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domingo, 20 de diciembre de 2020

Françoise Sagan / Buenos días, tristeza III

 



Françoise Sagan 

Buenos días, tristeza

III


A la mañana siguiente me despertó un oblicuo y cálido rayo de sol que inundó mi cama y puso fin a los sueños raros y un tanto confusos en los que me debatía. En duermevela, intenté apartar de la cara, con la mano, aquel calor insistente, pero renuncié. Eran las diez. Bajé en pijama a la terraza y allí me encontré con Anne, que estaba hojeando los periódicos. Noté que estaba leve pero perfectamente maquillada. No debía de concederse nunca auténticas vacaciones. Como no me prestaba atención, me acomodé tranquilamente en un escalón con una taza de café y una naranja e inicié las delicias de la mañana: mordía la naranja y brotaba un zumo azucarado en mi boca. Inmediatamente, un sorbo de café negro y ardiente, y de nuevo el frescor del fruto. El sol de la mañana me calentaba el pelo, borraba de mi rostro las huellas de la almohada. Pasados cinco minutos, iría a bañarme. Me sobresaltó la voz de Anne:
    —¿No comes, Cécile?
    —Por la mañana prefiero beber, porque…
    —Deberías engordar tres kilos para estar presentable. Tienes las mejillas hundidas y se te marcan las costillas. Ve a buscar pan con mantequilla.
    Le supliqué que no me obligase, y se disponía a demostrarme que era indispensable cuando apareció mi padre con su suntuoso batín de lunares.
    —Qué delicioso espectáculo —dijo—. Dos niñas tostándose al sol y hablando del pan con mantequilla.
    —Niña sólo hay una, por desgracia —dijo Anne riendo—. Que yo tengo tu edad, Raymond.
    Mi padre se inclinó y le cogió la mano.
    —Siempre tan mala —dijo tiernamente, y vi que a Anne le temblaban los párpados, como si hubiese recibido una caricia imprevista.
    Aproveché para escabullirme. En la escalera me crucé con Elsa. Era evidente que salía de la cama, con los párpados hinchados y los labios pálidos en el rostro enrojecido por el sol. Estuve a punto de pararla, de decirle que Anne estaba abajo con su cara maquillada y pulcra, dispuesta a broncearse sin riesgos, comedidamente. Estuve a punto de advertirle. Pero podía tomárselo a mal: tenía veintinueve años, trece menos que Anne, y eso le parecía una baza definitiva.
    Tomé mi traje de baño y corrí a la cala. Para mi sorpresa, ya estaba allí Cyril, sentado en su barco. Vino a mi encuentro, muy serio, y me tomó las manos.
    —Quería pedirte perdón por lo de ayer —dijo.
    —Fue culpa mía —atajé.
    No me sentía en absoluto ofendida y me sorprendía su aire solemne.
    —No sé lo que me haría —añadió empujando la embarcación al mar.
    —No tienes por qué —dije alegremente.
    ¡Sí!
    Me había metido ya en la embarcación. Él estaba de pie con el agua hasta las rodillas, apoyado con ambas manos en la borda como en el estrado de un tribunal. Comprendí que no subiría hasta que hablásemos y lo miré con la atención necesaria. Conocía bien su cara, y no me engañaba. Pensé que tenía veinticinco años, que quizá se tomaba por un corruptor, y eso me dio risa.
    —No te rías —dijo—. Sé que hice muy mal ayer, ¿sabes? No hay nada que te defienda contra mí. Tu padre, esa mujer, el ejemplo… Aunque fuera un cerdo redomado, daría lo mismo, me creerías igual…
    Ni siquiera resultaba ridículo. Notaba que era bueno y estaba dispuesto a quererme; que a mí me gustaría quererle. Le eché los brazos al cuello y pegué mi mejilla a la suya. Era ancho de hombros y su cuerpo duro se apretaba contra el mío.
    —Qué simpático eres, Cyril —murmuré—. Vas a ser como un hermano para mí.
    Me rodeó con los brazos dejando escapar una pequeña exclamación de enfado y me separó suavemente del barco. Me tenía apretada contra él, alzada, la cabeza apoyada en su hombro. En aquel momento le quería. Bañado por la luz de la mañana, tan dorado, tan simpático, tan dulce como yo, me protegía. Cuando su boca buscó la mía, me puse a temblar de placer como él, y no hubo en nuestro beso remordimiento ni vergüenza, sólo una profunda búsqueda, salpicada de murmullos. Me solté y nadé hacia el barco, que marchaba a la deriva. Hundí la cara en el agua, para recomponerla, refrescarla… El agua estaba verde. Notaba que me inundaba una felicidad, una despreocupación perfecta.
    A las once y media, Cyril se marchó y aparecieron mi padre y sus mujeres por el sendero. Mi padre caminaba entre ambas, sujetándolas, tendiéndoles sucesivamente la mano con esa solicitud y naturalidad que le eran tan propias. Anne seguía llevando el albornoz: se lo quitó tranquilamente, ante nuestras miradas observadoras, y se tumbó. Esbelta de cintura, de piernas perfectas, sólo podía reprochársele alguna leve estría en la piel, resultado sin duda de años de constantes cuidados y atenciones. Dirigí maquinalmente a mi padre una mirada aprobadora, arqueando una ceja. Para mi sorpresa, no me la devolvió y cerró los ojos. La pobre Elsa, que estaba hecha una lástima, se embadurnaba con aceite. No le di ni una semana a mi padre para… Anne volvió la cabeza hacia mí:
    —Cécile, ¿cómo es que aquí te levantas tan pronto? En París te quedabas en la cama hasta las doce.
    —Allí tenía trabajo —dije—. Acababa agotada.
    No sonrió: sólo sonreía cuando le apetecía, nunca por cumplir, como todo el mundo.
    —¿Y tu examen?
    —Suspendido —dije con vehemencia—. ¡Y bien suspendido!
    —Tienes que aprobarlo en octubre, necesariamente.
    —¿Para qué? —intervino mi padre—. Yo nunca he tenido ningún título. Y llevo una vida fastuosa.
    —Tú tenías cierta fortuna cuando empezaste —recordó Anne.
    —Mi hija siempre encontrará hombres que la mantengan —dijo mi padre noblemente.
    Elsa se echó a reír y se interrumpió al ver que la mirábamos los tres.
    —Tiene que trabajar estas vacaciones —dijo Anne, cerrando los ojos para dar por zanjada la conversación.
    Dirigí una mirada de angustia a mi padre. Me contestó con una sonrisilla apurada. Me vi ante las páginas de Bergson con aquellos renglones negros que me bailaban y la risa de Cyril abajo… La idea me espantó. Me arrastré hasta Anne, la llamé en voz baja. Abrió los ojos. Incliné hacia ella un rostro inquieto, suplicante, sorbiéndome un poco las mejillas para dar una imagen de intelectual agotada.
    —Anne —dije—, no irás a hacerme eso, obligarme a trabajar con semejantes calores… con lo bien que podrían sentarme estas vacaciones…
    Me miró con fijeza un instante, y sonrió misteriosamente volviendo la cabeza a otro lado.
    —Tengo que hacerte «eso»…, incluso con estos calores, como tú dices. Sólo me lo reprocharás durante un par de días, conociéndote como te conozco, y aprobarás el examen.
    —Hay cosas a las que no se hace una —dije muy seria.
    Me lanzó una mirada divertida e insolente y me volví a tumbar en la arena, inquietísima. Elsa peroraba sobre las fiestas de la costa. Pero mi padre no la escuchaba: situado en el vértice del triángulo que formaban sus cuerpos, dirigía al perfil de Anne, a sus hombros, miradas un poco fijas, impávidas, que yo reconocía. Su mano se abría y cerraba sobre la arena con un movimiento suave, regular, incansable. Corrí hacia el mar, y me zambullí gimiendo sobre las vacaciones que hubiéramos podido tener, que no tendríamos. Teníamos todos los elementos de un drama: un seductor, una mujer galante y una mujer juiciosa. Divisé en el fondo del mar una preciosa concha, una piedra rosada y azul. Hundí el brazo para cogerla, la conservé, suavecita y pulida, en la mano hasta la hora de comer. Decidí que era un talismán, que no me separaría de ella en todo el verano. No sé por qué no la he perdido, yo, que lo pierdo todo. Hoy la tengo en la mano, rosada y tibia, y me entran ganas de llorar.


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