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domingo, 20 de diciembre de 2020

Françoise Sagan / Buenos días, tristeza IV


 

Françoise Sagan 

Buenos días, tristeza

IV


L o que más me sorprendió, en los días siguientes, fue lo sumamente amable que estuvo Anne con Elsa. No replicó nunca a las numerosas tonterías que abundaban en la conversación de esta, con una de esas frases breves cuyo secreto poseía y que hubieran puesto a la pobre Elsa en ridículo. Yo aplaudía para mis adentros su paciencia y generosidad, sin reparar en la habilidad que ello implicaba. Mi padre no habría tardado en cansarse de aquel jueguecillo feroz. Así, en cambio, le estaba agradecido y no sabía qué acer para demostrárselo. Tal agradecimiento no era por lo demás sino un pretexto. Le hablaba, desde luego, como a una mujer muy respetada, como a una segunda madre de su hija: utilizaba incluso esa carta para que en todo momento pareciera que me confiaba a la protección de Anne, que la hacía un poco responsable de mí, con la intención de acercársela más, de vincularla más estrechamente a nosotros. Pero tenía con ella miradas, gestos, que se dirigen a la mujer quien todavía no se conoce y que se desea conocer. En el placer, claro. Las mismas miradas que sorprendía yo a ratos en Cyril y que despertaban en mí ganas de huir de él y a la vez de provocarlo. Yo debía de ser en ese punto más influenciable que Anne, quien mostraba con mi padre una indiferencia, una serena amabilidad que me tranquilizaban. Llegué a creer que me había equivocado el primer día, pues no veía que esa inequívoca amabilidad excitara a mi padre. Sobre todo sus silencios…, esos silencios tan naturales, tan elegantes. Eran como la antítesis de la incesante cháchara de Elsa, como el sol y la sombra. Pobre Elsa…, no se daba cuenta de nada, seguía exuberante y agitada, con la cara ajada por el sol.
    Un día, sin embargo, debió de notar algo, de interceptar una mirada de mi padre. La vi murmurarle algo al oído antes de comer. Durante un instante, mi padre pareció disgustado, sorprendido, pero al final asintió sonriendo. Tras tomar el café, Elsa se levantó y, al llegar a la puerta, se volvió hacia nosotros con expresión lánguida, inspirada, según me pareció, en el cine americano, e imprimiendo a su entonación diez años de galantería francesa, inquirió:
    —¿Vienes, Raymond?
    Mi padre se levantó, casi ruboroso, y fue tras ella al tiempo que ensalzaba las virtudes de la siesta. Anne no se movió. El cigarrillo le humeaba en los dedos. Me sentí obligada a decir algo:
    —La gente dice que la siesta descansa mucho, pero a mí no me lo parece…
    Me interrumpí de inmediato, consciente de lo equívoco de mi frase.
    —Por favor —dijo Anne secamente.
    No hubo en su tono el menor equívoco. Enseguida había visto en mi frase una broma de mal gusto. Tenía un rostro deliberadamente sereno y relajado que me emocionó. Tal vez, en aquel momento, envidiaba apasionadamente a Elsa. Para consolarla, me vino a la mente una idea cínica, que me encantó como todas las ideas cínicas que se me ocurrían: me daban una especie de aplomo, de embriagadora complicidad conmigo misma. No pude por menos de expresarla en voz alta:
    —Te diré que, con las insolaciones de Elsa, ese tipo de siesta no será muy excitante para ninguno de los dos.
    Más me hubiera valido callarme.
    —Aborrezco ese tipo de reflexiones —dijo Anne—. A tu edad, más que estúpido, resulta penoso.
    Me irrité bruscamente:
    —Sólo lo decía en broma, lo siento. Ya sé que en el fondo estarán muy contentos.
    Se volvió hacia mí con expresión hastiada. Me disculpé de inmediato. Tornó a cerrar los ojos y empezó a hablar con voz queda, paciente:
    —Te haces una idea un poco simplista del amor. No consiste en una serie de sensaciones independientes entre sí…
    Pensé que así habían sido todos mis amores. Una emoción súbita ante un rostro, un gesto, un beso… Instantes plenos, sin coherencia, a eso se reducía todo mi recuerdo.
    —Es otra cosa —decía Anne—. Un cariño constante, la dulzura, la añoranza… Cosas que tú no puedes entender.
    Hizo un gesto evasivo con la mano y cogió un periódico. Me hubiera gustado que se enfadase, que abandonara aquella resignada indiferencia ante mi carencia sentimental. Pensé que tenía razón, que yo vivía como un animal, a merced de los demás, que era pobre y débil.
    Me desprecié y ello me resultó especialmente duro porque no estaba acostumbrada a hacerlo. Rara vez me juzgaba a mí misma, ni para bien ni para mal. Subí a mi cuarto y me sumí en la ensoñación. Las sábanas estaban tibias debajo de mí, seguía oyendo las palabras de Anne: «Es otra cosa, es una añoranza». ¿Había añorado yo alguna vez a alguien?
    No recuerdo los incidentes de aquellos quince días. Como ya he dicho, no quería ver nada concreto, amenazante. De lo que vino después hasta el final de las vacaciones, por supuesto, me acuerdo con toda exactitud pues dediqué a ello toda mi atención, todas mis posibilidades. Pero aquellas tres semanas, aquellas tres semanas felices en definitiva… ¿Qué día miró mi padre ostensiblemente la boca de Anne, o le reprochó en voz alta su indiferencia fingiendo reír? ¿Cuándo comparó sin sonreír su sutileza con la simpleza de Elsa? Mi tranquilidad descansaba en la idea estúpida de que se conocían desde hacía quince años y en que si hubieran tenido que quererse, habrían empezado a quererse mucho antes. «Y», pensaba para mí, «si ha de ocurrir, a mi padre el enamoramiento le durará tres meses y Anne conservará de todo ello algunos recuerdos apasionados y un poco de humillación». ¿Ignoraba acaso que Anne no era la típica mujer a la que se puede abandonar por las buenas? Pero estaba allí Cyril y él me bastaba para llenar mis pensamientos. Íbamos con frecuencia a las boîtes de Saint-Tropez, bailábamos al ritmo de un transido clarinete, musitándonos palabras de amor que olvidaba al día siguiente, pero que sonaban dulcísimas la misma noche. Durante el día, navegábamos a vela por la costa. A veces nos acompañaba mi padre. Tenía en gran estima a Cyril, sobre todo desde que este último le había dejado ganar una carrera de crol. Le llamaba con un diminutivo afectuoso, Cyril se dirigía a él como «señor», y yo me preguntaba cuál de los dos era el adulto.
    Una tarde fuimos a tomar té a casa de la madre de Cyril. Era una anciana apacible y sonriente que nos habló de sus dificultades de viuda y de madre. Mi padre se identificó con ella y, mientras dirigía a Anne miradas de gratitud, felicitó repetidas veces a la señora.Debo confesar que nunca temían perder el tiempo. Anne contemplaba el espectáculo esgrimiendo una amable sonrisa. A la vuelta, declaró que la señora era encantadora. Yo prorrumpí en imprecaciones contra esa clase de ancianas.
    Ambos se volvieron hacia mí con una sonrisa indulgente y divertida que me sacó de mis casillas:
    —No os dais cuenta de que está satisfecha de sí misma —grité—. De que se enorgullece de su vida porque tiene la sensación de haber cumplido con su deber y…
    —Y es así —dijo Anne—. Ha cumplido con sus deberes de madre y de esposa, como suele decirse…
    —¿Y con su deber de puta? —dije.
    —Me desagradan las groserías —replicó Anne—, aunque sean paradójicas.
    —Si no hay ninguna paradoja. Se casó como se casa todo el mundo, por deseo o porque toca hacerlo. Tuvo un hijo, ¿ya sabes cómo vienen los hijos?
    —Supongo que menos que tú —ironizó Anne—, pero alguna noción tengo.
    —Bien, pues educó a ese hijo. Probablemente se ahorró las angustias y las molestias del adulterio. Ha llevado la vida que llevan miles de mujeres y se siente orgullosa, ¿comprendes? Se hallaba en la situación de joven burguesa esposa y madre y no ha hecho nada por salir de ella. Se jacta de no haber hecho esto o aquello y no de haber realizado algo.
    —No tiene mucho sentido lo que dices —observó mi padre.
    —Es un espejuelo —grité—. Una se dice después: «He cumplido con mi deber» porque no ha hecho nada. Si, nacida en su ambiente, se hubiese convertido en una mujer de la calle, sí que habría tenido mérito.
    —Repites cosas que están de moda pero que son insustanciales —dijo Anne.
    Puede que fuera cierto. Pensaba lo que decía, pero era verdad que lo había oído decir. Con todo, mi vida y la de mi padre corroboraban esa teoría y Anne me humillaba despreciándola. Se puede estar tan apegado a nimiedades como a otras cosas. Pero Anne no me consideraba un ser pensante. Me parecía urgente, primordial, abrirle los ojos cuanto antes. No esperaba que se me brindara tan pronto la ocasión de ello ni que supiera aprovecharla. Por lo demás, no me costaba admitir que al cabo de un mes tendría una opinión distinta sobre el particular, que mis convicciones no durarían. ¿Cómo podía ser un espíritu elevado?



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