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lunes, 7 de noviembre de 2022

Leila Guerriero / El atardecer en un plato / Soy periodista.

Leila Guerriero

 

Leila Guerriero

El atardecer en un plato
Soy periodista.

Durante mucho tiempo pensé que la tarea de un periodista consistía, sobre todo, en ir, ver, volver y contar. Después, un día del año 2006, sonó el teléfono en mi casa. Al otro lado de la línea estaba Mario Jursich, editor colombiano, invitándome a participar del primer festival organizado por la revista El Malpensante en el que, a lo largo de un fin de semana en Bogotá, varios escritores, editores, filósofos y periodistas se reunirían para hablar sobre diversas cosas. Si yo aceptaba, debía preparar un texto cuya lectura tuviera una duración de veinte minutos y se encuadrara dentro de un tema definido que era, a la sazón, las mentiras del periodismo latinoamericano. Dije que sí y, para escribir esa conferencia –titulada, en efecto, Sobre algunas mentiras del periodismo latinoamericano–, hice, por primera vez, lo que haría después tantas otras veces: ser, además de alguien cuyo oficio consiste en ir, ver, volver y contar, alguien que se pregunta por qué hace lo que hace, cómo hace lo que hace y para qué hace lo que hace. Desde entonces, en seminarios y talleres, en conferencias y mesas redondas, en columnas y ponencias (en Santiago y en Santander, en México y en Lima, en Madrid y en Bogotá), no he dejado de darle vueltas al asunto. Por decirlo de otro modo, desde entonces me convertí en una yonqui de esas preguntas: ¿para qué se escribe, por qué se escribe, cómo se escribe?

El destilado de esa adicción son los textos de este libro: un recorrido por la zona de obras, ese espacio destripado por la maquinaria pesada donde los cimientos todavía no están puestos y la cañería a cielo abierto parece la tráquea de un dinosaurio sin esperanzas. Un paseo por el caos, un vistazo al momento en el que todo puede derrumbarse para siempre o transformarse en una canción que, quizás, valga la pena.

¿Para qué se escribe, por qué se escribe, cómo se escribe? Si de chica podía pasar horas acariciando la suavidad inverosímil del tapado de visón de mi abuela, al escribir estos textos —que se canibalizan entre sí, que trafican materiales de uno a otro, que rizan una y otra vez el rizo de preguntas sin respuesta– he sentido la misma pulsión: las ganas tensas, morbosas, de permanecer en ese lugar donde cualquier movimiento en falso podría destrozarlo todo, conteniendo el deseo de hundir los dedos como garfios en el corazón de esa materia frágil que —como los huracanes, como las mejores tormentas– sólo puede contemplarse a la distancia.

Una de las conferencias de este libro, llamada ¿Dónde estaba yo cuando escribí esto?, leída en Bogotá en 2007, dice que, al atardecer, el cocinero Michel Bras llevaba a los integrantes de su equipo de trabajo a la terraza de su restaurante en la campiña, y los obligaba a permanecer allí hasta que el sol se ocultaba en el horizonte. Entonces, señalando el cielo, les decía: «Ahora vuelvan a la cocina y pongan eso en los platos.» Estos textos son mis intentos por entender cómo se pone el atardecer en un plato. Aún no lo logro. Pero en eso estamos.

* * *
Sobre algunas mentiras del periodismo latinoamericano

Voy a empezar diciendo la única verdad que van a escuchar de mí esta mañana: yo soy periodista, pero no sé nada de periodismo. Y cuando digo nada, es nada: no tengo idea de la semiótica de géneros contemporáneos, de los problemas metodológicos para el análisis de la comunicación o de la etnografía de las audiencias. Además, me encanta poder decirlo acá, me aburre hasta las muelas Hunter Thompson. Y tengo pecados peores: consumo más literatura que periodismo, más cine de ficción que documentales y más historietas que libros de investigación.


Pero, por alguna confusión inexplicable, los amigos de El Malpensante me han pedido que reflexione, en el festejo de su décimo aniversario, acerca de algunas mentiras, paradojas y ambigüedades del periodismo gráfico. No sólo eso: me han pedido, además, que no me limite a emitir quejidos sobre el estado de las cosas, sino que intente encontrar algún porqué. Y aquí empiezan todos mis problemas, porque si hay algo que el ejercicio de la profesión me ha enseñado es que un periodista debe cuidarse muy bien de buscar una respuesta única y tranquilizadora a la pregunta del por qué.

No soy comunicóloga, ensayista, socióloga, filósofa, pensadora, historiadora, opinadora, ni teoricista ambulante y, sobre todo, llegué hasta acá sin haber estudiado periodismo. De hecho, no pisé jamás un instituto, escuela, taller, curso, seminario o posgrado que tenga que ver con el tema.

Aclarado el punto, decidí aceptar la invitación porque los autodidactas tendemos a pensar que los demás siempre tienen razón (porque estudiaron) y, más allá de que todos ustedes harían bien en sospechar de la solidez intelectual de las personas supuestamente probas que nos sentamos aquí a emitir opinión, elegí hablar de un puñado de las muchas mentiras que ofrece el periodismo latinoamericano.

Primero, de la que encierran estos párrafos: la superstición de que sólo se puede ser periodista estudiando la carrera en una universidad. Después, de la paradoja del supuesto auge de la crónica latinoamericana unida a la idea, aceptada como cierta, de que los lectores ya no leen. Y por último, más que una mentira, un estado de cosas: ¿por qué quienes escribimos crónicas elegimos, de todo el espectro posible, casi exclusivamente las que tienen como protagonistas a niños desnutridos con moscas en los ojos, y despreciamos aquellas con final feliz o las que involucran a mundos de clases más altas?

Ejerzo el periodismo desde 1992, año en que conseguí mi primer empleo como redactora en la revista Página/30, una publicación mensual del periódico argentino Página/12. Yo era una joven egresada de una facultad de no diremos qué, escritora compulsiva de ficción, cuando pasé por ese periódico donde no conocía a nadie y dejé, en recepción, un cuento corto por ver si podían publicarlo en un suplemento en el que solían aparecer relatos de lectores tan ignotos como yo. Cuatro días después mi cuento aparecía publicado, pero no en ese suplemento de ignotos, sino en la contratapa del periódico, un sitio donde firmaban Juan Gelman, Osvaldo Soriano, Rodrigo Fresán, Juan Forn y el mismo director del diario, Jorge Lanata: el hombre que había leído mi cuento, le había gustado y había decidido publicarlo ahí.

Yo no sabía quién era él, y él no sabía quién era yo.

Pero hizo lo que los editores suelen hacer: leyó, le gustó, publicó.

Seis meses después me ofreció un puesto de redactora en la revista Página/30. Y así fue como empecé a ser periodista.

El mismo día de mi desembarco, el editor de la revista me encargó una nota: una investigación de diez páginas sobre el caos del tránsito en la ciudad de Buenos Aires.

Yo jamás había escrito un artículo, pero había leído toneladas de periodismo y de literatura, y había estado haciendo un saqueo cabal de todo eso, preparándome, sin saberlo, para cuando llegara la ocasión. Me había educado devorando hasta los huesos suplementos culturales, cabalgando de entusiasmo entre páginas que me hablaban de rock, de mitología, de historia, de escritores suicidas, de poetas angustiadas, de la vida como nadador de Lord Byron, de los amish, de los swingers. Yo, lo confieso, le debo mi educación en periodismo al periodismo bien hecho que hicieron los demás: canibalizándolos, me inventé mi voz y mi manera. Aprendí de muchos –de Homero Alsina Thevenet, de Elvio Gandolfo, de Rodrigo Fresán– y, sobre todo, de las crónicas de Martín Caparrós: leyéndolo, sin conocerlo, descubrí que se puede contar una historia real con el ritmo y la sensualidad de una buena novela. De modo que, si bien yo no era periodista, creía saber cómo contar esa historia del caos de tránsito en la ciudad de Buenos Aires.

El editor de Página/30 me dio dos órdenes: la primera, que quería la nota del tránsito en dos semanas; la segunda, que leyera Crash, un libro de J. G. Ballard que, me dijo, me iba a ayudar a lograr el tono. Yo compré un grabador, hice un listado de personas a quienes entrevistar, pasé tres días en el archivo del diario investigando carpetas referidas a autopistas, ruidos molestos, accidentes de tránsito y urbanismo y, por supuesto, no leí Crash. Ya lo había leído a los trece años. Crash es un libro que cuenta una historia de autitos chocadores, de gente que disfruta de chocarlos a propósito y de lamerse después las mutuas cicatrices. Yo me pregunté en qué podía ayudarme ese libro a escribir una nota sobre el caos del tránsito en Buenos Aires, y me respondí que en nada. Entonces hice lo que mejor me sale: no le hice caso. Dos semanas después entregué la nota, el hombre la leyó, dijo «Muy bien, te felicito: se ve que leer a Ballard te ayudó, lograste el tono».

Desde aquel primer trabajo y hasta ahora pasé por una buena cantidad de diarios y revistas, menores y mayores, y sigo portando una virginidad con la que ya he decidido quedarme: la de no haber asistido, jamás y como alumna, a ningún sitio donde se enseñe periodismo. Soy, como las mejores vírgenes, tozuda. Y a lo mejor, como las mejores vírgenes, soy también un poco fatalista, y siento que ya estoy vieja para emprender otro camino. Y a lo mejor también, como las mejores vírgenes, soy un poco cobarde y pienso que quizás duele, y entonces mejor no. Y acá me tienen. Una autodidacta absoluta, un dinosaurio: una periodista salvaje.

Para ser del todo sincera, en algún momento sentí que podía faltarme un poco de educación sistemática y lo intenté: me inscribí en un par de cursos, unos cinco años atrás, pero no me aceptaron. Supongo que, precisamente, por esa falta de mérito en materia de posgrados, tesis, seminarios, másters, etcétera. Mi destino es morir virgen de estas cosas: morir sin escuchar a nadie dar lecciones.

Pero creo que voy camino a ser leyenda, porque la superstición extendida es que nadie puede ser periodista sin haber hecho una musculosa carrera en la universidad, salpimentada con una pasantía en un diario importante, un buen taller y cinco seminarios. De hecho, cuando algunos estudiantes de periodismo me preguntan dónde estudié y respondo «en ninguna parte», el rostro les refleja una mezcla de horror y desilusión. Como si estuvieran, de pronto, frente al Pingüino de Batman, un bicho que los fascina pero les despierta repugnancia. Supongo que haber creado ese mito —que sólo se puede ser periodista si se sigue el circuito universidad, posgrado, máster, curso, seminario, etcétera— es muy conveniente para universidades e institutos y no digo que no sea, incluso, necesario para intercambios de todo tipo: de conocimiento, de información, de flujos y de tarjetas personales. Pero me atrevo a sospechar que no es la única forma de hacerlo, sobre todo si tenemos en cuenta que la carrera de periodismo es una cosa nueva, y que quienes enseñan en la universidad y dan talleres y seminarios no aprendieron lo que saben, a su vez, en talleres ni seminarios, sino en periódicos y revistas, saqueando, como yo, a otros que lo hacían mejor que ellos.

En todo caso, una cosa sí sé, y es que la universidad no salva a ningún periodista gráfico del peor de los pecados: cometer textos aburridos, monótonos, sin climas ni matices, limitarse a ser un periodista preciso y serio, alguien que encuentra respuestas perfectas a todos los porqués, y que jamás se permite la gloriosa lujuria de la duda.

Y si no sé cómo se aprende lo que se aprende, sí sé, en cambio, que enseña más cosas acerca de cómo escribir cualquier novela de John Irving o la historieta Maus, de Art Spiegelman, que cinco talleres de escritura periodística donde se analice concienzudamente la obra de Gay Talese.

Dicho esto, pasemos a nuestra segunda mentira o paradoja: el auge de la crónica del que se habla tanto en estos días.

Empecé a escribir estas páginas el sábado 30 de septiembre, a las tres y veinte de la tarde. Salvo cinco breves interrupciones para hacer té y comer galletitas, podríamos decir que estuve ahí, sentada, hasta las doce de la noche. Un total de nueve horas que son, de todos modos, seis menos de las que suelo dedicar a una nota cuando estoy en plena faena de escritura: escribir un artículo me lleva de veinte días a un mes y medio, con jornadas de doce, quince o dieciséis horas. Eso, sin contar la etapa de investigación previa. Conozco a otros cronistas que trabajan como yo. Que, después de meses de reporteo, bajan las persianas, desconectan el teléfono y se entumecen sobre el teclado de una computadora para salir tres días después a comprar pan, sabiendo que el asunto recién comienza.

La crónica es un género que necesita tiempo para producirse, tiempo para escribirse y mucho espacio para publicarse: ninguna crónica que lleva meses de trabajo puede publicarse en media página.

Es raro, entonces, que se hable, como se habla, del auge de la crónica latinoamericana.

Principalmente porque pocos medios gráficos, salvo las honrosas excepciones que todos conocemos, están dispuestos a pagarle a un periodista para que ocupe dos o tres meses de su vida investigando y escribiendo sobre un tema. Siguiendo porque los editores suelen funcionar con un combustible que se llama urgencia y con el que la crónica suele no llevarse bien. Y finalmente, y quizás sobre todo, porque pocos medios están dispuestos a dedicarle espacio a un texto largo ya que, se supone –lo dicen los editores, lo vocean los anunciantes, lo repiten todos–, los lectores ya no leen.

Y sin embargo, sin medios donde publicarla, sin medios dispuestos a pagarla y sin editores dispuestos a darles a los periodistas el tiempo necesario para escribirla, se habla hoy de un auge arrasador de la crónica latinoamericana.

Después del misterio de la santísima trinidad, éste debe ser el segundo más difícil de resolver.

Años atrás, en medios argentinos, yo publicaba crónicas de cincuenta mil caracteres, el equivalente a doce o catorce páginas de una revista. Hoy, como mucho, se aceptan diez mil, distribuidos en seis páginas con muchas fotos porque, ya lo he dicho, los editores han decretado que los lectores ya no leen.

Tiendo a pensar que, para decir eso, se basan en las encuestas que les acercan los muchachos del marketing. Los muchachos del marketing son unas personas que se dedican, entre otras cosas, a hacer encuestas con grupos supuestamente representativos de lectores. Los he visto: juntan en una piecita a señores y señoras con los cuales ninguno de ustedes ni yo se iría a tomar un café y les preguntan si leen, si no leen y qué les gustaría leer. A lo que los señores y señoras reponden sí, no, Paulo Coelho, y después de un rato y de mucha elaboración los muchachos del marketing dictaminan que los lectores ya no leen y que lo que hacen ahora los lectores, en cambio, es mirar televisión. Enterados de este fenómeno, los editores encontraron un recurso genial para lograr que la gente siga leyendo: llegar a los kioscos disfrazados de televisor. Así, decidieron empezar a publicar textos muy cortos adornados con recuadros, infografías, mapas, instrucciones de uso, cuadros comparativos, biografías express, columnas de especialistas, dibujos y muchas fotos (algunas en blanco y negro para que se note que todavía tienen alguna intención seria). La idea de fondo es lograr, por la vía del disimulo, que el lector no se entere de que lo que tiene entre manos es una inmunda, asquerosa, deleznable revista, y no la pantalla de un televisor.

Y es raro, porque si hay algo que uno debe hacer para dedicarse a un oficio como éste –editar diarios y revistas– es creer en él. Yo encuentro ciertas diferencias entre la vocación necesaria para gerenciar una fábrica de condones y la que se necesita para editar una revista o un periódico. El hecho de que tantos editores hayan decidido que los lectores no leen, pero insistan en hacer periódicos y revistas –objetos que sólo están hechos para ser leídos–, es, al menos, desconcertante. ¿Para qué insistir en la fabricación de algo que está destinado al fracaso? ¿Por qué no venden sus diarios y sus revistas y se compran canales de televisión?

Las malas noticias empiezan a la hora de revisar las ventas. Si para diarios y revistas era muy normal vender trecientos mil ejemplares o un par de millones hace unas décadas, aun publicando notas largas con mucho texto sin recuadritos ni tantas fotos, hoy se puede considerar que cualquier cosa es un suceso editorial si vende apenas veinticinco mil.

Si bien es cierto que el lenguaje de las imágenes y la irrupción de internet les han quitado lectores a los diarios, y que nada garantiza que publicar textos largos aumente las ventas, no parece que aplicar el método televisivo les esté ayudando mucho.

Por otra parte, tiendo a pensar que los lectores severos nunca fuimos multitud. Que así como yo era, en 1984, probablemente una de las únicas egresadas del Colegio Nacional Normal Superior de Junín, la ciudad donde nací, que había leído varios cientos de libros y consumía decenas de suplementos literarios e historietas, revistas y periódicos por mes, hoy debe suceder lo mismo: los lectores severos nunca fuimos multitud, pero siempre estuvimos ahí.

La diferencia es que ahora los editores han perdido la fe y son pocos los que conservan vivo el ánimo, no sólo de no subestimar a sus lectores, sino de mostrarles un mundo sorprendente y desconocido bajo la forma de una gran nota, bien escrita y desplegada. Y la diferencia podría estribar también en que ahora, además, los editores son, antes que editores, administradores. Personas más ocupadas en ir a almuerzos con anunciantes y en saltar de reunión en reunión que seres entregados a concebir, allí donde no hay nada, una idea: un periódico, una revista. (Por no hablar, claro, de la extraña costumbre que hace que, cuando un periodista escribe muy bien, se lo emponzoñe con la tentación de pagarle siete veces más y hacerlo editor, lo cual lleva a que en los puestos de editores de toda Latinoamérica haya una enorme cantidad de estupendos periodistas frustrados que nunca vuelven a escribir una letra, y que quizás no son buenos en su puesto por el hecho obvio de que no tienen por qué ser, además de buenos periodistas, buenos editores, si tenemos en cuenta que las cualidades que se necesitan para una y otra cosa son tan distintas como las que se necesitan para saber cortar el pelo y teñir en una peluquería.)

Dicho esto, y reconociéndome incapaz de llegar aquí a alguna conclusión, creo yo que en estos tiempos el despertar de una vocación periodística debe ser infinitamente difícil. Pienso en mí teniendo ahora quince, dieciséis o veinte años, leyendo la mayoría de estos diarios, de estas revistas: ¿habría querido ser esto que soy, habría aspirado a contar historias si toda posibilidad de publicación se agotara en notas de tres páginas, estrelladas de recuadritos de colores con el aspecto de manga japonés?

Mi bendita ignorancia me dice, una vez más, que no lo sé, y mi estúpido optimismo me dice que esta tendencia a la subestimación de los lectores terminará cayendo por su propio peso, que alguna vez algunos editores recordarán que lo que publican no es un catálogo de avisos, sino unos artículos que aspiran a contar el mundo en que vivimos, y que entonces volverán a sentar su trasero en una silla doce, quince, dieciséis horas por día, tal como hasta ahora seguimos haciéndolo los pocos privilegiados que podemos publicar crónicas aquí y allá, en el puñado de revistas que son las que, quizás, justifican el mito del auge de la crónica, gracias a que, todavía y por suerte, un puñado de buenos editores confía en la potencia de un texto bien escrito.

Pasando a la última de las ambigüedades, paradojas o mentiras que nos ocupan, hay un chiste más o menos viejo que pregunta cuál es la diferencia entre una hermosa mujer rubia desnuda y una hermosa mujer negra desnuda: la respuesta es que la rubia sale en Playboy y la negra sale en National Geographic.

Más allá del chiste, que es un resumen bastante exacto de un estado de cosas, nadie puede dudar que la crónica latinoamericana tiene oficio y músculo entrenado para contar lo freak, lo marginal, lo pobre, lo violento, lo asesino, lo suicida (yo misma podría poner una banderita arriba de cada uno de esos temas: a todos los he pasado por la pluma y a algunos, incluso, varias veces), pero en cambio tiene cierto déficit a la hora de contar historias que no rimen con catástrofe y tragedia. Puede ser que las buenas historias con final feliz no abunden y que contar historias de violencia dispare la adrenalina que todo periodista lleva dentro. Puede ser que sumergirnos en mundos marginados nos produzca más curiosidad que hacerlo en otros, de acceso más fácil. Que hablar de los niños desnutridos sea, incluso, una prioridad razonable.

Pero también es cierto que hay una confusión que los mismos periodistas alimentamos y que ha contribuido a sobrevaluar el rol del periodismo de investigación o de denuncia, al punto de transformarlo en el único periodismo serio posible. Esa confusión reza que el periodismo equivale a alguna forma de la justicia cuando, en realidad, los periodistas no somos la justicia, ni la secretaría de bienestar social, ni la asociación de ayuda a la mujer golpeada, ni la Cruz Roja, ni la línea de asistencia al suicida. Contamos historias y si, como consecuencia, alguna vez ganan los buenos, salud y aleluya, pero no lo hacemos para eso, o no sólo para eso.

Por otra parte, es probable que tanto a periodistas como a editores nos dé un poco de vergüenza y culpa poner el foco en historias amables, precisamente porque nos sentimos más en deuda con los desnutridos, los marginados, etcétera, y porque, en el fondo, estamos convencidos de que, después de todo, aquéllos son temas menores, aptos más bien para periodistas ñoños que escriben artículos repletos de moralejas o insoportables historias de superación humana.

Y, finalmente, a diferencia de las historias de niños muertos, asesinos seriales, mujeres violadas y padres enamorados de sus hijos, los temas amables casi no consiguen premios. Muchos concursos de periodismo escrito son el equivalente a los grandes premios fotográficos en los que la foto ganadora siempre es tomada en África o en el país bombardeado de turno, e involucra a un chico desnutrido, moscas, un perro flaco, la tierra resquebrajada y alguna señora aullando de dolor. Si en sus países de origen nadie da un peso por los niños con moscas en los ojos y las señoras que aúllan de dolor, es impresionante lo alto que cotizan en la bolsa de los premios. Es probable, entonces, que la crónica latinoamericana no esté contando la realidad completa, sino siempre el mismo lado B: el costado que es tragedia. La negra desnuda de National Geographic.

Y si no hay ahí una mentira, hay, probablemente, una omisión.

Para terminar, quisiera reseñar una mentira menor en la que no creí nunca: la que reza que, para llegar a ciertos lugares, en el periodismo y en todo lo demás, hay que tener contactos: ser el hijo del dueño del diario.

Ahí donde todos dicen eso yo digo que el trabajo cabal, hecho a conciencia, con esfuerzo y muchas horas de vuelo frente a la computadora, termina, antes o después, en manos del editor que estaba buscando.

Era el año 2004, y yo estaba en un lugar lejano. España o Croacia. En todo caso, lejos. Un día de tantos llamé a mi casa, y atendió el hombre con el que vivo hace once años. Le dije las cuestiones que son siempre ciertas —que lo extraño, que no sé qué fui a buscar al otro lado del mundo— y él me dio tres noticias fabulosas: la primera, que le pasaba lo mismo; la segunda, que estaban destrozando el piso de mi casa para cambiar un caño roto (la buena noticia, en este caso, era que yo no estaba ahí para ver eso); y la tercera, que el editor de una revista colombiana quería mi autorización para publicar un texto que yo había escrito en una revista de Buenos Aires llamada Lamujerdemivida.

La revista colombiana se llamaba El Malpensante.

Yo la conocía, pero la miraba de lejos, con cierto respeto reverente. Sabía que publicaban buenas firmas, sabía de la excelencia de los textos y sabía que era, sin dudas, uno de los lugares en los que yo quería escribir cuando fuera grande. Alguna vez, incluso, había mandado un mail presentándome y proponiendo alguna nota, pero jamás me respondieron.

Hasta aquel día en que, estando yo tan lejos, aquel editor leyó mi artículo en una revista argentina, le gustó, y quiso publicarlo en la suya.

Yo no lo conocía y él nunca había escuchado hablar de mí.

Pero hizo lo que hace un editor: leyó, le gustó, publicó.

De modo que, habiendo tenido esta suerte no una, sino dos veces, no puedo sino creer que, si bien es probable que ser el hijo del director del diario ayude mucho, el trabajo, antes o después, se defiende solo.

Por eso, a los buenos periodistas que aún no hemos leído, a los que están empezando, a los que no tienen tíos o amigos en el mundo editorial ni dinero para pagarse una carrera, a los que no encuentran sitio donde publicar sus crónicas, vendría bien recordarles eso: que siempre habrá un buen editor acechando en las sombras.

Que siempre, si saben esperar, encontrarán su propio Malpensante. O El Malpensante, antes o después, los encontrará a ustedes.

Leído en el Festival Malpensante, Bogotá, Colombia, 2006. Publicado en El Malpensante, Colombia, el mismo año.



Leila Guerriero
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