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viernes, 24 de diciembre de 2021

Joan Didion / La mañana después de los años sesenta

 

Joan Didion

Joan Didion
LA MAÑANA DESPUÉS 
DE LOS AÑOS SESENTA

    Ahora voy a hablar de ser hija de mi época. Cuando ahora pienso en los años sesenta, pienso en una tarde que no tuvo lugar en los sesenta, sino a principios de mi segundo año en Berkeley, un sábado luminoso de otoño de 1953. Yo estaba tumbada en un sofá de piel en la sede de una fraternidad (se acababa de celebrar un almuerzo para ex alumnos, el chico con el que había asistido se había ido al partido de después y no me acuerdo de por qué no había ido con él), estaba allí tumbada a solas y leyendo un libro de Lionel Trilling y escuchando cómo un hombre de mediana edad esbozaba en un piano que necesitaba afinación la línea melódica de «Blue Room». El hombre se pasó la tarde entera sentado al piano y se pasó la tarde entera tocando «Blue Room», pero no terminó de salirle bien. Me acuerdo como si fuera ayer, de la nota en falso durante el «We will thrive on / Keep alive on», de la luz del sol que entraba por los ventanales, del hombre que cogía su copa y volvía a empezar y me contaba, sin decirme una sola palabra, algo que yo no había sabido jamás sobre los matrimonios fracasados y el tiempo desperdiciado y el mirar atrás. El hecho de que aquella tarde ahora me resulte inverosímil hasta el último detalle —la idea de haber quedado con un chico para un almuerzo seguido de partido de fútbol americano ahora me resulta más exótica que una historia de la Rusia zarista— sugiere hasta qué punto la narración con la que muchos crecimos ya no está vigente.

    La distancia que hemos recorrido desde aquel mundo en el que yo fui a la universidad me estuvo rondando bastante por la cabeza durante aquellas temporadas en que no solo Berkeley, sino también docenas de otros campus universitarios, se vieron clausurados de forma periódica, convertidos en campos de batalla incipientes y con sus fronteras selladas. Pensar en Berkeley tal como era en los años cincuenta no era pensar en barricadas y clases «reconstituidas». Por entonces lo de la «reconstitución» nos habría sonado al habla nueva de
1984, y además las barricadas no tienen nada que ver con la esfera de lo personal. Por aquella época lo hacíamos todo de manera muy personal, a veces hasta un extremo implacable, y en el momento de decidir si actuamos o no, la mayoría no hemos cambiado. Supongo que simplemente estoy hablando de eso: de lo ambiguo que resulta pertenecer a una generación que desconfía de las alturas políticas, de la falta de relevancia histórica que comporta crecer convencidos de que el corazón de las tinieblas no residía en ningún error de la organización social sino en la sangre misma del hombre. Si el hombre estaba condenado a cometer errores, entonces cualquier organización social iba a ser igualmente errónea. Se trata de una premisa que me sigue pareciendo bastante precisa, pero que a los de mi época nos despojó muy pronto de la capacidad de sorprendernos.
    En los años cincuenta en Berkeley a nadie le sorprendía nada, un donnée que solía hacer que los discursos perdieran garra y que no se produjera debate alguno. El mundo era por definición imperfecto, y por tanto, claro está, también lo era la universidad. Ya por entonces se hablaba de las tarjetas IBM, pero en términos generales la idea de que la educación libre para decenas de millares de personas pasara por la automatización no nos parecía del todo mal. Dábamos por sentado que el Consejo Interuniversitario a veces se iba a equivocar. Nos limitábamos a evitar a aquellos estudiantes que se rumoreaba que eran informadores del FBI. Nos llamaban la generación «silenciosa», pero, a diferencia de lo que algunos pensaban, no éramos silenciosos porque compartiéramos el optimismo oficial de la época, ni tampoco, como pensaban otros, porque tuviéramos miedo de su represión oficial. Éramos silenciosos porque a muchos nos parecía que la euforia de la acción social no era más que otra forma de escaparse de lo personal, de enmascarar de forma temporal ese miedo a la falta de sentido que es el destino humano.
    Haber asumido ese destino peculiar desde el principio era la peculiaridad de mi generación. Ahora creo que fuimos la última generación que se identificó con los adultos. El hecho de que la mayoría de nosotros hayamos descubierto luego que la edad adulta es tan moralmente ambigua como esperábamos entra tal vez en la categoría de las profecías autocumplidas: simplemente no estoy segura. Solo les cuento cómo era la cosa. El ambiente de Berkeley durante aquellos años era de «depresión» leve pero crónica, y con aquel telón de fondo recuerdo ciertos detalles que por alguna razón me parecieron explicaciones, de una claridad deslumbrante, del mundo en el que yo estaba a punto de entrar: me acuerdo de una mujer que recogía narcisos bajo la lluvia un día en que yo estaba paseando por las colinas. Me acuerdo de un profesor que una noche bebió demasiado y reveló todo su terror y su amargura. Me acuerdo del placer verdadero que sentí al descubrir por primera vez cómo funcionaba el lenguaje, al descubrir, por ejemplo, que la línea central de El corazón de las tinieblas era una posdata. Se trataba siempre de imágenes personales, y es que lo personal era lo único que la mayoría de nosotros intentaba encontrar. Íbamos a reconciliarnos con el mundo de forma individual. Íbamos a hacer trabajos de posgrado sobre el inglés medieval, íbamos a ir al extranjero. Íbamos a ganar algo de dinero y a vivir en un rancho. Íbamos a sobrevivir fuera de la historia, en una especie de idée fixe a la que siempre nos referíamos, durante los años que pasé en Berkeley, como «un pueblecito con una playa decente».
    Pero resultó que jamás encontré y ni siquiera busqué aquel pueblecito con una playa decente. Me quedé sentada en el apartamento enorme y vacío en el que viví durante mis dos últimos años de universidad (antes había vivido una temporada en la sede de una fraternidad femenina, la Tri Delt, y me había marchado, como es típico, no por ningún «problema» sino porque al yo, al implacable «yo», no le gustaba convivir con sesenta personas) y leí a Camus y a Henry James y contemplé cómo un ciruelo florecía y perdía las flores, y de noche, la mayoría de las noches, salía y levantaba la vista hacia el sitio donde el ciclotrón y el bevatrón resplandecían en la colina a oscuras, misterios inefables que solo me atraían, al estilo de mi época, de forma personal. Después me fui de Berkeley y llegué a Nueva York y después me fui de Nueva York y llegué a Los Ángeles. Lo que he hecho por mí misma desde entonces es personal, pero no es una reconciliación con el mundo. Solo una persona de las que conocí en Berkeley después descubrió una ideología y se adentró en la historia, desprendiéndose tanto de su temor como de su época. Unas cuantas personas que conocí en Berkeley se suicidaron poco después. 
     Otra intentó suicidarse en México y luego, en una recuperación que en muchos sentidos parecía más bien un avance de su trastorno mental, volvió a casa y se apuntó al programa de tres años de formación para ejecutivos del Bank of America. La mayoría de nosotros vive de forma menos teatral, pero seguimos siendo los supervivientes de una época peculiar e introvertida. Si yo pudiera creer que ir a una barricada iba a afectar en lo más mínimo el destino del hombre me iría a esa barricada, y bastante a menudo desearía poder hacerlo, pero no estaría siendo sincera si dijera que creo que va a tener lugar tan feliz final.
    1970

Joan Didion
Los que sueñan el sueño dorado





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