Páginas

domingo, 8 de diciembre de 2024

Elizabeth Bishop / Recuerdos de Marianne Moore

 


Elizabeth Bishop: Recuerdos de Marianne Moore

Compartimos fragmentos del ensayo donde Bishop, que inició su carrera literaria bajo la benévola tutela de Moore, nos presenta una compleja imagen de su idiosincrásica mentora.


Presentación

Pese a la ostensible ausencia de acontecimientos más o menos memorables en la vida de Emily Dickinson[1] existen, quizás, un centenar de volúmenes que se esfuerzan, con sostenida futilidad, por descifrar “el enigma” de la famosa, excéntrica ermitaña de Amherst. No hay más de media docena, sin embargo, sobre la vida de Marianne Moore…[2] y uno comprende por qué: sería difícil encontrar, en los últimos quinientos años de historia literaria, una escritora más reticente o menos llamativa. Sobre ella podría decirse, quizá, lo que Faulkner deseaba que inscribiesen en su lápida: “escribió los libros y murió”. ¿O se trata acaso de una pertinaz ilusión? En efecto, no todos comparten, semejante perspectiva: en su espléndido ensayo “Conatos de afecto”, la gran poeta norteamericana Elizabeth Bishop –que inició su carrera literaria bajo la benévola tutela de Moore– ha conseguido articular una compleja imagen de su idiosincrásica mentora que disuelve como agua en el agua los numerosos, insignificantes lugares comunes que hasta ese momento pasaban por información biográfica. Aquí traduzco algunos fragmentos selectos de este extenso ensayo.

Conatos de Afecto: Recuerdos de Marianne Moore

Conocí a Marianne Moore en 1934, a través de la bibliotecaria de Vassar College. Ya había leído todos los poemas de Moore que se encontraban en varias antologías disponibles en la biblioteca de la universidad, pero no pude encontrar allí su libro Observations. A decir verdad, no lo había visto en ninguna parte. Un día le pregunté a la bibliotecaria por qué no había ningún ejemplar de Observations, de esa maravillosa poeta Marianne Moore. Desconcertada, me preguntó: “¿Te gustan los poemas de Marianne Moore?” Le contesté que sí, al menos los pocos que había podido leer. “Yo la conozco desde hace años. ¿Te gustaría conocerla?” Yo era dolorosamente tímida, pero me sobrepuse y contesté de inmediato, “sí”. La gentil bibliotecaria me dijo que le escribiría a Moore –vivía en Brooklyn– y que con mucho gusto me prestaría su copia de Observations.

Observations fue una revelación para mí: poemas como “El pulpo” –sobre un glaciar– o “Peter” –sobre un gato– o “Matrimonio” –sobre el matrimonio– me parecieron –y aún me lo parecen– milagros de estilo y composición. ¿Por qué nadie había escrito jamás sobre estos temas de manera tan clara y deslumbrante?…

Un día la bibliotecaria me dijo que Moore estaba dispuesta a reunirse conmigo en New York un sábado por la tarde. Años después descubrí que Marianne sólo había accedido con la mayor reticencia imaginable: en el pasado se había reunido con varias entusiastas de su poesía –todas alumnas de Vassar recomendadas por la bibliotecaria– y siempre la habían decepcionado tanto a ella como a su madre. Probablemente, eso explica las condiciones que puso para sostener nuestro primer encuentro: debía reunirme con ella en el banco situado a la derecha de la puerta que conducía al salón de lectura de la Biblioteca Pública de New York. Las condiciones podrían haber sido incluso más estrictas. Más tarde supe que si ella suponía que le iba a desagradar la persona con la que se reuniría, entonces el encuentro tenía lugar en la cabina de información en Grand Central Station: allí no había posibilidad de sentarse y Moore podía alejarse rápidamente si lo deseaba.

Estaba muy nerviosa, pero me puse mi traje nuevo y tomé el tren a New York. Nunca había visto una fotografía de Marianne Moore; solo sabía que era pelirroja y a menudo usaba un sombrero de ala ancha. Por algún motivo imaginaba su pelo de color rojo brillante y a ella alta e intimidante. Llegué a la hora exacta, incluso un poco más temprano, pero ella ya estaba allí (sin importar cuán temprano llegaras, ella siempre se las arreglaba para llegar primero). Marianne tenía cuarenta y siete años –una edad que entonces me parecía casi ancestral– y su pelo era una mezcla de blanco y rosado. El gran sombrero negro era todo lo que había esperado. Llevaba un traje azul de tweed con una corbata de lazo negra. El efecto era exótico, vagamente el estilo Bryn Mawr[3] 1909, pero al mismo tiempo de notable elegancia. Me senté y ella comenzó a hablar.

A veces me parece como si Marianne hubiera hablado conmigo ininterrumpidamente los próximos treinta y cinco años, pero, como es natural, eso no tiene sentido: la mayor parte de ese tiempo yo vivía en otro país y solo podía verla muy de vez en cuando. Creo que ella fue una de las más grandes conversadoras de nuestra época: entretenida, perspicaz, fascinante y memorable; su conversación, como su poesía, no se parecía a la de ninguna otra persona. No sé de qué habló en ese primer encuentro; ojalá hubiese llevado un diario. Como ignoraba –afortunadamente– las tribulaciones de las muchachas de Vassar que me precedieron comencé a relajarme e incluso pude hablar un poco. Como el famoso circo Barnum and Bailey estaba de gira por New York se me ocurrió –quién sabe por qué– invitarla: creo que mi larga amistad con ella se debe a esa visita, producto de una súbita inspiración: en ese momento no sabía que ella siempre iba al circo cuando este venía a la ciudad. Cuando aceptó regresé a mi ciudad, exultante.

El circo

Llegué muy temprano a Madison Square Garden –habíamos elegido esa hora porque deseábamos ver los animales antes del espectáculo– pero Marianne ya estaba allí. Llevaba dos grandes bolsas de tela azul –una colgando de cada brazo– y dos enormes bolsas de papel. Me entregó una de inmediato y dijo que contenían pan rancio para los elefantes porque, según dijo, era uno de los alimentos que más disfrutaban (más tarde pensé que el pan fresco también les habría gustado, pero supongo que Marianne se preocupaba por la salud de los elefantes) […] En cualquier caso, tenía razón: los elefantes adoraron el pan rancio. Después vimos una extraña serpiente en una jaula: por un instante pareció levantar la cabeza y mirarnos directamente. “¿Ves?”, dijo Marianne, “se acuerda de mí”. Una broma, pensé, pero acaso no del todo…


260 Cumberland Street

Tras graduarme en Vassar viví un año en New York. A lo largo de treinta años he regresado allí muchas veces, pero fue en este primer año que llegué a conocer bastante bien a Marianne Moore y su madre, fue entonces que me acostumbré a visitar su pequeño apartamento en Brooklyn. Era en el cuarto piso de un edificio bastante feo, pintado de amarillo. Después de tocar el timbre abajo para que me abriesen siempre me apresuraba para llegar al cuarto piso antes de que Mariane bajara en el minúsculo elevador para recibirme, pero casi nunca lo conseguía. Una saleta muy estrecha, que parecía aún más angosta por los anaqueles atestados de libros que cubrían las paredes, conducía a la sala. En el borde del librero más cercano a la puerta estaba el famoso cuenco lleno de monedas para pagar en el metro. Todos los visitantes recibían una moneda antes de irse, lo quisieran o no, era absolutamente de rigueur. Tras intentar rechazarlo un par de veces me resigné y al salir simplemente cogía una moneda sin decir nada; eventualmente Marianne me recompensó diciéndole a una amiga que se resistía: “Elizabeth es una aristócrata; ella agarra el dinero y ya”.

[…] siempre me sentaba en la misma butaca y había un cenicero en una pequeña mesa situada frente a mí, pero me esforzaba por no fumar más de uno o dos cigarros por visita e incluso ninguno: me daba la impresión de que la madre de Marianne desaprobaba el hábito. En una ocasión, cuando ya me iba, observé una gran quemadura en el balaustre de la escalera y lo comenté. La señora Moore suspiró melancólicamente y dijo: “Fue Ezra. Vino a visitar a Marianne y dejó aquí su tabaco encendido porque sabía que yo no soporto los tabacos”. Muchos años después, en el hospital St. Elizabeths, le repetí esa anécdota a Ezra Pound. Se rio a carcajadas y respondió: “¡No me he fumado un tabaco desde que tenía dieciocho años!”.

La señora Moore tenía más de setenta años cuando la conocí: muy seria –casi solemne– pero capaz de ironía y extremadamente devota. Había dado clases de literatura inglesa y su dicción era johnsoniana. Hablaba con mayor lentitud que ninguna otra persona que haya conocido. Un ejemplo de su manera de hablar ha permanecido en mi memoria durante más de cuarenta años. Marianne estaba en la cocina preparando té y yo estaba sola con la señora Moore. Observé que el último poema publicado por Marianne, que no era, como tantos otros, sobre animales, me parecía admirable. La señora Moore replicó: “Sí. Estoy muy contenta… de que Marianne haya decidido… dejar en paz por un tiempo… a los habitantes del zoológico”. Marianne veneraba a su madre: un escritor famoso y refinado que conocía a Marianne desde su juventud y la admiraba enormemente no fue invitado nunca al apartamento en Cumberland Street a pesar de que sus amigos sí lo fueron. En una ocasión pregunté inocentemente por qué no lo veía nunca allí. Marianne me miró con severidad y respondió: “Él contradijo a Madre”.

Por supuesto, podría decirse que la atmósfera en 260 Cumberland Street era “anticuada” pero en verdad era más que eso: etérea, artificial, como si uno estuviese en una cápsula con las reliquias de una civilización perdida que de alguna forma se había infiltrado a través de la burda atmósfera del siglo XX. Resultaba desconcertante abandonar la cápsula con tu moneda, caminar hacia el metro y recordar tantas cosas en los cuarenta y cinco minutos del viaje a los suburbios: historias, frases, la desacostumbrada cortesía, la etiqueta exquisitamente prolongada: era difícil reconciliar todo eso con el tortuoso viaje, las calles sórdidas y la hilera interminable de rostros indiferentes. Y, sin embargo, nunca abandoné Cumberland Street sin experimentar algo parecido a la felicidad: exultante, incluso inspirada, resuelta a ser amable, a trabajar más, a ignorar lo que la gente pensara de mí, a no publicar nada si no era de primer orden (sin preocuparme en lo más mínimo cuántos años tomase y aun si no publicaba jamás).[4]

Para utilizar una imagen relacionada con el agua: de alguna manera, bajo la presión subacuática en 260 Cumberland Street –admoniciones, reticencias, principios, mero estoicismo– Marianne ascendía victoriosa, o para ser más exactos su voz ascendía, en un incesante chorro de deslumbrantes burbujas. Yo había estudiado química en la secundaria y podía imaginar cómo se formaban en esa agua las elaboradas, lógicas estructuras que se convirtieron en sus poemas.

La escritura y algunos escritores

En una ocasión, observé en la cocina de 260 Cumberland Street una canasta de las que se usan para almacenar tomates o manzanas repleta de papeles estrujados, algunos mecanografiados, algunos cubiertos por la caligrafía de Marianne: eran los borradores de una breve reseña que ella había escrito sobre un poemario de Wallace Stevens. Cuando se publicó me pareció muy hermosa y todavía me lo parece. Sin embargo, Marianne decidió no incluirla en la recopilación de sus ensayos: no estaba a la altura de su riguroso criterio estético.

Si estaba dispuesta a esforzarse tanto con una reseña de dos páginas, uno apenas puede imaginar cuánto trabajo implicó la escritura de un poema como “El jerbo” o “Él digirió el duro hierro”, con sus elaboradas rimas y esquemas prosódicos. Cuando no trabajaba en su estudio ella ponía el poema que estaba escribiendo en un sujetapapelesy lo llevaba consigo por el apartamento, “incluso cuando limpio o friego lo platos, Elizabeth”.

Los críticos han escrito sobre su uso de rimas “ligeras”. Ella solía decir que en principio estaba contra la rima. Sin embargo, cuando me leía poemas resultaba obvio que las disfrutaba enormemente y a menudo levantaba la vista, se ajustaba los espejuelos y exclamaba que eso era “entusiasmo”: su elogio favorito.


En Observations ella parece haber estado indecisa: oscilando entre el verso libre y su propia rigurosa estructura métrica, con sus variaciones sobre la rima “ligera”. Aunque aún decía que desdeñaba la rima, esta pareció prevalecer durante años. Sin embargo, cuando publicó su Poesía reunida (1951) ya había comenzado a revisar minuciosamente algunos de los poemas más hermosos y fueron precisamente esas rimas y patrones prosódicos, tan cuidadosamente elaborados apenas unos años antes, los más afectados.

El problema con las rimas y metros tradicionales se intensificó durante los siete años (1946-1953) que Marianne trabajó en su traducción de las Fábulas de La Fontaine. Para divertirme yo había elaborado la teoría según la cual Marianne poseía un sentido de la rima y de la métrica muy diferente de cualquier otro poeta. Ella no se parecía a nadie; nadie hablaba como ella; sus poemas mostraban una mente que no tenía casi nada en común con el resto de la humanidad y sus nociones sobre la prosodia y la rima estaban muy lejos de cualquier convención: ¿por qué no creer que los antiguos metros ingleses, que tan naturales nos parecen (o en todo caso nos parecíanno eran para ella en absoluto naturales? ¿O que ella se había sintonizado, desde su nacimiento, con un ritmo diferente? ¿O acaso la explicación era sencillamente que tenía un oído mucho más sensible que la mayoría de la gente y, como había comenzado a escribir en un período de grandes cambios en la poesía, ella había sido capaz de aprovecharlo y experimentar a sus anchas?

Cuando visité New York durante esos años, casi siempre me mostraba la fábula que traducía en ese momento (a veces me la leía por teléfono) y, a menudo, me pedía que elaborase alguna rima o que le dijese si la métrica funcionaba: una extraña petición cuando consideramos que se trataba de una de las supremas artífices en la poesía anglonorteamericana de esa época (quizás de cualquier época): alguien cuyo refinamiento y saber técnico ponían de relieve la relativa falta de sofisticación de casi todos los poetas contemporáneos. Hablamos de alguien que se negaba a rimar “piedra” con “hueso” [stone with bone] y que rechazaba las onomatopeyas.

[…] su escrupulosa, estricta honestidad podía llegar a extremos de literalismo puritano (angloirlandés y presbiteriano) que me desconcertaban. En una ocasión, vimos una película excepcionalmente hermosa, un documental sobre África con miríadas de gacelas y jirafas moviéndose a través de las praderas y lo disfrutamos muchísimo. Entonces apareció una manada de elefantes y el narrador hizo algunos comentarios sobre sus patas y la potencia de sus pisadas. Le susurré a Marianne que parecía como si las patas de los elefantes fuesen levantadas por hilos invisibles. Al día siguiente me llamó y citó mi frase sobre la forma de andar de los elefantes. De pronto dijo: “Elizabeth, te daré diez dólares por eso”. Como de costumbre, no había manera de saber si hablaba en serio. Creo que le respondí algo así como, “por favor, Marianne, si lo deseas úsala”, pero no creo que lo haya utilizado jamás en un poema. Por otra parte, debo reconocer que hubo algo que sí me molestó un poco: una vez utilizó una frase mía en un verso sin reconocerlo […] quizás sea una tontería y ciertamente es algo tan alejado de su ethos que aún hoy me resulta incomprensible. Por supuesto, prefiero no pensar en todo lo que podría haber tomado de ella inconscientemente. Quizás todos somos urracas.

Los sentimientos más profundos
se muestran en el silencio;
no mediante el silencio, sino en la contención.

Estas líneas de un poema temprano son simplemente otra de las convicciones de Marianne. Como Auden, a quien admiraba, ella creía que el comportamiento refinado –y también la escritura– exigía cierta reticencia.

[…] rara vez expresaba su opinión sobre otros escritores y las que recuerdo son, como mínimo, ambiguas o ambivalentes. Marianne desarrolló en grado superlativo la estrategia de criticar con falsas alabanzas. Un escritor que me desagradaba –y sospecho que también a ella– fue elogiado en numerosas ocasiones por “su espléndida camisa, tan limpia”. Un día que nos reunimos en New York me dijo que acababa de encontrarse con Djuna Barnes, tras muchos años sin verla, en los escalones de la Biblioteca Pública. Curiosa, le pregunté cómo era Djuna Barnes. Hubo una larga pausa y finalmente Marianne dijo: “Bueno… lucía muy elegante y sus zapatos estaban relucientes”.

Lo que impresionaba a muchos era la originalidad y frescura de su dicción –incluso en las conversaciones más despreocupadas– así como su virtuosismo polisilábico. Una amiga me contó que una vez en una fiesta para escritores y artistas le presentó a Marianne a un pintor con la frase: “La señora Moore tiene el vocabulario más interesante de todas las personas que conozco”. Eso deleitó a Marianne y poco después utilizó en una oración –de manera improvisada pero precisa– una palabra que ya no recuerdo pero que significa “una adicción en ciertos animales a lamer los números iluminados en los relojes”. En la misma fiesta esta amiga le presentó al (relativamente) joven crítico de arte Clement Greenberg. Para sorpresa de mi amiga, y sin duda alguna para sorpresa del señor Greenberg, Marianne parecía conocer su escritura y al estrechar su mano dijo: “Oh, el temerario señor Greenberg”.

[…] me parece imposible sacar conclusiones o generalizar. Cuando lo intento me veo inmersa en una especie de trance: veo, en el ojo de la mente, una letra M que se multiplica. Paso las páginas de un manuscrito y veo la letra una y otra vez: el monograma de Marianne: madre, modales, moral y murmuro: “Modales y moral; ¿los modales como moral? ¿O es acaso a la inversa?” Como Alicia,[5] “inmersa en una niebla onírica”, no puedo responder ninguna pregunta, pero quizás no tenga demasiada importancia, de una forma o de otra: parece tener sentido.

1970


Notas:

[1] Aunque, como es natural, cada uno de los 1775 poemas que pergeñó es un acontecimiento verbal de primer orden. Pero aquí me refiero a lo que acontece más allá de la escritura y su vida fue sobre todo cosa mentale.

[2] Su obra es otro asunto: tras la publicación de New Collected Poems en el 2017 (con varios poemas inéditos) han aparecido varios libros y decenas de artículos en torno a su poesía.

[3] Importante universidad norteamericana (en la época exclusivamente para mujeres).

[4] No se trata, en el caso de Bishop, de una mera frase: apenas publicó cien poemas en cincuenta años de incesante escritura. Tras escrutar su archivo en 1980, los herederos de su patrimonio literario descubrieron más de doscientos textos inéditos: casi cualquier otro escritor se habría apresurado a publicarlos, pero Bishop parece haber compartido el credo borgiano: “La noción de un texto perfecto pertenece a la teología o al cansancio”.

[5] Se refiere a Alice in Wonderland, de Lewis Carroll.


https://rialta.org/elizabeth-bishop-recuerdos-de-marianne-moore/


RIALTA


No hay comentarios:

Publicar un comentario