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domingo, 26 de abril de 2020

El adulterio según Graham Greene


El adulterio según Graham Greene

Los personajes del escritor británico son buenos perdedores, pues el autor fue un católico de izquierda que consideraba el triunfo algo grosero


Santiago Gamboa
15 de marzo de 2020

¿Cuántos estilos de mujer hay en la literatura? Probablemente tantos como tipos humanos hay en la extensa vida que esa misma literatura observa, interroga y persigue. Pero una de las más intrigantes, en todo lo que llevo leído, se llama Sarah Miles, y es la protagonista de El fin de la aventura, de Graham Greene, una extraordinaria novela que, en mi clasificación personal, contiene uno de los mejores primeros párrafos de la Literatura del siglo XX. Vayan a leerlo. El argumento es clásico y corresponde, según la tipología de Tzvetan Todorov, al siguiente paradigma: “Dos quieren estar juntos y muchas cosas se interponen”, patrón narrativo que puede incluir desde La Odisea hasta Doctor Zhivago, pasando por Romeo y Julieta o La Celestina, pero también a las largas telenovelas latinoamericanas, cuya extensión suele depender de la siguiente pregunta: “¿Cuántos obstáculos puede haber en la vida para el amor?”. Porque el amor, claro, es el motor de la historia. Es la historia. Según los biógrafos de Greene, El fin de la aventura –también traducida en castellano como El fin del romance o El final del affaire– le sirvió para sacarse la espina de un amor triste y doloroso, pues toda novela, en el fondo, es también de autoayuda.
La acción ocurre durante los bombardeos de Londres de 1944. Los personajes masculinos son Henry Miles, el marido de Sarah, y Maurice Bendrix, su amante y vecino, un escritor con poca suerte, solitario y oscuro. La guerra, que en las historias clásicas suele dividir a los amantes (recuerden Los novios, de Manzoni), en este caso los une. Bendrix y Sarah se citan en diferentes lugares y hacen el amor en medio de la oscuridad de los apagones, las sirenas antiaéreas y el crepitar de los incendios lejanos. La proximidad y el entorno de la muerte aviva el frenesí, su urgencia e intensidad. El viejo Tánatos excitando a Eros. “Nunca he querido, ni podré jamás querer a un hombre como te quiero a ti”, le dice Sarah. El amor es profundo, desgarrado, lleno de temores y sospechas por parte de Bendrix, mientras que el de Henry Miles, el marido, es racional, sereno. En las novelas, incluso en las de escritores católicos como Greene, el amor apasionado es siempre el amor adúltero. “Los amantes celosos son más respetables, menos ridículos que los maridos celosos. La literatura les sirve de sostén”, escribe Greene. ¿Qué es entonces lo que se interpone entre Bendrix y Sarah?

En uno de sus encuentros clandestinos, Maurice se levanta de la cama y va hasta la puerta. Ambos escucharon un ruido. Mientras él se aleja, semidesnudo, una bomba cae en el edificio provocando un gran estrépito. Sarah se levanta y llama a Bendrix, grita su nombre. No hay respuesta. Camina con temor por el corredor y lo ve al final, herido, en medio de los escombros. Entonces Sarah, en cuyo interior se daba un intenso debate sobre Dios, su existencia y la facultad de creer (al estilo Greene), hace su fatal promesa: “Renunciaré a él para siempre con tal de que lo hagas vivir de nuevo y le des una oportunidad”. En ese momento la mano de Bendrix se mueve, y se levanta de los escombros y el polvo. De este modo, el fin de la aventura es el precio que paga Sarah por revivir a su amante, y su sacrificio es no volver a verlo. Seguir amándolo a distancia. “La gente puede amar sin verse, ¿no es cierto?”, escribe Greene, ¿no se ama a Dios sin haberlo visto nunca? El obstáculo, en la novela, es que para Sarah el amor humano se contrapone al amor sagrado, y prefiere sufrir para salvar al hombre que ama. En su diario le dice a Dios: “Déjame ocupar tu lugar en la cruz”.
Pero hay más, pues El fin de la aventura no sólo es una novela sobre el amor y los celos. También es una novela sobre el modo en que se escribe una novela de amor y celos: “Hacía diariamente mis quinientas palabras, pero los personajes no empezaban siquiera a vivir. El escribir depende mucho de la superficialidad de los días. Podemos estar preocupados con compras y réditos y conversaciones casuales, pero la corriente del inconsciente continúa fluyendo imperturbable, resolviendo problemas, planeando; nos sentamos ante el escritorio, estériles y desanimados, y de repente las palabras vienen a nosotros”. Entre página y página, el autor parece deslizar su propia confesión: “Cuando uno es feliz, puede soportar cualquier disciplina; la desdicha es lo que altera los métodos de trabajo”, una desdicha que enmascara el odio que puede provocar la incomprensión del desamor. ¿Por qué? Bendrix sólo logra comprender a Sarah después de leer sus diarios, cuando ella ya no está. Y tal vez logra liberarse del odio de la incomprensión. “Cuando empecé a escribir dije que esta era una historia de odio, pero ahora no estoy tan convencido. Acabo de levantar mis ojos del papel y he visto mi propio rostro en un espejo cercano y no he podido evitar pensar: ¿tiene el odio, realmente, este semblante?”.






Julianne Moore y Ralph Fiennes en 'El fin del romance', la adaptación de la novela de Greene que Neil Jordan dirigió en 1999.
Julianne Moore y Ralph Fiennes en 'El fin del romance', la adaptación de la novela de Greene que Neil Jordan dirigió en 1999. COLUMBIA


He reconocido a muchos personajes de Graham Greene en la vida real y ante ellos siento siempre la misma curiosidad: ¿qué drama profundo esconden? ¿cuál es la zona turbia de sus vidas? El último se llamaba Fergus Bordewich y era redactor de Selecciones del Reader's Digest. Estaba sentado en el bar del Hotel El Aurassi, en Argel, y observaba a la gente con una mirada que podía oscilar entre la ingenuidad y el temor. Bordewich no estaba allí para cubrir un evento político —como era mi caso—, sino para buscar historias, algo original que contarle a sus lectores. Al tercer whisky me explicó que en ciudades en las que se concentraba la atención del mundo era fácil encontrar fábulas ejemplares, pero que éstas no se daban en los lugares de interés habitual. Por eso, con su teoría sobre los caracteres humanos, Bordewich había pasado la jornada en una dentistería del barrio de Bab El Oued, pero no había encontrado nada mencionable. “Mala cacería”, me dijo antes de irse, con la punta de la corbata metida en su cuarto whisky.

Así son los personajes de Greene, buenos perdedores, pues él era un católico de izquierda que consideraba el triunfo algo grosero. Como el sacerdote alcohólico y sacrílego de El poder y la gloria; o el arquitecto desencantado que decide confinarse en un leprocomio africano para redimir su alma en Un caso acabado; la rabia de Greene, su fastidio vital, lo llevó a sorprendentes síntesis: “Sólo llora quien ha sido antes feliz”, afirma en Viaje sin mapas, “detrás de cada lágrima siempre se esconde algo envidiable”. Pero a pesar de su crueldad, el mundo de Graham Greene es atractivo, porque es el único mundo posible: en él vivimos. Greene lo retrató como nadie, tal vez de tanto recibir sus golpes. “Un romántico siempre tiene miedo de que la realidad no colme sus expectativas”, escribió en Nuestro hombre en La Habana, y sentenció, con resignación: “Los románticos esperan demasiado”.
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