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miércoles, 28 de octubre de 2020

Gene Wolfe / El hombre de Nebraska y la nereida

 


Gene Wolfe

El hombre de Nebraska y la nereida





El hombre de Nebraska caminaba junto al mar cuando la vio. Un par de ojos oscuros, un hombro torneado, un seno vislumbrado y el asomar de un muslo; luego, la mujer desapareció. Un momento más tarde, él oyó un apagado chapoteo; o tal vez fuera tan sólo la séptima ola de la fábula, la ola que es más fuerte que las otras, al romper sobre las rocas.
    Casi corriendo, se acercó al borde del pequeño farallón y miró al este por encima del mar. Sobre las aguas azules del Sarónikos Kolpos podía verse la mar picada, pero nada más.
    — «Me sentí entonces como un vigilante de los cielos» -musitó para sus adentros-. «Cuando un nuevo planeta se introduce deslizándose en su campo de visión; o como el bravo Cortés, cuando, con ojos de águila, miraba fijamente al Pacífico… y todos sus hombres…» -Buscó por un instante las últimas dos líneas, mientras estudiaba el farallón-. «Se miraron uno al otro conuna loca expectativa; callados, sobre un pico en Darién.»*

    El «bravo Cortés» rió entre dientes mientras bajaba a gatas por el farallón, la grabadora golpeándole el costado. No era él precisamente un alpinista, pero tampoco la pendiente era lo bastante alta o pronunciada como para que lo echara de menos. Se imaginaba a sí mismo describiendo su aventura en el salón de la facultad. «No fue nada.»
    Nada era tampoco los rastros que había hallado en la playa, en algunos puntos apenas más ancha que un camino de cabras, y que se prolongaba sinuosa por la base del farallón. Había unas cuantas conchas marinas y una lata herrumbrosa que en otro tiempo había contenido cigarrillos ingleses, pero nada más. Ningún bikini desechado, ninguna toalla de playa abandonada, ninguna huella de pasos, nada.
    Levantó la mirada y vio a una mujer alta y un tanto angulosa, con una cantimplora a la cadera, que se dirigía silenciosamente hacia él pisando la franja de arena húmeda. El hombre de Nebraska la saludó en su pobre griego y ella tendió la mano derecha en un gesto regio, al tiempo que decía en inglés:
    — Buenos días a usted, doctor. Yo soy la doctora Thoé Papamarkos, de la universidad de Atenas. Y usted es el doctor Cooper, de una universidad norteamericana, pero no han sabido decirme cuál.
    — De la universidad de Nebraska en Lincoln. Encantado de conocerla, doctora Papamarkos. -El americano, alto y agradablemente feo, se asemejaba además a Lincoln.
    — Y es un estudioso del folclore. Ha de ser así por lo que dicen de usted: dicen que se pasa el día paseando por ahí, haciendo preguntas a los viejos y grabando sus historias.
    — Es cierto -respondió él-. ¿Y usted?
    Ella rió quedamente.
    — Oh, no. Y no soy de la competencia, no tenga usted miedo.
    — ¡Estupendo! -El hombre de Nebraska sonrió.
    La mujer se tocaba el tercer botón de la camisa caqui.
    — Yo soy arqueóloga. ¿Ha oído hablar de Saros?
    Él moviendo negativamente la cabeza.
    — Sé que esto es el golfo Sarónico, y supongo que el nombre le debe de venir de alguna parte. ¿Es una isla?
    — No. Era una ciudad, fue una ciudad hace tanto tiempo que ya en los tiempos de Sócrates no quedaban más que ruinas y un templo a Poseidón. Piense en eso, doctor, por favor. Usted y yo vemos esa época, la Era de Pericles, como una época de ruinas. Pero para ellos, para
    Pericles y Platón, Temístocles y Arístides el Justo, Saros era antigua. Saros era arqueología. Ahora yo estoy haciendo excavaciones, ayudada por tres hombres del pueblo. A unos cinco kilómetros en esa dirección. Allí he oído hablar de usted, he oído historias acerca del americano estudioso del folclore, y creo que deberíamos conocernos; quizá seamos las únicas personas realmente cultas en este parte de la costa e incluso es posible que algún día nos ayudemos mutuamente. ¿No le parece?
    — Sí -respondió él-. Desde luego.
    Se daba cuenta de que la mujer le gustaba. Era la típica maestra de escuela solterona, sin duda, con el cabello entrecano recogido muy prieto en un moño. Podría ser la señorita Twiddle de «Los niños de Katzenjammer» o la señorita Minerva de
La señorita Minerva y William Green Hill, y sin embargo…
    — Y usted -dijo ella-. El folclore es muy interesante. ¿Qué es lo que hace?
    El carraspeó mientras intentaba hallar el modo de expresarse.
    — Estoy intentando hallar el rastro de la historia de las nereidas.
    — ¿De veras? -La mujer lo miró de soslayo-. ¿Cree que existieron de verdad?
    — No, no -respondió él moviendo la cabeza-. Pero ¿sabe usted algo acerca de ellas, doctora Papamarkos? ¿Sabe quiénes eran?
    — ¿Yo, que busco el templo de Poseidón? Naturalmente. Eran las damas, las damas de honor de su corte, bajo el Egeo. Poseidón era uno de los más viejos de todos los antiguos dioses griegos. También ellos eran viejos, muy viejos, los griegos… ¿Cómo las llaman ustedes en inglés? ¿Sirenas? ¿Hadas del mar? Dígame. -Vaciló, como avergonzada-. Yo entiendo el inglés mucho mejor de lo que lo hablo, debe creerme. Pasé tres años estudiando en Princeton. -Desenganchó la cantimplora de su cinturón y desenroscó la tapa.
    Él asintió.
    — Lo mismo me ocurre a mí con el griego. Lo entiendo bastante bien, no podría hacer lo que hago si no fuera así. Pero a veces no se me ocurre la palabra adecuada, o no recuerdo cómo se pronuncia.
    — Espero que no quiera beber de mi agua. Está haciendo mucho calor, pero tengo una enfermedad de nariz. ¿Es así cómo se dice? He de tomar medicina para respirar y la medicina me da sed. ¿Quiere un poco?
    — No, gracias -respondió él-. Estoy bien.
    — ¿Lo he dicho correctamente? ¿Sirenas?
    — Sí, sirenas. Se trataba en concreto de una clase de ninfas, las ninfas del mar, las cincuenta hijas de Nereo. Estaban también las ninfas de las montañas, las oréades; y estaban las dríades y melies en los árboles, las epipotamidas en los ríos, etcétera. Y los viejos, en especial las gentes del campo…
    Ella rió de nuevo.
    — Todavía creen en esas cosas. Lo sé, doctor, y no me avergüenzo de mi país. Ustedes también tienen este tipo de cosas, aunque en su caso se trata de platillos volantes y hombrecitos verdes. ¿Por qué no iba a tener mi Grecia sus mujercitas verdes?
    — Pero lo fascinante -dijo él calentándose con el tema- es que han olvidado todos los nombres salvo uno. Los griegos modernos no hablan ya de ninfas, de oríades, de dríades o náyades. Sólo de nereidas, tanto si se cree que han sido vistas en manantiales o en cuevas o en cualquier otro lugar. Yo estoy intentando averiguar cómo era exactamente.
    — ¿Ha pensado -preguntó ella, sonriente- en la posibilidad de que todavía vivan?
    Cuando el hombre de Nebraska regresó a su pequeña posada en Nemos, interrumpió a la regordeta y pequeña criada en su trabajo y reunió todo el poco griego que sabía para interrogarla acerca de la doctora Papamarkos.
    — No vive aquí -le informó la criada mirando fijamente la punta de sus botas-. Allí, en una tienda.
    Atravesó agachada el umbral y desapareció. Sólo un rato más tarde se acordó el americano que la palabra griega que significaba tienda quería decir también escenario.
    Mientras subía la escalera, se preguntó de nuevo si sería posible. La doctora Papamarkos quitándose el pesado cinturón, los pantalones y la camisa de estilo militar. Revoloteando desnuda por los bosques. Soltó una risita. No, la mujer que él había visto -porque desde luego la había visto- era más joven, más pequeña, y… mmm… más redonda.
    Recordó de pronto que Schliemann, el descubridor de Troya, se había casado con una muchacha griega de diecinueve años a la edad de cuarenta y siete. A él le faltaban todavía unos años para eso.
    Volvió a pensar en ello la siguiente vez que la vio. Fue casi en el mismo lugar. (Venía frecuentando demasiado este lugar, se decía constantemente a sí mismo.) Oyó un ruido y se volvió, pero no con la suficiente rapidez. Hubo de nuevo aquel ligero chapoteo. Una vez más se dirigió apresuradamente, esta vez corriendo en realidad, hasta el borde del pequeño farallón; y esta vez obtuvo su recompensa. Un rostro gozoso subía y bajaba en las olas a cincuenta metros de distancia, una cara rodeada por una cabellera oscura que flotaba desparramada sobre las aguas. Un brazo se alzó del mar, saludó una vez y desapareció.
    Aguardó cinco minutos, mirando de vez en cuando el reloj. Diez. El rostro no volvió a aparecer, y finalmente bajó de nuevo por el farallón y se quedó de pie en la playa mirando fijamente al mar.
    — ¡Doctor! ¡Doctor!
    Miró detrás de él.
    — Hola, doctora Papamarkos. Qué alegría volverla a ver. -Esta vez, ella venía desde el otro lado, desde donde estaban Nemos y la posada del americano, y mostraba algo con los brazos en alto. Era un verdadero placer, debía reconocerlo. Un oído atento, una mujer mayor, sin duda con cierta experiencia y que conocía el país…- ¡Cómo me alegro de verla!
    — Y yo de verlo a usted, amigo mío. ¡Oh, doctor, amigo mío, mire! Mire, y vea lo que hemos encontrado bajo las aguas. -Se lo ofreció y, pasado un momento, el hombre de Nebraska vio que se trataba de una copa vidriada. Pero estaba incrustada de excrecencias marinas-. Y se lo debo a usted… ¡se lo debo todo a usted!
    El fondo era rojo, la cabeza de hombre negra, barba rizada y el ojo, ancho y fiero, dibujado en un color más claro que tal vez hubiera sido blanco al principio. Un pez, pequeño y de trazo tosco, nadaba ante el rostro.
    — ¡Y detrás! Mire, mire al lado del tridente, las dos rayas rectas y el trazo encima. Es nuestra letra, ti de Poseidón. Hay copas mejores, sí, mucho mejores, en el Museo de Atenas. ¡Pero ésta es muy antigua! Ésta es del Micénico, del Micénico temprano, de cuando todavía copiábamos, y mal, las cosas de Creta.
    El hombre de Nebraska seguía con los ojos clavados en el rostro barbudo. Era un dibujo tosco, apenas algo más que un esbozo; y, sin embargo, ardía en él una hábil energía, de tal modo que sentía al barbudo dios del mar observándolo, como si en cualquier instante fuera a soltar una estruendosa carcajada y darle una palmada en la espalda.
    — ¡Es fantástico!
    Parecía como si la mujer pudiera leer su pensamiento.
    — Era el dios del mar -dijo-. Los marineros le rezaban, y también los capitanes. También a Nereo, el viejo hombre de mar que conocía el futuro. Ahora, rezan a san Pedro y san Marcos. Pero quizá las cosas no hayan cambiado tanto. El pez, la barba, eso sigue ahí.
    — ¿Dice que ha encontrado esto gracias a mí, doctora Papamarkos?
    — ¡Sí! Nos conocimos y hablamos de las nereidas, ¿recuerda? Luego volví a mi escondrijo. -Destapó la cantimplora y bebió un buen trago-. Y yo no hacía más que pensar en ellas, en esas muchachas retozando en medio de las olas; casi podía verlas. Les digo: «¿Qué estáis intentando decirme? Vamos, yo soy una mujer como vosotras, hablad».
    »Me saludan con el brazo y vienen. ¡Dios mío, vienen!
    Entonces, yo pienso: "Sí, Saros fue un puerto de mar hace mucho tiempo. Pero ¿era la costa igual? ¿Y si el mar es ahora más alto? ¿Y si el lugar donde yo estoy cavando se hallaba entonces un kilómetro tierra adentro?". Lo llamaban ciudad,
polis. Pero para nosotros no sería más que un pequeño pueblo: el teatro abierto al cielo, el templo, el agora adonde se iba a comprar pescado y vino, y unos centenares de casas.
    Se detuvo, jadeando mientras intentaba recuperar el aliento. Y él recordó lo que había dicho acerca de su «enfermedad de la nariz».
    — Yo no tengo equipo de buceo, pero hacemos un gran cedazo, con una red de pescar. Les digo a mis hombres: «Meteos en el mar hasta que el agua os llegue a la cintura». Con mucho cuidado, recogen arena con la pala y la meten en la red. ¡Y hoy encontramos esto!
    Cuidadosamente, él le devolvió la copa.
    — La felicito. Es maravilloso, y yo no habría podido conocer a una persona más agradable. Lo digo en serio.
    — Sabía que se alegraría por mí -dijo ella, sonriente-. Del mismo modo que yo me alegraría por usted si encontrara… no sé, tal vez alguna vieja y maravillosa historia nunca escrita.
    — ¿Puedo acompañarla hasta su campamento? Me gustaría verlo.
    — Oh, no -dijo la doctora-. Está muy lejos, y hace mucho calor. Espere hasta que tenga algo allí que enseñarle. Por ahora, esto es cuanto tengo que valga la pena. -Le dirigió aquella mirada de soslayo; y, como él no dijera nada, preguntó-: Pero ¿y usted? Seguro que está haciendo progresos. ¿No tiene nada que contarme?
    El hombre de Nebraska respiró profundamente, pensando en lo tonta que iba a parecer su loca presunción.
    — He visto una nereida, Thoé… o alguien que intentaba hacer que yo lo creyera.
    Ella le puso una mano sobre el hombro, y su queda risa le  pareció a él algo más que cordial.
    — Pero ¡qué estupendo! De ese modo, podrá valorar las historias que recoge según su exactitud. Supongo que eso no se ha hecho nunca. Ahora, cuéntemelo todo.
    Y él lo hizo: la figura vislumbrada en el bosque, el rostro que saludaba y desaparecía en el mar.
    — Por eso, cuando ha dicho usted que las nereidas que imaginaba la habían saludado, me preguntaba…
    — Si yo no sabría algo más. Lo comprendo. Pero creo que se trata simplemente de una de las chicas de aquí que le está tomando el pelo. Nosotros los griegos nadamos como peces, todos. ¿Ha oído hablar de la batalla de Salamis? Los persas perdieron muchos barcos, y las tripulaciones se ahogaron. También nosotros perdimos algunos barcos, pero muy pocos hombres, porque cuando los barcos se hundieron los hombres llegaron a nado hasta la costa. Usted es americano, doctor, y allí habrá también quien nade bien, pero muchos ni siquiera saben nadar. ¿Y usted? ¿Sabe nadar?
    — Nado muy bien -dijo él-. Pertenecía al equipo de la universidad; pero hace tiempo que no practico.
    — Entonces, a lo mejor le apetece practicar, y con este calor… Cuando nos separemos, diríjase al lugar donde vio desaparecer a la muchacha. Hay muchas cuevas a lo largo de esta costa, con entradas bajo el mar. Los habitantes de aquí las conocen. Posiblemente las nereidas las conozcan también. -Sonrió, y luego su rostro se ensombreció-. También hay muchas corrientes. Las corrientes son las que hacen las cuevas. Si de verdad nada bien, sabrá que cuando se nada hay que tener cautela.
    El americano estaba acostumbrado al agua dulce, y tardó un poco en poder mantener los ojos abiertos en las saladas aguas del golfo Sarónico. Cuando lo consiguió, vio la cueva casi al instante, un círculo oscuro en el fondo debajo del abrupto saliente. Subió a la superficie, respiró hondo varias veces, aspiró y retuvo la última bocanada de aire y se zambulló; al entrar por la boca de la cueva, se preguntó si habría en ella un pulpo: todos los sábados ofrecían pulpos pequeños en el mercado de Nemos.
    Por dos veces, fue presa del pánico y regresó. Al tercer intento, salió a la superficie justo cuando creía que no iba a poder aguantar más.
    Estaba oscuro: una suave luz que portaba el agua desde la luminosa luz del sol que incidía sobre las olas, un poco más que se filtraba por las grietas del farallón. También había humedad, y la cueva estaba llena del espumoso hedor de las hierbas marinas putrefactas. Mientras ascendía y salía del agua, dos pequeños brazos lo rodearon.
    Los besos eran salobres, las palabras griegas pero pronunciadas con un ceceante acento que él no había oído hasta ahora. Cuando se hubieron amado, ella le cantó una canción marina, una nana que hablaba de un niño sano y salvó meciéndose en su botecito. Pasado un rato, se amaron otra vez; y él se durmió.
    Se había puesto el sol detrás del farallón cuando el hombre de Nebraska surgió del mar de entre la resaca. Halló sus ropas donde las había ocultado y se vistió, canturreando para sí mismo la nana.
    En el camino de vuelta a la posada, había recordado una canción acerca de una sirena que perdía su virtud abajo entre los corales. La iba silbando mientras caminaba, e intentaba recordar la parte que hablaba de dos lechos de algas y de que sólo una estaba deshecha cuando abrió la puerta de su habitación y vio que no habían hecho su cama. Encontró a la esposa del posadero en la cocina y se quejó. Ella le trajo sábanas limpias -era el único huésped de la posada- y le hizo personalmente la cama.
    A la mañana siguiente, el hombre de Nebraska caminó a lo largo de la playa en lugar de hacerlo por lo alto del farallón. La vio cuando ella estaba todavía a cierta distancia, y pensó al principio que su cuerpo era sólo la vela de alguna infortunada barca de pesca arrastrada hasta la playa. Después de dar otro centenar de pasos, supo lo que ocurría sin tener que mirarla a la cara. Le dio de todos modos la vuelta e intentó quitarle la arena de los ojos, luego ahuyentó de una patada los pequeños cangrejos, que se alejaron a toda prisa después de haber mordisqueado los brazos a la mujer.
    Una voz detrás de él dijo:
    — Era la criada de su posada, doctor. -Él giró en redondo-. Le amaba a usted. Quizá eso le parezca imposible.
    — Thoé -dijo él, y a continuación-: Doctora Papamarkos.
    — Y sin embargo, es cierto. -La mujer alta desenroscó la tapa de su cantimplora y bebió-. Creo que usted no puede imaginar lo que representa la vida en un pueblo para una muchacha así, sin dinero ni dote. Llega un forastero, alto y fuerte, rico a sus ojos, un hombre culto y a quien todos respetan. Ella oyó las preguntas que hacía usted a los demás y me susurró a mí su plan. Yo prometí ayudarla si podía. Esto es todo cuanto puedo hacer ahora por ella, hacer que usted se dé cuenta de que una vez fue amado. Cuando tome nota de las historias de amor de los labios de los ancianos, recuérdelo.
    — Lo recordaré. -Algo que no podía tragar se había alojado en su garganta.
    — Ahora debe regresar a la posada y contar lo ocurrido. No lo que hubo entre usted y ella, sino sólo que está muerta y que usted la ha reconocido. Yo me quedaré aquí vigilando.
    El sendero que discurría por lo alto del farallón era más corto. Trepó hasta lo alto, y había recorrido unos doscientos metros cuando se dio cuenta de que era incapaz de comunicar con un mínimo de decencia la noticia de una muerte trágica en su inadecuado griego. Se lo tendría que decir Thoé. Aguardaría hasta que viniera alguien.
    Desde lo alto del farallón, vio cómo la mujer se quitaba el ancho cinturón y la cantimplora y los dejaba caer a la arena. A continuación, la camisa y el pantalón caqui. Era delgada -aunque no tan flaca como él había imaginado-, y luego ella se soltó la larga cabellera oscura y se zambulló en el mar.
    Al ver que la mujer no volvía, el hombre de Nebraska bajó por última vez hasta la playa. Había un signo dibujado en la arena húmeda, junto al cuerpo de la muchacha muerta. Habría podido ser una cruz con los brazos levantados hacia arriba, o bien la letra griega iNo había nada en los bolsillos de la camisa caqui. Nada tampoco en los bolsillos del pantalón también caqui. El hombre de Nebraska destapó la cantimplora y olisqueó su contenido. Luego, se la llevó a los labios y la levantó hasta que el líquido tocó su lengua. Tal como esperaba, era salmuera, agua de mar.

1985

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    * Cita literaria del siglo XIX. Evidentemente, Cortés no vio el Pacífico. (N. del T.)

·«The Nebraskan and the Nereid», de Gene Wolfe, se publicó por primera vez en  aparecido por primera vez en Isaac Asimov 's Science Fiction Magazine.




    

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