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jueves, 21 de julio de 2016

Nátaly Londoño / Caperucita Roja evanescente, luminosa



Caperucita Roja evanescente, luminosa

Por Nátaly Londoño
El Espectador, 20 de julio de 2016


Me gusta huir. Ojalá siempre al campo. Me gusta huir y llegar al campo y encontrar una casita rodeada de eucaliptos, empotrada en el verde de alguna montaña. Antes de llegar allí me gusta esa sensación de escape: odiar el tráfico de Medellín y luego perderme en una carretera que tiene muros de pinos de mil años y allá arriba, en el cielo, un colchón de motas de algodón.
Ahí sí, me gusta llegar a la casita de puertas y ventanas color madera, sentir el frío, ver el paisaje y entrar rápido antes de que el blanco algodón se convierta en gris oveja y se desate en furiosas corrientes de lluvia. Me gusta entrar y percibir la soledad, poner a hacer café y planear que a la mañana siguiente voy a levantarme temprano para ir a comprar un litro de leche recién ordeñada. Llueve y ha llovido con fuerza. Y alguna fotografía me hace recordar los pasos de mis ancestros. Estoy en una casa con muchas historias y muchas voces. Una casa a la que siempre quiero regresar aunque la cabeza se me llene de palabras pronunciadas por algún vagabundo, algún personaje de ficción o algún recuerdo olvidado, quién sabe.

Quimera. A veces el agua es un embrujo, ¿sabes? Y tú llevas varios días sumergida en el hechizo: lluvia, café, lluvia, café —me dijo una voz suave, muy suave—. ¿Un embrujo? Tal vez. Me paso cada aguacero creyendo que lo que inunda el asfalto o la pradera, son los pequeños trozos de una eternidad —comenté más por inercia que por la intención de modular una conversación. Más tarde me asaltó una duda—: ¿Vos quién sos? Caperucita Roja —respondió—. Estoy loca, medité. ¿La Caperucita de quién? —pregunté—. La de Triunfo Arciniegas.

Autorretrato
Triunfo Arciniegas

2014. La primera vez lo vi de lejos, en la Fiesta del Libro, rodeado de estudiantes de universidad. La segunda lo sorprendí sentado en el piso de una estación cualquiera del metro, a un lado de los torniquetes: inmutable, observador, silencioso, solitario, paralelo. La tercera me lo encontré en Versalles (el restaurante que visitaban Borges, Sabato y Marta Traba, el sitio donde Manuel Mejía Vallejo escribió Aire de tango, y el punto de encuentro de los nadaístas, “esos jóvenes irreverentes que en los años sesenta sacudieron la tranquilidad de Medellín”), comiendo empanada argentina y tomando jugo de mandarina. Nos saludamos aquel día y más tarde nos fuimos a caminar sin rumbo, y durante ese caminar descubrí que Triunfo muy pocas veces habla sobre su obra; que sus amigos son unos cuantos; que en su alma vive un niño; que nunca sale sin cámara fotográfica y que si te descuidás, guarda en su memoria SD mil retratos tuyos. Esas primeras imágenes que tengo de él son las que concibo siempre que intento recordarlo: un tipo que prefiere escuchar a hablar, y que cuando habla es para liberar las historias que tiene amarradas en el corazón.
Quimera. Es Caperucita Roja y no tiene ni capa ni caperuza. Tiene botas altas, negras, brillantes, falda diminuta y una delicada blusa con algunos botones sueltos. Es bellísima. ¿Querés un café? —le dije por cortesía—. Me quita el sueño. Te podés sentar si te apetece —volví a ser cortés—. No respondió, no se sentó. Caminé hacia uno de los ventanales empañados por la humedad, para dibujar con el índice izquierdo un ramito de azucenas, la miré a los ojos y le solté una intriga que daba vueltas en mi cabeza: ¿Cómo te escapaste del libro? Lo dejaste abierto hace tres días sobre la mesita de noche. Y si saliste vos, ¿por qué el resto de personajes del mismo libro (Caperucita Roja y otras historias perversas) no salieron? Me refiero a las otras paradojas, a los demás: el sapito que comía princesas, la bella durmiente, los tres cerditos. ¡Fácil! Cuando salí, lo cerré para que nadie más lo hiciera —me explicó en un tono burlesco—. ¿Sabés, Caperucita? Para tener 25 años te ves muy joven. Es que dentro de un libro el tiempo no es tiempo —me aseguró sin rodeos—. Hubo un largo silencio entre las dos. Yo me fui a la cocina y ella se quedó inmóvil en una silla danesa que adorna la sala de estar. Después una expresión suya retumbó en todas partes: Esta casa me recuerda la casa de mi abuela. ¿Y es un recuerdo feliz o triste? —quise saber—. Como las películas de Chaplin: medio feliz, medio triste (eso se lo copió a Liniers). O sea, ¿sentís nostalgia al recordar? Sí. Y tras su confesión caí en un mutismo impropio: nunca me lo hubiera imaginado —pensé—, obligó al lobo feroz a que se comiera a su abuela para reclamar una herencia, lo usó de conejillo de Indias, lo convirtió en un prófugo… mejor dicho, le hizo hasta para vender a ese animal, que al fin y al cabo ni feroz era… con razón dicen que “el lobo siempre será malo si sólo escuchamos la versión de Caperucita”. Y como lógica consecuente, tuve remordimiento de ir por ahí, juzgando a los protagonistas de los cuentos.
2015. Lo vi (otra vez) por ahí, un día cualquiera, paseando sobre el gris asfalto de Medellín: Triunfo es un tipo alto, moreno, que viste jeans y camisas de botones, a veces chaquetas de cuero o buzos de lana. Triunfo es un poeta narrador cuentero, un bloguero ilustrador al que le encanta el chocolate y toma café el día entero; el que le agradece a sus perros, Toto del Carmen y Hannibal Lecter, que lo saquen a pasear de vez en cuando a las tres de la madrugada para no encontrarse con nadie en las calles del pueblo en donde está su lar; el que hoy duerme en Cúcuta o Bogotá, pero amanece en Brasil o en La Habana o en Nueva York, un viajero, un hombre sin hogar, ¿un gato?; el que siempre ha dicho que “la obra es pública pero la vida es íntima” y sin embargo alguna vez escribió un poema titulado Biografía: “Con el lápiz del trompo / el niño escribe sobre el polvo / la historia de su vida”; el que hace de los relatos fantásticos tradicionales sus propias versiones miserables o perversas, porque lo que le gusta es jugar con los referentes culturales; un tipo que no sé con qué tiempo ha leído tanto tanto, que tiene más de medio centenar de libros publicados, que ha trabajado mucho, no sólo en el ejercicio de la literatura, sino también en el mundo de la traducción, en el de la docencia, en el de la fotografía. Un tipo sobre el que muchas voces han hablado: la del poeta Jaime Fernández Molano: “Sigue lejano (al tiempo y a la luz pública) el día en que el niño Triunfo, con el corazón roto por primera vez, comenzara a escribir sus primeras líneas sin presentir el futuro que este oficio le traería: las cartas de amor a su abuela Emperatriz, que por circunstancias familiares de fuerza mayor había tenido que abandonar en Málaga, para partir al lado de sus padres rumbo a Pamplona”. La del también escritor de literatura infantil, Octavio Escobar: “Y sabíamos, aunque no lo dijéramos en voz alta, que en sus minicuentos, depurados durante años, y entre las líneas de sus cuentos, novelas y obras de teatro para niños y jóvenes, dormían fragmentos de exquisita poesía”. La de Juan Manuel Roca: “A veces acude al expediente, como buen observador de la pintura, de realizar un óleo sobre tela en el que entrelaza el lenguaje. Entonces deja en el lector la sensación de que la palabra pinta, de que el verbo dibuja más allá de abstracciones y figuraciones”. La dulcísima voz de Isabel Barragán, la famosa amiga (imaginaria) del columnista Esteban Carlos Mejía: “Con su literatura, Triunfo se inventa otro mundo, un mundo hermoso, pues es creyente fervoroso de la belleza como razón para vivir”. Y la de la escritora Yolanda Reyes, quien al terminar un artículo que le dedicó, reflexiona: “Y a pesar de que han pasado tantos años, a veces pienso que apenas lo conozco y a veces pienso exactamente lo contrario: con él, uno no sabe nunca a qué atenerse. Quizás, parodiando al mismo Triunfo, cabe la posibilidad de que me lo haya inventado. A fuerza de desconocerlo y de reconocerlo en lo que escribe, entre la magia y el silencio, cabe la posibilidad de que haya tenido que inventármelo para escribir este retrato”.
Arciniegas y el lobo
Ilustración de Mateo Rivano

Quimera. Pero la culpa no es del todo mía, los escritores son los que le dan a uno mala fama, no soy una niña ingenua, lo sé, pero tampoco la mujer malvada del cuento —intentaba explicarme Caperucita en medio de un reguero de lágrimas—, lo he estado buscado, pero no logro dar con su paradero. ¿A quién? —la interrumpí—. Al lobo feroz, el otro día encontré a Arciniegas en Los Tres Mirlos, leyendo a Yasunari Kawabata, y aproveché para preguntarle por él, me respondió “vino y se fue” y juró no saber a dónde. Yo supe algo de él, pues, del lobo —mencioné detrás de un sorbo de café—, supe que posterior a su huida del bosque por tu culpa, se convirtió en un lector disciplinado, que a veces escribe, que va por ahí muy intelectual diciendo cosas como (puse voz dramática): “El dolor es la esencia de la poesía”. Y Caperucita, que estaba secándose las lagrimitas, sonrió, estuvo pensativa unos segundos y repuso: ¿Quién te contó? Triunfo lo escribió y yo lo leí… el día en que lo encontraste en Los Tres Mirlos no fuiste la única, muchas más ficciones llegaron a hacerle reclamos: uno de los siete enanitos le puso problema porque escribió que la bella durmiente es bizca, y así. ¿Y dónde está escrito eso? En un cuento que incluyeron en el libro del que te saliste, a manera de festejo por tus 25 años de publicación. ¿Cómo se llama el cuento? Las razones del lobo. Puede ser, vi el título en el índice, pero no me animé a andar por sus letras —susurró algo triste o desorientada o escéptica—. En esas páginas está lo que, intuyo, querés saber, Roja Caperuza. Y esta vez no hubo más respuestas de su parte: se acercó a mí y tomó mi mano derecha. Murmuró un presagio: “larga vida”. Y se fue tal cual llegó: evanescente, luminosa.
2016. Volvimos a los días en que la gente se habla por teléfono y el teléfono tenía mala señal, por lo que los sonidos de las palabras estuvieron fragmentados, muy: ¿qué?, no te entendí. Él en la sala de espera de un hotel, yo en mi casa: Supe que te incluyeron en la Lista de Honor IBBY 2016, qué emoción, felicitaciones. Gracias, eso supe yo también. Hubo risas. Por ahí vi una fotografía tuya que rodaba en Facebook y que tenía de leyenda: “¡Celebrando los 25 años de Caperucita!”. Triunfo, ¿los niños de hace 25 años son los mismos niños de hoy? Los niños son los mismos, con otros juguetes. Nosotros tuvimos caballitos de madera, ahora ellos tienen “tablas”. La magia existe desde la época de las cavernas: esa fascinación por lo desconocido. El ansia por las historias nunca se acaba. Vengo de los cuentos de hadas, que funcionan desde hace trescientos y más años porque apuntan a los principios fundamentales de la vida. Se cayó la llamada. Volvimos a intentarlo: De los cuentos infantiles clásicos se han hecho todas las versiones del mundo, ¿las tuyas en qué se diferencian de las demás? ¿Cuál es tu aporte a esos relatos? El humor y el descaro, diría. Tiendo al disparate, pero nunca me olvido del dolor, de la miseria, del lado oscuro de la luna. Hay veneno en mis líneas, pero estoy de parte de la vida definitivamente. Otra vez el “pi pi pi pi” retumbó en mi oído, marqué de nuevo: Para esta nueva versión algunas historias cambiaron… Sí, se presentó la oportunidad de una nueva edición en SM y la aproveché para volver a trabajar el libro. Fueron tres meses delirantes y felices. El impulso me alcanzó para escribir dos nuevas historias. La editora, María Fernanda Paz-Castillo, aceptó una, donde los personajes le piden cuentas al autor. Y la señal murió definitivamente.
Han pasado cuatro días y no ha parado de llover. Me doy un tiempo para adorar el olor a humedad; un tiempo azul para pensar que esta casa es mi refugio; un tiempo para ir a recoger los libros que dejé sobre la mesita de noche cuando llegué y sobre los que no regreso sino hasta ahora. Me doy un tiempo para pensar que aquí se mantienen vivos los días en que, de pequeña, algunos fines de semana me era concedido el privilegio de sentirme dueña del aire, del campo, de la tierra. Me doy un tiempo para despedirme de los muros de bahareque, de la quimera y de los recuerdos. Es hora de volver a la ciudad con esta historia diluida en un cuaderno que alberga garabatos por letras.



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