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martes, 12 de octubre de 2021

Kjell Askildsen / Una lechera de tiempo

 

Kjell Askildsen
Una lechera de tiempo

   Fue en octubre o en noviembre; debería poder recordar si las hojas se habían caído ya de los árboles, una indicación precisa de tiempo inspira confianza, pues cómo voy a fiarme de la parte de mi memoria que me dicta el propio suceso, si he olvidado importantes detalles del decorado, una cosa depende de la otra, y el tiempo es un decorado.
Lo vi justo al salir del bosque, cuando estaba a punto de cruzar la carretera. Volví sobre mis pasos. Él venía de la ciudad e iba camino de su casa. Llevaba la lechera en la mano —una lechera de tiempo, se podría decir— y me quedé inmóvil detrás de una piedra, escuchando el tictac del despertador. Era un hombre grande y de movimientos pesados; llevaba un viejo abrigo que le llegaba hasta los tobillos; me imaginé su olor, pero supongo que fue una alucinación inducida por mi conocimiento, a través de terceros, de sus miserables condiciones de vida.
Lo seguí a una distancia prudente, ya sabía adónde se dirigía. Obro según mi naturaleza, mi naturaleza de mirón: me han sucedido pocas cosas en la vida, pero he visto mucho, mis experiencias son, en otras palabras, de segunda mano en su gran mayoría. De modo que lo seguí, fingiendo —también ante mí mismo— que era una casualidad el que fuera en la misma dirección que él. No hay que fijarse objetivos demasiado claros, así uno se asegura contra las derrotas. Vi que se desviaba de la carretera y cruzaba el campo a lo largo del arroyo; yo, por mi parte, iba siguiendo la orilla del bosque, oculto por los matorrales, no podía verme. Creo que un hombre que vuelve andando en solitario de la ciudad a casa va pensando en el pasado y se siente triste, pero aliviado por haber dejado atrás a la gente, tal vez sobre todo a los niños, porque uno no anda por ahí impune con un despertador dentro de una lechera, el que lo hace tiene que rebosar de indulgencia o de desdén. Creo que iba pensando en el pasado, tal vez —porque era un día de otoño— en que había vivido mucho para estar tan solo. Ahora recuerdo que tenía que ser noviembre, porque si no, yo no habría pensado en qué clase de Nochebuena puede pasar un hombre como él; yo era todavía lo suficientemente niño como para medir la soledad de un hombre por cómo pasa la Nochebuena: en eso se ve el papel que desempeña el tiempo.
El hombre vivía en un rincón de un granero medio derruido, rodeado por el bosque. Entró, pero volvió a salir enseguida y se sentó en una banqueta. No había mucho que mirar, el hombre se limitaba a estar sentado con los codos sobrelas rodillas, pensé que era tan viejo que sería capaz de seguir sentado hasta que bajara el sol, y me pareció que tenía que ser el hombre más solitario de la tierra. Como ya he dicho, no había mucho que mirar —un viejo sentado en una banqueta— y estaba a punto de alejarme de allí cuando el hombre se movió. Sacó algo de un bolsillo interior: una flauta. Se la colocó entre los labios y tocó la melodía «Ahora se miran los dos»; sonaba muy bien: una canción matutina en un bosque vespertino, tocada por un anciano sentado en una banqueta delante de un granero medio derruido. Tocó la melodía dos veces, luego se metió la flauta en el bolsillo y se levantó. Miró por entre los troncos, una larga mirada escudriñadora, como queriendo asegurarse de que estaba solo. Luego se puso a disertar de un modo lento y claro, como si los árboles fueran duros de oído. Era ese tipo de discurso que se pronuncia cuando se está a solas, palabras lanzadas al aire, digresiones aparentemente sin sentido, alejándose de cualquier hilo conductor plausible; si yo mismo no me hubiera servido de la naturaleza como auditorio para discursos parecidos, supongo que lo habría visto privado de sentido común, pero aquello me sonaba. Se estaba desintoxicando tras la excursión a la ciudad; hablaba de miradas tan largas como chapiteles y convertía a sus importunadores en ratas y crías de serpiente; era poco claro, pero elocuente —un espectáculo magnífico—, mientras el sol se ponía detrás del bosque callado, y cuando el hombre dejó de hablar, todo quedó tan en silencio como después de una triste canción.
De repente una salva de aplausos rompió el silencio, y dos jóvenes salieron del bosque, los hijos del hojalatero Ellermann. Aplaudían mientras se acercaban al viejo, que estaba inmóvil junto a la banqueta. Se colocaron frente a él.
—Así que todavía te queda algún chirrido dentro.
El viejo no contestó.
—Siéntate.
Se quedó de pie. Lo empujaron hasta la banqueta.
—¿Qué podemos hacer con un loco como este? Tiene algún chirrido dentro, ¿no?
Uno de ellos metió la mano en el abrigo del viejo y sacó la flauta. La sostenía entre dos dedos mientras gritaba algo que no pude captar. El viejo dio un grito e intentó quitársela. No fue muy astuto por su parte, su resistencia los incitó. Vi volar la flauta por los aires dibujando una curva, para aterrizar a unos metros de donde yo estaba; sonó como si hubiera chocado contra una piedra. Me sentí indignado, pero no me dejé engañar, mantuve mi indignación bajo control. Siempre lo he tenido; muchas veces la cobardía te impide actuar precipitadamente; no en vano a menudo se considera inteligentes a las personas cobardes. De manera que no hice nada, sino que dejé que las cosas evolucionaran por sí solas, con independencia de mi repulsa. No oí todo lo que se dijo, pero en cambio pude verlo todo. Uno de los hermanos entró en el granero y salió con la lechera. Iba tapándose la nariz.
—¡Qué asco, casi vomito!
Su hermano se rió. Quitaron la tapa de la lechera y se inclinaron sobre ella. El viejo se levantó y gritó, pero no le hicieron caso. Era un antiguo despertador, casi tan grande como la tapa. Hablaban y señalaban al aire.
—¡No! —gritó el viejo—. ¡No sabéis lo que hacéis!
Lo miraron, y creo que se lo pensaron dos veces, me inclino a concederles una cierta vacilación, un instante de indecisión antes de claudicar ante las exigencias de su prestigio.
—¿Crees que es su corazón?
—Eso parece. ¿Qué pinta crees que tendrá?
—Vamos a verlo.
Se pusieron a desmontar el despertador mientras hablaban y se reían. Iban dejando caer las piezas dentro de la lechera. El viejo estaba a dos pasos de ellos, inmóvil y callado. El sol había desaparecido; había tanto silencio que podía oír los tornillos dar contra el fondo de la lechera. Por fin acabaron.
—Pues no era gran cosa ese corazón.
El viejo no se movió, parecía una estatua, como si el tiempo realmente hubiese acabado, como si su corazón se encontrara hecho pedazos en el fondo de la lechera.
Los hermanos parecían extrañamente inofensivos después de aquello. Intentaron prolongar su fácil victoria con exclamaciones burlonas, pero de nada les sirvió, la victoria se les fue de las manos, allí solo quedábamos perdedores: el viejo, los hermanos, yo, y un bosque lleno de derrotas. Se retiraron sin salvas de aplausos, con una risa que sonaba falsa entre los troncos de los árboles.
Las voces se perdieron, cayó el crepúsculo. Salí de mi escondite y me puse a buscar la flauta. Creo que me vio, pero no se movió. No resultó difícil encontrarla. La agarré y fui hacia él, yo, lo contrapuesto a los hermanos, una mano tendida.
—Está entera.
La tomó sin decir palabra y sin mirarla. Nunca había estado tan cerca de él; el tiempo había arado profundos surcos en su cara. No se me ocurría nada que decirle. Sus grandes ojos se posaron en mí. Era incómodo, me había dejado llevar por mis sentimientos, infringiendo el primer mandamiento del mirón: «Nunca te dejes ver». Él me vio, y tal vez le serví de pobre consuelo, porque no cabe duda de que el hombre me desdeñaba. Pero no dijo nada, y al cabo de un instante se inclinó, cogió la lechera y fue hacia la puerta.
Me adentré lentamente en el bosque, por donde los árboles eran más tupidos, para que él no viera que estaba avergonzado. Pero no creo que estuviera pensando en mí, porque apenas había dado un par de pasos cuando se oyó un alboroto tremendo en el viejo granero, un estruendo como si todo lo que había dentro de las cuatro paredes se estuviera haciendo pedazos. Tal vez también la flauta.



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