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jueves, 3 de agosto de 2023

Iris Murdoch / Una escritora independiente

Somerville College, 1903. 

Murdoch: Una escritora independiente


En el centenario de su nacimiento celebramos la figura de Iris Murdoch, dublinesa de nacimiento pero londinense de corazón, mujer singular para su tiempo. Su rareza radica en su independencia de las ideas filosóficas y formatos novelísticos del momento, y en que su vida sentimental y profesional fueron indivisibles.


Fundación Juan March
12 de junio de 2020

Iris Murdoch dio clase en Oxford y dedicó su primer libro a Jean-Paul Sartre, se codeó con los intelectuales del círculo de Wittgenstein, tuvo tortuosas relaciones con su marido y con el Premio Nobel Elias Canetti… Y fue creadora de una prolífica y extensa obra en la que exploró la problemática de la moralidad y la bondad en el hombre.

En enero de 2019, en el centenario de su nacimiento, el filólogo, editor y crítico Ignacio Echevarría realizó este recorrido por la vida y obra de la escritora y filósofa.


Ignacio Echavarría
SOBRE IRIS MURDOCH

https://www.youtube.com/watch?v=7u0oExNGmS0&t=89s

Inicios

“Mis padres fueron muy felices juntos. Se querían mucho. Ellos me querían y yo los quería, así que la nuestra fue una trinidad muy feliz”.

Así describía Iris Murdoch (1919, Phibsborough, Dublín, Irlanda- 1999, Oxfordshire, Reino Unido) la magnífica relación que tenía con sus padres. Iris nació el 15 de julio de 1919 en Dublín, en el seno de una familia protestante, aunque se educó en Londres desde bien pequeña.

Sus padres quisieron dar la mejor educación posible a su hija. Gracias a sus esfuerzos, ingresó en 1938 en el Somerville College de Oxford para estudiar Filología clásica de Historia Antigua y Filosofía, con toda una generación de mujeres que más tarde destacarían en el campo de la filosofía moral, como Philippa Foot o Elizabeth Anscombe. En Somerville, fue alumna predilecta de Donald MacKinnon y de Edward Fraenkelel, y ese fue el primer lugar donde fraguó un tipo de relación que sería frecuente durante toda su vida: la de las relaciones cuasi eróticas con maestros o gente a la que admiraba.

Oxford

“Cuando nuestra relación se hizo más seria […] Iris mencionó una o dos veces el mito de Proteo. Fue una respuesta a mi desesperado comentario de que no la entendía, o de que no entendía a la mujer en que se transformaba para las numerosas personas con las que se relacionaba. “Acuérdate de Proteo”, solía decirme. “Tú no me sueltes y todo irá bien”” — John Bayley sobre su relación con Iris Murdoch.

Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, Murdoch fue a servir en la UNRWA, una institución de las Naciones Unidas que desarrollaba ayuda para refugiados. Fue allí donde conoció a Jean-Paul Sartre, y quedó tan fascinada que le dedicaría el primero de sus libros, Sartre: un racionalista romántico (1953).

Terminada la guerra, reemprendió sus estudios en Cambridge y conoció a una persona decisiva para ella: Ludwig Wittgenstein. El filósofo daba clase y pronto introdujo a Iris en su círculo. En estos años de estudiante, y en palabras de la escritora, estuvo “ávida de movimiento, de acrobacia, de ruido”. En 1948 comenzó a dar clases de filosofía en el St Anne’s College de Oxford, donde, seis años más tarde, publicó su primera novela, Bajo la red (1954)que tuvo un éxito considerable y con la que se aseguró que aquella era su vocación.

Iris Murdoch en 1974

La mujer más brillante de Inglaterra

“Siempre respondía a los admiradores que le escribían. Escribía cartas largas, esmeradas, dirigidas a una persona, no a un simple admirador. Eran cartas de verdad, aunque no conociera o, probablemente, nunca fuese a conocer a la persona a la que estaba escribiendo” — John Bayley sobre la relación de Iris Murdoch con sus lectores.

En la década de los ochenta, Iris Murdoch ya era popularmente considerada “la mujer más brillante de Inglaterra”, y se codeaba con los grandes escritores y filósofos de su tiempo. Cuenta Ignacio Echevarría que, a finales de los sesenta y hasta bien entrados los setenta, Iris Murdoch escribe, a un ritmo realmente frenético, una secuencia de novelas extraordinarias. El sueño de Bruno (1969); Una derrota bastante honrosa (1970); Un hombre accidental (1971); El príncipe negro (1973); La máquina del amor sagrado y profano (1974); El hijo de las palabras (1975); Henry y Cato (1976) y El mar, el mar (1978), que pasa a ser para muchos su obra máxima y que consiguió el más prestigioso de los premios literarios que se conceden en Inglaterra: el Premio Booker.

Murdoch perteneció a un grupo de novelistas de habla inglesa –con Elizabeth Bowen, Penelope Fitzgerald y Honor Tracy–, cultas, que no pertenecían, ni querían pertenecer, a los circuitos literarios ni aspirar al canon. Mantenían una relación cercana con los lectores y se permitían hacer novelas llenas de aventura y de riesgo, sin caer en el formalismo de la vanguardia.

Últimos años

Murdoch continuó escribiendo hasta el final de sus días (Una rosa silvestre (1984), El buen aprendiz (1986), La negra noche (1993)…), fue nombrada “Dama del Imperio Británico” por Isabel II y viajó por todo el mundo dando charlas. En 1995, durante una conferencia en Jerusalén ocurrió algo extraño: se quedó muda al intentar responder a la pregunta de un periodista. Dos años más tarde fue diagnosticada de Alzheimer y, finalmente, murió un 8 de febrero de 1999.

John Bayley jamás se separó de su lado y, mientras la cuidaba, comenzó a escribir una controvertida retrospectiva de sus relaciones (Elegía a Iris, 2000). Un año más tarde, Richard Eyre dirigió Iris (2001)una película sobre la vida y obra de la escritora, protagonizada por Kate Winslet y Judi Dench, que, en palabras de Echevarría, “hace muy poca justicia a los libros que Bayley escribió”.

Relaciones tormentosas

Oxford fue también el lugar donde Iris se encontró con otra de las personas que influirían terminantemente en su vida: John Bayley, un estudiante –y futuro crítico literario– del que no se separó hasta su muerte. La de Bayley y Murdoch era una relación singular: “Yo sabía que Iris tenía varios amantes […] también intuí […] que, habitualmente, ella concedía sus favores por admiración o respeto, en virtud más de los atributos divinos que de los meramente físicos o sexuales de los hombres que la solicitaban. A los hombres, que eran como Dioses para ella, también los consideraba eróticos, pero el sexo le parecía un elemento marginal, no un fin en sí mismo”, explicaba Bayley. La vida sentimental de Iris siempre fue inherente a su obra. En su novela, utiliza los malentendidos amorosos como una herramienta filosófica, en un ejercicio, quizás, de desahogo o de sinceridad indirecta. “Todo artista es un amante desgraciado. Y los amantes desgraciados quieren contar su historia”, decía en El príncipe negro (1973).

Uno de estos casos es el de la tormentosa relación que Iris tuvo con Elias Canetti. No acabaron en buenos términos, quizás porque –como cuenta Echevarría– “Canetti fue un gran odiador, un infalible detector de imbecilidades, un verdadero maestro de la ira y de la queja insaciable”. En un texto póstumo, Fiesta bajo las bombas (2005), Canetti decía sobre ella que “Iris se sentía muy agradecida hacia aquellos a quienes había robado el espíritu”, y que “en el transcurso de los años no olvidó a nadie que alguna vez hubiera hecho el bien. Tratando con ella observé por primera vez esta fidelidad a muchos. En sus sentimientos hacia todos, Iris era una poeta. Nunca olvidó a quienes había comprendido”. Así era la verdadera naturaleza de Iris Murdoch: versátil, curiosa y proteica.

La filosofía moral

Iris fue, sobre todo, una filósofa. Optó por la filosofía moral en un momento en el que esta carecía de cualquier tipo de crédito en los ámbitos académicos e intelectuales de Europa, pero no le importó adoptar una posición excéntrica en el panorama de los grandes pensadores de su tiempo. Cuenta Andreu Jaume, editor y traductor de La soberanía del bien (1970), que “Iris Murdoch se dispuso a pensar en un mundo filosóficamente exhausto, y lo hizo en el contexto de una Europa en ruinas”.

Añade Jaume que Wittgenstein había invalidado la tradicional constitución del sujeto y había establecido una relación de desconfianza hacia el lenguaje, y que, en el otro extremo, Heidegger había desmantelado la metafísica de occidente sin acertar a proponer una ontología alternativa. De estas dos posiciones se derivarían las dos corrientes con las que compitió el pensamiento de Iris Murdoch: la filosofía analítica inglesa y el existencialismo francés la filosofía de moda en las décadas de la posguerra europea–. Escoltando estas corrientes filosóficas estaban los dos grandes pensamientos hegemónicos del momento: el marxismo, con su versión materialista del sujeto y su concepción social de la dimensión humana, y el psicoanálisis, que Murdoch respetaba, pero que describía así: “Es un sistema egocéntrico de energía cuasi mecánica, determinado en gran parte por la historia individual del sujeto cuyos atributos naturales serían sexuales, ambiguos y difíciles de comprender o controlar por él mismo”.

Es decir, este marco filosófico despojaba al sujeto de toda sustancia. El pensamiento mayoritario defendía que los juicios morales no eran factuales ni eran verídicos, eran comprobables y, por tanto, desechables. Una imagen del hombre de corte conductista, existencialista y utilitaria, en donde la moral dependía de los actos públicos del sujeto y no de su mundo interior.

Haciendo gala de nuevo de su grandísimo sentido de la independencia, Iris Murdoch defendió su postura. Todo su trabajo consistió en restituir la condición de vida normal al interior de las personas, que plasmó en uno de sus dos grandes libros sobre filosofía, La soberanía del bien (1970). Iris defendió toda su vida una filosofía moralista que puede no expresarse, pero que tiene presencia y eficacia dentro de la mente del sujeto.

Jan Saenredam. ‘Alegoría de la caverna de Platón’. Litografía, 1604. / Archivo: British Museum

De Platón y cómo ser un hombre bueno

“Pareces sostener algún punto de vista general que te ciega para cosas inmediatas y evidentes de la vida humana. Experimentamos la diferencia entre el bien y el mal. La maldad y el bien que da la vida. Experimentamos las puras alegrías del arte y de la naturaleza. No somos pobres gorriones y es un romanticismo teológico decir que lo somos. Muy bien. Carecemos de garantías, pero sabemos que algunas cosas son ciertas” — Una derrota bastante honrosa, Iris Murdoch (1970).

Iris Murdoch trabajó desde la convicción de que la vida interior constituye una categoría moral. “Los filósofos deben intentar inventar una terminología que muestre cómo nuestra psicología natural puede ser alterada por conceptos que van más allá de su registro”, postulaba. ¿Pero cuáles son esos conceptos? A la hora de intentar buscar una respuesta, Iris recurrió a Platón.

Platón será la gran referencia filosófica de la escritora en un momento en el que era una figura literaria completamente carente de interés para la filosofía del momento. A él dedica el libro El fuego y el sol: Por qué Platón desterró a los artistas (1977) y, a partir de entonces, toda su filosofía moral consistirá en relacionar el bien con lo real. Como explica Echevarría, “todo el proceso de construcción de la moral por parte de Iris Murdoch parte de la idea de destruir las ilusiones y las falsedades que nos impiden ver la realidad en sí misma”. Un concepto muy ligado a la famosa alegoría de la caverna platónica. El bien es ver lo real en sí mismo: olvidar el yo y ver la realidad tal cual es.

Además, hubo otro concepto que marcó toda la obra de Iris Murdoch. Encontrar una respuesta en la ética a algo tan simple como el ser buena persona. A propósito de Platón, dice la escritora: “Siempre le preocupó cómo puede la gente cambiar su vida para volverse buena”. Y se pregunta: “¿Cómo es un hombre bueno?” ¿Podemos hacernos moralmente mejores? Son preguntas que un filósofo debería intentar responder. Al reflexionar sobre ello nos damos cuenta de que sabemos muy poco sobre los hombres buenos”.

El buen arte

“El arte trasciende las limitaciones egoístas y obsesivas de la realidad y es capaz de ampliar la sensibilidad de su consumidor. Es una especie de bondad por poderes, por encima de todo nos muestra el vínculo en los seres humanos entre la visión clara y realista y la compasión” — Iris Murdoch sobre el artista.

Añade Echevarría que los hombres buenos, que ejercen una fascinación especial sobre toda la cultura del siglo XX –mención especial a Kafka y al Bartleby de Melville– parecían atraer especialmente la atención de la filósofa.

En cualquier caso, Iris Murdoch no solo traslada esta premisa de “cómo ser bueno” a toda su obra filosófica y literaria, sino también a su propia concepción como artista. Fue una gran aficionada a la pintura, porque le fascinaba la manera en que el artista miraba una realidad que plasmaba en el lienzo de un modo nuevo. “Es un ejercicio especial de discernimiento para la inteligencia en relación con lo real. Y, si bien la forma estética contiene elementos de truco o de magia, la forma en el arte, al igual que en la filosofía, tiene el propósito de comunicar y de revelar la realidad”, explicaba. En esta idealista y ferviente defensa del valor altísimo del artista Iris Murdoch coloca al arte, lenguaje supremo, a la misma altura que la filosofía.

La novela

“Las palabras son los símbolos más sutiles que poseemos y nuestra producción humana depende de ellas” — La soberanía del bien, Iris Murdoch (1970)

Existe una continuidad entre la Iris filósofa y la Iris novelista. Ella busca en la novela el lenguaje y las herramientas que la filosofía no puede proveerle. Teniendo en cuenta la voluntad de la escritora de aplicar la moral al mundo interior de las personas, ¿qué podía ser mejor referencia que la gran novela decimonónica? Tolstói, Proust, Henry James… en estas novelas encontró el género con el que explorar la vida interior de las personas de una manera profunda.

Además, Murdoch apoyaba de manera vehemente que el filósofo debía aprender de la novela a bucear en la interioridad de sus personajes. “Somos hombres y somos agentes morales antes que científicos. En lugar de la ciencia, en la vida humana debe discutirse con palabras. Esa es la razón por la que es más importante, y siempre lo será, saber sobre Shakespeare más que sobre cualquier científico”, sentenció.

Guido Reni, Atalanta e Hipómenes, 1618–19. / Archivo: Museo del Prado

El amor y el enamoramiento

El “Mago”, intelectual poderoso e intimidante; el “joven inocente”; el “santo” o “ángel”; el “Duende”… en las novelas de Iris Murdoch siempre hay una serie de personajes recurrentes y reconocibles. Echevarría habla de la novela de Murdoch como un gran tablero de juego en el que cada personaje es una pieza fundamental con el que se resuelven problemáticas morales. Pero, si hay algo esencial en la partida, si ella escoge un tablero, es el del amor.

Los enredos amorosos juegan un papel muy importante en las novelas de Murdoch, que beben de la tradición teatral de las comedias amorosas del Shakespeare de la primera época, donde el amor es el agente de nuestro acercamiento a los demás. Pero el amor también es egocéntrico, vanidoso y egoísta. Apunta Echevarría que, en ese sentido, “Iris escoge bien el campo de juego”. Porque el amor le ofrece todo el tipo de complejidades que permiten al sujeto derivar hacia el bien o hacia su contrario.

Pero en la novela de Iris Murdoch no es lo mismo el amor que el enamoramiento. El enamoramiento, –esa obnubilación, ese trastorno que hace que solo podamos concentrarnos en una única persona– es, como explica Murdoch en El sueño de Bruno (1968)“una cosa extraña. No hay duda de que él, y solamente él, mantiene el mundo en movimiento. Es nuestra única actividad significativa. Todo lo demás es solo polvo y oropel y humillación del espíritu. Pero, por otra parte, cuántos problemas causa. Cuántos sueños imposibles crea. Cómo nos mueve a abrazar los pies de lo inalcanzable”.

En las novelas de Iris, esa especie de milagro de la experiencia que supone el enamoramiento desencadena situaciones completamente imprevisibles. Y, en un último guiño, añade Echevarría: “Yo estoy convencido de que Iris Murdoch es una novelista enormemente herética dentro de lo que es el canon realista. Sus novelas están llenas de casualidades inaceptables y juega siempre con un concepto de verosimilitud que pone en tensión la credulidad del lector”.

Ya sea amor, enamoramiento, sexo, filosofía moral, ética o épica, Iris Murdoch no deja a nadie indiferente.

Para saber más…

  • Sobre Iris Murdocheste artículo de Horst Tappe para El Mundo y este otro de Andreu Jaume, el editor de su libro La soberanía del bien (1970), para El País.
  • Sobre Elizabeth Anscombe, Philippa Foot, Mary Midgley e Iris Murdochesta charla de Rachael Wiseman para Women in parenthesis donde se plantea la existencia de una escuela filosófica femenina.
  • Sobre la relación amorosa entre Iris Murdoch y Philippa Footeste artículo de Anne Chisholm para The Guardian.
  • Sobre la retrospectiva de John Bayley, el libro Elegía a Iris (1999).
  • Sobre Fiesta bajo las bombas: los años ingleses (2005), el libro póstumo en el que un pérfido Elias Canetti habla sobre los personajes de Inglaterra, este artículo de Miguel Mora par El País.
  • Sobre el concepto de contingencia y de bondad en Iris Murdoch y Ludwig Wittgensteineste libro.
  • Sobre la conferencia (video, arriba) en la que profundizamos en la vida y obra de esta reconocida escritora: Iris Murdoch, en su centenario (1919–2019) de Ignacio Echevarría.




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