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lunes, 7 de noviembre de 2022

Leila Guerriero / El periodismo cultural no existe, o los calcetines del pianista

 

Leila Guerriero

Leila Guerriero

El periodismo cultural no existe, 

o los calcetines del pianista

La primera cosa en la que pensé cuando me invitaron a dar esta conferencia fue en aquella frase del director de cine François Truffaut que decía no haber conocido a nadie que, de niño, haya querido ser crítico de cine. La segunda cosa en la que pensé fue en que, tan difícil como encontrar a alguien que, de niño, haya querido ser crítico de cine es encontrar a alguien que, de niño, haya querido ser periodista cultural. La tercera cosa en la que pensé fue una frase, y esa frase fue: «El periodismo cultural no existe.» La cuarta cosa en la que pensé fue un comentario a todo lo anterior. Ese comentario fue: qué suerte.

Me pidieron que hablara, aquí, de la conexión entre los géneros periodísticos narrativos y la información cultural. Eso, traducido, quiere decir que debería preguntarme acerca de la pertinencia de emplear recursos tales como la creación de escenas, el uso del suspenso o el flujo de conciencia para escribir sobre el último premio Planeta, las virtudes del kindle o la muerte de un escritor. O, puesto de otro modo, que debería preguntarme si la calidad y el empeño que ponemos a la hora de escribir sobre aquellos temas que podrían clasificarse como culturales son la misma calidad y el mismo empeño que ponemos a la hora de escribir sobre los ovnis, las FARC, Ciudad Juárez o los migrantes que nunca llegan a su tierra prometida.

Lo primero que hice fue pensar en aquellas cuatro frases.

Lo segundo que hice fue pensar en mi colección de recortes.

Pero de eso voy a hablarles después.

Desde 1991 y hasta hoy, en suplementos y revistas de intereses más y menos amplios, he escrito sobre cuestiones relacionadas con todo aquello que podría llamarse cultura: la obra y la vida de escritores, fotógrafos, dibujantes, poetas, cineastas, la crisis editorial, la relación entre los ríos y la literatura. Pero, a pesar de eso y quizás porque he escrito también sobre envenenadoras, suicidas, matarifes, millonarios, proxenetas, jamás me vi a mí misma como una periodista cultural, ni pensé que escribir sobre un cineasta requiriera aptitudes radicalmente distintas a las que requiere hacerlo sobre un asesino.

A lo mejor es porque vengo de un país donde siempre estuvo todo mezclado. Un país donde escritores como el argentino Roberto Arlt o el cubano José Martí enviaban a periódicos como El Mundo o La Nación crónicas que hablaban tanto de Somerseth Maugham como de la muerte de Jesse James o de la construcción del Puente de Brooklyn. Un país donde un cuentista y traductor llamado Rodolfo Walsh escribió un libro llamado Operación Masacre donde contaba una matanza de civiles por parte del Estado, pero que, antes y después, despachaba artículos sobre Ambrose Bierce, la literatura policial o una colonia de japoneses en la provincia de Misiones. Un país donde periodistas como Martín Caparrós o Tomás Eloy Martínez escribieron sobre el fútbol, las series de televisión, la ecología, la economía, los delirios guerreros de Bush, la vida de Saint-John Perse o una masacre de obreros en la Patagonia. A lo mejor por eso pienso que el periodismo cultural no existe y que los mejores periodistas culturales son aquellos que pueden escribir sobre cualquier cosa.

En su columna del mes de enero de 2011, publicada en la revista colombiana El Malpensante y titulada «Brevísimo manual para jóvenes editores», la editora chilena Andrea Palet decía: «Supongo que sabes quién es Andrew Wylie (…). Supongo que lees sesenta, ochenta, cien libros al año. Supongo que se entiende la idea. La única herramienta del editor es su cabeza, pero debe estar bien amueblada, y eso no se consigue únicamente con literatura, sino con una curiosidad interminable.» Supongo, parafraseando a Palet, que se entiende la idea. Supongo que un periodista que trabaja en el área cultural escuchó hablar de Andy Warhol, no necesita que nadie le explique la diferencia entre Tom Wolfe y Tobias Wolff, y sabe que Roberto Gómez Bolaños no es el autor de una novela llamada Los detectives salvajes. Subiendo en el grado de sofisticación, ese periodista podrá saber o no quiénes son Louise Bourgeois o Péter Esterházy, pero no debería ignorar quién es, por decir algo, Octavio Paz (aunque un periodista deportivo tampoco debería ignorar quién es Octavio Paz, así como un periodista cultural no debería ignorar qué es el Barça) y, ante todo, debería entender que su única herramienta es una cabeza bien amueblada, amoblamiento que no se consigue a fuerza de literatura, sino de una curiosidad interminable. Lo que quiero decir es que, quizás, el periodismo cultural pueda definirse por cierta temática, pero que, como todo periodismo, debería tener la intención, modesta y desmesurada, de mostrarle al lector un universo desconocido. Y que, como todo periodismo, no debería estar hecho para cambiar el mundo, pero tampoco para producir indiferencia.

Por eso quiero hablarles de mi colección de recortes.

Pero antes quisiera recordar lo que el ensayista mexicano Gabriel Zaid escribió, en 2006, en un artículo llamado «Periodismo cultural». Allí Zaid se preguntaba: «¿Qué es un acontecimiento cultural? ¿De qué debería informar el periodismo cultural? Lo dijo Ezra Pound: la noticia está en el poema, en lo que sucede en el poema (…). Pero informar sobre este acontecer requiere un reportero capaz de entender lo que sucede en un poema, en un cuadro, en una sonata; de igual manera que informar sobre un acto político requiere un reportero capaz de entender el juego político: qué está pasando, qué sentido tiene, a qué juegan Fulano y Mengano, por qué hacen esto y no aquello. Los mejores periódicos tienen reporteros y analistas capaces de relatar y analizar estos acontecimientos, situándolos en su contexto político, legal, histórico. Pero sus periodistas culturales no informan sobre lo que dijo el piano maravillosamente (o no) (…). Informan sobre los calcetines del pianista.»

Yo, con el perdón de Zaid, creo que, en efecto, todo buen periodista debe ser capaz de entender lo que dijo el piano, pero también de entender cuándo es necesario informar sobre los calcetines del pianista.

Preguntarle a la cineasta argentina Lucrecia Martel por un accidente automovilístico del que conserva un recuerdo dulcísimo me ayudó a establecer un nexo entre su vida cotidiana y cierta recurrencia con la doble naturaleza de las cosas que aparece en su cine, pero fue porque hablamos de su abuela, que le contaba cuentos de horror, y de su madre, que la dejaba ir al colegio disfrazada de cowboy, como empecé a entender el imaginario, tan crudo como infantil, con el que construye su obra. Ir en el asiento del acompañante del auto de la artista plástica Marta Minujín, ver cómo rozaba espejos retrovisores de otros autos y avanzaba entre frenazos mientras llamaba por teléfono a su taller diciendo «ya llego, ya llego, búsquenme un lugar para estacionar», convencida, además, de que lo estaba haciendo impecablemente bien, me permitió ver cómo, incluso en esas circunstancias, permanecía enajenada, metida en el mundo lúcido, pero autista y fragmentado, desde el que trabaja.

¿Qué sería del perfil que el periodista colombiano Alberto Salcedo Ramos escribió de Emiliano Zuleta, cantante y compositor de vallenatos, sin los párrafos de arranque que insinúan que, pese a los recaudos de la familia, sus amigos le pasaban alcohol de contrabando, para terminar con esta frase majestuosa de Zuleta: «A mí el cuerpo siempre me ha pedido que le dé ron, música y mujer. Y a un cuerpo que ha sido tan servicial y voluntarioso, yo no podría negarle lo que me pide»; qué sería del perfil de Plácido Domingo que hizo el argentino Roberto Herrscher sin la escena en la que Domingo toma a su nieta de la mano y le dice, la noche de su cumpleaños número setenta que se festeja en el Teatro Real de Madrid con la presencia de su española majestad, «¿Quieres venir conmigo a ver a la Reina?».

Si bien es verdad que un periodista debe informar sobre lo que el piano dijo, la diferencia entre un texto anodino y un texto superior reside en la capacidad de ese periodista para entender cuándo es momento de abrir el cuadro y enfocar, además del piano, los calcetines del pianista.

Y, sin embargo, la especialización rankea alto en los foros y encuentros en los que se discute el periodismo cultural. ¿Notas mal escritas? Se solucionan con especialización. ¿Notas aburridas? Se desinfectan con especialización. ¿Notas tapadas de lugares comunes? Se destapan con especialización. Y, si me disculpan, yo creo precisamente lo contrario.

Leonardo Faccio es un periodista argentino que vive en Barcelona. Su proximidad con el fútbol es sólo geográfica: vive a dos cuadras del Camp Nou. Por lo demás, no es periodista deportivo, ni entusiasta del fútbol, ni lejano fan. Sin embargo, en el año 2010 publicó un perfil de Lionel Messi en la revista peruana Etiqueta Negra que resultó ser el mejor perfil de Messi jamás escrito. Con un profesionalismo fuera de escala, todo lo que los periodistas especializados señalaban como un escollo –el mutismo de Messi, su parquedad, su actitud distraída–, fue la piedra sobre la que Faccio construyó el perfil: rodeó a Messi con testimonios de familiares, novias y amigos y esparció ráfagas de ese comportamiento monótono y enfurruñado que contradice o comenta los testimonios que consiguió. Meses atrás, una editorial le propuso escribir una biografía de Messi, cosa que Faccio está haciendo aunque siga sin saber un pepino de fútbol. Hace algunos días, desde Barcelona, decía por mail: «Creo que fue justamente esa inmunidad pasional la que, en parte, me ha ayudado para trabajar el perfil de Messi, a centrarme en lo humano, sin importar demasiado si era futbolista o rockero.»

En una columna publicada en el diario Perfil en 2008, el escritor y periodista argentino Maximiliano Tomas citaba a la escritora, poeta y periodista española Mercedes Cebrián, quien decía: «Creo en la dispersión como un valor y no como un inconveniente, así que considero que el periodista cultural ha de ser disperso por naturaleza. Ante todo, debe desarrollar una mirada escudriñadora y fijarse en los pequeños detalles, en lo –infraordinario–, como diría Georges Perec.» Amelia Castilla, editora del suplemento Babelia, periodista formada durante treinta años en las páginas culturales de ese diario, dijo, en una entrevista de 2011 publicada en un diario de La Paz, Bolivia: «Un periodista cultural no debe ser distinto a los de otras áreas (…). Un periodista trabaja de la misma manera en cualquier área, ya sea policial, sucesos o ciudad.»

Un periodista es, más que un especialista, un renacentista modesto, un experto en todas las cosas, pero de a una cosa por vez. Hace unos años entrevisté al pintor argentino Guillermo Kuitca. Yo no era, ni soy, ni seré, una experta en pintura contemporánea, pero me transformé en una experta ocasional: en Kuitca, en sus influencias, en la pintura contemporánea. Pasé días en su taller haciéndole preguntas sobre su obra pero, también, preguntándole cosas como: «¿De qué trabaja tu padre?», o «Qué mirás en la televisión?», o «¿Por qué nunca salís de tu casa los domingos a la tarde?». Almorcé con él, lo vi pintar, responder mails, reírse de sí mismo, ir a un museo y, finalmente, escribí el retrato de un hombre que es producto de un pasado, de unos padres, de unos amores, de unas desilusiones, de unos amigos y que, sobre todo, pinta. La gente es mucho más que aquello que hace –un escritor es mucho más que un hombre que escribe–, pero, hundidos en las cenagosas aguas de la especialización, solemos perderlo de vista.

Una mirada capaz de hacer cruces entre diversas disciplinas, relacionar un cuadro con una crisis económica o un gesto artístico con una obsesión, no se cultiva tomando cursos de poesía metafísica, sino abriendo el campo y aprendiendo a mirar. La especialización suele producir textos endogámicos en los que Antonio López es un pintor que acaba de inaugurar una muestra en el Museo Thyssen y nada más, y Damien Hirst un tipo que anda por ahí cortando animales y sumergiéndolos en piscinas repletas de formol y nada más. Miradas ciegas para las que escritores, pintores, músicos o escultores no son personas razonablemente tristes, razonablemente alegres o razonablemente egomaníacas, sino maquetas de sí mismos. Pianistas con los calcetines fuera de cuadro o, lo que es lo mismo, protagonistas de textos que olvidaremos antes de leer.

Lo que me lleva a pensar, una vez más, en mi colección de recortes.

Pero antes quisiera decir que siempre parece más fácil encontrar un costado interesante en un pintor o un escenógrafo que, digamos, en el recital de poesía de las Damas Católicas de Palermo. Siguiendo el mismo argumento uno podría pensar que no se puede escribir nada bueno sobre el Festival Anual de la Langosta en Maine, Estados Unidos, y sin embargo allá fue el escritor y periodista norteamericano David Foster Wallace y escribió un texto sobre esa feria que es, también, una disquisición acerca de lo que sufren, o no, las langostas al ser arrojadas vivas en una olla de agua hirviendo y una exploración de lo que estamos dispuestos a aceptar a cambio de obtener placer. Todo lo que hizo Foster Wallace, además de escribir asquerosamente bien, fue encontrar un punto de vista adecuado. Si Arquímedes dijo: «Denme un punto de apoyo y moveré el mundo», los periodistas deberíamos repetir: «Denme tiempo para encontrar un punto de vista y escribiré un texto.»

El año pasado el suplemento Babelia, del diario El País, de España, me pidió una nota sobre el idioma español. La indicación era muy general: un texto sobre el español, sus parecidos, su evolución, sus diferencias. Estuve horas repasando páginas de congresos de la lengua e institutos cervantes y lo único que logré fue acomplejarme: todo lo que se podía decir sobre el español ya estaba dicho y por voces bastante más autorizadas que la mía. Estuve un par de días pensando qué podía agregar a todo eso, hasta que volví sobre mis pasos y me di cuenta de que, en todo lo que había leído, flotaba un optimismo arrebatado: varios especialistas repetían, golpeándose los pechos, que el español avanzaba imparable y que, como muestra de eso, en el año 2050 los Estados Unidos serían la primera nación hispanohablante del mundo. Entonces me pregunté: ¿qué es una lengua? ¿Una competencia por ver quién la tiene más larga? ¿Por qué nos pone tan contentos que las palabras se comporten como se comportaron los conquistadores? Y, si una lengua conquista, ¿qué cosas conquista: una forma de pensar o una manera de decir te quiero? Y, en ese universo en el que más, mejor, más lejos parecía la norma, ¿quiénes eran los herederos desinteresados de la lengua? Y me dije: los poetas. Entonces llamé por teléfono al poeta chileno Raúl Zurita que, un día de octubre, me dijo esto: «No hay que pensar tanto en cuántos hablan un idioma, sino de qué hablan en ese idioma. Y de eso, de qué se habla, nadie está diciendo nada.» El fraseo ahogado de Zurita me dio un punto de apoyo y lo que había sido un árido desierto de filología se transformó en el paisaje frondoso de cada una de todas las palabras del idioma. Así, bien, mal o peor, armé un artículo que tenía una estructura de párrafos duros llenos de porcentajes, datos, testimonios, y párrafos más suaves que se interponían como un mantra retórico y se preguntaban cosas como éstas: «¿Qué es una lengua? ¿Sus diccionarios, su gramática? ¿Las mamacitas de los mercados que vocean los fríjoles, los frijoles, los fréjoles? ¿Los mensajes de texto? ¿Las tres palabras necesarias para decir ‘esto me importa’ o ‘no te vayas’?», intentando que las derivas lingüísticas que importan sólo a algunos mutaran en el modesto diccionario que nos sucede, todos los días, a todos.

Lo que me lleva a pensar, otra vez, en mi colección de recortes.

Pero quisiera leerles, ahora, el arranque de un texto llamado El mesías lunático, firmado por el escritor argentino Alan Pauls, que dice así: «A mediados de 1976, los hermanos Taviani discutían en su pequeña oficina romana los detalles de la película que tenían entre manos –Padre padrone–, cuando la ronca exhalación de un motor que se acercaba, ligeramente desafinado, los obligó a callarse. Se acercaron a la ventana: vieron una vieja Vespa blanca estacionada frente a la oficina y a un hombre alto, extraordinariamente flaco, vestido con unos raídos pantalones de pana, que caminaba hacia ellos con el casco puesto y los trancos largos y ciegos de un sonámbulo. Por un momento, un poco inquietos, los Taviani alentaron la esperanza de que la visita no fuera para ellos. Pero el timbre sonó, sonó una, dos, tres veces, insistente y sonámbulo, y Paolo –el más aplomado de los dos: casi veinticinco años después, Vittorio confiesa que él había propuesto que se quedaran en silencio, fingiendo que no había nadie en la oficina– abrió la puerta, y el hombre entró y les estrechó la mano durante un largo rato, con una gravedad un poco pasada de moda o burlándose, y sin decir una palabra se sentó ante el escritorio, en la silla de Paolo, de modo que Paolo, después de cerrar la puerta, fue hasta el escritorio y se quedó de pie junto a Vittorio –sólo había dos sillas en la oficina–, posición en la que tuvo que permanecer los quince minutos que duró la visita del desconocido.

–Soy Nanni Moretti –dijo.

(…) Los Taviani no recuerdan muy bien de qué hablaron. Recuerdan que Moretti habló, habló y habló y que ellos escucharon. Quería trabajar con ellos en su próxima película. De meritorio, de eléctrico: de cualquier cosa. Había hecho un par de cortos en super 8 que podía mostrarles, si querían. Nada demasiado importante: ejercicios.

Ahora empezaba a preparar su primer largometraje, también en super 8.

–Ah, qué bien –suspiró Paolo–. ¿Y de qué va a tratar su película?

–Todavía no lo sé –dijo Moretti–. Sólo tengo el título. Se va a llamar «Yo soy un autárquico».

El texto tiene un gran arranque, un alto manejo de la intriga, una estupenda presentación de los personajes, una fabulosa puesta en escena de la perplejidad de los Tavianni y del desenfado impune de Moretti. Pero si Alan Pauls hubiera optado por una prosa correcta y previsible quizás hubiera escrito, por ejemplo: «Nanni Moretti conoció a los hermanos Taviani a mediados de 1976. Comenzó a trabajar como ayudante en sus películas y desde entonces su carrera no se detuvo.» No sólo suena distinto: es distinto. Desprovisto de su forma, el texto pierde información. Ya no percibimos el carácter tozudo de Moretti, carácter que planta, como una anticipación profética, la idea seminal de que ese hombre absurdo es, también, un genio. Desprovisto de su forma, el texto ya no dice lo que debe decir.

Y, sin embargo, tendemos a pensar que los géneros narrativos son más adecuados para contar la atrocidad que el cine, los muertos vivos que las artes plásticas. Todos parecemos estar de acuerdo en que se puede escribir una gran pieza de periodismo narrativo sobre Ciudad Juárez, pero no tan seguros acerca de la pertinencia de utilizar esas mismas técnicas en un ensayo crítico. Y, sin embargo, hay quienes lo hicieron.

En diciembre de 2007 la revista El Malpensante publicó un texto firmado por el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez. Se titula «Diario de un diario» y versa sobre los diarios del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro. Allí, Vásquez construyó un diario propio –un diario de su lectura del diario de Ribeyro– para narrar un diario ajeno –el diario de Ribeyro– y, de paso, dar cuenta de la vida y de la obra de Ribeyro y reflexionar acerca de su inserción en el boom de la literatura latinoamericana. Arranca así: «Diciembre de 2007. Durante un vuelo entre Madrid y Barcelona comienzo a leer los diarios de Ribeyro, que Ricardo Cayuela me regaló hace ya varios meses. Nada más empezar, debo cerrar el libro. La primera anotación es del 11 de abril de 1950, y dice: –Tengo unas ganas enormes de abandonarlo todo, de perderlo todo–. Todavía no ha cum plido los veintiún años y ya está buscando la salida de emergencia.» (…) Nacido en 1929, es quince años menor que Cortázar, dos años menor que García Márquez, un año menor que Fuentes, apenas siete años mayor que Vargas Llosa. Es decir, era un estricto escritor del boom latinoamericano. Y sin embargo, poco o nada tuvo que ver con el fenómeno narrativo que estos nombres encabezaron. No se piensa en el boom cuando se piensa en Ribeyro. No se piensa en Ribeyro cuando se piensa en el boom.»

«Diario de un diario» tiene todo lo que tiene que tener un buen texto de periodismo narrativo: intriga, clima, tono y una estructura que tiene, a su vez, sentido: el día a día de un escritor que hurga en el día a día de otro.

En abril de 2009, la revista El Malpensante reeditó un texto firmado por el periodista y escritor argentino Elvio Gandolfo, escrito originalmente en 1986. Se titula «El caso Benedetti» e intenta responder a una pregunta: por qué Mario Benedetti, a pesar de sus ventas enormes y de la gran popularidad de algunos de sus poemas, rara vez es incluido en antologías de poesía latinoamericana. Para responder a esa pregunta Elvio Gandolfo incorporó en el texto a un personaje claramente ficticio, un álter ego suyo llamado Suárez, un policía. El texto arranca así: «Llovía. Una tierna lluvia de otoño circulaba desde la mañana temprano sobre los vidrios coloreados de la comisaría. Suárez hizo un bollo con un papel inútil y le erró al canasto, como siempre. “Viernes”, pensó. Caminó hasta el cesto, levantó el papel, lo tiró cuidadosamente. Volvió al escritorio. La mujer y los hijos de Suárez lo habían dejado solo ese fin de semana. Pensaba con cierto rencor en la casa vacía, las horas aburridas, el sordo odio que le daba mirar televisión, nunca lo bastante intenso como para apagar el aparato antes de tragar un par de horas de estupideces. “Me vendría bien un caso suplementario. Unos pesos”, pensó, aunque sabía que lo necesitaba más como forma de pasar el fin de semana que como refuerzo económico. (…) A las tres y media el cabo Gurméndez le avisó que tenía una llamada.

–¿Quién es? –preguntó Suárez, molesto.
–Gonçalves.

–Páselo, páselo –dijo Suárez, mientras manoteaba un cigarrillo. –La vida te da sorpresas–, se dijo, divertido. Gonçalves casi nunca llamaba si no era para encargarle un caso extraoficial.

Después de los saludos de rigor, de las bromas, de cierto humor agresivo que usaban los dos desde que se conocieron en el entierro de Ludueña, Suárez le pregunto qué quería: estaba ocupado, pero haría lo que pudiera por él.

–Es un caso delicado, Suárez –dijo la voz parca de Gonçalves, que jamás lo tuteaba–. Hay gente, no puedo decir quién, que quiere averiguar por qué Mario Benedetti, a pesar de sus ventas enormes y de la gran popularidad de algunos de sus poemas, rara vez es incluido en antologías de poesía latinoamericana.»

A partir de ese momento, Suárez se impone la tarea de leer todos los libros de Benedetti y el texto lo sigue, de bar en bar, mientras él revisa, lee, piensa en voz alta, clasifica poemas mediocres, buenos, malos, y llega a un veredicto.

«El caso Benedetti» tiene todo lo que tiene que tener un buen texto de periodismo narrativo: intriga, clima, tono, una estructura que tiene, a su vez, sentido: un sabueso siguiendo las pistas de algo que sólo él puede descubrir.

El texto de Juan Gabriel Vásquez pudo ser una buena reseña de un libro de Ribeyro, el texto de Elvio Gandolfo pudo ser un buen ensayo crítico acerca de la ausencia de virtudes en la poesía de Benedetti. Pero eligieron ser lo  que son: dos textos de periodismo inclasificable. O sólo clafisificable como periodismo estupendo.

Dirán que no siempre se puede, y es verdad: no siempre se puede.

A veces no se puede porque, simplemente, sería una pesadilla abrir el periódico y toparse, cada día, con que todas las notas de la sección Cultura empiezan diciendo cosas como: «La mañana de junio en que el Secretario de Plazas y Paseos firmó la autorización para organizar la Decimonovena Feria de las Orquídeas en el Parque Japonés, llovía.» A veces no se puede por falta de tiempo, por falta de recursos, por falta de espacio. Pero, urja o no el tiempo, azuce o no la falta de recursos, ahorque o no el espacio, a veces el empeño está puesto sólo en cumplir burocráticamente con la información, y entonces el periodismo se transforma en una línea de montaje en la que se escribe, se imprime, se archiva y ya.

Dirán, también, que los temas culturales son percibidos como temas menos trascendentes que los que se publican en secciones como Política y Sociedad. No es difícil comprobar ese argumento porque hay indicadores claros: las páginas de Cultura de algunos diarios ni siquiera se publican todos los días, y los grandes premios de periodismo, como el de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, el Ortega y Gasset, el Rey de España, el Lorenzo Natali o el Ulyses, estaban y están orientados a los reportajes duros y todos riman más con Haití que con Alfonso Reyes. En la entrega del año 2003 del premio Cemex FNPI, «El testamento del viejo Mile», el ya mencionado perfil que Alberto Salcedo Ramos hizo sobre el compositor de vallenatos Emiliano Zuleta, llegó a figurar entre los cinco finalistas y se transformó, así, en saludable mosca blanca en un universo de niños rotos por el hambre o desaparecidos por las dictaduras latinoamericanas.

Dicho eso, diré esto: primero, que cuando el periodismo se transforma en una línea de montaje en la que primero se escribe, después se imprime y al final se archiva, es buen momento para empezar a pensar en dedicarse a otra cosa.

Segundo, que hay que aprender a vivir sin necesitar la mirada de los otros y que, sin dudas, es lindo ganar premios, y hasta muy lindo ganar premios, y hasta precioso ganar premios, pero que no escribimos para ganar premios.

Escribimos porque tenemos algo para decir.

Entonces, ahora sí, voy a hablarles de mi colección de recortes.

No sé cuándo empezó, pero debe haber sido hace mucho porque los más viejos están muy rotos. Sea como fuere, la colección de recortes no está hecha sólo de páginas arrancadas a revistas y suplementos culturales, pero está hecha sobre todo de páginas arrancadas a revistas y suplementos culturales.

Hay allí columnas de dos mil caracteres que hablan de escritores muertos a los que nunca leí, artículos de cinco páginas que hablan de escritores vivos a los que admiro, textos de media página que hablan de directores de cine, cantantes pop o artistas plásticos que aún no conozco. Sólo por mencionar algunos, entre esos recortes hay un texto del escritor argentino Leopoldo Brizuela, publicado en el suplemento cultural ADN, del diario La Nación, que habla de Amália Rodrigues, del fado y de Lisboa; un número especial que el suplemento cultural Ñ, de Clarín, dedicó a la belleza y donde, entre varios textos, hay uno de Juan Villoro sobre los dientes de Ornella Muti; varios artículos de Radar, el suplemento cultural de Página/12, en los que la argentina María Moreno habla de la crónica latinoamericana, Alan Pauls de la muerte de Fogwill, Rodrigo Fresán de Tim Burton y Juan Forn de las extrañezas de escritores que, hasta entonces, siempre me habían parecido muy normales. Y así de etcétera.

Repaso a menudo mi colección de recortes y sé perfectamente qué es lo que hay ahí. Y lo que hay ahí no es otra cosa que un reservorio de fe y de estremecimiento.

Hoy, por ejemplo, es martes 9 de agosto de 2011 y estoy buscando, en la pila, dos o tres artículos que se publicaron en Radar.

El primero que encuentro es del año 2006, titulado «El pintor de niños», firmado por Mariana Enríquez, que habla de un ilustrador llamado Mark Ryden de quien yo no había oído hablar. El artículo dice, entre otras cosas: «Allí hay una inocencia corrompida, una mirada infantil morbosa y una violencia latente que sugiere no sólo la extrañeza y la complejidad del cuerpo humano (niños bautizados con sangre humana, nínfulas pálidas con un tajo en el pecho, hundidas en un baño de sangre), sino algo onírico y detallado, a la manera de Dalí, el Bosco, Brueghel. (…) Ryden posee una fascinación infantil con lo asqueroso, como los niños. Sus cuadros insisten en que somos carne, pero carne que además puede leer filosofía.»

El segundo que encuentro es del año 2010, titulado «Crudo como el amor», firmado por Juan Forn, que habla de Barry Hannah, un escritor de quien tampoco había oído hablar. El artículo dice, entre otras cosas: «Barry Hannah escribía tal como corcovea un cable de alto voltaje que se suelta en medio de un huracán. (…) Veinte años anduvo Barry Hannah rodando en llamas por Estados Unidos hasta que desembocó nuevamente en Mississippi, donde algunos lo recibieron como al hijo pródigo y otros como a un demonio devuelto al remitente. (…) En sus últimos quince años de vida logró incluso convertirse en buena persona sin dejar de escribir (un milagro doblemente infrecuente: que un hijo de puta se vuelva buena gente y que conserve intacta su perfidia narrativa). Se sobrepuso a la muerte de un hijo, a un cáncer, a una feroz quimioterapia y al tedio que produce la vida a los alcohólicos recuperados; y así se fue convirtiendo sin proponérselo en uno de esos venerables veteranos del pánico que al Sur norteamericano tanto le gusta idolatrar: aquellos que sobreviven milagrosamente al susurro en el oído de todos sus demonios sin olvidar en el camino el incendiario idioma de sus pesadillas.»

El tercero que encuentro es del año 2009, firmado por Rodrigo Fresán, titulado «Toda esa carne pintada», y describe una muestra de Francis Bacon, un pintor que me interesaba poco, en el Museo del Prado. El artículo dice, entre otras cosas, esto: «Me pregunto si, el próximo abril, todos esos cuadros se dejarán descolgar de todas esas paredes sin resistirse, sin exorcismo previo, sin aferrarse con uñas y dientes, sin lanzar alaridos asustando a majas y a meninas y a reyes y reinas. Van a tener que arrancarlos a golpes, pienso mientras arranca el tren de regreso y me digo que, por suerte, yo ya no estaré aquí para ver la ascendente caída de la Casa Bacon.»

No importa si Mark Ryden es o no un ilustrador interesante, no importa si pude leer o no a Barry Hannah, no importa si soy, o no, una conversa devota de Francis Bacon. No importa el contenido de mi colección de recortes: importa el filamento que la une. La mano de autores que, con premeditación y absoluta alevosía, para bien, para mal y para todo lo contrario, escanciaron el adjetivo asqueroso junto a la palabra niño, dotaron a un cable de una cualidad furiosa, a unos cuantos cuadros de una voluntad demente, e hicieron todo eso no porque no tuvieran nada mejor que hacer, sino porque sintieron, dura como un fuego, arrasadora, la fe, la profunda fe en que tenían algo para decir.

Y quizás de eso, y de ninguna otra cosa, se trata todo esto: de estar enfermos de esa fe y de buscar, desesperadamente, tanto en la paz como en la zozobra, las frases que puedan transformarla en estremecimiento.

Llegamos, entonces, al principio. Y diré, otra vez, que el periodismo cultural no existe. Y diré, otra vez, qué suerte.

Porque lo único que un periodista debería preguntarse a la hora de escribir un texto sobre el aniversario de la muerte de Rulfo no es en qué sección va a publicarlo, sino qué tiene él para decir. Sobre los aniversarios, sobre la muerte, sobre Rulfo.

Yo no necesito leer un solo artículo más sobre la Feria del Libro de Frankfurt, pero siempre necesitaré que Mariana Enríquez me susurre que los cuadros de Ryden insisten en que somos carne, pero carne que puede leer filosofía. No necesito leer un solo artículo más sobre las fotos de Richard Avedon, pero siempre necesitaré que Juan Forn o Rodrigo Fresán me recuerden cuál es el idioma en llamas que braman los demonios.

Yo siempre estaré buscando, como un tigre cebado, como un lobo en la noche, los rastros de esa fe, las huellas de ese estremecimiento.

En esa fe, y en ese estremecimiento, leo.

En esa fe, y en ese estremecimiento, escribo.

Y esa fe, y ese estremecimiento, son todo lo que tengo para decir.

Leído en el seminario «Nuevas rutas para el periodismo cultural», organizado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, México, 2011.



Leila Guerriero
Zona de obras

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