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viernes, 17 de abril de 2020

Iván Thays / Premiar a Rubem Fonseca

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Premiar a Rubem Fonseca

Por 
03 de octubre de 2012

He tenido la suerte de leer, por primera vez, dos veces a Rubem Fonseca. 
La primera fue cuando compré un volumen suyo de cuentos escogidos publicado por Alfaguara. No recuerdo en qué país encontré el libro pero sí que no fue Lima, donde nunca se vendió. Conocía la serie de libros (tenía los volúmenes dedicados a Ribeyro, Onetti y Cortázar) pero no al autor. Algo en la carátula me llamó la atención. Las carátulas de las obras completas -o escogidas- que editaba Alfaguara eran montajes de objetos en torno a una fotografía del autor. Creo que en la de Fonseca había una soga. Pero no fue eso lo que me atrajo sino su rostro. Un rostro duro, serio, aunque en medio de esa dureza había, sin lugar a dudas, espacio para la ironía. Leí el libro de inmediato (ah, aquellos años en los que uno compraba un libro, los sacaba de la bolsa y los leía minutos después... ahora, casi siempre pasan de la librería a mi librero con apenas una ojeada) y lo primero que comprendí fue que el rostro aquel encajaba muy bien con los cuentos. No siempre sucede. Eran relatos duros pero con sentido del humor. Eran crueles, lacónicos, irónicos, incluso nihilistas o misóginos, pero nunca parecían escritos por un hombre amargado o destruido. La prosa de Rubem Fonseca, al igual que sus historias, nacían de un autor que conocía perfectamente el mundo que contaba y podía moverse muy bien en casas de ricos o en barrios desconchados. Era una prosa oscura pero más vital que la mayoría de libros que había leído entonces. Lo que más me sorprendía -y me alegraba, en realidad- es que Rubem Fonseca era un autor brasileño pero sin el exotismo que se nos vende: ni carnaval ni sertón. Uno de los primeros libros que leí en mi vida (hablamos de 10 u 11 años) fue una antología de cuentos brasileños donde no recuerdo que hubiese alguno de Fonseca, pero sí dos cuentos que se me quedaron grabados. Aquel de Clarice Lispector sobre el cumpleaños de una nonagenaria que escupía en medio de su sala, y uno tristísimo de Lygia Fagundes Telles titulado "Antes del baile verde", si no me falla la memoria. Fuera de eso, Brasil era todo hambre, caminantes y sertones, o país de clavo y canela, playas, caipiriñas, samba, zunga, Pelé, verde y amarillo, corsos, serpentina, carnaval, alegría; en fin, cosas de ese tipo que un fóbico social como yo detestamos. No podía hacer coincidir los relatos de Lispector y Fagundes con el país o mais grande do mondo que veía agitar panderetas y culos durante los mundiales de fútbol y en las fogosas novelas de Jorge Amado. Hasta que leí a Fonseca y supe que ese Brasil "antes del baile verde" seguía existiendo y que alguien hablaba de él.
Algunos años después, en una mudanza, encontré un libro con un título que me había llamado la atención en un remate de libros y que lo compré sin saber quién era el autor ni de qué trataba el libro. Se titulaba Pasado negro y su autor era también Rubem Fonseca, pero entonces no supe hacer coincidir al novelista con el cuentista que me había maravillado antes. Luego me enteraría de que el título era una traducción equívoca de Bufo & Spallanzani y que ya había leído al autor; en aquel momento solo podía decir que me encontraba ante un descubrimiento, un autor genial, un brasileño que estaba reinventando la novela social convirtiéndola en una novela policial donde los grandes temas eran tocados de soslayo pero sin dejar de ser contundentes. Se trataban temas complejos del Brasil contemporáneo pero superando las pretensiones sociológicas o políticas gracias a una escritura hecha con los nervios, con los músculos y con el estómago. Cuando después leí la novela Agosto ya había logrado hacer coincidir en mi mente a los dos Fonsecas, y así supe que estaba ante un autor fuera de serie en todo sentido. No dudé en recomendarlo muchas veces en mi programa de TV ni dejé de comprarme y leer todos los libros que conseguía de él, incluso los que me gustaron menos, como los últimos que ha publicado. 
Existen autores extraordinarios que construyen murallas infranqueables alrededor de su obra, debido a su complejidad estructural y sus exhibidos conocimientos políticos, históricos y culturales. Existen otros autores, también brillantes, que rompen esos muros de contención y muestran al futuro escritor que cualquiera que tenga algo que decir puede decirlo. Solo basta con cumplir con aquello que Manuel Puig llamaba "ser un testigo privilegiado". O sea, tener algo que decir y las agallas para hacerlo sin someterte a nada, salvo a tus propios principios. No me extraña que su enorme influencia en Brasil -un escritor que acabo de leer y admirar, Luiz Rufatto, admite estar influido por él, por ejemplo- haya traspasado la frontera y ahora muchos escritores latinoamericanos reconocen su ascendencia, incluso sin necesidad de escribir dentro del género policial tan apreciado por Fonseca.
Junto a Camilo Marks, Martín Caparrós, Carolina Rivas y Roberto González Echevarría, nos reunimos la semana pasada en Santiago de Chile para entregarle el primer premio "Manuel Rojas" -un escritor chileno anarquista afín al espíritu del brasileño-, organizado por el Consejo de la Cultura y las Artes y la Fundación Manuel Rojas, a Rubem Fonseca. La vida da muchas vueltas y aquel lector desprevenido e ignorante, que tuvo que descubrir dos veces a un mismo autor y que, desde entonces, no dejó de recomendar a sus amigos que leyesen a Fonseca, ha tenido el inigualable honor de elegirlo entre otros candidatos de enorme valor. ¿Qué más puedo pedir? Solo releer a Rubem Fonseca. Cuando estamos ante un autor de esa categoría, siempre queda la feliz posibilidad de volver a descubrir a quien ya hemos descubierto muchas veces antes.




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