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domingo, 27 de septiembre de 2020

Si la ficción ha muerto… ¿Todo está permitido?

 


Si la ficción ha muerto… ¿Todo está permitido?


¿Tiene límites la novela? Si todo es novela, ¿nada lo es? ¿Puede una novela no ser imaginativa? Asistimos desde hace tiempo al auge de la literatura transgénero, que disuelve los géneros o se los salta, que ataca ciertas convenciones, como el narrador omnisciente o el modelo clásico -decimonónico- de novela, que tanto placer ha deparado a los lectores. Y todo en un contexto en que la literatura de lo “real” -pónganse aquí tantas comillas como se quiera- gana terreno en las mesas de novedades. Escritores, críticos y editores tercian en un debate apasionante y, probablemente, sin fin

Alberto Gordo
20 de mayo de 2016

Al comienzo de una de sus novelas, Graham Greene advertía: “Esta es una obra de ficción. Ninguna de las personas que aparecen en ella se asemeja a ninguna persona viva o muerta, etc., etc. Londres no existe”. David Shields utilizaba en Hambre de realidad esta cita jocosa para hablar del carácter híbrido de la novela, un género, venía a decir, que surgió (de Defoe a Flaubert, de Cervantes a Dickens) como una imperfecta mezcla de documentos realistas, un poco de historia y autobiografía encubierta. Después, seguía el escritor en resumen apresurado, Henry James impondría que la novela, como “producto artístico”, debía ser enteramente imaginativa, a lo que algunos escritores de la posmodernidad (los más audaces, se entiende: Naipaul, Sebald) habrían respondido con una “necesaria” vuelta a la novela híbrida, en la que “el material que no es ficticio se ordena, moldea e imagina como ficción”.

¿Estamos ahora, así pues, en una especie de nuevo punto de origen de la historia literaria? Hace tiempo que algunos de los escritores más reconocidos -de aquí y de allá- se pasaron a la no ficción, y a la primera persona (tantas veces unidas). ¿Por qué lo hicieron? ¿Es que de pronto pensaron que eran incapaces de “inventarse” una historia? “Seguramente serían incapaces, claro -responde el crítico Nadal Suau-. ¡Por eso no tienen que hacerlo! No significa que no entiendan cómo funciona una novela clásica, qué función cumple, para qué ‘sirve'. Significa, simplemente, que son otro tipo de escritor. Y siempre que hablemos de buenos escritores, lo normal es que se dediquen a escribir aquello que pueden y saben escribir”.

Una trayectoria paradigmática es la de Javier Cercas (en su último libro, El punto ciego, explicaba precisamente qué entiende él por novela). En su caso, explica a El Cultural, se dio cuenta de que la primera persona era “el mejor instrumento” que tenía a su alcance “para hablar del mundo”. Y añade: “Yo soy fundamentalmente un novelista y, para mí, la mezcla de géneros es consustancial a la novela; así inventó el género Cervantes: como un género de géneros, donde todos los géneros tienen cabida (incluidos los no literarios). Esta es una de las principales virtudes del género -su capacidad para fagocitarlo todo, su camaleonismo crónico, su casi infinita versatilidad-; también, una garantía de su perdurabilidad: contra los que dicen que la novela está muerta (lo dicen desde que la novela nació), yo creo que está en pañales. El problema es que no veo que los novelistas aprovechemos esa virtud capital del género, porque lo que mayoritariamente seguimos escribiendo, me temo, son novelas aferradas al modelo tradicional, decimonónico. Es decir: no estamos explotando a fondo la lección de libertad que nos dio Cervantes”.

El exceso de realidad hace necesarias las ficciones que expliquen lo que nos pasa con elementos metafóricos» Luis Mateo Díez

Sergio del Molino, otro de los practicantes de esta nueva (o vieja) ola, obedece, afirma, un mandato de honestidad. Si él cuenta las historias, y estas historias son “reales”, ¿por qué no decírselo al lector? En su opinión, hoy se “abusa de la etiqueta de autoficción” para señalar cualquier texto escrito en primera persona. Cuando lo cierto es que la novela no tiene ni puede tener otra raíz que la experiencia: “Lo que hacemos hoy no dista nada de lo que hacía Proust. En esa primera persona de En busca del tiempo perdido, en ese apego a la realidad, encontramos a Proust, que al final ha ganado la batalla. Ha vencido. Todo narrador del siglo XX o XXI que use la primera persona ha de reconocerse en él”.

Autoficción o coquetería

Dentro del auge de lo real, ya ha salido (era inevitable) su manifestación más conspicua, la autoficción, que genera los debates más enconados. ¿Retrato honesto o pose favorecedora? El escritor Luis Magrinyà lo tiene claro: “El género llamado ‘autoficción' podríamos llamarlo en general ‘autorretrato favorable'. Eso incluye también contar lo desastroso que uno es y lo dolido que uno está, que es otra manera de extender la pincelada”. Darío Villanueva, director de la RAE y catedrático de Literatura Comparada, habla de una especie de impostura inevitable. “La inflexión se produce con el New Journalism y su non-fiction novel. Este género ha resultado muy exitoso, y ha dado obras maestras. Pero no olvidemos que escribir sobre tu realidad significa de suyo cierta forma de impostación. Ya lo decía Pessoa, el poeta es un fingidor. Vistas las cosas así, la frontera entre realidad y ficción resulta muy sutil”.

Otros -como Magrinyà- se van más atrás en busca de orígenes. “Cuando la novela está centrada en el yo, a lo mejor hay un origen en el Malte Laurids Brigge de Rilke. Cuando la novela no está centrada del todo en el yo, seguramente -y curiosamente- los pioneros son los narradores omniscientes del XIX. Esos que, si tenían que poner en una novela a qué hora llegaba el primer tren de la mañana de París a Ruán madrugaban, iban a la estación, esperaban y por fin apuntaban la hora. A eso Capote lo llamó “novela real”: él aseguraba que todo lo que contaba era “real”; luego se vio que no era cierto, que se inventó muchas cosas, pero a mí siempre me ha parecido que A sangre fría le salió muy flaubertiana”.

Entonces, ¿qué es lo que ha cambiado? ¿Es sólo una cuestión de pudor? ¿Falta de imaginación, quizás? “La idea de que la imaginación es sinónimo de inventar acontecimientos y personajes es muy reduccionista -señala Nadal Suau-; también es imaginativo encontrar conexiones insospechadas entre hechos reales, darle forma convincente a los propios recuerdos de infancia o encontrar, en una genealogía familiar privada, los elementos que permitan convertir a esa familia en espejo de otras. Dicho esto, la primera persona o la referencialidad autobiográfica son otra estrategia estilística, no es quitarse la máscara sino escoger la máscara adecuada”. Según Cercas, “la ficción pura no existe y, si existiera, no tendría el menor interés. La ficción pura es un invento de los que no saben lo que es la ficción. La ficción parte siempre de la realidad, que es su carburante: la ficción es, en definitiva, una reelaboración de la realidad que pretende dotar de sentido universal a lo particular”.

Para Patricio Pron, el apogeo de la autoficción tampoco tiene que ver con la falta de pudor, sino con “un esfuerzo de ciertos autores por poner en cuestión la forma de producir realidad en la literatura y fuera de ella”. Esto, añade, en un contexto mediático (productores de noticias y redes y medios por los que circulan) “en el que la manipulación y el error resultan inevitables si no se revisan los modos de pensar lo real”. Pron reconoce, sin embargo, que “hay cientos de escritores que, lejos de querer poner en cuestión nada, sólo desean contarnos las cosas que les sucedieron, sean relevantes o, como en la mayor parte de los casos, perfectamente olvidables”.

Soluciones de modernidad

Luis Mateo Díez, que en su último libro, Los desayunos del Café Borenes, atacaba el discurso relativista de la disolución de géneros, reconoce -aún así- que por los caminos de la autoficción “se han encontrado soluciones de modernidad”, y que se trata de “un refugio legítimo para el escritor, que, bajo una aparente cáscara autobiográfica, reinventa lo que quiere”.

La semana pasada, Julian Barnes decía en El Cultural que no le importaba cómo llamaran a su libro sobre Shostakóvich. ¿Novela? ¿Biografía? No importa. “Hay una pelea entre críticos y novelistas por ver qué es y qué no es una novela -tercia Del Molino-. Para mí no es importante, está bien que todo sea novela; la novela es el género más proteico que hay, en el que cabe todo. Definir hoy los límites de la novela no tiene sentido”. Para el autor de La hora violeta, “lo que está claro es que se ha destruido el narrador omnisciente y se ha diluido la tercera persona. Y que esta disolución surge en parte como rechazo a esas teorías estructuralistas y postestructuralistas que proclamaban la muerte del autor”.

El abandono de la ficción por los lectores tiene que ver con el prejuicio de que con los «hechos reales» se pierde menos el tiempo» Nadal Suau

David Shields atribuía el auge de la novela real a que vivimos tiempos ficticios, a que los realitys, las memorias o las biografías sacian por completo el deseo de autenticidad de la gente. Ignacio Echevarría, crítico y editor, suscribe el diagnóstico de Shields. “No tengo ninguna duda de que la tendencia a la no ficción obedece a lo que cabe entender, muy vagamente, por “hambre de realidad”. Pero hay que ser suspicaces respecto a la identificación entre realidad y no ficción, también respecto a la oposición entre realidad y ficción. No resulta tan fácil distinguir una de otra. Por otro lado, lo supuestamente testimonial, lo documental, revela a menudo un mayor margen de manipulación ideológica. Por si fuera poco, la cuestión aparece viciada por el deslizamiento de categorías intrusas, como las de verdad y mentira. Toda esa cháchara errónea sobre la ficción entendida como la verdad de las mentiras y mandangas de esas”.

En opinión de Luis Mateo Díez el “exceso de realidad es trastornador”, así que hoy son más importantes que nunca “las ficciones que expliquen lo que nos pasa con elementos metafóricos”. Es llamativo que la literatura transgénero, la literatura que disuelve los géneros, reservada en origen -según Walter Benjamin– a las grandes obras, se haya convertido en un producto más de la ortodoxia. “Ya es un género academicista -opina Magrinyà-, para aspirantes al Premio Nobel e imagino que últimamente ya para premios de ayuntamientos”. “Desde luego que el transgénero es un género más, y que la “moda” antipreceptiva es como un clasicismo a la inversa”, añade Echevarría. Y Nadal Suau: “No sé si es un género en sí mismo, pero sí es una opción que cuenta con su propia tradición, sus reglas y sus ritos. Lo que me parece bien. Al final, lo importante es discernir si el escritor sabe qué está haciendo, si hay conciencia estética y talento para llevarla al papel”. Según Patricio Pron, “es evidente que, como género, es mucho más interesante que la repetición de lo ya visto y probado”.

¿Es legítimo entretenerse?

Casi todos los entrevistados son escépticos en cuanto a que los lectores prefieran hoy la no ficción. Y lo cierto es que, mientras que el lector literario puede que bascule hacia eso, el éxito de la fórmula decimonónica del best seller, el género policiaco e incluso el erótico desmienten que el lector medio busque más que antes lo basado en hechos reales. “¿Los lectores prefieren la no ficción? -se pregunta Cercas-. No me parece que sea así, ni en España ni en los países de nuestro entorno. En cuanto a las novelas convencionales -o sea, malas-, me parece normalísimo que se lean mucho: desde que la novela es novela -es decir, desde el siglo XIX- siempre han sido las que más se leen”.

Distintos lectores buscan distintas experiencias en la lectura, al decir de Jorge Herralde (en cuyo catálogo de Anagrama está quizá el caso europeo más emblemático de autoficción contemporánea: Emmanuel Carrère). “La lectura de tantos best sellers -sostiene el editor- responde a un deseo (legítimo, incluso legal) de entretenimiento, mientras que entre las novelas de no ficción figuran títulos de altísima calidad literaria”. Basándose en su experiencia como editora en Lumen, Silvia Querini está convencida de que ciertos lectores sí que buscan hoy más realidad en los libros, en “memorias noveladas”, por ejemplo, que sería un caso de “género híbrido”; libros con “historias personales e universales al mismo tiempo”.

Novelas después de los 40

“Considero que un hombre que después de los cuarenta años aún lee novelas es un puro cretino, lo cual no quiere decir que en el mundo existan ocho o diez novelas magníficas”. Bajo la superficie de la estrepitosa frase de Josep Pla hay al menos dos ideas a tener en cuenta: hay lectores que dejan de leer novelas cuando maduran, y hay lectores que consideran que las buenas novelas ya se han escrito todas, y en consecuencia se vuelven más intransigentes. “La frase de Pla es simplemente una ‘boutade' -comenta Cercas-, y es casi un insulto a su autor tomársela en serio: Pla, que durante gran parte de su vida intentó ser novelista, no era tan tonto como para ignorar que es entretenidísimo y utilísimo leer, a cualquier edad, el Quijote, o Moby Dick, o El proceso. En definitiva: a mí, de mayor, me gustan tanto las buenas novelas como me gustaban de niño o de adolescente. Sólo que en aquella época me gustaban unas y ahora me gustan otras”.

La mezcla de géneros es propia de la novela. Contra quienes dicen que está muerta, yo creo que está en pañales» Javier Cercas

Aunque con la edad sigue intacto su gusto por la ficción, Pron asegura que ciertas convenciones narrativas le resultan “irritantes”. Como “el narrador omnisciente, aunque esto se puede deber no a mi edad sino al hecho de que la escasez de los recursos técnicos que manejan muchos de los escritores contemporáneos hace que esas convenciones estén por todas partes y arruinando casi todos los libros”. Ignacio Echevarría y Luis Magrinyà aluden a una idea parecida. “Lo que siento como lector es una creciente intransigencia, una mayor impaciencia con las novelas malas o mediocres -dice Echevarría-. Pero eso es algo que tiene que ver con la expectativa de vida, con el paso del tiempo, no necesariamente con un descreimiento del género”. Y amplía: “Entiendo la ficción en general, y la novela en particular, como un modo específico de pensar. Es una función de la inteligencia, connatural a la especie. Si se prescinde de ella, por las razones que sea, se pierde el acceso a determinadas formas de complejidad, a territorios enteros de la emoción, de la imaginación, del mundo, de la belleza”.

Según Magrinyà, “a partir de cierta edad, y si se ha leído un poco, no es que cueste leer más un género que otro sino que ya no está uno en la fase del empirismo. Esto vale para novelas y para todo. Aun a riesgo de equivocarse y de perderse algo, uno juzga por indicios y, si los indicios de un libro no le convencen, pues no se lo lee o lo deja pronto”. Nadal Suau, para quien, “a partir de los catorce años, leer con ingenuidad es poco recomendable”, sospecha que el abandono de la ficción podría tener que ver “con un prejuicio utilitario, según el cual un libro que cuenta “hechos reales” es más instructivo que otro enteramente imaginado, y por lo tanto se pierde menos el tiempo”.

Historia, novela histórica y divulgación

La disolución de los géneros literarios consultancial a estos tiempos posmodernos ha afectado especialmente al ámbito de la Historia: si tradicionalmente los historiadores españoles llegaron incluso a despreciar a los novelistas por la falta de rigor y la “facilidad” con la que se aventuraban en su campo, hoy son muchos los historiadores que encuentran en la ficción la mejor manera de iluminar el pasado y acercarse al lector no especializado. Fernando García de Cortázar, premio Nacional de Historia 2008, y que acaba de publicar Alguien heló tus labios (Kailas), confiesa que en su caso ha resultado “un paso natural. Siempre he creído que si la historia es la reina de la humanidades, debe contarse de una manera hermosa, amena”. No se trata, insiste, “sólo de ganar lectores, sino de narrar, a través de personajes reales o no, no sólo la razón de España, sino también su sentimiento”. Para el historiador y ensayista Julián Casanova, la novela histórica ha venido a satisfacer también el “hambre de realidad” de unos lectores que, ávidos de hechos reales, encontraban inaccesibles muchos mamotretos especializados. “Creo que durante demasiado tiempo los historiadores trabajaron de forma ajena a la sociedad, y se olvidaron de la elegancia estilística. Por eso triunfaron los hispanistas británicos, que traían ese afán divulgador. Mucha gente interesada en la historia sentía que no podía leer libros de historia. Ahora esto ya no es así, por suerte. Ahora son muchos los historiadores que suman rigor, elegancia y precisión. Porque la divulgación no está reñida con el seriedad”.

EL CULTURAL


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