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miércoles, 22 de julio de 2020

Juan Marsé / Geografía de Sarnita y Pijoaparte






Fachada del bar Las Delicias, donde Pijoaparte jugaba a las cartas en 'Últimas tardes con Teresa'.Fachada del bar Las Delicias, donde Pijoaparte jugaba a las cartas en 'Últimas tardes con Teresa'.ALBERT GARCÍA / EL PAÍS

Geografía de Sarnita y Pijoaparte

Un recorrido por los escenarios reales que Juan Marsé metamorfoseó en sus novelas y que comienzan a difuminarse debido a la transformación urbana

Carlos Geli
20 de julio de 2020

Castigada su memoria por la edad y la derrota, el capitán Blay de El embrujo de Shanghai, una de las más entrañables criaturas de Juan Marsé, se hace repetir por los chavales del barrio cómo se llama y dónde vive porque, dice, lo ha olvidado, y han de acabar acompañándolo a casa, en la calle Sant Salvador, 8. Pero hoy ni así la encontraría porque la finca ni existe, ocupado todo por un gigantesco supermercado Condis, base de una bloque informe naranja y gris, de ocho pisos, que abarca la manzana entera. En cualquier caso, la gentrificación le habría echado: en esa larga calle del barrio de Gracia de Barcelona, alquilar un piso de 43 metros cuadrados cuesta 850 euros y comprar una plaza de párking para coche mediano, 21.000. A un centenar de metros escasos ha desaparecido también la comisaría de Lesseps que se cita en Ronda del Guinardó. “Desde hace unos años, es un local de unos okupas; son ya como vecinos estables”, bromea un anciano que pasea a su perro.

La cartografía sobre la que Marsé, fallecido el sábado a los 87 años, creó su mundo no se borra, pero se difumina. Algo parecido a lo que le ocurre a la torre de la calle Mañé y Flaquer, 5-7, en el lujoso barrio de Sarrià: las hiedras se filtran por las rejas y rebosan por las paredes y las ramas de los viejos árboles del patio dan sombra ya a la estrecha acera. “Es la parte trasera de la torre grande que se ve en la plaza de Sant Vicenç de Sarrià; no la abren nunca”, dice tras la mascarilla una anciana vecina de enfrente, en un silencioso barrio. Se entrevé leña cortada, macetas por estrenar y un caminito de piedras y tierra. Ahí nació Juan Marsé como Juan Faneca Roca porque sus padres biológicos trabajaban ahí: él era el chófer de los señores de la casa y ella estaba entre el servicio. Al timbre no responde nadie y las torcidas persianas de la primera planta están todas echadas: temporada ya de casa de verano o huida antes del presumible confinamiento que se cierne de nuevo sobre Barcelona por el rebrote del coronavirus. En cualquier caso, el edificio sobrevive a la presión urbanística de una zona cotizada.



Ese Sarrià es una excepción en la geografía marsiana, como lo fueron La Rambla o el paseo Marítimo de Esta cara de la luna que desde su aparición, en 1962, Marsé no quiso reeditar jamás. “Me he criado en Barcelona, pero no tengo nada que decir sobre la plaza de Catalunya, La Rambla o el paseo de Gràcia”, contraatacaba al recordársele que el decorado de su obra era de una zona muy concreta de la capital catalana. Su táctica fue la de un corta, pega y colorea mayormente de calles y zonas de los barrios de Gràcia, Guinardó y el Carmel, reduciendo distancias a conveniencia. Son los escenarios de su infancia y en la infancia está lo que será uno, y ahí está Marsé y su obra.


Hay una docena de mesas ocupadas en Casa Vall, el más antiguo (de 1920) de los tres bares de la plaza Rovira, en Gràcia, la capital literaria del mundo de Marsé. “Los dueños lo dejaron hará unos cinco años”, comenta el actual encargado, que remite a un recorte de diario colgado en la pared para saber de Pepet, el histórico dueño. Ese local forma parte de los que veía el niño que sería escritor o el que contemplaba el capitán Blay mientras toma el sol en uno de los bancos. También es la plaza donde Java, Sarnita y Mingo, el trío de chavales de Si te dicen que caí, se convocaban para explicarse aventis, ese mestizaje de realidades del barrio y fantasías de cine y de cómic que nutrieron la imaginación del autor. Hoy les escucharía la estatua del propio arquitecto Rovira i Trias, padre en 1859 del proyecto del Eixample barcelonés.

Escultura en la plaza Rovira, epicentro narrativo de Marsé.ALBERT GARCIA / EL PAÍS



No huelen a gas, como entonces detectaban con terror los chicos o el propio Blay, ni la plaza ni las calles adyacentes; si acaso, hoy, algunas veces, a pan caliente en un barrio con mucha tienda cerrada y alguna sorpresa verde de un jardín interior de casa unifamiliar de planta y piso que se desbordan por rejas o muros y aún resisten la codicia inmobiliaria. La del número 22, donde vivió la familia Marsé, es de solo tres plantas y ahí se reunieron en otoño de 1962 dos dirigentes clandestinos del PSUC, Pere Ardiaca y Gregorio López Raimundo, gracias a la llave que un Marsé entonces efímero militante, más compañero de viaje ideológico y que nunca tuvo el carnet en sus manos, les había prestado. Hubo doble susto cuando la hermana del escritor, Regina, se presentó de improviso, aunque ya no vivía allí.


Al cabo de esa calle, tocando a la de Escorial, está tomada una imagen de 1941 de un jovencísimo Marsé y su hermana, acompañados de otros niños con palmas. Posiblemente se las bendijeran en la cercana iglesia de Las Ánimas, un poco más arriba, que sería sustituida por la iglesia de San Miguel de todos los Santos en la misma Escorial, si bien hasta 1946 sólo estarían los fundamentos del edificio. Pero en la parroquia, a la que aún hoy se entra por la vecina calle Sors (se hacen confesiones media hora antes de las misas), es donde Marsé socializó y se mostró tan buen jugador de ping-pong como esforzado actor teatral. Demasiado importante como para no reflejarlo en su obra: de Las Ánimas sale Rosita, la protagonista de Ronda de Guinardó, y ahí el Java de Si te dicen que caí descubre la luz religiosa inducido por una sexualidad preadolescente a partir de una niña de la parroquia, para estupor de sus colegas. Y por delante de esa iglesia desfilarán los personajes de Caligrafías de los sueños, las más autobiográfica de las obras de Marsé. A primera hora, hoy, justo fregadas las escalinatas con lejía, apenas un feligrés en uno de los únicos cuatro bancos señalizados por las medidas sanitarias en una iglesia que, por detalles (cerámicas en el dintel, formas del altar…) denota su construcción moderna.

De ahí al mundo del Pijoaparte de Últimas tardes con Teresa hay solo un paso de los del escritor. Primero, se ha de dejar el campo de fútbol del C. E. Europa en la calle Sardenya, a cuyos descampados anexos hoy borrados por algunas de las edificaciones más grandes del barrio descendían los “kabileños del Carmel”, como bautizan con temor los chavales a las pandillas de jóvenes inmigrantes que habitan esa zona montañosa de Horta. La madre de Teresa Serrat, la burguesita que persigue el quinqui, califica de “algo así como el Congo, un país remoto e infrahumano con sus leyes propias, distintas”.

Se trata, pues, de rodear la plaza Sanllehy y empezar a serpentear por la carretera del Carmel, esa que el Pijoaparte sube y baja a velocidades endiabladas que hoy le impedirían o bien las bandas rugosas en el suelo o los autobuses municipales y los autocares privados que casi se rozan en las curvas de la estrecha vía para descargar sin cesar turistas en el Park Güell, estos días mucho más escasos.

La ruta, de la que apenas queda un puñado de pinos originales, tiene dos paradas obligatorias en ese Carmel del que Marsé llegó a hacer cuatro croquis profusamente anotados: la primera, El Tíbet, antigua torre de veraneo de los años 30, de fachada de piedra natural, reconvertida en restaurante y que es el único lugar bien que él conoce para estar, cree, a la altura de Teresa, con sus techos de paja y forma de cabaña rústica. Sigue funcionando todavía, como el otro de apenas media docena de curvas más arriba, el bar Las Delicias. Ese es lugar de peregrinaje marsiano y no: amén de por unas patatas bravas de las más reputadas de Barcelona, ahí es donde se encuentra fácilmente al Pijoaparte, jugando a las cartas y cerca de la estufa. Y es donde lo localiza una de las veces Teresita Serrat, que, esperándolo fuera para recogerlo con su coche, se gana unos vulgares “piropos indecentes”. Seguramente, le esperaba donde hoy hay una parada del autobús 24.

Desde la empinada calle de Las Delicias, Teresa y Manolo aún podían contemplar Barcelona a sus pies, si bien las casas unifamiliares empezaban ya a mutar en bloques de pisos; Marsé, a cuya capilla ardiente acudieron ayer entre otros los escritores Joan de Sagarra, Carlos Zanón o el cantante Joan Manuel Serrat, también conoció ese Carmel. Hoy, allí, la ciudad apenas se entrevé entre los mastodónticos cubos de viviendas. Azar o no, nubes de canícula dejaron caer cuatro gotas.

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