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viernes, 24 de agosto de 2018

Antonio Muñoz Molina / Caminos y espejos de Koudelka

Rumanía, 1968
Fotografía de Josef Koudelka

Caminos y espejos de Koudelka

Los fotógrafos, como los escritores en prosa, tienden a especializarse en alguno de los muchos campos que permite su oficio


ANTONIO MUÑOZ MOLINA
2 OCT 2015 - 08:06 COT

Aparte de la escritura en prosa no hay otro arte que abarque tanto y ofrezca posibilidades expresivas tan variadas como la fotografía. Pero quizás instrumento o herramienta es una palabra más adecuada que arte. Desde que Herodoto la inventó, la prosa ha servido igual para relatar el mundo que para inventarlo o desmentirlo, se ha ceñido a la literalidad del informe y la crónica o se ha expandido en los despliegues imaginativos de la fábula, la narración mitológica, el folletín sentimental, la novela de aventuras. La prosa, como la fotografía, es un instrumento muy adecuado para examinar lo concreto, y quizás es ese rasgo el que las une más profundamente, lo que mejor saben hacer las dos. Lo opuesto de la prosa no es la poesía, sino el verso, porque escribiendo en prosa se pueden lograr intensidades de expresión tan altas como las de un poema. Y algo parecido sucede con la fotografía, que comparte con el haiku el misterio de la instantaneidad. La fotografía sirve igual para dejar constancia en una ficha de la cara de un criminal que para atestiguar un momento histórico o un hecho cualquiera, o para ilustrar la portada de un periódico con una imagen de la que no quedará rastro al cabo de tan solo unas horas.




No hay otro arte que abarque tanto y ofrezca posibilidades expresivas tan variadas como la fotografía

Los fotógrafos, como los escritores en prosa, tienden a especializarse en alguno de los muchos campos que permite su oficio. Hay un talento en la concentración, una belleza en la perseverancia de lo mismo, pero también hay talento y belleza en los impulsos volubles, en los cambios súbitos de dirección y de interés. El mundo es misceláneo, un mareo incesante de posibilidades, y la escritura en prosa y la fotografía son los instrumentos más adecuados para las personas urgidas por la vocación de dejar constancia de esa jubilosa y desconcertante variedad. En Rojo y negro, Stendhal dice célebremente que una novela es un espejo que se pasea por una carretera, una "grande route". Con menos frecuencia se cita lo que viene a continuación: que el espejo refleja unas veces el azul del cielo y otras los barrizales del camino, y que al hombre que lo lleva lo acusan de inmoral por mostrarlo todo: "Su espejo muestra el fango, y vosotros acusáis al espejo".
Quizás los caminos embarrados hicieron que me acordara de Stendhal viendo las fotos de Josef Koudelka: los caminos rurales del centro de Europa por los que viajaba junto a los gitanos, nómadas sospechosos entre los sedentarios, gente apartada y regida por su propia ley en medio de la regularidad penitenciaria de Checoslovaquia y Rumania en los años del comunismo. Koudelka iba con su cámara como Stendhal con su espejo ilusorio, y con una grabadora en la que registraba las voces y las músicas de los gitanos. En las fotos el testimonio documental es tan efectivo como la instantaneidad poética: como en la prosa, el documento está en lo que se muestra y en lo que se cuenta, y la poesía, en gran medida, en lo que se deja fuera, en lo que no llegamos a saber sobre esos lugares y esas vidas. Aparte de un sentido prodigioso de la composición y del espacio, de una capacidad extraordinaria para sugerir con imágenes inmóviles el desplazamiento sin sosiego, lo que nos atrae en Koudelka es su cercanía física con las personas que retrata.
La cámara no se interpone entre el fotógrafo y el modelo; no marca la distancia sino que la anula. El fotógrafo, el hombre de espíritu libre, es un gitano y un forastero en la sociedad totalitaria, un transeúnte en el mundo en el que cada persona está atada y grapada a su lugar obligatorio. En lenguaje taurino, Koudelka se arrima. Pasaba semanas viviendo entre los gitanos, durmiendo al raso, comiendo lo mismo que ellos comían. En sus años de aprendizaje, cuando hacía fotos de espectáculos teatrales, había adquirido una destreza que le fue muy útil después: la de moverse entre los demás, muy cerca de ellos pero sin estorbarles, volviéndose tan invisible para ellos como esos manipuladores japoneses de marionetas que se muestran en el escenario vestidos y enmascarados de negro.
Las fotos de la invasión soviética en Praga parece que las hubiera tomado un hombre invisible. Koudelka se arrima temerariamente al morro blindado de los tanques y a los fusiles de los soldados invasores, se deja estrujar en el remolino de los ciudadanos inermes y valerosos, en un amanecer lluvioso de agosto. Como la memoria es tan insegura hacen más falta las precisiones de la prosa y las de la fotografía: dice Koudelka que con los años se le olvidó que en la mañana de la invasión había estado lloviendo, pero que pudo acordarse gracias a los paraguas y a los pavimentos mojados que se ven en algunas fotos. Aquí el arte es más que nunca documento urgente, prueba tangible que puede ser usada en un juicio, contundente como un informe procesal: y también posee la elocuencia arrebatadora de una gran pintura histórica, estampas de Delacroix en el blanco y negro de Praga, retratos tomados al azar que atestiguan que las monstruosidades de la historia siempre les ocurren a personas concretas, no a masas ni a pueblos. Para que fuera completa la invisibilidad de Koudelka, esas fotos se publicaron en Occidente solo con unas iniciales, P. P. Prague Photographer. Es probable que le gustara ese pseudónimo, que al mismo tiempo que lo borraba le concedía una especie de vasta identidad clandestina: "El fotógrafo de Praga" sonaba a título de película de intriga gótica, como El fantasma de la ópera.




Koudelka iba con su cámara como Stendhal con su espejo ilusorio, y con una grabadora

El espejo de Koudelka nunca se quedaba quieto. Había ido por los caminos de los gitanos durante años y no dejó de ir de un lado a otro de Praga en los días de la invasión, desde que lo sacó de la cama una llamada de teléfono a las tres de la madrugada y empezó a oír los aviones que volaban bajo sobre su ciudad y las orugas y los motores de los tanques. En 1970 se fue de Checoslovaquia y vivió el exilio como una dilatada peregrinación que ahora lo llevaba por los países de la otra Europa no encapotada por el despotismo comunista. En una sola foto podía resumir la impresión completa de un país. Inglaterra es el tronco viejo de un árbol retorcido y volcado por el viento a la orilla de una carretera rural por la que no pasa nadie; España, en 1975, una fiesta de pueblo con hombres toscos de trajes oscuros, uno de los cuales acaba de encender la mecha de un cohete; Francia, una hoja doble de periódico y sobre ella, como sobre un mantel, una navaja, un cartón de leche, un vaso de leche, las dos mitades de una manzana. Irlanda es la ondulación débil del mar que deja atrás un barco que se va alejando de la costa.
Misteriosamente, con los años, las fotografías de Koudelka se van despoblando. El espejo de la cámara abarca espacios cada vez más amplios en los que no hay nadie, solo ruinas o huellas de gente desaparecida. Ahora la tarea del fotógrafo es retratar solo ausencia. Para la prosa eso es mucho más difícil.


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