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viernes, 19 de junio de 2020

El indescriptible placer de leer a Anne Carson

Anne Carson, The Art of Poetry No. 88 (con imágenes)
Anne Carson
El indescriptible placer de leer a Anne Carson

Por Ana Polo Alonso.
* Poema de Anne Carson: «Segundo marido, un erudito» (De «Hombres en sus horas libres». Editorial Pre-Textos. Traducción de Jordi Doce, 2007).
Las raciones escaseaban, ella hacia cola para conseguir manzanas y cerillas.
Entretanto, en su frío apartamento, él seguía traduciendo textos babilonios.
Petersburgo ya no era la capital (sino Moscú). Húmeda oscuridad
detrás de los letreros.
Las manos rompían estatuas.
La gente saqueaba incluso los cementerios.
El «Consejo en apoyo a la vida de los artistas»
servía sopa barata y trozos de pan
a escritores nocturnos con botas y chales y orejas laponas.
Junto a la sopa más de uno le decía. Me dejas de piedra.
El perro ha envejecido, susurraba entonces Ajmátova.
En casa, entretanto, el erudito le había quitado la piel a
varias palabras desconocidas.
Sus incisiones producían un sonido azul y apagado como seda.

***



Courbett Magazine
El primer recuerdo de Anne Carson es un sueño. Tenía tres años y soñó que estaba dormida en una habitación del piso de arriba de la casa donde vivía, en Canadá, se despertaba, bajaba al primer piso y se quedaba de pie en el comedor. Todo estaba en silencio, las luces estaban encendidas. Los mismos objetos de siempre: el sofá verde oscuro, las paredes verde claro, las sillas de madera. Nada faltaba y, sin embargo, nada encajaba. Todo era igual pero todo resultaba diferente.
Vivir en mundos diferentes donde la irrealidad es la nota imperante o, más bien, hay una realidad distinta, más rica y compleja, que emerge y es descubierta. Aquel sueño profetizaba una de las señas de identidad de esta creadora canadiense que se resiste a que la llamen poetisa, aunque es la creadora de la poesía más interesante, arriesgada, vanguardista, rompedora y fascinante de nuestros días.
Sin embargo, quizás tenga razón: llamarle poetisa no es del todo correcto. A pesar de la exquisita cultura clásica que impregna su obra, sus creaciones ciertamente no se pueden encasillar en un sólo género. Puede escribir poemas en prosa, o mezclar lo antiguo con el cine y la cultura impresa. Puede recupera mitos de la Antigüedad y entrelazarlos con figuras más recientes o insertarlos en la cultura pop. En una sola obra pueden aparecer fácilmente referencias a Edward Hopper, las «Confesiones» de San Agustín, Edipo, la poetisa Safo, la caída del muro de Berín y Emily Dickinson.
Esta capacidad para fusionar estilos, referencias y formatos, su apuesta por lo híbrido entre lo grecolatino, medieval y contemporáneo, hacen que la palabra poesía quizás no sea la más apropiada. Lo correcto, seguramente, sería hilvanar una hilera de títulos: poeta, novelista en verso, ensayista, profesora universitaria de Latín y Griego antiguos, académica, intelectual, brillante traductora de obras clásicas, inventora, creadora, rompedora de todas las formas.
Sus obras son, de hecho, un collage entre poesía, disertación, ensayo y drama, a veces incluso con aportaciones de otros géneros, como la ópera. Y de elementos sorpresivos. Por ejemplo, una de sus obras, «La belleza del marido», fue clasificado como «un ensayo de ficción en 29 tangos». «Nox» (2010; Vaso Roto, 2018) es una especie de elegía por su hermano muerto en 2000, pero también es una traducción de un poema de Cátulo. En «Eros» (Dioptrías) salta de Arquíloco a Barthes, de Freud a Teognis y de éste a Sartre. Y en su libro «Hombres en sus horas libres» (aquí publicado por Pre-Textos), se imagina un brillante diálogo entre Virginia Woolf y Tucídides como si ambos estuviesen en un programa de debate televisivo discutiendo sobre la guerra del Peloponeso. También incluye en la misma obra una reflexión profunda sobre la sexualidad y la muerte, con una digresión sobre Eros y Thanatos en la que sale la actriz francesa Catherine Deneuve.
Ponerle una simple etiqueta a estas creaciones es imposible y ella, además, rechaza cualquier categorización simplista: «escribes sobre lo que quieres escribir de la manera que tengas que hacerlo».





Ella, desde luego, parece seguir esta norma a rajatabla. En una de sus obras más logradas, por ejemplo, «Decreación» (aquí publicada por Vaso Roto), mezcló poesía, ensayo y ópera. Comienza con poemas sobre su madre, luego inserta dos ensayos académicos (uno sobre la conveniencia de dormir y otro sobre el concepto de lo sublime en Longinus, un ensayista del siglo I, y en Michelangelo Antonioni, el director italiano de cine modernista). Después vienen poemas sobre lo sublime. Más tarde, un «Oratorio para cinco voces» escrito como tributo a Gertrude Stein. A posteriori, un ensayo sobre eclipses, a lo que sigue una especie de guión teatral que recrea a los amantes franceses Eloísa y Abelardo como si fuesen personajes de una «sitcom» ameicana. Y por fin llega «Decreación» propiamente dicha, una «ópera en tres partes» en donde examina el trabajo de tres místicas: la poetisa Safo, Marguerite Porete (que fue quemada viva en 1310 por haber escrito un libro herético) y la filósofa francesa Simone Weil.
Si este, llamémosle así, experimento funciona es porque Anne Carson consigue lo que parece imposible: hacer que un contenido de innegable carga de alto voltaje intelectual, incluso críptico y sin ayudas, resulte cercano, asequible, incluso emotivo.
¿Alguna vez ha intentado escribir algo menos, digamos, rompedor? Una vez intentó escribir una novela con un formato más tradicional. Así fue como comenzó «Autobiography of Red»: quería algo más prosaico, «una novela como las que compras en el aeropuerto, como las de Arthur Hailey. Lo comencé como un desafío, pero al poco tiempo ya mutó en algo más poético». Supone que se aburrió en medio del proceso. «Demasiadas palabras. Cuando tengo demasiadas palabras, siento que no estoy diciendo nada. Que sólo me estoy centrando en las palabras y no en los conceptos. Así que comencé a recortar hasta que quedaron versos».
Quince años más tarde de «Autobiografía en rojo» (1978) escribió la secuela: «Red Doc», otro libro particular. Aquí hubo un elemento clave, aunque fortuito, que ayudó en el proceso: Anne Carson le dio a la tecla equivocada. Mientras escribía líneas, de repente se saltaron los márgenes y todo quedó descompensado. Las líneas se alejaban o se acercaban demasiado a los márgenes, el centro de la página quedó prácticamente desierto. Pero más que encontrarlo engorroso, Anne Carson lo vivió como un alivio. Por fin, después de unos cuantos años de frustración en que no acababa de encontrar el registro exacto, halló por azar la forma que el libro demandaba.
Eso, y que introdujo por el camino una versión actualizada del mito de Heracles y el monstruo Gerión. En la tradición clásica, Heracles mata a Gerión, pero Anne Carson alteró la historia: los transformó en amantes. «No tengo remedio», reconoció entre risas en una entrevista a The Guardian. «En el mito antiguo, Heracles va a la isla, se enfrenta a Gerión y lo mata. Y ya está. Pero en algunas fuentes clásicas, como la Ilíada, hay algunas referencias a una gran ternura homoerótica y decidí introducir este elemento sensual y ver cómo alteraría la historia. Además, quería que Gerión tuviese una vida divertida».
Si «Autobiografía en rojo» le costó tan sólo un año escribir («y fue divertido»), «Red Doc» supuso un auténtico calvario: «fue una tortura, una carrera de obstáculos, un trepar una montaña empinada en medio de la noche. Estaba totalmente desorientada y el resultado fue este experimento disconexo que me llevó siglo acabar». Calculó, de hecho, que el proceso fue de «nueve a once años», en ráfagas intermitentes. «Comenzó en una cabaña, cerca de la West Side Highway de Manhattan. Durante un tiempo fue una obra de teatro. Pero era terrible: aburrida, convencional, sentimental. Se la dio a leer a su marido, Robert (ella lo llama «Currie») un par de veces y éste le dijo en ambas ocasiones que no le gustaba. Finalmente, decidió destruir todo lo que había escrito y comenzar de nuevo. Con un lápiz, en una libreta de tapas rojas que alguien le dejó. Cuando el cuaderno estaba repleto, el libro estaba acabado. Lo editó varias veces, y luego se lo entregó a su editorial, Knopf.

***



Courbett Magazine
Aunque lo parezcan, las obras de Anne Carson no son un juego, ni meros artificios culturales, ni ejercicios de falsa erudición. Son obras increíblemente profundas en donde, bajo carcasas algo extravagantes y asociaciones a veces rebuscadas y forzadas, supuran reflexiones de gran complejidad intelectual.
Así, en «Hombres en sus horas libres», por ejemplo, aparte del diálogo «televisado» entre Virginia Woolf y Tucídides, hay una investigación sobre el concepto del tiempo empleando como punto de partida la teoría aristotélica de la metáfora. En «Decreación», asimismo, se explora, entre otras muchas cuestiones, un poema de Safo a partir del cual se establece una relación entre la naturaleza del pensamiento y la pobreza como búsqueda de la profundo sin contaminar. El propio término «decreación», de hecho, es un neologismo que acuñó Simone Weil y que alude a la capacidad y deseo para salir del yo físico y acceder a Dios, y así penetrar en un mundo de total amor que exige abandono y pobreza. Anne Carson, sin embargo, lo emplea en el sentido más etimológico de «decrear», de «deshacer la criatura que hay en nosotros», para luego decidir si vale la pena volver a juntar las piezas.




Por todos estos elementos, no es de extrañar que la poesía (vamos a llamarla así) de Anne Carson genere absoluta adicción. Y placer. «Anne Carson es una escritora culta, inquietante y atrevida», escribió Susan Sontag. «Su poesía ofrece intensidades hipnóticas». Harold Bloom y Annie Dillard también se reconocieron admiradores.
Sin duda, es una artista consagrada. Es la primera mujer que ganó el codiciado premio TS Eliot de poesía (en 2001, por «La belleza del marido»), ha sido finalista en varias ocasiones para el «National Book Critics Circle Award» y le concedieron una beca MacArthur en el 2000. Además, tiene cierto éxito de ventas, lo que no suele ser frecuente en poesía y menos con una autora que es capaz, por ejemplo, de dedicar cincuenta páginas a temas tan alejados de lo mundano y lo comercial como la mística francesa del siglo XIV.
Sus críticos (sí, ella también los tiene) tachan a su obra de forzadamente oscura, intelectualoide y prepotente. Pura pose, vaya. Ella se defiende diciendo que no es afectación: «soy una persona bastante gruñona, por lo que no se me da bien seguir convencionalismos». Insiste en que no le gusta presumir o pavonearse, pero que si escribe como lo hace es porque su mente funciona así. Antes de ponerse a escribir, en su cerebro pululan miles de elementos inconexos y dispersos, pero en un momento determinado surge una lógica entre ellos, un orden que los agrupa y los fusiona. «Y entonces me centro en esa idea que aglutina todo el caos».
Lo que une, lo que agrupa: eso es lo que más le interesa, más que los conceptos en sí mismos. «No me centro en los pensamientos; pienso en las conexiones entre pensamientos». Como buena clasicista, piensa que los conceptos ya están inventados y que poco nuevo se puede aportar. Lo que es original, lo que es rompedor es cómo se relacionan estos conceptos, los hilos que los pueden tejer, el diálogo que se puede establecer entre ellos, los saltos que se pueden dar de uno al otro. Ahí es cuando su mente se revoluciona. «Es mágico», asiente.
Todo esto, insisto, viene de su formación clásica, pero también de tener una mente plástica, increíblemente visual. Ella, de hecho, lo que quería ser era artista (dibujante y pintora). Su primer libro de poesía, «Short Talks» (1992), comenzó en realidad como un grupo de dibujos a los que iba poniendo títulos. «Pero entonces los títulos se fueron haciendo cada vez más largos» y llegó un momento en que «los dibujos llegaron a desaparecer». El método sigue todavía funcionando: las ideas, los conceptos y las conexiones aparecen en su cabeza como imágenes y luego comienza a escribir y a dibujar (todo bastante abstracto; «formas locas», dice ella). Las primeras ideas las plasma sobre un papel suelto –normalmente un sobre viejo con manchas de café o cualquier cosa que pille al vuelo. No le gusta garabatear en un papel perfectamente limpio: «si los mismos conceptos, las mismas ideas las escribiese elegantemente en un papel en blanco no tendrían el mismo efecto».
Le han preguntado millones de veces sobre consejos para escribir y ella se resiste a darlos. Pero no tiene inconveniente alguno en confesar su propio proceso. Para comenzar, reconoce «escribe todo el rato cuando no tiene nada más que hacer». Luego «edita ferozmente y con placer. Es muy divertido eliminar cosas». Y, lo más importante: «créate un problema el cual, para solucionarlo, te genere más problemas y te lleve a descubrir más problemas que no podías ni haber advertido ni soñado».
Además, Anne Carson insiste en no imitar a nadie. Como dijo en una entrevista en la Paris Review: «si leo a alguien y pienso, wow, me encanta esto, entonces dejo de leerlo porque no quiero ser una imitadora. Cuando intentas imitar a alguien acabas siendo una parodia. Me encanta, por ejemplo, Mavis Gallant, y por eso intento no leer a Mavis Gallant cuando estoy escribiendo porque me impregnaría de su estilo».

***

El viejo suéter azul de papá

Hoy cuelga del respaldo de la silla de la cocina
donde siempre me siento, cuelga
del mismo respaldo de la misma silla donde él solía sentarse.


Me lo pongo al entrar,
como él solía, sacudiento
la nieve de sus botas.


Me lo pongo y me siento en la oscuridad.
Él no haría esto.
Lajas de frío caen desde el hueso de la luna.


Sus leyes eran un secreto.
Pero recuerdo el momento en que supe
que perdía el juicio dentro de sus leyes.


Estaba de pie en la curva de la entrada cuando lo vi.
Llevaba puesto el suéter azul con los botones abrochados hasta el cuello.
No sólo porque era una calurosa tarde de julio


sino la mirada de su rostro…
como un niño a quien la tía vistió temprano por la mañana
antes de un largo viaje


en trenes fríos y venteados andenes
sentado muy rígido en la orilla de su asiento
mientras las sombras, como largos dedos,


sobre almiares dejados atrás,
aún lo estremecen
porque él viaja mirando hacia atrás -.


(Del libro “La escuela de Wallace Stevens: Una antología de la poesía estadounidense contemporánea”, con textos introductorios de Harold Bloom; selección y traducción de los poemas de Jeannette L. Clariond. Publicación de la editorial Pre-Textos). 

***


Courbett Magazine
Anne Carson nació en Toronto, Canadá, en 1950. Su padre trabajaba en la banca y fue destinado a varios pueblos por todo el país, por lo que la infancia de Anne fue bastante nómada. Aparte de los múltiples traslados, lo más destacable de sus primeros años fue su pasión por los libros.
A su padre le gustaban los libros de Historia; a su madre le iban más los resúmenes de los clásicos que aparecían en el «Reader’s Digest». A la pequeña Anne aquellas versiones abreviadas nunca le acabaron de convencer, pero se los leía igualmente. Se cuenta una anécdota de aquellos años: se dice que Anne leyó un libro titulado «Vidas de santos» y que le gustó tanto que intentó comerse las páginas. Resulta que es verdad. La propia Anne Carson lo reconoció en una entrevista.
El libro que sin duda marcó un antes y un después fueron los poemas de Safo, al famosa poetisa del siglo VII antes de Cristo. El libro, lo recuerda perfectamente después de tantos años, era la edición de Willis Barnstone. Anne Carson tenía quince años cuando lo leyó y vivía en Hamilton, entonces en una pequeña y aburrida población de Ontario. Un buen día, en un centro comercial, se topó con este libro bilingüe de la poetisa helena. «Yo era una adolescente necesitada de estímulos. La visión de las dos páginas yuxtapuestas, una de ellas un texto impenetrable pero de gran belleza visual, me cautivó y me compré el libro». Aquellos poemas le cambiarían la vida.
Al año siguiente de descubrir a Safo se mudó a otro pueblecito anodino, Port Hope. Lo que le salvó del aburrimiento fue una profesora de Latín. Carson optó por el Latín porque la única alternativa era mecanografía. Pero dio la casualidad que la profesora, Alice Cowan, también sabía griego antiguo. «Era una mujer excéntrica. Olía siempre a apio», recordaría Anne con los años, «cuando supo de mi interés por aprender griego se ofreció a darme clases a la hora del almuerzo».
Anne Carson reconoce que a aquella profesora, a Alice Cowan «le debo mi carrera y felicidad». Es triste pensar, por tanto, que no ha sabido nada más de ella en años. «Me mantuve en contacto con ella de manera asidua durante años hasta que un día desapareció sin dejar rastro. Según los rumores, se había ido a vivir a África, pero nadie sabía exactamente adónde. Durante mucho tiempo no supe absolutamente nada de ella. Un día, al final de una lectura de poemas, una mujer que se identificó como hija suya me dijo que su madre había regresado de África y vivía recluida en un bosque al norte de Ontario. No quería que nadie la importunara, pero su hija me sugirió que le escribiera, porque tenía la certeza de que a su madre le agradaría saber de mí, aunque lo más probable es que no me respondiera, y efectivamente así fue. Le escribí una carta que no contestó. Nunca más he vuelto a saber de ella».
Sea como fuera, gracias a aquellas clases particulares, Anne Carson descubrió un idioma «diferente a los demás, mejor. Es como si alguien te pusiera en las manos una lengua que sólo tuviera una hora de vida, un ser vivo todavía cubierto de rocío». Su entusiasmo por el idioma es obvio: «el griego es una de esas cosas que, cuando la conoces, te das cuenta que es una de las mejores experiencias del mundo. No hay razón alguna para parar».
Además, había una cuestión estética en aquel idioma. «Por aquel entonces, yo me creía una versión actual, renacida, de Oscar Wilde. Incluso tenía un traje parecido a los que él llevaba y me lo ponía de vez en cuando, para ocasiones especiales. Creía que Wilde era la persona más interesante de la Historia. Todo el mundo intelectual en los tiempos de Wilde incluía el estudio sistemático del Latín y el Griego. Por eso, para mí eran idiomas míticos y pensé, si aprendo Griego me pareceré más a Oscar Wilde».
Así que comenzó a aprender Griego antiguo y también a familiarizarse con todo el mundo mitológico. «Los primeros mitos que conocí fueron los que Safo aludía, que no suelen ser los más comunes. Está Niobe, por ejemplo, que fue transformada en piedra porque lloraba demasiado. Y sobre todo estaba el mito de Titón. Titón era un joven que se enamoró de la diosa del amanecer y un día le pidió que le hiciera inmortal para que pudieran vivir juntos para siempre. Ella fue a Zeus y le dijo: «¿Puedes hacer que Titón sea inmortal?» y Zeus contestó «Claro», y le hizo inmortal pero seguía cumpliendo años. Así que el pobre Titón se fue consumiendo y volviéndose cada vez más anciano, por lo que dejó de gustarle a la diosa».
Para consternación de sus padres, Anne anunció un buen día que iba a estudiar aquellas «dos lenguas muertas, totalmente imprácticas» en la Universidad. Durante meses, su padre insistió, incluso le rogó, que se formase en algo más que pudiera conseguirle un trabajo. «Me dijo que estudiase mecanografía por si acaso. Estuvo mucho tiempo preocupado. Hasta que no me dieron un trabajo en Princeton, de hecho, no se calmó».
Anne Carson estudió Lenguas Clásicas en la Universiad de Toronto e hizo el doctorado en St. Andrews, Escocia. «La importancia de estudiar el mundo clásico es que es la base del mundo en que nosotros vivimos y hemos crecido –no son cosas del pasado, son cosas actuales, frescas, todavía pensamos en los términos que ellos establecieron. La novedad del mundo, de hecho, es volver a mirar lo que hicieron los griegos».
Anne Carson se doctoró con una tesis sobre Safo, aquella poetisa griega que tanto le había marcado de pequeña. Aquella tesis luego se transformó en «Eros», publicado en 1986, sin duda una de sus mejores obras y una reflexión, profunda y sugerente, sobre el deseo.




«Mi padre no sabía que pensar sobre el libro. Mi madre consiguió leerlo hasta la página 37 y luego lo devolvió a la estantería con la intención de acabar de leerlo en algún momento, pero nunca lo hizo». No es que no estuvieran orgullosos, al contrario. «Les enviaba todos mis libros y los ponían en la estantería y, cuando tocaba, los señalaban orgullosos a las visitas, pero nunca pensé que les gustasen, mucho menos que los disfrutasen».
Quizás es porque, junto con la carga intelectual y la dificultad en la forma, las obras de Anne Carson también tratan temas increíblemente personales. Aunque no cree que la literatura sea una forma de terapia, no hay duda de que hay episodios biográficos en sus creaciones. Y algunos son especialmente dolorosos. Sobre todo, en «Nox», donde trata de Michael, su hermano mayor que, siendo adulto, cayó en las drogas. Fue detenido, se saltó la libertad condicional y abandonó el país. Se inventó personalidades falsas, viajaba con varios pasaportes con distintas identidades. Anne no tenía contacto apenas con él y hablaron por teléfono «unas cinco veces en veintidós años». La última vez que lo vio en persona fue en 1978. Michael murió en Copenhague en 2000. Se supo que se había casado un par de veces, pero prácticamente nada más.
En «Nox», siguiendo la tradición, Carson enlazó el presente y el pasado. El libro emplea como nexo aglutinador el poema 101 de Catulo (poeta romano del siglo I aC), una elegía de diez versos pronunciada ante la tumba de su hermano. «Es el poema más conocido de Catulo y mucha gente intenta traducirlo. Yo misma lo he intentado varias veces. Es aparentemente fácil a primera vista, pero increíblemente rico y complejo en realidad. De hecho, es imposible captarlo íntegramente en cualquier traducción. En cierto modo, es el poema ideal».




Anne Carson analiza el poema palabra a palabra, como si fuera un diccionario. A partir de este estudio etimológico, Anne Carson engarza la historia de su hermano: hay poemas y ensayos, postales y una carta de él, viejas fotografías. Físicamente, más que un libro a la antigua usanza, es una especie de acordeón. Anne Carson lo concibió así desde el principio. «Me compré un libro en blanco y lo fue llenando de cosas y recuerdos, pintaba, enganchaba, grapaba, escribía. Le llegué a tirar té por encima para que las páginas pareciesen antiguas, como un pergamino. Mi marido, Robert Currie, me dijo que lo más interesante del libro es que, como está hecho a mano, cuando lo lees, te transporta a estas personas y estos pensamientos. Por eso decidí que el formato tenía que ser así. Lo cual presentaba algunos desafíos en cuanto a la impresión. Si simplemente fotocopias un libro pierde esta calidad artesanal. Teníamos que imprimirlo «mal» para que quedasen defectos y arrugas y espacios borrosos. Así conseguimos reproducir el espíritu del original». Había otro motivo: Anne Carson quería que el libro pareciese un viejo diccionario. «Mientras estudiaba Griego y Latín siempre tenía a mano un antiguo diccionario con páginas amarillentas. Leer Latín lo tengo asociado a páginas cubiertas de polvo».
«Nox» no son unas memorias, ni una elegía; es más bien un epitafio, una emotiva reflexión sobre el vacío y la ausencia. «No fue una cuestión de trabajar mi pena, mi dolor, mi duelo. Fue más un desafío para intentar comprender a mi hermano. De hecho, justo antes de morir, me llamó por teléfono. Hacía años que no hablábamos. Fue una conversación muy extraña y quedamos en que iría a Copenhague a verlo. Pero justo una semana antes de viajar, me llamó una mujer y me dijo «no me conoces, pero tu hermano acaba de morir en mi baño». Murió de una aneurisma. Tenía cincuenta años. Esa mujer resultó ser la viuda de mi hermano. Resulta que habían estado casados diecisiete años. Fui a Copenhague de todos modos y la conocí y estuvimos hablando sobre mi hermano. Y cuanto más hablábamos más me daba cuenta que no sabía quién había sido mi hermano durante décadas, durante veintidós años. Así que comencé el libro como un ejercicio para entenderlo, tirar de los hilos y ver adónde me llevaban mis pensamientos. Al final, el libro resultó un epitafio, una manera de rendirle tributo».
«Nox» es una de sus obras cumbres, un ejercicio soberbio donde despliega toda su maestría. Quizás la mejor obra, junto con «Eros», para comenzar a adentrarse en el particular universo de Anne Carson. Aunque avisamos de antemano: las obras crean adición, son pura belleza, pero no son fáciles. Requieren una lectura despierta y atenta.
Quizás por ello, Anne Carson tardó tanto tiempo en ser publicada. Su mezcolanza de estilos, su libertad absoluta ahora le ha aportado un estatus de culto, aunque al principio fue su principal defecto. Más editoriales rechazaron sus propuestas; muchos críticos la consideraron demasiado rompedora y críptica. No fue hasta la década de los ochenta que algunas revistas literarias alternativas de Estados Unidos comenzaron a darle algún pequeño espacio. Y luego vino su gran oportunidad, cuando una pequeña editorial independiente canadiense, Brick Brooks, publicó «Short Talks». Era el año 1992. Anne Carson tenía 42 años.
Poco se podía intuir entonces que aquella poetisa, llamémosla así, que el éxito, como en las antiguos textos griegos, le estaba esperando para colocarle los laureles de la fama.
Algún día, si en verdad existen los dioses o la justicia divina de algún tipo, Anne Carson ganará el Nobel. Y seguro que lo celebrarán en el Olimpo.
  • Artículo escrito por Ana Polo Alonso, creadora de Courbett Magazine y del podcast «Sin Algoritmo».
COURBETT





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