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viernes, 4 de agosto de 2023

Edna O’Brien / “Ahora lo ‘cool’ es hacer desaparecer las emociones”

Edna O’Brien: “Ahora lo ‘cool’ es hacer desaparecer las emociones”
EDNA O'BRIEN
Foto de Javier Salas


Edna O’Brien: “Ahora lo ‘cool’ es hacer desaparecer las emociones”



Anatxu Zabalbeascoa
13 de diciembre de 2016

EDNA O'BRIEN (Tuamgraney, Irlanda, 1930) ha aprovechado cada novela para denunciar algo. Eso la ha convertido en una escritora incómoda que muchos han querido silenciar. El presidente irlandés, Michael Higgins, reconoció hace un año que el país estaba en deuda con ella, tras entregarle el máximo galardón de las artes, el Saoithe in Aosdána, lo que la equiparó a nombres como Samuel Beckett y Seamus Heaney. También la Nobel canadiense Alice Munro le escribió para decirle que se dedica la literatura gracias a ella.
Su valentía ha convivido con una repu­tación labrada en las columnas de sociedad de la prensa británica gracias a su cercanía al mundo del cine. En sus memorias, publicadas hace tres años, conviven su amorío con Robert Mitchum y la narración de una huida constante: de su familia, de su marido, del catolicismo o del esquematismo feminista. En 1960, su primer libro, Las chicas de campo –una de las grandes novelas irlandesas–, le sirvió, entre otras cosas, para tomar la decisión de separarse de su marido, el escritor Ernest Gébler. También le costó las relaciones con su entorno: el párroco de su pueblo –en el corazón de la Irlanda rural– quemó un ejemplar en la plaza. De los celos de su marido dio cuenta su hijo Carlo en el libro Father and I, en el que narra cómo Gébler rechazaba, haciéndose pasar por su esposa, propuestas de trabajo en universidades o para transformar una novela en película, y a cambio ofrecía sus propios escritos diciendo que tenían más calidad.
“tuve dramas e infelicidad, el gran ingrediente para la ficción. Sin problemas, ¿de qué escribirías? ¿de que estás casada con un dentista?”.
En un ejercicio más de valentía, ha venido a España con casi 86 años a presentar su última novela, La sillitas rojas (Errata Naturae), sobre un personaje inspirado en la figura del poeta, psiquiatra y genocida serbio Radovan Karadzic. O’Brien posa en un coqueto hotel con jardín del centro de Madrid. Que se estire con el divismo de una gran actriz cuestiona lo que repite como una letanía: la necesidad del escritor de aislarse en su mundo interior. Pero entonces habla, protesta, se enfada y hasta parece recitar cuando detalla algunos sueños premonitorios, y uno se da cuenta de que las dos caras son la misma. Eso trata de explicar en sus novelas: donde está la perdición puede estar también la salvación.
Juró que no escribiría sus memorias, pero cuando el médico le dijo que estaba “sorda como un viejo piano” decidió hacerlo. ¿Qué le quedaba por decir? Quise dar a conocer a la persona que realmente soy. Se me ha retratado como un animal de fiestas. Claro que he ido a fiestas, pero no podría haber escrito 25 libros si hubiera tenido la vida frívola que me atribuyen. No quería reivindicar nada. Quería ser lo más sincera posible.
¿Por qué la prensa del corazón la tomó con usted? Porque soy una mujer apasionada. Y una irlandesa viviendo en Inglaterra. A los irlandeses no les hago gracia porque soy una mujer audaz y ellos prefieren a sus escritores masculinos. Y lo digo amando a dos de ellos, Joyce y Beckett. Si cuando muera alguien escribe mi biografía, espero que no sea barata, que no sea tonta y que no sea viciosa. Tres grandes esperanzas.
Sus lectores de fuera de Reino Unido sabían poco de su vida mundana y lo habrán aprendido a partir de su biografía. Hay un capítulo, llamado Nocturnos, que explica esa faceta: las dos veces al año que daba fiestas.
¿Por qué las daba? Acababa de salir de un matrimonio en el que no había habido ningún tipo de fiesta. Tenía una vida bastante desalentadora. Es la manera más agradable que tengo de resumirlo.

Pero duró 10 años. Cometí un error. Creo que cuando un escritor que tal vez no ha tenido éxito se casa con una joven 22 años menor que él que quiere ser escritora se da una situación que arranca con problemas.
Estudió Farmacia. ¿Cuándo quiso ser escritora? Mientras estudiaba, trabajaba en una farmacia, y mientras lo hacía, leía a Joyce. Pero mi marido, Ernest Gébler, creyó, como muchas otras personas, que yo era un poco tonta.
¿Lo era? Claro. Escribía sobre las nubes y el cielo. Pero sentía que tenía una profunda, una religiosa necesidad de escribir. Quise escribir antes de saber lo que era escribir.
¿Por qué? Escribir es sacar algo de la nada. Incluso en medio de problemas económicos y familiares me di cuenta de que las palabras podían rehacernos.
Nació en una casa sin libros. Solo los había de salmos. Imagine el tipo de prosa. No tuve una educación cultural. Pero tuve historias. Tuve dramas e infelicidad, el gran ingrediente para la ficción. Si no tuvieras problemas, ¿de qué escribirías? ¿De que estás casada con un dentista?
¿Lo contó todo en sus memorias? No. Conté lo que hu­biera contado si mi vida hubiera sido la de otra persona.
¿Qué se dejó? Algunas brutalidades que he padecido.
Se ha pasado la vida huyendo. Del ultracatolicismo de su madre, del alcoholismo de su padre, de la mezquindad de la vida rural. ¿Cuándo decidió parar? No creo que me diera cuenta, pero tiene razón, siempre he huido. Pero me he llevado los problemas conmigo. No he huido nunca hacia la amnesia. No me interesa olvidar. Tengo el cubo de la memoria cada vez más lleno y no podría vivir sin él porque la memoria es una de las gallinas de los huevos de oro de la escritura.
¿Por qué se fue de Irlanda? Porque mi escuela, el convento al que me enviaron o mi propia madre…, todo era católico y represivo. El catolicismo irlandés hace que el español parezca una fiesta. En mi infancia todo estaba prohibido. Y si eres una persona apasionada, sientes la represión con más fuerza. Estoy contenta de ser irlandesa, no renuncio a mi pasado. Pero no creo que hubiera podido escribir si no me hubiera ido en 1958. No lo hubiera logrado con alguien vigilando cada paso que daba. Bastante complicado es escribir, solo se consigue hacerlo bien dejando tranquila la conciencia.
¿Cuánto ha cambiado Irlanda? ¿Sigue siendo un lugar fuera del tiempo? Está más poblado, es más ruidoso… Antes era un lugar introvertido, pero la televisión y el turismo le han dado la vuelta. Los biquinis tienen ese poder transformador. Pero la lluvia es la misma, los campos también, el ímpetu incluso. En la última novela necesitaba el ámbito rural porque allí puede llegar un extraño y, si va bien vestido, tiene modales, habla bien, fuma con elegancia y se presenta como un héroe, la gente está dispuesta a creerle. En un lugar más sofisticado se harían más preguntas.
Su país es una constante en sus novelas. El alejamiento me lo devolvió. Desde Londres me di cuenta de cuánto le debía al paisaje, al lugar, a mis problemas con el lugar. Saqué de Irlanda la crudeza. Las chicas de campo puede parecer un libro divertido, pero es un libro duro.
En esa adolescencia represiva, ¿cómo logró no reprimirse a sí misma? Sí lo hice. Era una cobarde. Lo único que se me ocurría era callar. Y luego, cuando supieron que había escrito un libro, decidieron que había traicionado a mi país. Uno no hace un libro para traicionar a un país.
En su segunda novela retrató a una mujer servil. La mejor, la más audaz, es la tercera, Chicas felizmente casadas.
Pero en la segunda, La chica de ojos verdes, retrató a una mujer que aceptaba un papel secundario, y las feministas le reprocharon que no retratase a mujeres más fuertes o más sabias. Uno se pasa la vida intentando encontrar el camino. Y cuando lo encuentra es para luego perderlo. Yo retraté parte de lo que había sentido.
¿A quién se va a poner en contra con este nuevo libro? El año pasado, el presidente de Irlanda, Michael Higgins, me dio un premio que suelen conceder cuando uno está a punto de morir, y en su discurso denunció cómo había sido tratada. Dijo que no sabía si había sucedido por malicia, por ignorancia, por ambas cosas o porque soy mujer y valiente.
¿A qué lo atribuye? A todo eso. Al principio fue porque había escrito algo escandaloso. Cuando pasé a hacer libros más complejos, supongo que pensaron que me estaba metiendo en el territorio de los hombres. Lo curioso es que la acusación venía muchas veces del lado de las mujeres. He vivido un adorable hostigamiento y una censura bastante injusta. Algunos críticos necesitan que saque libros nuevos para decir que el anterior era mejor. Pero no me gustaría que me tomaran por una mujer victimista. He podido trabajar mucho.
¿Necesitan tiempo sus libros? Más bien lo que ocurre es que lo que cuento en el último trata de superar lo anterior.
El miedo que pasó de niña parece un material inacabable. Pasé mucho, y el miedo te hace consciente y precavida. Pero yo no soy una persona precavida. Eso quiere decir que el miedo te transforma. Todo lo que me ha pasado en la vida, del primer beso al primer dolor de parto, lo recuerdo como si lo estuviera viendo.
El último capítulo de sus memorias se llama Banquete. ¿Se ha guardado lo mejor para el final? Un día me sorprendí mirando mi casa. Parecía el escenario para una última fiesta. Un periodista holandés me preguntó qué era ese último banquete: ¿un último libro, un último amor o la muerte?
¿Y…? Creo que son las tres cosas.
Pese a que fue la pequeña de cuatro hermanos, sus protagonistas siempre están solas. Es cierto. Así es como me sentía. Un escritor nace con una disposición a la soledad. No es algo que se decida. No es esnobismo ni crueldad. Es lo que eres. Y eso te hace ver el mundo de otra manera.
Fue amante de robert mitchum: “ERA UN hombre maravilloso. Probablemente demasiado autodestructivo. ODIABA HOLLYWOOD”.
¿Qué hicieron sus hermanos? El chico fue médico, una criatura imposible de admirar. Mis hermanas…, puede que comprensible o puede que incomprensiblemente, sintieron siempre celos. Sentían que procedían de la misma familia y no entendían por qué su suerte fue distinta… Está en Joyce. Joyce dijo que un hermano se olvida tan fácilmente como un paraguas. Pero la carta de su hermano Stanislaus es una obra maestra del insulto: Lo corrige y le dice que él fue testigo de lo que [James] narra, y que las cosas habían sucedido de otro modo. Mis hermanos sintieron que les había robado.
¿Y eso le dio que pensar? Les dije que escribieran ellas sus propios libros.
En cualquier caso, no salen en sus novelas. Se hubieran enfadado incluso más. Fue una pena. Cuando en una familia aparece un escritor, arruina la idea de familia.
En la suya ha habido muchos escritores. Lo era su marido y lo es su hijo Carlo. Sí.
Carlo escribió un libro sobre su padre. Sí. Me temo que eso es uno de los temas que prefiero no tratar. Es demasiado doloroso.
¿Ha sido buena madre? Sin duda. He llevado a mis hijos a todas partes. Les he dado todo lo que querían. Durante tres años luché por su custodia. Y todavía somos buenos amigos. Sasha es arquitecto.Y dado que vive en Londres, la amistad es más continuada.
¿Dónde vive Carlo? En Irlanda. Tiene una buena vida. Es difícil para él tener una madre escritora. Eso, que no es culpa mía, ha creado una sombra en mi vida.
¿Nunca se sintió comprendida por su familia? Recuerdo haberle leído dos líneas de Shakespeare a mi madre mientras ella mezclaba la comida para las gallinas haciendo mucho ruido. No es que yo tuviera libros de Shakespeare, es que había encontrado una cita. Mi madre me miró como si hablara en chino. “Oh, Edna, qué poco tienen que trabajar para ganar dinero estos escritores”.
Sin embargo, su madre era una gran contadora de historias. Estaba potencialmente más educada que mis hermanos. Tenía una gran inteligencia. Irónicamente, incluso si no aprobaba que escribiera –quería que fuese azafata–, me escribió todos los días de su vida. Sus cartas eran obras maestras: sin comas, sin puntos, pura poesía de sus quehaceres cotidianos. Y sin embargo no quiso nunca que fuera escritora. Creo que al final me perdonó.
¿Hubiera escrito sus memorias si ella estuviera viva? Probablemente no.
¿La conoció como escritora reputada? Sí. Murió en 1974, y ya había publicado unos cuantos libros escandalosos.
Defiende que un escritor debe tener una vida interior y, sin embargo, en sus memorias, aparece como anfitriona de grandes fiestas entre actores y celebridades: de Marlon Brando a Jackie Onassis, de Ingrid Bergman a Sean Connery… Solo un capítulo está dedicado a ese tema.
Pero usted decidió escribirlo y abrió la caja de Pandora. Dejaron de preguntarle por sus novelas y pasaron a hacerlo por su relación amorosa con Robert Mitchum. Sí, ¿y...? Graham Greene conoció a muchas actrices suecas y nadie se metió con él. Ese capítulo se llama Nocturnos adrede, porque sucedía por la noche. Mis memorias narran la evolución de alguien amputada psicológicamente, llevada a un convento, que está decidida a convertirse en escritora, consigue hacerlo, la castigan por haberlo logrado, consigue ser libre porque ha ganado un poco de dinero, da fiestas, se da cuenta de que las fiestas no son para ella. Y vuelve a su escritorio.
Sus memorias relatan cómo se hace con las riendas de su vida. Con el poder sobre mí misma. El poder sobre uno mismo no puede venir de fuera. Lo tiene que buscar uno en sí mismo. Allí es donde está. Pero reconocerlo no implica que uno deje de sufrir.
¿Cómo era Mitchum, por cierto? Los hombres o son amantes o son hermanos. En los hermanos puedes confiar. Mitchum era un hombre maravilloso. Probablemente demasiado autodestructivo. Odiaba Hollywood.
Que sus primeras novelas fueran autobiográficas y muchas de sus protagonistas sean mujeres invita a leerla en clave autobiográfica. Eso es ridículo. Lo que pasa es que escribo tan bien que parece que todo sea real.

Precisamente porque escribe tan bien, en Las sillitas rojas Mire, la protagonista de ese libro, Fidelma, no tiene nada que ver con mi experiencia. Ni tuve jamás una tienda de ropa, ni unos gánsteres me mataron con una palanca a un hijo que llevara dentro. Sin embargo, gente como James Wood, de The New Yorker, el mejor crítico vivo, se ha sorprendido de que fuera capaz de transmutarme con tanta intensidad en otra mujer. Creo que esa es la clave, la intensidad. Pero eso lleva a asumir que sus vidas son la mía. Y eso es absurdo.
Cuando explica cómo limpia una ventana su protagonista, con agua y sin detergentes que terminan por enjaular el polvo, parece haberlo hecho. Eso lo aprendí de mis maestros. De Chéjov. En cada una de sus historias sientes que él es el protagonista porque te sumerge en la vida de sus personajes. Eso es lo que hace que parezca autobiográfico. Pero como dijo Joyce con tanta cabeza: “Toda ficción, toda, es autobiografía fantaseada”. Por eso lo que yo hago es creer que soy esa mujer. Pero no lo soy. Si lo fuera, estaría aún más cansada de lo que estoy.
Su última novela no es la primera en que escribe sobre la vida amorosa de un terrorista. En House of Splendid Isolation no era un terrorista, era un combatiente. Mientras que el doctor Vlad de mi novela surgió de ver cómo sacaban a Karadzic de un autobús para detenerlo.
¿Esa imagen de los informativos es el embrión de la novela? Sí. La detención de Karadzic se produjo tras 12 años de cautiverio. Pero en realidad nunca vivió cautivo. Se pasaba las noches en bares en Belgrado. Cuando lo vi bajar del autobús supe que quería escribir sobre la dualidad entre un opresor que puede ser un salvador. Y le aseguro que eso es un viaje largo, una excavación muy ardua.
El personaje arruina la vida de la protagonista al tiempo que le da sentido proporcionándole la mejor parte. Y le aporta romanticismo, esa gran palabra. Leí sobre Klaus Barbie y sobre la vida oculta de algunos nazis que vivían en Sudamérica: lavando el coche los domingos, celebrando la Navidad con los vecinos. Se integraban completamente en la sociedad. Y su horrendo pasado quedaba oculto. Eso me fascinaba.
¿Hubiera podido escribir un libro así hace 50 años? El papel del criminal fascinante lo hubiera tenido un hombre con doble vida. Pero por el tipo de mundo tan brutalmente bélico de hoy –refugiados a los que no dejamos entrar, gente que lo abandona todo, camina miles de kilómetros y no encuentra otra oportunidad– quería escribir un libro que incluyera mis viejos temas: la importancia del amor y un tema relevante. Somos testigos de lo que no queremos ver. Ese es el andamio en el que cuelgo la historia humana: el mundo que me rodea.
“Si compras un canario, debes dejarlo cantar”, es la maravillosa explicación que da un anciano sobre su joven y adúltera esposa. En una ocasión estaba con mis hijos y un hombre comentó eso sobre su mujer. Ellos no entendieron lo que quería decir porque tenían 12 años.
“El poder sobre uno mismo no puede venir de fuera. Lo tiene que buscar uno en sí mismo”.
¿Qué tipo de sociedad somos si nos tiene que recordar que el amor es algo sagrado? La gente se olvida. Ahora en el mundo hay más dinero. Pero la vida es más difícil. Eso hace que se perciba el amor como algo pasado de moda. Mi hijo Sasha se casó tarde y a través de él conocí a mucha gente joven. Se mueren por amar, pero no encuentran amor en los bares porque no se atreven ni a pensarlo. ¿Sabe por qué? Por esa palabra tan horrible y tan sobreutilizada: no es cool mostrar tus emociones. Lo cool es hacerlas desaparecer. Hemos llegado a pensar en el amor como en algo hueco cuando es lo más profundo a lo que podemos aspirar. Hablo de amar a un hombre, a una mujer, a un animal, a un progenitor, a un héroe o a un escritor, lo que sea.
¿Y cuál es su visión del Brexit? Un desastre; económica, social y espiritualmente, un error total. Sucedió que [David] Cameron abrió algo que no había previsto. La gente a favor del Brexit, que odia a los extranjeros, fue mucho más activa y vociferante, además de groseramente mentirosa. Boris Johnson y su corte tenían unos autobuses con un eslogan: “Con los millones que pagamos a Europa se podrían construir muchos hospitales”. Esa información era falsa. Pero el eslogan no se borró de los autobuses hasta un minuto antes del final de la campaña. El enfado da más fuerza que la tranquilidad.
¿Dónde se encuentra usted políticamente? Siempre he votado a los laboristas. Pero su líder, Jeremy Corbyn, hizo muy poco, si es que hizo algo, para dirigir sus tropas. Como resultado, muchos votantes del Partido Laborista lo hicieron a favor del Brexit. El alcalde de Londres, Sadiq Kahn, también laborista y musulmán, hizo lo que pudo. Pero nadie le ayudó. El Brexit es un rechazo a los inmigrantes encubierto con frases del tipo: “Recuperaremos nuestro país”. Y yo pregunto: ¿dónde ha estado el país? ¿se había perdido en Tasmania? Puedo cegarme en muchos aspectos, pero convertir un eslogan en tu razonamiento no me parece serio. Los problemas no van a tardar en aparecer. Tengo la sensación de que incluso quienes votaron a favor pensaron que no lo iban a conseguir, pero decidieron que iban a tirar toda la porquería que pudieran.

¿En el mundo actual hay más manipulación? Hay más fanatismo. Mire Holanda, Austria, Alemania: el enfado da energía. Uno no se para a pensar en las consecuencias. La gente enfadada solo está dispuesta a escuchar eslóganes. La política es un negocio muy sucio. Escribir es un infierno, pero la política… Creo que el lenguaje de las personas es un índice de su integridad y de su inteligencia. Y si los políticos eligen un lenguaje barato, iracundo y agresivo, los seguidores hacen lo mismo. Quien abarata el lenguaje, abarata el pensamiento.

EL PAÍS



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