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miércoles, 15 de septiembre de 2021

Alberto Moravia / La cosa



 

Alberto Moravia 

LA COSA


      Queridísima Nora:
      ¿Sabes
 a quién encontré últimamente? A Diana. ¿La recuerdas? Diana, la que estaba con nosotras en el colegio de hermanas francesas. Diana, la hija única de aquel hombracho rústico, propietario de tierras en Maremma. Diana, que jamás había conocido a su madre, muerta al darla a luz. Diana, de quien decíamos que tan fría, blanca, limpia, sana, con su cabello rubio y sus ojos azules y su cuerpo formado como el de una estatua, se convertiría en una de esas mujeres insensibles y frías que tal vez echan al mundo una bandada de hijos, pero no conocen el amor.
       El recuerdo de Diana está curiosamente ligado a los comienzos de nuestra relación; y esto, a su vez, a una famosa poesía de Baudelaire, que «descubrimos» juntas en los años del colegio y sobre cuyo sentido, hoy como entonces, no estamos de acuerdo. La poesía es «Mujeres condenadas». ¿Recuerdas? En vez de apasionarnos por los versos humanitarios de Víctor Hugo que nos aconsejaban las buenas hermanas, leíamos a escondidas Las flores del mal, con esa curiosidad ardiente propia de la primera adolescencia (ambas teníamos trece años), siempre en busca de alguna cosa de la que aún no sabe qué cosa es y sin embargo se siente predestinada a conocer. Eramos amigas, muy amigas, quizá ya algo más que amigas; pero por cierto no éramos amantes todavía, y así, casi fatalmente (también en las lecturas hay una fatalidad), entre las tantas poesías de Baudelaire nos detuvimos en la que se titula «Mujeres condenadas». ¿Recuerdas? Fui yo, a decir verdad, la que «descubrió» esa poesía, la que te la leyó en voz alta y te explicó sus significados, demorándome al avanzar en los puntos, digámoslo así, fundamentales. Los cuales, en fin, eran sobre todo dos. El primero está en la estrofa: «Mis besos son leves como esas efímeras / que de noche acarician los grandes lagos transparentes, / y los de tu amante cavarán sus huellas / como un carro o como la desgarrante reja del arado»; el segundo, en la estrofa: «Maldito para siempre el soñador inútil / que por primera vez quiso en su imbecilidad / exaltándose con un problema insoluble y estéril / a las cosas del amor mezclar la honestidad». Donde, como ves, en la primera estrofa es privilegiado el amor homosexual, tan delicado y afectuoso, a diferencia del amor heterosexual, tan brutal y grosero, y en la segunda se despeja el terreno de los escrúpulos morales, que no tienen nada que hacer con las cosas del amor. Claro que yo misma, que te explicaba la poesía, entendía muy imperfectamente el sentido de esas dos estrofas; pero lo entendía lo bastante como para elegirlas, entre todas las demás, como aquellas que habrían aprobado mi pasión por ti. A decir verdad, esta pasión hoy tan exclusiva y tan consciente tuvo un comienzo confuso. En realidad, yo había empezado por dirigir mis atenciones a Diana. Como quizá recuerdes, de vez en cuando, si había exámenes por la mañana temprano, también las alumnas medio pupilas tenían por costumbre quedarse a dormir en el colegio. Diana, que habitualmente pasaba la noche en su casa, una de aquellas veces se quedó a dormir en el colegio, y el caso fue que le tocó un lecho junto al mío. No vacilé mucho, por más que fuese, te lo juro, la primera vez; mis sentidos lo exigían y obedecí. De modo que tras una larga, ansiosa espera, me levanté de mi cama, de un salto llegué a la de Diana, alcé las cobijas, me insinué debajo y me estreché inmediatamente a ella con un abrazo lento e irresistible, igual a una serpiente que sin apuro enrosca su espiral a las ramas de un hermoso árbol. Diana ciertamente se despertó, pero un poco por su carácter perezoso y pasivo y un poco, tal vez, por curiosidad, fingió que seguía durmiendo y me dejó hacer. Te digo la verdad: no bien advertí que Diana parecía de acuerdo, experimenté el mismo impulso voraz de una hambrienta frente a la comida; hubiera querido devorarla con los besos y las caricias. Pero inmediatamente después me impuse una especie de orden y empecé a arrastrarme sobre su cuerpo supino e inerte, de arriba abajo; de la boca, que rocé con mis labios (mi deseo, ¿para qué negarlo?, se dirigía a la «otra» boca), al pecho, que descubrí y besé con detenimiento; del pecho al vientre, sobre el cual mi lengua, babosa enamorada, dejó un lento rastro húmedo; del vientre, más abajo, hasta el sexo, fin último y supremo de este paseo mío, el sexo, que puse a mi merced aferrándole las rodillas y abriéndole las piernas. Diana siguió fingiendo que dormía y yo me arrojé con avidez sobre mi alimento de amor y no lo dejé sino cuando los muslos se apretaron convulsos contra mis mejillas como las mordazas de un cepo de fresca, musculosa carne juvenil.
      Mi atrevimiento, sin embargo, encontró un límite en la inexperiencia. Hoy, después de suscitar el orgasmo en una amante mía, reharía el camino inverso, del sexo al vientre, del vientre al seno, del seno a la boca y me abandonaría, después de tanto furor, a la dulzura de un tierno abrazo. Pero todavía era inexperta, todavía no sabía amar, y además temía la sorpresa de una hermana recelosa o una alumna insomne. De modo que salí de bajo las cobijas de Diana por la parte de los pies y, siempre en la oscuridad, volví a mi cama. Jadeaba, tenía la boca llena de un dulce humor sexual, era feliz. Pero al día siguiente me esperaba una sorpresa que, en el fondo, habría podido prever después del obstinado, fingido sueño de la primera amante de mi vida: al verme, Diana se comportó como si nada hubiera ocurrido entre nosotras; fría y serena como de costumbre, mantuvo todo el día una actitud no hostil ni turbada, sino completa y perfectamente indiferente. Llega la noche; nos acostamos de nuevo una junto a la otra; a hora avanzada dejo mi cama y trato de meterme en la de Diana. Pero la robusta y deportiva muchachona está despierta. Al insinuarme yo bajo las cobijas, un violento empujón me expulsa, me hace caer al suelo. En aquel momento tuve como una especie de iluminación. También tu cama estaba junto a la de Diana, pero del otro lado. Me dije de golpe que no podías no haber oído, la noche anterior, el alboroto de mi ruidoso amor y, en consecuencia, «me esperabas». Así fue como, con la certeza de quien se dirige a una cita concertada, me deslicé hasta tu cabecera. Como lo había previsto, no me rechazaste. Así empezó nuestro amor.
      Volvamos ahora a Baudelaire. Nos hicimos, pues, amantes, pero con ciertas precauciones que llamaré rituales, deseadas por ti, siempre un poco vacilante y espantada. Me pediste, y yo por darte el gusto acepté, que hiciéramos el amor sólo en dos ocasiones precisas: en el colegio, de noche, toda rara vez que durmiéramos allí o bien en mi casa cuando tu madre, viuda bella y mundana, se fuera de Roma el fin de semana con su amante y te permitiera venir a dormir a casa. Salvo en esas dos oportunidades, nuestras relaciones debían ser castas. En ese tiempo, aunque aceptándola, no me expliqué esta singular planificación; ahora, con el tiempo, la he comprendido: estabas obsedida por esa moral de que habla Baudelaire y, para adormecer tu sentimiento de culpa, querías que entre nosotras dos todo sucediera como en un sueño soñado entre dos sueños, tanto en mi casa como en el colegio. Igualmente, sin embargo, nunca te habituaste del todo a nuestra relación, nunca la aceptaste hasta sus últimas consecuencias como modo de vida definitivo y estable. Y aquí deseo citar de nuevo a Baudelaire, que en otra estrofa proporciona una perfecta descripción de tu actitud hacia mí. He aquí la estrofa: «Las perezosas lágrimas de tus ojos / apagados, / el aire deshecho, el estupor, la voluptuosidad sombría, / los brazos vencidos, abandonados como armas inservibles, / todo servía de adorno a su frágil belleza. // Tendida a sus pies, serena, llena de alegría, / Delfina la cubría de miradas ardientes, / como un animal fuerte vigila su presa / después de haberla marcado con los dientes».
      De acuerdo contigo, yo habría sido Delfina, la tirana «serena, llena de alegría» / y tú Hipólita, la pobre criatura devastada por mi deseo, la presa «marcada» por mis dientes. Esa idea extraña te inspiraba un temor invencible que de nuevo Baudelaire ha descrito muy bien: «Sobre mí siento desplomarse pesados espantos, / y negros batallones de fantasmas dispersos / quieren llevarme por caminos inconstantes / que un horizonte sangriento bloquea en todas partes». Todo lo cual está dicho, naturalmente, en el estilo romántico que exigía la época; pero refleja bastante bien la aspiración a la así llamada «normalidad» que te obsedía dos años después de iniciado nuestro amor. Curiosamente, esa aspiración ha asumido en ti la forma de una violenta intolerancia de tu virginidad. También yo era virgen, como lo soy ahora, gracias a Dios, y no sentía ninguna intolerancia con una condición natural que no me impedía en modo alguno ser una persona, más bien una mujer completa. En cambio tú, ¿recuerdas?, parecías siempre convencida de que alguna cosa te impedía vivir completa y libremente; y esa cosa la identificabas con la virginidad, de la cual decías que si nuestra relación hubiera proseguido, no habrías podido librarte más. Me vuelve a la memoria, a este respecto, una frase tuya para mí ofensiva: «Envejeceré junto a ti, me convertiré en ese triste personaje que es la soltera virgen que sólo tiene relaciones con mujeres».
      Uno de aquellos días, Diana, de quien seguimos siendo amigas aun después de concluidos los estudios en el colegio, nos invitó a pasar el fin de semana con ella en su villa de Maremma. Viajamos en tren hasta Grosseto; en la estación nos esperaban, con el automóvil, Diana y su padre. El padre de Diana, alto, corpulento, barbudo, vestía de boyero, con gabán de gruesa tela de lana roja, anchos pantalones de pana y botas de vaqueta tosca; Diana, menos rústicamente, tenía puesto un chaleco blanco y pantalones verdes de equitación metidos en botas negras. Viajamos cerca de una hora subiendo y bajando por ciertas colinas peladas, en un sol pomposo que no calentaba; era invierno, un día de viento norte. Un camino fangoso nos llevó a lo alto de una colina, hasta una especie de granja muy rústica; de ningún modo, en suma, la villa señorial que habíamos esperado. En tomo de la casa no había jardín, sino suelo cubierto de barro y pisoteado como la tierra de un picadero. Los caballos que con sus cascos habían reducido el terreno a tal estado pastaban en ese momento en los prados situados a nivel inferior al de la casa, y yo conté seis. Apenas aparecieron Diana y su padre, subieron la cuesta y vinieron a su encuentro, más como perros que como caballos. Diana y el padre les hicieron algunas caricias, después nos invitaron a entrar en la casa y esperar allí: ellos debían ir, a caballo, a visitar a algunos arrendatarios. Montaron y se alejaron; nosotras fuimos a sentamos en la sala, ante un fuego que llameaba en una gran chimenea. ¿Recuerdas? Tras un largo silencio me dijiste: «¿Has visto a Diana? Fresca, blanca y roja, limpia, la imagen misma de la salud física y moral». En el acto me ofendió el implícito reproche sobrentendido en esas palabras tuyas: «¿Qué quieres decir? ¿Que yo te impido ser como Diana, física y moralmente sana?». «No, no digo eso. Sólo digo que me gustaría ser como ella y que en cierto modo la envidio».
      Allí terminó; Diana y su padre volvieron, comimos los bistecs a la florentina, asados directamente en las llamas de la chimenea; después del café, el padre salió de nuevo y nosotras tres subimos, para descansar, a un cuarto del segundo piso. Pero no descansamos; nos pusimos a conversar, tendidas las tres en un inmenso lecho matrimonial. No quiero demorarme en la charla preliminar; sólo recuerdo que en cierto momento te pusiste a hablar del problema que en aquel momento te obsedía: el de la virginidad. Entonces ocurrió algo extraordinario: con su voz límpida y tranquila, Diana nos informó que ella ya había logrado resolver el problema y, en efecto, desde hacía varios meses ya no era virgen. Tú le preguntaste con mal disimulada envidia cómo había hecho, quién era el que se había prestado a hacerle ese servicio. Candorosamente, contestó: «¿Quién? Un caballo». Estupefacta, exclamaste: «Discúlpame, pero ¿no es demasiado grande un caballo?». Diana se echó a reír; después nos explicó que el caballo era sólo la causa indirecta de su desvirgación. En realidad, había ocurrido que a fuerza de cabalgar, uno de esos días había sentido como un desgarrón sutil y doloroso en la ingle. Después, de vuelta en casa, había encontrado manchas de sangre en la bombacha. En suma, la desvirgación había sobrevenido casi sin que ella se diera cuenta, a causa de su continuo estar en la montura con las piernas abiertas.
      Después de aquella excursión a Maremma, las cosas entre nosotras dos cambiaron con mucha rapidez. Una especie de molestia se aposentó entre las dos; tú empezaste a salir con un hombre, un abogado meridional, hombre apuesto que frisaba los cuarenta años; y no te vi más que en escapadas; también porque el colegio había terminado; y en cuanto a tu madre, se había separado del amante y pasaba los fines de semana en casa contigo. Transcurrido un año, me anunciaste tu casamiento con el abogado. Tres años después, cuando sólo tenías veinte, te separaste de tu marido por «incompatibilidad de caracteres» o al menos así me lo dijo tu madre por teléfono. Volviste a casa de ella; yo, a mi vez, volví a tu vida, y empezamos a hacer de nuevo el amor, aunque fuese a escondidas y con muchas precauciones. Finalmente, después de dos años de amor clandestino, nos sacamos la careta, como se dice, y nos pusimos a vivir juntas, feliz y libremente, en la casa donde todavía vivimos.
      Ahora querrás saber por qué mezclé a Baudelaire y Diana en nuestra historia. Te lo digo inmediatamente: porque, en el fondo, tú sigues identificándote con Hipólita y persistes en ver en mí a Delfina; la primera, víctima súcuba, y la segunda, tirana cruel. Es decir, sigues viéndonos, tal vez no sin cierta complacencia masoquista de tu parte, como dos «mujeres condenadas». Y en cambio no, no es así No somos ni en lo más mínimo dos mujeres condenadas; somos dos mujeres valerosas que se salvaron de la condena. Preguntarás: ¿qué condena? Y te contesto: la condena de la esclavitud al miembro viril; o sea, salvadas de una ilusión de normalidad que actualmente, después de tu desgraciada experiencia matrimonial, sabes muy bien que es fruto de la imaginación.
      Pasemos ahora a Diana. Mi encuentro con ella, después de dos años sin verla, me dio oportunidad de toparme exactamente con aquella pareja de mujeres a las que conviene el epíteto baudelairiano de «condenadas». Debes saber, en efecto, que Diana desde hace mucho tiempo no está sola; se ha unido, con un vínculo aparentemente similar al nuestro, a una cierta Margherita, que yo jamás había visto pero que tú, al parecer, conocías, porque una vez, ya no recuerdo en qué oportunidad, me hablaste de ella y la definiste como «horrenda». Dirás: muy bien, es una mujer horrenda, pero tú misma dices que está unida a Diana por un vínculo similar al nuestro; ¿en qué reside, por lo tanto, la condena? Te contesto: atención, yo dije «aparentemente» similar al nuestro; he descubierto que, en realidad, Diana y su amiga han seguido siendo más que nunca adoradoras del miembro, y por añadidura en una forma, por así decirlo, multiplicada. Pero no quiero adelantarme a mi relato. Confórmate con saber que su servidumbre ha llegado mucho más allá de lo humano, hasta una zona obscura que no tiene nada que ver con la humanidad, así sólo sea esa humanidad ciega y brutal, propia de la agresión masculina.
      Todo sucedió así. Después de tu partida hacia los Estados Unidos, un día me llegó una carta con matasellos de una región no distante de Roma. Miré el final y vi la firma de Diana. Entonces leí la carta. Era breve, en estos términos: «Querida, queridísima Ludovica: fuiste siempre tan buena conmigo, eres tan seria e inteligente, que ahora, encontrándome en una situación difícil, de pronto pensé en ti. Sí, tú eres la única que puede entenderme, la única que puede salvarme. Te lo ruego, te lo suplico, ayúdame; siento que sin ti no saldré de esto, que estaré condenada para siempre. Vivo en el campo, a poca distancia de Roma; ven a verme, con un pretexto cualquiera; por ejemplo, el hecho de haber sido compañeras de estudios. Pero ven en seguida. Hasta muy pronto, entonces. Tu Diana, que nunca te olvidó en todos estos años».
      Debo decirte que la carta me produjo una extraña impresión. Tenía siempre presente en la memoria la poesía de Baudelaire que tanto nos había hecho discutir sobre la condenación; y he aquí que Diana, en su carta, utilizaba también ella esa palabra, «condenada», reforzándola inmediatamente con un desesperado «para siempre». La palabra era fuerte, mucho más fuerte que en la poesía de Baudelaire, escrita, después de todo, en otra época; era no sólo fuerte, sino también desproporcionada para una relación de amor, por desdichada que fuese. También podía ocurrir, en verdad, que Diana escribiera «condenada» porque no lograba romper el vínculo con la «horrenda» Margherita. Pero en esa palabra había algo más que el vehemente deseo de liberarse de una servidumbre sentimental insoportable; había algo oscuro e indescifrable.
      De modo que inmediatamente telefoneé a Diana, al campo, al número escrito en la carta; fingí, como se me había aconsejado, que deseaba un así llamado «reencuentro»; pronto fui invitada a almorzar al día siguiente. A la mañana del otro día subí al automóvil y partí hacia la villa de Diana.
      Llegué poco antes de la hora de almorzar. Mi automóvil entró por una puerta de reja, que estaba abierta, recorrió un paseo de laureles y desembocó en el claro de un bien peinado jardín a la italiana, de arriates verdes y senderos cubiertos de grava, frente a una villa de buen aspecto, de dos pisos. Fui a detenerme frente a la puerta; no tuve tiempo de bajarme y tocar la campanilla; se abrió la puerta y apareció Diana, exactamente como si hubiera estado al acecho en el vestíbulo, en espera de mi llegada. Estaba en traje de baño, con el seno desnudo, a causa del calor estival, pero con esta particularidad: en vez de sandalias calzaba botas rojas, del mismo color del traje. Pero la segunda mirada fue para ella y, te digo la verdad, casi tuve un sobresalto de estupor viendo cuánto había cambiado y en qué forma. En aquel instante de mirarla hice una especie de fulmíneo inventario de todo lo que había una vez en su persona, y que ahora faltaba. Se había ido su belleza dura y desdeñosa: en vez del busto prepotente, dos pechos de magro relieve; en lugar del vientre redondo y nutrido, una depresión chata tirante entre los dos sobresalientes huesos de la pelvis; en vez de las hermosas piernas musculosas, dos bastones desvencijados. Pero el principal cambio se había operado en el rostro: blanco y demacrado, en él sobresalían los ojos azules, que la flacura tomaba enormes, signados abajo por dos arañazos de fatiga sexual; y la boca, en otro tiempo de un rosa natural, jamás pintada, ahora estaba en cambio mal agrandada por un trazo rojizo color geranio. Además, toda la persona emanaba un extraño aire de licuación, como de vela consumida por la llama. Más que enflaquecer, se hubiera dicho, se había disuelto. Con tono alegre exclamó:
      —¡Ludovica, por fin! ¡Te esperaba desde el alba! —y entonces tampoco reconocí siquiera la voz: la recordaba clara, argentina; ahora era ronca y baja. Tosió, y vi entonces que entre dos dedos esqueléticos sostenía un cigarrillo encendido.
      Nos abrazamos y después, con un aire casual que me pareció en contraste con el tono desesperado y urgente de la carta, dijo:
      —Margherita se fue al pueblo, volverá dentro de poco. Entretanto ven, te mostraré la casa, empezando por la cuadra. Hay caballos verdaderamente estupendos. Te gustaban los caballos, ¿verdad?
      Hablando así, sin esperar la respuesta, me precedió a través del jardín, de un sendero al otro, en dirección a un edificio largo y bajo que al principio yo no había notado. La fila de ventanas pequeñas y cuadradas me hizo comprender que era la caballeriza. Diana caminaba lentamente, baja la cabeza, llevándose de vez en cuando el cigarrillo a la boca, como quien medita sobre algo preciso. Al fin, sin embargo, el resultado de la meditación fue escaso. Anunció:
      —Hay seis caballos y un pony. Los caballos son de sangre pura, nada que ver con aquellos de mi padre. Y en cuanto al pony, es simplemente una maravilla.
      Llegamos a la puerta de la cuadra, entramos. Vi un ambiente rectangular, largo y estrecho, con cinco casillas de un lado y cinco del otro. Los caballos elogiados por Diana ocupaban seis de las casillas y, si bien no entiendo mucho en la materia, en seguida noté que eran animales sumamente hermosos, dos blancos, un ruano y tres alazanes. Lustrosos y esbeltos, daban una impresión de lujo en sus limpios boxes revestidos de brillante mayólica. Diana se detuvo ante cada uno de los caballos, nombrándolos al pasar, haciéndome notar sus cualidades, acariciándolos; todo esto, sin embargo, más bien distraídamente. Al fin se acercó al petiso, que debido a su pequeña alzada yo no había visto aún, y dijo en tono ligero, separando bien las palabras.
      —Mi preferido, sin embargo, es éste. Ven a verlo.
      Dicho lo cual, entró en el box; la seguí con curiosidad. El pony, de un color marrón claro como de gamo, cola y crines rubias, estaba quieto, como meditando, bajo el diluvio de largos pelos de las crines. Diana se puso a elogiarme su belleza y, sin dejar de hablar, acariciaba el flanco del animal. Tuve entonces la extraña impresión de que Diana me hablaba en el vacío, sólo por hablar, y de que más bien que escucharla debía observarla, porque lo que hacía era más importante que lo que decía. Muy naturalmente, mis ojos se detuvieron en la larga mano delgada y blanca, de dedos sutiles y uñas escarlatas y puntiagudas, que pasaba y volvía a pasar por el flanco tembloroso del animal. Y de ese modo no se me escapó que a cada caricia la mano bajaba un poco más, en dirección a la panza del petiso. Entretanto, sin embargo, ella seguía hablando con una extraña prisa casi histérica; pero yo, más que no escucharla, ya ni siquiera la oía. Como aislada por una súbita sordera, miraba en cambio la mano que lenta e incierta, y no obstante animada por alguna intención incomprensible, ahora había llegado muy cerca del sexo del pony, encerrado en su vaina de pelo castaño. Hubo así dos o tres caricias más, después la mano se desvió en forma casi mecánica, se posó francamente sobre el miembro y, tras un momento de vacilación, cerró los dedos en tomo. Entonces, como si de golpe me hubiese liberado de mi transitoria sordera, súbitamente escuché a Diana:
      —Es mi preferido, no lo oculto, pero debería decir algo más que, sin embargo, no sé cómo decirte. Digamos que es mi preferido porque con él sucede «la cosa». Por esa «cosa» estoy aquí, por esa misma «cosa» te he escrito. —Ahora estaba sentada muy encima del pony, no se podía entender qué hacía; después vi claramente que el brazo extendido bajo la panza del animal iba y venía hacia adelante y atrás, y concluí lógicamente, aunque no sin incredulidad, que Diana estaba masturbando al pony. Mientras tanto hablaba y hablaba como acompañando con la voz el ritmo de la caricia—: Lo que llamo «la cosa» no es tanto él como aquello que Margherita y yo hacemos con él. De él, en fin, debería decir, como algunas mujeres: mi muchacho, mi hombre. Desde luego, porque, como me lo repite sin cesar Margherita, no hay ni la más mínima diferencia entre él y un hombre, absolutamente ninguna. Sí, tiene la cabeza, el cuerpo, las piernas distintas de como las tiene un hombre; pero allí está hecho exactamente como un hombre, salvo tal vez por el mayor tamaño, que sin embargo, según Margherita, no es un defecto sino por lo contrario, en algunos momentos, un mérito. No te avergüences, míralo bien, y dime si no es una verdadera belleza, dímelo, ¿no es exactamente hermoso? —De pronto, el pony se empinó recto sobre las patas posteriores, lanzando un largo, sonoro relincho; Diana se apresuró a aplacarlo y suavizarlo con voces y caricias; yo salí del box. Debía de haber en mi rostro una expresión elocuente, porque Diana interrumpió el flujo de su discurso, murmuró como si hablara al animal—: Vamos, nada de excitarte, no seas puerco —y después en tono distinto, de pronto implorante, me llamó—: ¡Ludovica! —Yo me alejaba; golpeada por el tono de su voz, me detuve—. Ludovica, te escribí porque caí en una trampa, en una verdadera e indiscutible trampa, una trampa infame, de la que sólo tú puedes salvarme.
      Conmovida, yo balbucí:
      —Haré lo que pueda.
      —No, Ludovica, no lo que puedas, sino algo preciso: llevarme de aquí, hoy mismo.
      —Si quieres, puedes irte conmigo.
      —Pero tú debes insistir, Ludovica, porque soy tan vil, tan vil que a último momento podría echarme atrás.
      Algo fastidiada, dije:
      —Muy bien, insistiré.
      Ella continuó, como hablándose a sí misma:
      —Almorcemos, y después diré adiós a Margherita y tú me llevarás.
      No contesté, la precedí a paso rápido al exterior de la caballeriza.
      En el jardín Diana me alcanzó, me tomó con fuerza el brazo, empezó de nuevo a hablar. Pero yo no la escuchaba. Recordaba aquella increíble y sin embargo lógica afirmación suya de que «el pony era su hombre»; no podía menos que decirme que la servidumbre de tantas mujeres al miembro encontraba en el caso de Diana una confirmación caricaturesca y transformaba la llamada «normalidad», a la cual tú alguna vez aspiraste, en una mezcla de parodia y monstruosidad. Sí, Diana y su amiga se habían unido entre sí no para amarse, como nosotras dos, sino para adorar en el pony el eterno falo, símbolo de degradación y esclavitud. Entonces recordé nuestras polémicas sobre la poesía de Baudelaire y me dije que Diana y Margherita eran, ellas sí, las «mujeres condenadas» de que hablaba el poeta, en vez de nosotras dos, como a veces te obstinas en considerarlo en tus momentos de duda y malhumor. Me volvió a la mente la línea que dice, cerca del final: «Descended, descended, lamentables víctimas», y tuve la certeza de que se refería no ya a nosotras dos, de ningún modo víctimas, sino a la miserable Diana y a su «horrenda» Margherita. En realidad ellas eran las víctimas de sí mismas, fuera porque no podían menos que prosternarse frente al macho, fuera porque, sobre todo, fingían amarse para esconder mejor su perversión y así, con esa indigna comedia, profanaban el amor puro y afectuoso que habría podido hacerlas felices.
      Entretanto, Diana decía:
      —Iré a estar contigo, provisoriamente. De ese modo, Margherita pensará que nos amamos y me dejará en paz.
      Entonces contesté, casi con furia:
      —No, en mi casa, ni se hable de eso. Y además, saca la mano de mi brazo.
      —¿Por qué todos son tan crueles conmigo? —se lamentó—. También tú, ahora.
      —No puedo olvidar que hace poco, con esa misma mano apretabas aquella «cosa». ¿Cómo has podido?
      —Fue Margherita. Poco a poco me convenció. Después, un día me sometió a un chantaje.
      —¿Qué chantaje?
      —O haces «la cosa» o bien nos separamos.
      —¿Y entonces? Aquél era el momento apropiado para irte.
      —Me pareció imposible dejarla. La quería de verdad, pensé que se trataría de una sola vez, digamos, un capricho.
      —Pero ¿dónde está Margherita?
      —Ahí la tienes.
      Alcé la mirada, y la vi. De pronto pensé en aquel calificativo tuyo tan decidido, «horrenda»; después la miré largamente, como para encontrar en ella una confirmación de tu juicio. Sí, Margherita era verdaderamente «horrenda». Estaba bajo el pórtico de la villa, enhiesta sobre sus largas piernas, las manos en las caderas. Alta, corpulenta, en camisa a cuadros, cinturón de gran hebilla, pantalones de polo blancos, botas negras; no sé por qué, tal vez por su actitud arrogante, me recordó al padre de Diana tal como lo habíamos visto aquella vez en el campo, en su granja. Miré el rostro. Bajo una masa redonda de pelo moreno y crespo, la frente insólitamente baja caía como un yelmo sobre dos pequeños ojos hundidos y penetrantes. La minúscula nariz chata y respingada, la boca prominente pero de labios finos, hacían pensar en el hocico de ciertos grandes simios. En suma, una giganta, una atleta de lucha libre femenina, de esas que se ven por televisión agarrarse de los pelos, asestarse patadas en la boca, bailar con los pies juntos sobre el estómago de la adversaria.
      Nos dejó acercamos y después exclamó, con una cordialidad que me pareció falsa y premeditada:
      —Eres Ludovica, ¿verdad? Bien venida a nuestra casa, siento que nos haremos amigas, lo pensé no bien te vi. Bien venida, bien venida.
      La voz era similar a la persona: aparentemente juvenil, pero, por debajo, fría e imperiosa. La voz de una directora de escuela, de una madre abadesa, de una caba de enfermeras.
      Como era natural, nos abrazamos; y entonces, con estupor, me di cuenta de que Margherita trataba de transformar el abrazo de hospitalidad en un beso de amor. Sus prominentes labios se deslizaron, húmedos y tenaces, de la mejilla a la boca; traté de volver la cara cuanto pude, pero ella me estrechaba sólidamente entre sus poderosos brazos, y así no pude evitar que la punta de su lengua penetrara un instante en la comisura de mi boca. Desfachatada, una vez complacida se echó atrás y preguntó:
      —¿Se puede saber dónde estaban? ¡En la caballeriza, naturalmente! ¿Te mostró Diana su pasión, aquel pony rubio? Lindo, ¿no? ¡Pero entren, y pronto, pronto!
      Entramos en la casa. Henos aquí en una morada convencionalmente rústica, de vigas negras en el techo, paredes blanqueadas con cal, chimenea de piedra azul de Toscana, muebles macizos y oscuros pero no antiguos. En un extremo estaba preparada, con cubiertos para tres personas, una de esas mesas largas y estrechas llamadas de refectorio. En resumen, ves el cuadro. No me propongo referirte ahora nuestra conversación durante el almuerzo; en realidad sólo habló Margherita, dirigiéndose a nadie más que a mí y como excluyendo a Diana de la conversación. ¿De qué hablaba Margherita? Como se dice, de un poco de todo, o sea, de cosas insignificantes; pero entretanto no dejó ni un solo momento de hacerme comprender los sentimientos, en verdad asombrosos por lo súbitos y lo imprevisibles, que desde hacía minutos parecía nutrir por mí. Me miraba fijamente con esos pequeños ojos suyos, hundidos, brillantes y como inflamados por no sé qué bestial concupiscencia; bajo la mesa, sus dos enormes pantorrillas me sujetaban la pierna en una morsa; llegó hasta el punto de tender la mano regordeta y con el pretexto de observar el amuleto que llevo al cuello, acariciarme el pecho exclamando:
      —Qué hermosa es nuestra Ludovica, ¿verdad, Diana?
      Ésta no respondió; torcía la gruesa boca en una mueca como de dolorosa perplejidad; desvió los ojos de mí, los dirigió a la chimenea. Entonces Margherita le dijo brutalmente:
      —Vamos, vamos, te hablé a ti, ¿por qué no contestas?
      —No tengo nada que decir.
      —Cerda, di también tú que Ludovica es hermosa.
      Diana me miró y repitió mecánicamente:
      —Sí, Ludovica es hermosa.
      Entretanto, durante esa escena embarazosa, traté de liberar mi pierna de la pantorrilla de Margherita; pero no lo conseguí. Era lo mismo que haber metido el pie en una trampa; aquella trampa «infame» de que Diana había hablado en la caballeriza.
      Comimos un buenísimo melón con jamón, bistecs a la brasa, un dulce. Después del dulce, Margherita hizo lo que hacen los oradores al término de los banquetes: golpeó tres veces la mesa con el tenedor. La miramos, extrañadas. Entonces dijo:
      —Debo anunciar algo importante. Lo anuncio ahora porque está Ludovica y así ella podrá testimoniar que he hablado en serio. Se trata de que, a partir de hoy, he puesto en venta esta casa.
      En vez de mirar a Margherita miré a Diana, a la cual, obviamente, estaba destinado el anuncio. Torcía más que nunca la boca; después preguntó:
      —¿Qué quieres decir con eso de vender la casa?
      —Encargué la venta a una agencia. A partir de mañana aparecerá un aviso en un diario de Roma. Venderé toda la propiedad, comprendidos los terrenos que rodean la casa. Pero los caballos no los venderé, eso no.
      Diana preguntó un poco mecánicamente:
      —¿Te los llevas a otra casa?
      Margherita permaneció callada un instante, como para subrayar la importancia de lo que estaba por decir; a continuación explicó:
      —Mi nueva vivienda será un departamento en Milán; por grande que sea, no veo cómo podría dar cabida a siete caballos. Por otra parte, los quiero demasiado y no tengo valor para saberlos en otras manos. Podría dejarlos sueltos, al aire libre; sin embargo, esto no es posible. Entonces los mataré. A fin de cuentas, son propiedad mía; con ellos puedo hacer lo que quiera.
      —¿En qué forma los matarías?
      —En la forma más humana: con la pistola.
      Hubo un larguísimo silencio. Aprovecho este silencio, queridísima, para decirte lo que inmediatamente pensé de las declaraciones de Margherita. Pensé que eran falsas e infundadas, en el sentido de que constituían una especie de juego entre Margherita y Diana. Margherita no tenía intención alguna de vender la casa, y mucho menos de matar los caballos; por su parte, Diana no creía que la amiga hablara en serio. Pero por algún motivo propio Margherita tenía necesidad de amenazar a Diana; y por el mismo motivo, Diana necesitaba mostrar que creía en las amenazas. En consecuencia, no me sorprendí demasiado cuando Margherita agregó:
      —Ayer por la mañana, Diana me hizo saber que tenía intención de volver a casa de su padre. Fue por esto que decidí vender la casa y matar los caballos. Pero si Diana cambia de idea, lo más probable es que yo no haga nada.
      Era una invitación explícita a que Diana se decidiera. La miré, debo confesarlo, con cierta ansiedad; por claro que me resultara, como ya he dicho, que esto no pasaba de escaramuza, aun así no podía menos que esperar que Diana encontrara fuerzas para liberarse de Margherita. Ay, qué poco duró esa esperanza. Vi a Diana bajar los ojos; después pronunció:
      —Pero yo no quiero que los caballos mueran.
      —No lo quieres, claro —Margherita parecía divertirse—, no lo quieres, pero en realidad, decidiendo irte, lo quieres.
      Ignoro por qué, acaso por estupidez, quise intervenir en ese juego de ellas:
      —Discúlpame, Margherita, pero no es exacto; todo depende no de Diana, sino de ti. Al menos en lo que se refiere a los caballos.
      Curiosamente, Margherita no se molestó. Tomó mis palabras como la aceptación, por mi parte, de otro juego, el que ella trataba de urdir entre ella y yo. Ambiguamente, contestó:
      —Entonces digamos, querida Ludovica, que todo depende de ti.
      —¿De mí?
      —Si estás dispuesta a tomar, así sea provisionalmente, el puesto de Diana, yo no vendo la casa, ni mato los caballos. Pero deberías decirlo ahora. Si aceptas, podrás ir hoy mismo a Roma en busca de tu ropa y Diana aprovecharía para irse de aquí. —Sin duda puse una cara poco menos que de espanto, porque casi inmediatamente se corrigió—: Entendámonos. Hablo en broma. Pero mi invitación sigue de cualquier modo en pie, me eres simpática, me gustaría que vinieras a quedarte aquí, con Diana o sin Diana. A todo esto, Diana, todavía no me has contestado…
      Debo decirte, llegado este punto, que si bien Diana no parecía haber creído mayormente en la amenaza de matar los caballos, ahora la amenaza de ser sustituida por mí parecía hacerle un efecto indudable. Me miraba con esos enormes ojos azules suyos, dilatados por no sé qué súbita sospecha. Después dijo con decisión:
      —Para que los caballos no mueran, estoy dispuesta a hacer cualquier cosa.
      —Cualquier cosa, no. «La cosa».
      Ahora bien, queridísima, en ese momento hubiese debido intervenir con energía para arrancar a Diana de las garras de la «horrenda» Margherita. Sin embargo, no obstante mi promesa, no lo hice. Esto, por dos motivos, ante todo, porque después de la nada graciosa invitación de Margherita yo temía que, al intervenir, sólo pudiera salvar a Diana al precio, en realidad demasiado alto, de aceptar reemplazarla; y en segundo lugar, porque en ese momento odiaba más a Diana que a la propia Margherita. Sí, Margherita era un monstruo definitivo e irremediable; pero Diana era peor precisamente porque era mejor: una persona infiel, débil, disimulada, vil. Tu dirás que sobre este juicio influía, tal vez inconscientemente, el recuerdo de mi desdichada experiencia en el colegio. Puede ser. El caso es que el odio es un sentimiento complicado, hecho justamente de elementos heterogéneos; nunca se odia por un solo motivo.
      En consecuencia, no dije palabra. Vi a Diana mirar a Margherita con expresión tímida y sojuzgada; después contestó, con un suspiro:
      —Está bien.
      —¿Qué es lo que está bien?
      —Haré lo que quieras.
      —¿Hoy mismo?
      —Sí.
      —¿En seguida?
      Diana protestó con grosería cómplice:
      —Al menos me dejarás digerir el almuerzo.
      —De acuerdo, vayamos las tres a descansar. Tú, Diana, ve al cuarto; pronto me reuniré contigo. Entretanto acompañaré a Ludovica a su habitación.
      —Puedo acompañarla yo. A fin de cuentas, soy yo quien la hizo venir aquí.
      —La dueña de casa soy yo, y yo la acompañaré.
      —Quisiera hablar con Ludovica.
      —Hablarán después.
      Esta disputa se resolvió en la forma previsible: Diana, abatida y perpleja, se fue de la sala en dirección a una puerta que daba probablemente a otra parte de la casa, en la planta baja; Margherita y yo, en cambio, subimos juntas al primer piso. Margherita me precedió por un corredor, abrió una puerta, entramos en un pequeño cuarto estilo bohardilla, de techo inclinado y una ventana. Me sentía ya incómoda por la insistencia de Margherita en mostrarme la habitación; la molestia creció cuando la vi echar llave a la puerta. De pronto objeté:
      —¿Por qué, qué haces?
      Margherita no se inmutó en modo alguno:
      —Porque aquella cerda es muy capaz de venir a importunamos en cualquier momento. —No dije nada. Margherita se acercó y con gesto rápido y desenvuelto me pasó el brazo por la cintura. Allí estábamos las dos, poco menos que abrazadas, de pie bajo el techo bajo de la bohardilla. Margherita prosiguió—: Está celosa, pero, por una vez, no se equivoca al estarlo. Me ha hablado tanto de ti. Me contó todo: el colegio, tú que fuiste a buscarla de noche, ella que fingió dormir. Me hice cierta idea de ti, naturalmente favorable. Pero eres cien veces mejor que como te imaginaba. Y sobre todo cien veces mejor que esa cerda de Diana.
      Para interrumpir esa pesada declaración de amor le pregunté:
      —Pero ¿por qué la llamas cerda? También lo dijiste hace poco en la mesa.
      —Porque lo es. Tiene caprichos, se hace la desdeñosa, y después siempre termina por decir que sí. Y no te dejes engañar por su sentimentalismo: no piensa más que en una cosa, comprendes cuál, todo el resto para ella no cuenta. Por ejemplo, los caballos. ¿Crees de verdad que si mañana los matara ella experimentaría ese gran dolor que dice? Para nada. Pero como estabas presente, quiso mostrarte que tiene un espíritu sensible. Cerda, eso es lo que es. Y ya me tiene harta. Entonces, ¿qué decides tú?
      Me sentí verdaderamente pasmada:
      —Pero ¿de qué hablas?
      —¿Aceptas venir a quedarte aquí, digamos un par de meses, tanto como para empezar?
      Con el fin de ganar tiempo, objeté:
      —Pero está Diana.
      —A Diana nos arreglaremos para alejarla. Tú debes ocupar su sitio. —Permaneció callada un momento, después agregó—: Hace poco hablé de matar los caballos. Para decidirla a marcharse, bastará que mate el pony.
      Exclamé:
      —Hace poco amenazaste con matar el pony para impedir que Diana te abandonara. ¡Ahora amenazas con matarlo para hacer que se vaya!
      —Hace poco no quería que Diana se fuera y sabía que la amenaza bastaría para hacerla quedarse. Pero para hacer que se vaya, lo que hace falta es en cambio ejecutar la amenaza. Si le mato el pony, se va.
      Estaba muy junto a mí, se inclinó, me besó el cuello y después el hombro. Traté de librarme de su brazo, pero sin conseguirlo; dije de mala gana:
      —¿Qué quieres de mí?
      —Lo que Diana no puede darme, ni me dará jamás: un verdadero amor.
      Te aseguro que en ese momento Margherita estuvo a punto de darme miedo. Una cosa es escuchar que te dicen ciertas cosas de ti; y otra que te las diga una giganta de ojos porcinos y hocico simiesco. Débilmente, objeté:
      —Yo amo ya a otra persona.
      —¿Qué importa? Lo sé todo. Se llama Nora, ¿verdad? Tráela aquí; vengan las dos a estar conmigo.
      Entretanto me empujaba hacia la cama, y con una mano me subía torpemente el vestido, tirándomelo por delante. Ahora bien, tú sabes que a menudo, sobre todo en verano, no llevo nada debajo. Y ella vuelve a subir la mano entre las piernas, me aferra el pelo del pubis con los cinco dedos y me lo tira con fuerza, exactamente como lo haría un hombre brutal y libidinoso. Lancé un grito de dolor; de un empujón me solté. En ese mismo instante llamaron a la puerta. Chispeantes los ojos de excitación, Margherita me hizo una seña violenta con la mano, como para ordenarme que no abriera. A titulo de respuesta, me dirigí a la puerta y abrí. En el umbral estaba Diana, que nos miró a las dos en silencio, antes de hablar. Después dijo:
      —Margherita, estoy lista.
      Por un momento, Margherita no supo qué decir; todavía jadeaba, parecía turbada. Finalmente dijo con esfuerzo:
      —¿No dormiste?
      Diana sacudió la cabeza:
      —Estuve aquí todo el tiempo.
      —¿Dónde aquí? —pregunté con sorpresa.
      En voz baja, sin mirarme, respondió:
      —Aquí en el pasillo, sentada en el suelo, esperando que ustedes hubieran terminado.
      Confieso que sentí odio por ella, tan vil y voluble: al llegar yo, me suplicó que me la llevara; ahora se había acurrucado detrás de la puerta, como un perro, en espera de que hubiéramos «terminado». Margherita dijo impetuosamente:
      —Muy bien, vamos. —Después se volvió a mí—. Entonces estamos de acuerdo. Hasta pronto.
      Salieron y me eché en la cama, para descansar, verdaderamente, después de tanta emoción. Pero al cabo de algunos minutos me levanté de golpe y fui a la ventana: estaba segura de que debía ver algo, sin saber muy bien qué. Esperé largo rato. Desde la ventana se veía el prado que se extendía detrás de la villa. Al fondo del prado se divisaba una gran piscina de agua azul, rodeada por un alto cerco de boj recortado. El recinto de boj se abría en la mitad y mostraba en perspectiva, más allá de la piscina, una construcción larga y baja, sin duda las cabinas para cambiarse de ropa y el bar para tomar el aperitivo después del baño. Yo miraba la piscina y me decía que sólo era un telón de fondo, como en un teatro: pronto iba a suceder algo. Y en efecto, poco después, allí desembocó y atravesó el prado una pequeña procesión proveniente de la parte donde estaba la caballeriza.
      Primero venía Diana, en topless, de bombacha y botas rojas; llevaba del cabestro al pony. Éste la seguía dócilmente, a paso lento, cubierto el hocico por largos pelos de las crines, cabizbajo, como si reflexionara. Tenía en tomo del cuello una corona de flores rojas, que me parecieron rosas, de esa especie simple cuya corola posee una sola fila de pétalos. Tras el pony, sosteniéndole la larga cola rubia con ambas manos, con la solemnidad con que se sostiene el manto de un monarca, venía Margherita.
      Las vi encaminarse directamente al pasaje entre los dos altos cercos de boj, desaparecer; después reaparecieron tras el cerco de la derecha, de donde sólo sobresalían las cabezas. Del pony, demasiado bajo, no se veía nada.
      Entonces se desarrolló una serie de acciones y contemplaciones alternativas. Primero, Diana hizo el gesto de inclinarse hacia el sitio donde estaba el pony; su cabeza desapareció; en cambio la cabeza de Margherita permaneció visible: miraba, se hubiera dicho, algo que ocurría allí, bajo sus ojos. Pasó tal vez un minuto; después, inopinadamente, el pony, como lo había hecho ya en la caballeriza, se empinó apareciendo de improviso sobre el cerco con la cabeza y las patas delanteras. Casi en seguida volvió a caer hacia adelante, desapareciendo de nuevo; pasaron otros minutos interminables, después la cabeza de Diana reapareció sobre el cerco; y, a su vez, desapareció la cabeza de Margherita. Ahora era Diana quien contemplaba algo que ocurría bajo su mirada; el pony no volvió a encabritarse. Después emergió a su vez Margherita; ahora estaban visibles las cabezas de las dos mujeres, una frente a la otra. Tal vez Margherita habló para dar alguna orden; vi claramente a Diana sacudir la cabeza en signo de negación. Margherita extendió un brazo y apretó la mano sobre la cabeza de Diana, como se hace a veces en el mar para hundir en broma a alguien bajo el agua. Pero Diana no cedió. Hubo un momento de inmovilidad; después Margherita, con una sola mano, abofeteó a Diana dos veces, una por mejilla. Entonces vi que la cabeza de Diana empezaba a bajar lentamente, desaparecía de nuevo. En ese momento me retiré de la ventana.
      Sin prisa, porque sabía que las dos mujeres estaban empeñadas en «la cosa», salí del cuarto, descendí a la planta baja, llegué al jardín. Con alegría, encontré mi automóvil detenido frente a la puerta. Subí: un minuto después marchaba por la carretera en dirección a Roma.
      Ahora me preguntarás por qué, en definitiva, te he contado toda esta historia más bien siniestra. Te respondo: por arrepentimiento. Lo confieso, en el momento en que tenía encima a Margherita en la bohardilla sentí como una tentación de ceder. Lo hubiera hecho precisamente porque me repugnaba, porque la encontraba, como dices, «horrenda», precisamente porque me pedía que tomara el lugar de Diana. Pero por fortuna tu recuerdo no me abandonó. Cuando Diana llamó ya todo había terminado, ya había superado la tentación y sólo pensaba en ti y en todo lo bueno y hermoso que representas en mi vida.

      Escríbeme pronto.
       Tu Ludovica

1983


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