de toda la ciudad. Sin mirar ni a izquierda ni a derecha, sino solo delante de los pies para no tropezar en la oscuridad, se dirigió a toda prisa a la parada, confiando en que el autobús hubiera esperado al tren o en llegar a tiempo para tomar el último de la noche. Pero no había allí ningún vehículo y tampoco podía contar con un «autobús nocturno», por cuanto, según el horario expuesto al lado de la entrada principal de la estación, el último era precisamente el que se marchara poco después de la hora prevista para la llegada de su tren… Para colmo, además, el horario estaba tachado con dos gruesas líneas… En vano había intentado adelantarse a los demás, pues mientras descifraba el horario, un auténtico bosque de gorros de piel, gorras con orejeras y grasientos sombreros campesinos fue llenando la plaza, y cuando reunió fuerzas suficientes para ponerse en marcha y se preguntó de súbito, aterrada, qué quería toda esa gente en el fondo, de pronto tuvo la sensación de ver a aquel al que había olvidado del todo, a aquel cuyo terrible recuerdo había sido borrado, como quien dice, por los viajeros del vagón de atrás, al hombre del abrigo de paño, allá a la izquierda, al otro lado, en medio del gentío; le pareció que miraba alrededor, como si buscara algo, y que luego se daba la vuelta y desaparecía de la vista. Todo ocurrió con tal celeridad, y el hombre se hallaba a tal distancia (aparte de que, en aquella tiniebla, ya no podía distinguir lo real de lo irreal), que no podía estar del todo segura de su identidad, pero la mera posibilidad la asustó tanto que se abrió paso entre la gente, que seguía allí sin hacer nada y que no auguraba nada bueno, y se dirigió casi corriendo hacia su casa por la avenida que conducía al centro de la ciudad. En cuanto al hombre, la señora Pflaum, de hecho, ni siquiera se sorprendió, puesto que, por muy absurdo que resultara (¿y no había sido todo su viaje un absurdo?), algo le sugirió ya en el tren, cuando lo encontró de nuevo y se frustraron sus esperanzas, que su historia con el personaje de la cara hirsuta —el escalofriante intento de violación— no había concluido en absoluto; y como ahora ya no solo había de temer que los «bandidos» la atacaran «por la espalda», sino también que el hombre («si en efecto era él… y no una mera fantasía…») se plantara ante ella surgiendo de cualquier sitio, de cualquier portal, la señora Pflaum caminó como alguien incapaz de decidir si lo más conveniente era retroceder o echar a correr. Había dejado bastante atrás el siniestro rectángulo de la plaza de la estación, así como el cruce de la calle Zöldág que conduce al hospital infantil, pero en la avenida que transcurría en línea recta por debajo de unos castaños pelados no vio la señora Pflaum ni un alma —y eso que le habría supuesto una salvación encontrarse en esos momentos con algún conocido—, y tampoco oyó nada salvo su propio aliento, el ligero ruido de sus pasos, el zumbido del viento que le soplaba a la cara, así como el resoplido suave y continuo de algún aparato lejano e inidentificable que recordaba, más que nada, el ruido de las antiguas sierras a vapor. En medio de la ausencia total alumbrado y de un silencio rígido y sepulcral, no dejaba de luchar contra el poder de las circunstancias que le iban carcomiendo el ánimo; aun así, poco a poco se iba sintiendo como una presa abandonada a su suerte, pues adondequiera que mirara, buscando con la vista la claridad que emanaban las viviendas, tenía la impresión de hallarse en uno de esos lugares sitiados que, al considerar inútil y superfluo todo esfuerzo adicional, renuncian a cualquier signo que revele la arriesgada presencia de seres humanos, confiando en que, a costa de entregar calles y plazas, quienes se ocultan tras las gruesas paredes de las casas estén a salvo de cualquier peligro. Caminando por la acera, irregular debido a la basura congelada en su superficie, pasó por delante del pequeño escaparate de ORTOPED , la otrora popular tienda especializada de la cooperativa de zapateros del lugar, y antes de cruzar la siguiente calle, echó un vistazo, por mera costumbre (pues, debido a la falta de gasolina, apenas circulaban coches, ya incluso el día en que partió para visitar a sus hermanas), a la calle Sándor Erdélyi, llamada simplemente calle «de los Tribunales» por los lugareños, por cuanto transcurría a lo largo del patio de los tribunales (y de la cárcel), cuyos altos muros estaban rematados por alambres de espino. A cierta distancia en la calle, alrededor del pozo artesiano, creyó vislumbrar la sombra de un grupo silencioso, y de pronto tuvo la sensación de que aquel sigilo se debía a que estaban golpeando a alguien. Asustada, echó a correr, y solo aminoró la marcha cuando, después de volver la cabeza una y otra vez, dejó atrás el sólido edificio de los tribunales (y de la cárcel) y nadie salió de allí para abalanzarse sobre ella. Nadie salió de allí, nadie la siguió y nada perturbaba la calma de la ciudad muerta salvo aquel resoplido cada vez más audible, y en la aterradora plenitud del mutismo —ni grito de dolor, ni ruido de golpes, el crimen cometido en torno al pozo artesiano, porque qué podía ser sino un crimen, respondía con su insonora historia al silencio sepulcral del entorno—, ya no le parecía extraño que no hubiera al menos unas cuantas personas; de hecho, en circunstancias normales debería haberse encontrado con uno o dos transeúntes a pesar del aislamiento casi de cuarentena, al menos en este lugar, en el tramo de la avenida Béla Wenckheim próximo al centro urbano. Impulsada por los malos presentimientos, poco a poco empezó a sentirse como si caminara por una pesadilla; luego, al acercarse cada vez más a la fuente de aquel resoplido ya claramente perceptible y ver de pronto, a través de la verja formada por los troncos de los castaños, el enorme artilugio, consideró seguro que estaba simplemente fantaseando a causa del cansancio y del esfuerzo por combatir el miedo, pues en el primer momento, aquello que vio no solo le pareció asombroso, sino directamente increíble. Delante de ella, a escasa distancia, un ingenio fantasmal avanzaba en solitario por el centro de la amplia calzada, si es que podía calificarse de movimiento el triste triquitraque con que el satánico vehículo, luchando por cada centímetro con la exasperante lentitud de una apisonadora, se dirigía hacia el centro de la ciudad: no era como si rodara sobre la superficie venciendo un viento huracanado que soplaba de frente, sino como si tuviera que abrirse paso por una materia densa, viscosa y resistente. El camión, revestido con una chapa ondulada de color azul y cerrado por todos lados, recordaba un gigantesco vagón de tren, estaba pintarrajeado con letras de un color amarillo chillón (y con un incomprensible dibujo marrón oscuro en el centro) y era mucho más largo y mucho más grande, constató perpleja la señora Pflaum, que los enormes camiones turcos que antaño solían atravesar la ciudad; el artilugio, increíblemente tosco, que emanaba un olor dulce a pescado, era tirado, con enorme esfuerzo, por una chatarra antediluviana, humeante y grasienta que parecía un tractor. Cuando lo alcanzó, aminoró un poco el paso a su lado, movida por una curiosidad que relegaba sus temores a un segundo plano, pero en vano contempló las letras extrañas y deformes, signos de una mano poco acostumbrada a escribir, pues su sentido siguió oculto para ella («¿será eslavo…?, ¿será turco…?»); así las cosas, no pudo entender qué objetivo perseguía ni qué buscaba allí el vehículo, en pleno centro de una ciudad muerta, barrida por el viento y asolada por el hielo, ni podía comprender cómo había llegado allí, pues a la velocidad de tortuga con que avanzaba habría tardado años en llegar del pueblo vecino, y tampoco resultaba concebible (aunque no cabía otra posibilidad) que lo hubieran transportado en tren. Aceleró el paso y cuando acababa de dejar atrás el terrorífico transporte y volvió la mirada, vio en la cabina acristalada del tractor a un hombre alto, peludo, de expresión impávida, vestido con una simple camiseta; tenía un cigarrillo en la boca y, al verla en la acera, puso una cara burlona y levantó con parsimonia la mano derecha del volante, saludando así a la mujer que lo miraba desde fuera. Todo esto ya resultaba extraordinario (y solo se veía superado por el hecho de que la torre de carne casi desnuda sentada al volante parecía tener mucho calor en la cabina demasiado caldeada), y la señora Pflaum, mientras se alejaba y volvía una y otra vez la mirada, ya lo veía como un monstruo exótico que, devorando sin remedio todo cuanto encontraba a su paso y dando a entender que todo cuanto dejaba a sus espaldas ya no volvería a ser nunca lo que era, se arrastraba con imparable lentitud bajo las ventanas oscuras de unos ciudadanos que no intuían nada de nada. A partir de ese momento se sintió verdaderamente prisionera de una pesadilla que le provocaba sudor frío y de la que no había manera de despertar; sin embargo, sabía perfectamente que todo esto era real, y mucho. Y entonces tomó también conciencia de que los escalofriantes acontecimientos en que participó, sea como implicada como testigo (el vehículo onírico e inexplicable, la riña en la calle Sándor Erdélyi, la desconexión calculada, por así decirlo, del alumbrado, el gentío inhumano delante de la estación y la figura espantosa del hombre del abrigo de paño, que dominaba todo aquello con su mirada impávida y glacial), no eran solo productos arbitrarios de su imaginación, siempre dispuesta a figurarse lo peor, sino que existía entre ellos una relación indiscutible, un nexo preciso que apuntaba a un objetivo concreto. Al mismo tiempo, sin embargo, empleaba también todas sus fuerzas para no creer en esta idea inconcebible, y confiaba en encontrar una explicación convincente, aunque desoladora, para la presencia de aquella multitud y de este artilugio, para la violencia desatada o, al menos, para el apagón, ya que incluso en esa situación incomprensible no podía resignarse a que, con el orden y la seguridad de la ciudad, desapareciera también la racionalidad. En este sentido, no sufrió una decepción: si bien nada pudo averiguar durante un tiempo respecto al alumbrado apagado, el objetivo y la utilidad de aquel asombroso transporte no permanecieron mucho tiempo a oscuras. Pasó por delante de la casa de György Eszter, una personalidad de gran prestigio en la ciudad, dejó atrás el rumor inquietante del parque que rodeaba el viejo teatro de madera y llegó a la minúscula iglesia evangélica, cuando su mirada se clavó en una cartelera; se detuvo de golpe, se acercó y se quedó parada. Como si no pudiese creer cuanto leía, leyó una y otra vez el texto que parecía obra de unos vagabundos de la periferia; de hecho, le habría bastado echar un somero vistazo, por cuanto la explicación evidente estaba allí, en ese anuncio que tapaba todos los demás y que había sido puesto hacía poco, como lo demostraba la cola aún fresca desparramada por los bordes.

    ¡ATRACCIÓN! ¡FANTÁSTICA ATRACCIÓN!
    LA BALLENA GIGANTE
    MÁS GRANDE DEL MUNDO
    Y otras sensasiones SECRETAS de la naturaleza
    en la plaza Kossuth (plaza del Mercado a la derecha)
    ¡días 1, 2 y 3 de disiembre! ¡Tras exitosa jira europea!!!
    Billetes a 50
    (niños y soldados a mitad de presio)
    ¡ATRACCIÓN! ¡FANTÁSTICA ATRACCIÓN!
    Creyó que si algún día pudiera ver con claridad al menos un fragmento de este caos, le resultaría más fácil orientarse y, por tanto, defenderse en caso de un «eventual derrumbe» (aunque «Dios me guarde de que sea necesario»). Sin embargo, allí delante del anuncio, bañado por una luz escasa, su angustia no hizo más que crecer, ya que así como hasta ese momento el problema había residido en la ausencia de racionalidad en todo cuanto había experimentado como testigo y como víctima, ahora —como si esta «escasez» («La ballena gigante más grande del mundo y otras sensaciones secretas de la naturaleza») fuera de pronto demasiado—, ahora se veía obligada a reflexionar sobre si, en todo esto, no actuaría una razón sólida, pero al mismo tiempo irracional.













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