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domingo, 14 de agosto de 2022

En defensa de Salman Rushdie


Salman Rushdie
Credit: Stefan Boness/Ipon/SIPA/1511221217

En defensa de Salman Rushdie

 Andrea Calamari


«Comunico al orgulloso pueblo musulmán del mundo que el autor del libro Los versos satánicos -libro contra el Islam, el Profeta y el Corán- y todos los que hayan participado en su publicación conociendo su contenido están condenados a muerte. Pido a todos los musulmanes que los ejecuten allí donde los encuentren».

Es probable que no te imagines llegando a viejo si el nombre detrás del libro señalado es el tuyo, si tu condena a muerte la firmó el ayatolá Ruhollah Jomeini, si la difundieron por Radio Teherán y la amplificaron una y otra vez, si todos los musulmanes fueron convocados a matarte en cualquier lugar del mundo. Y sin embargo, contra las previsiones, Salman Rushdie cumplió 75 años el 19 de junio. Él y su literatura siguen vigentes.

Su condena a muerte también.

Nunca fue tan evidente como hoy.

Salman Rushdie publicó una novela en Londres en septiembre de 1988. Fue un éxito y un escándalo, todo junto y en pocos meses. Se prohibió en la India, ganó el premio Whitbread a mejor novela en Reino Unido, un jeque de El Cairo lo declaró «libro blasfemo» e instó a los musulmanes británicos a emprender acciones legales contra el autor, se retiró de la venta en Sudáfrica, la casa editorial en Londres recibió una amenaza de bomba, hubo manifestaciones en Brandford con quema pública del libro y muchas cadenas de librerías dejaron de venderlo. Y esto fue solo en unas semanas. Después vino la condena a muerte de la República Islámica de Irán a través de su Líder Supremo, autoridad política y a la vez religiosa que llamó a todos los musulmanes a buscar a Rushdie y matarlo «en cualquier lugar del mundo».

Todo por un libro.

¿Qué tiene ese libro?

Es una novela donde hay indios, separatistas, ángeles, un avión en llamas, un galán de cine, demonios con cola, cuernos y pezuñas, prostitutas, una niña pobre, mariposas, campesinos y peregrinos que se ahogan en el mar. También hay un profeta. El estado iraní consideró que el libro ofendía a los musulmanes y condenó a muerte a su autor.

Esto hay que decirlo más de una vez.

Salman Rushdie había decidido, cuando era un niño y escuchaba en la India las historias que le contaba su padre, que se dedicaría a eso. Sería un hombre abocado profesionalmente al arte de contar historias, dejarse llevar por las palabras y arrastrar a los lectores a sus mundos inventados.

Tiene poco más de cuarenta años, vive en Londres, está en medio de otro divorcio.  En el funeral de su amigo Bruce Chatwin se acerca una periodista de la BBC y le informa que el estado iraní ha puesto precio a su cabeza y ha convocado a todos los musulmanes a conseguirla.

«Soy hombre muerto», piensa.

Intenta proyectar cuántos días le quedan y la cifra en su cabeza no alcanza los dos dígitos. No puede volver a casa, no debe poner en riesgo a su esposa, no puede comprometer a sus amigos, no puede ver a su hijo.

Todo porque escribió un libro.

Se esconde y cambia de nombre, las compañías aéreas no le permiten viajar, la recompensa por su cabeza se duplica con periodicidad (se llegó a hablar de seis millones de dólares). El nombre de Rushdie es un peligro. Asesinan al traductor japonés de su libro, acuchillan al italiano, atacan al editor noruego, mueren más de treinta personas en un ataque a su editor turco, todo el mercado editorial involucrado es acusado de islamofóbico. Nadie lo quiere cerca. El Vaticano se suma a condenar la novela por blasfema. El escritor escribe un comunicado, declara que su objetivo no era ofender sino hacer literatura, afirma su respeto por el Islam. No se desdice. ¿Cómo habría de desdecirse de una novela?

Y la sentencia de muerte continúa.

Muchos años después de ser condenado a muerte, Rushdie escribió Joseph Anton, una novela autobiográfica en la que cuenta lo que siente un perseguido. También, lo que la intolerancia significa para el arte, la humanidad y los espíritus libres. El narrador dice que aquel 14 de febrero de 1989, día de la fatwa, cuando parecía estar cayendo definitivamente un siglo marcado por los totalitarismos, en realidad estaba empezando otra pesadilla. Con ese comunicado desde una radio de Teherán, dice Rushdie, empezó a sonar una canción para la que no hay final porque la escuchamos y seguimos como si nada.

Ese día en el que se sintió un hombre muerto, recordó una canción infantil y se le vino a la cabeza una imagen: los niños cantan en el patio de una escuela, un mirlo desciende del cielo y se posa en el trepador, la canción sigue, es una ronda, empieza y no tiene fin, vueltas y más vueltas y más vueltas. De repente alzan la vista y los mirlos en el trepador son cuatro, llega un quinto y los niños siguen cantando, después los mirlos son cientos y, sin que nadie sepa cómo, han invadido no solo el trepador sino que están por todas partes, son miles.

Salman Rushdie estuvo ocultándose y huyendo durante diez años hasta que no lo hizo más. Las amenazas siguieron, la tranquilidad no volvió nunca por completo y, aunque el estado iraní se comprometió a no insistir más en su ejecución, hay quienes creen que una fatwa únicamente la puede levantar quien la dictó, el ayatolá Ruhollah Jomeiní.

Y como Jomeiní está muerto, el destino de Rushdie está sellado.

Alguien condenó a muerte a un escritor por escribir y apostó a que algún fanático hiciera cumplir su sentencia. En cualquier lugar del mundo y en cualquier momento.

Y alguien lo hizo.

Hasta hace un par de días, la fatwa contra Rushdie, sus editores, traductores y libreros había quedado en el olvido. Y cuando alguien alzaba la voz de alerta frente al accionar de la policía moral que se dedica a señalar, prevenir o censurar «ofensas» en el arte, todos parecían olvidar lo que el caso de Rushdie tiene para decirnos sobre los tiempos que estamos viviendo, sobre la libertad y la intolerancia, sobre el sentido del arte.

La literatura y la industria editorial están en el medio de esto: autores cancelados por su vida privada, clásicos reescritos para adaptarse al espíritu de época, temas tabú, revisiones de obras, voces autorizadas y otras que no. Las señales estaban ahí, a la vista de todos.

Hay una práctica que es ilustrativa. Se trata de un fenómeno relativamente reciente del mercado editorial anglosajón pero su lógica de funcionamiento se ha extendido por el mundo con matices y diferencias. Es la figura de los sensitivity readers.

Los sensitivity readers son algo así como «lectores de sensibilidad». Son personas a las que las editoriales contratan antes de publicar un libro. Su tarea es leer manuscritos para las con el objetivo de detectar lo que está mal en los libros. ¿A qué se refieren? No se trata de correcciones de estilo. Lo que está mal en los libros puede ser: «lecciones morales borrosas, giros de la trama cuestionables o protagonistas problemáticos». Los lectores contratados, entonces, escanean, revisan, examinan los textos para descubrir posibles «errores o sesgos en la representación de las minorías marginadas».

El objetivo final de esta actividad es generar libros que no ofendan a nadie. Para eso deben moldear a los autores que, paulatinamente van dejando de ser escritores para convertirse en productores de textos. Textos limpios, inocuos, edulcorados, correctos, todos iguales.

Según las reglas no escritas pero sí aceptadas de los sensitivity readers, este nuevo oficio solo puede ser ejercido por integrantes de las minorías marginadas, las mismas que aparecen en los libros. Lectores negros cuando hay personajes negros, lesbianas para lesbianas, latinas para latinas, y así con cada sector de la sociedad considerado como minoría marginada. Si el lector de sensibilidad se siente correctamente representado por el libro, da el visto bueno a la editorial para su publicación. De lo contrario, el autor debe hacer ajustes.

Una pequeña digresión que puede servir de ejemplo. Hace unos años, el estadounidense Kosoko Jackson se ganaba la vida trabajando como sensitivity reader para distintas editoriales. Kosoko es negro y queer, entonces revisaba libros con personajes personajes negros o queer, o ambos, e informaba a la editorial, después de leer, si había sentido herida su sensibilidad en el proceso. Un día Kosoko escribió su propio libro: A Place for Wolves, un thriller romántico entre dos adolescentes estadounidenses negros, por lo que dio por descontada una representación correcta de los personajes porque correspondían a sus mismas minorías. El problema apareció después. La historia está ambientada a fines de la década de 1990 durante la guerra de Kosovo y hubo lectores que se sintieron ofendidos porque los protagonistas no son musulmanes, son estadounidenses, y tienen una mirada distorsionada sobre el lugar y su historia: la mirada de occidentales privilegiados que son capaces de concentrarse en una historia de amor en medio del genocidio de los albaneses. Sin intuir que hay tantas diversidades como personas, Kosoko creyó que sus propias minorías alcanzaban, no se le ocurrió percibirse como privilegiado y se le pasó por alto dar a leer su manuscrito a un musulmán, a un albanés, a un sobreviviente. Todos se enojaron con él, lo acusaron de islamofóbico, pidió disculpas y retiró su libro del mercado. Prefirió autocancelarse por no haber tenido en cuenta «la responsabilidad que conlleva presentar a los lectores ciertos temas».

Kosoko sigue escribiendo y trabajando como sensitivity reader, así que la historia tiene final feliz. También tiene moraleja: la literatura no es ni debe ser un terreno seguro. 

Alguien podría decir que si la editorial inglesa que recibió en los años ochenta el manuscrito de Los versos satánicos, hubiera contado con esta figura, habría advertido que la representación musulmana de Rushdie era sesgada, errónea, incorrecta, ofensiva, etcétera. Diría también que esa detección temprana habría evitado muertes, heridos, persecuciones y que eso es siempre una buena noticia.

Bueno, no es así.

Estamos retrocediendo si debemos explicar lo obvio y encarar una radical e irrenunciable defensa de la ficción, del derecho de los poetas a escribir lo que quieran y de los personajes a hacer cualquier cosa que esté dispuesta en la trama. Estamos retrocediendo si le pedimos a un escritor responsabilidad frente a los lectores.

A mediados del siglo pasado Roland Barthes habló sobre la lectura, dijo que el lector es un ente activo, dinámico, con capacidad de análisis. No es un consumidor sino un productor del texto. Dijo que el lector no es una persona individual, es una figura que aporta significado a la obra que nunca está del todo acabada, que se mueve sin temor a los malentendidos: frente a un texto «estamos en una Babel feliz».

La petición cada vez más extendida de responsabilidad a los autores trae consigo otra concepción del lector: el lector niño. Ya no una figura o una función dentro del texto sino un sujeto de carne y hueso, el producto de una segmentación identitaria, un ente pasivo, una víctima potencial incapaz de manejar frustraciones, contradicciones y malentendidos. La Babel feliz ha estallado y cada uno debe moverse dentro de los límites de su espacio compartimentado. La infantilización de los lectores requiere de adultos responsables puestos al cuidado de los niños: los estados, las religiones, los partidos, los colectivos, los voceros, los autores.

Pero leer y escribir son actividades incontrolables, el reino de lo imprevisto. El placer del texto es también para Barthes una erótica de la lectura que solo surge cuando la palabra se libra de todo condicionamiento y aparece en su suculenta novedad. Para leer y escribir  necesitamos «que las cartas no estén echadas sino que haya juego todavía».

Nada más alejado de la literatura que aquello que resulta luego del control de los sensitivity readers, dispositivos humanos destinados a escanear textos de papel y tinta o documentos de word antes de convertirse en libros: sin errores, sin sesgos, sin conflictos, sin erótica, sin azar.

El problema es cuando la discusión sobrepasa los límites de la literatura. Como ya pasaron más de treinta años desde que un estado condenó a muerte a un escritor por ofender a su religión, creímos que era un hecho del pasado. Pero la fatwa contra Rushdie no fue expresión de los estertores del siglo veinte, de sus autoritarismos y proyectos totalitarios, fue una advertencia que no supimos o quisimos escuchar.

Cuando la condena apareció, el escritor publicó un comunicado en el que defendió su derecho a escribir historias. «Lamento no haber escrito un libro más crítico», dijo Salman Rushdie y defendió su derecho a contar las historias que le vienen en gana. No se disculpó y muchos se lo reprocharon. Le gusta meterse en problemas. Se lo buscó. Quiere llamar la atención. Es un provocador. Por lo bajo o en voz alta algunas personas, incluso colegas, apuntaron contra Rushdie y no contra Jomeiní.

Escribió en Joseph Anton:

Ha empezado una canción para la que no hay final. Cuando el primer mirlo baja a posarse en el trepador, parece individual, particular, específico. No es necesario inferir de su presencia una teoría general, un orden de cosas más amplio. Más tarde, cuando se ha desatado ya la plaga, para la gente es fácil ver ese primer mirlo como un augurio. Pero cuando llega al trepador, no es más que un pájaro.

Al principio, la historia de Salman Rushdie, su libro y los lectores ofendidos, para muchos no fue más que un suceso puntual, una particularidad producto de una serie de malas decisiones, equívocos e interpretaciones literales. Nada que no se pudiera solucionar con una disculpa. Pero la condena a muerte a Rushdie fue el mirlo de una invasión. Lo dejamos posarse como si nada, vimos llegar a los que vinieron atrás y finalmente acá estamos: treinta y tres años después, un cuchillo atraviesa la garganta de un escritor, empuñado por la intolerancia teocrática y el integrismo religioso.

Lo que pocos advirtieron en aquel momento, cuando se estaba terminando el siglo pasado, es que ese primer mirlo en el trepador no era un coletazo del pasado sino el augurio de estos tiempos.

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