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viernes, 16 de septiembre de 2022

Javier Marías / Malcolm Lowry en la calamidad

 

Malcolm Lowry
Ilustración de Fernando Vicente


Javier Marías

BIOGRAFÍA

Malcolm Lowry en la calamidad

    Cuando Malcolm Lowry tuvo problemas durante su segunda estancia en México, en 1946, y en su intento por no ser expulsado del país preguntó al subjefe de Migración de Acapulco qué había contra él de su anterior visita en 1938, el funcionario sacó una ficha, la golpeó con un dedo y le contestó: «Borracho, borracho, borracho. He aquí su vida». La frase es tan brutal como exacta, aunque tal vez, en labios más compasivos, la palabra adecuada habría sido «calamidad», pues parece como si en efecto Lowry hubiera sido el escritor más calamitoso de la historia entera de la literatura, lo cual tendría indudable mérito habida cuenta de la tan nutrida competencia en ese campo.


    La mayoría de las fotos que se conservan de Lowry lo muestran en traje de baño o con pantalones cortos, con el torso desnudo siempre —un torso como un huso, no gordo pero un poco abombado—. Parte de la explicación a esa costumbre podría encontrarse en sus numerosas estancias en lugares tropicales o bien de playa y en su extremada afición a la natación. Pero también es verdad que no debía de tenerle demasiado aprecio a su ropa: no mucho después de casarse por segunda vez perdió un dinero vital tras apostarlo mal a los caballos, y el remordimiento lo llevó a desaparecer en medio de la calle en un descuido de Margerie Bonner, su mujer. Cuando por fin ésta, al cabo de horas de vagar por Vancouver en su busca, dio con él en una casa de putas, lo encontró tirado en una cama sucia y en calzoncillos. La falta de ropa no era debida, sin embargo, a lo que podría pensarse en un primer momento dada la índole del local, sino a que Lowry la había vendido para procurarse una botella de ginebra que ya había casi vaciado para cuando Margerie lo encontró. También en ocasiones más dramáticas perdió todas sus ropas, por ejemplo en los varios incendios de cabañas o casas en las que habitaba. De uno de esos fuegos salvó milagrosamente Margerie el original de Bajo el volcán. Hay que decir que de haber ardido quizá no habría resultado demasiado grave, ya que eso era algo a lo que Lowry estaba más que acostumbrado, a perder originales o a que se los extraviaran, y por tanto a reescribir sus libros una y otra vez. Los borradores de esa novela son incontables, tanto por culpa de los editores, que se la rechazaban y le exigían que la revisara siempre una vez más, como de su propia insatisfacción. Diez u once años estuvo con ese texto, que por fin vio la luz (y con considerable éxito) tras negarse Lowry a los penúltimos cambios que sus editores le recomendaban. De no haberse negado en esa oportunidad, quién sabe si la novela por la que ha pasado a la historia no habría sido también póstuma, como casi toda su escasa obra.

    El proceso de alcoholización de Lowry fue muy rápido, esto es, se inició en su extrema juventud, tras pasar unos meses embarcado en el Pyrrhus porque quería «ver el mundo» (del que, dicho sea de paso, volvió muy decepcionado), y concluyó con la ingestión de la loción de afeitar de un amigo y de su propio pis cuando estuvo internado en un sádico hospital. Ya con anterioridad al Pyrrhus había conocido el infierno, durante su infancia inglesa, o al menos eso gustaba de relatar: varias de sus niñeras se habían dedicado a torturarlo o habían tratado de asesinarlo. Una de ellas, por ejemplo, lo había llevado junto con su hermano Russell hasta un brezal solitario, donde le había bajado los pantalones y le había azotado los genitales ante la mirada atónita del otro niño; otra había intentado ahogarlo en un barril de agua de lluvia del que lo había salvado un jardinero benigno; y una tercera había jugado con su cochecito de niño al borde de un acantilado; no es seguro que no fuera una cuarta (o bien una de las tres precedentes) la que quiso asfixiarlo con una manta. Sea como fuera, tres o cuatro, en ambos casos parecen quizá demasiadas para haberlo querido tan mal, cada una por su cuenta.
    Lowry, no cabe duda, gustaba de inventar historias, hasta el punto de que nadie daba crédito a algunas que eran muy ciertas. Tenía bastante mala suerte con los animales: una noche, caminando con su amigo John Sommerfield por «Fitzrovia», el barrio bohemio del Londres de los años treinta, vio dos elefantes en la esquina de Fitzroy con Charlotte Street. Los dos hombres salieron corriendo para avisar a otros, pero cuando regresaron los elefantes habían desaparecido y nadie les creyó, pese a que lograron descubrir en el pavimento una elefantina mierda todavía humeante, lo cual Lowry vio más como un desprecio que como una prueba o ni siquiera una suerte. En otra ocasión, al pasar junto a una carreta, el caballo que la tiraba dio un bufido que a Lowry le pareció de irrisión (hasta los objetos inanimados conspiraban contra él); su respuesta fue un puñetazo al caballo bajo la oreja que lo hizo tambalearse y caer de hinojos: aunque no le sucedió nada grave, el remordimiento de Lowry duró semanas. Más triste fue lo que le ocurrió con un pobre conejillo al que distraídamente acariciaba en su regazo mientras charlaba una noche con el dueño de la mascota y su madre: de pronto el conejillo se quedó tieso, Lowry le había roto el pescuezo con sus torpes manos pequeñas. Durante dos días vagó por las calles de Londres con el cadáver, sin saber qué hacer con él y lleno de odio para consigo mismo, hasta que, por indicación de otro amigo, el camarero de una taberna tuvo a bien ocuparse de lo que prometió que sería un entierro como manda el Dios de los animales.
    Pese a tantos desaguisados, Lowry tenía numerosos amigos, los cuales coinciden todos en afirmar que aunque era un hombre imposible, tenía un enorme encanto y suscitaba invencibles deseos de protegerlo. Los hechos de su vida ponen los pelos de punta, pero incluso al hablar de esos hechos hay que recordar lo que él mismo decía a veces a sus allegados: «No me toméis demasiado en serio»; o bien lo que observó su mentor Conrad Aiken años después de su muerte: «Su vida entera fue una broma: jamás hubo bufón shakespeariano más jovial. Eso es algo que debemos recordar cuando todo el mundo anda diciendo ¡Qué Tiniebla. Qué Desesperación. Qué Enigmas! Tonterías. Era el más alegre de los hombres».
    Aunque tocaba un ukelele que casi siempre llevaba consigo, y cuando algo le horrorizaba divertía a todos haciendo el gesto de dispararse en la boca o ahorcarse con una soga, hay que reconocer que los hechos pueden disimular esa alegría bastante bien, ya que aparte de sus continuas borracheras, sus incendios, sus pasos por hospitales psiquiátricos, sus breves encarcelamientos y sus tentativas de suicidio más o menos reales, se sabe que en los últimos tiempos probó a estrangular dos veces a su mujer, Margerie, quien pese a todo no lo abandonó jamás. En una ocasión, casi de modo experimental, como si dijéramos sin premeditación, se cortó las venas de una muñeca, y otra vez, en Acapulco, se adentró nadando en el Pacífico hasta no poder regresar. Su muñeca fue curada y las olas no colaboraron, como tampoco quiso el destino que sus manos se cerraran demasiado rápidas sobre el cuello de Margerie ni que entonces se encontraran aislados, donde los gritos de ella no podrían haberse oído.
    A su primera mujer, Jan Gabrial, sí que habría tenido más motivos del orden clásico para asesinarla, ya que al mes de la boda empezó a ir abiertamente con otros hombres. Los amigos cuentan una patética escena en la que Lowry la despidió al pie del autobús mexicano en el que ella se iba a pasar una festiva semana con unos ingenieros y él le entregó unos pendientes de plata por su cumpleaños, que tendría lugar dos días más tarde y que no celebrarían juntos precisamente. Al parecer Jan los miró molesta y, casi con enfado, los arrojó en su bolso. Tanto su primera como su segunda mujer parecen haberse quejado de sus pobres o más bien nulas prestaciones sexuales, lo cual quizá explicaría su interés por la botella y su desinterés por las putas en aquella ocasión en que vendió sus ropas.
    A Jan Gabrial la había conocido en España, donde pasó una temporada acompañando al poeta Aiken, a quien el adinerado padre de Lowry pasaba una cantidad mensual en concepto de tutoría. Durante su estancia en Ronda y sobre todo en Granada no dejó Lowry muy buena impresión: por entonces, aunque muy joven, estaba gordo, bebía vino sin parar y se empeñaba en ponerse sombreros cordobeses enormes de los que nadie ha llevado nunca. En Granada fue pronto conocido como «el borracho inglés», la gente se burlaba de él y le tenía echado el ojo la Guardia Civil. La mujer de Aiken lo recuerda paseando por la ciudad con un tropel de críos alrededor que se mofaban de él y de los que no sabía cómo zafarse. Se paró ante una tienda de discos, escuchó con una sonrisa idiota la música flamenca que de allí salía, luego prosiguió su zigzagueante camino. La primera vez que salió con Jan, Lowry tropezó y los dos cayeron rodando por los jardines del Generalife para aterrizar él sobre ella. Jan pensó que Lowry no desperdiciaría la ocasión para seducirla, pero en cambio él aprovechó tan sólo para contarle el argumento de su única novela publicada hasta la fecha, Ultramarina.
    Malcolm Lowry era un hombre bromista y cordial y guapo. Varios homosexuales trataron de seducirlo a lo largo de su vida, y una noche se sabía tan borracho durante su visita a dos de ellos en Nueva York que al día siguiente tenía dudas sobre si habría sido poseído, aunque en ese caso su máxima preocupación eran sus posibilidades de contraer algún mal venéreo. En sus años de Cambridge otro homosexual joven lo amenazó con matarse si no le hacía caso. Lowry bajó a un pub y lo contó a otros compañeros, los cuales dijeron: «¡Que se muera el cabrón!». Fuera por Lowry o no, el joven se quitó la vida aquella noche en que el escritor se quedó en el pub .
    Lowry padecía numerosos pánicos, y uno de los mayores era a cruzar fronteras, lo cual hubo de hacer incontables veces a lo largo de su itinerante vida. Cuando se acercaba el momento de un nuevo viaje, pasaba los días anteriores sudando y temblando ante la perspectiva de tener que vérselas con los aduaneros. También sufría manía persecutoria y, sobre todo en México, estaba convencido de que Oscuras Autoridades seguían siempre sus pasos de cantina en cantina entre la tequila, el mescal, el pulque y la cerveza negra.
    El éxito de Bajo el volcán lo incomodó, acostumbrado como estaba a tantos fracasos, y al final de sus días no podía escribir, sólo dictaba a su mujer Margerie, y tenía que hacerlo primero de pie e inmóvil, lo cual le trajo problemas circulatorios en las piernas. Tras sus largos periplos regresó a Inglaterra, a la aldea de Ripe, donde murió la noche del 27 de junio de 1957, un mes antes de cumplir los cuarenta y ocho años. Durante algún tiempo se creyó que su muerte había sido by misadventure (literalmente «por accidente» o «por malaventura» o «por contratiempo»), pero hoy en día parece seguro que no fue tan aventurada, o acaso la tentativa fue menos experimental que las otras veces. Tras una bronca con Margerie, ella le tiró la botella de ginebra al suelo, rompiéndosela. Él intentó golpearla y ella salió corriendo a refugiarse en casa de una vecina. No se atrevió a volver hasta la mañana siguiente, y entonces se lo encontró tirado en el suelo, muerto, la cena que ella le había preparado y él no había probado dispersa por la habitación, como si por fin hubiera ido a comer y se le hubiera caído el plato. Se había tomado unos cincuenta somníferos que pertenecían a Margerie, quien no hizo inscribir en su lápida el epitafio que él había compuesto: «Malcolm Lowry / Late of the Bowery / His prose was flowery / And often glowery / He lived, nightly, and drank, daily, / And died playing the ukulele» . Que se podría traducir de manera infiel, y si prescindimos de la rima. «Malcolm Lowry / difunto de la calle Ebria / su prosa fue florida / y a menudo airada / vivió, noche a noche, y bebió, día a día, / y murió tocando el ukelele». Pero aquí no se debe prescindir de la rima.

Javier Marías
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