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martes, 12 de abril de 2016

Alejandro Zambra / Algunos rostros de Nicanor Parra

Nicanor Parra


Algunos rostros de Nicanor Parra


Por Alejandro Zambra

I
Hace unos meses me disponía a empezar una clase con algún concepto sobre la obra de Nicanor Parra, cuando el propio poeta, con la actitud de un alumno que llega atrasado, golpeó la puerta. Fue un gesto muy bello. Le había contado, por teléfono, que comenzaríamos a leer Hojas de Parra y él averiguó por sí mismo el día y la hora y arregló todo para viajar a Santiago y concretar la sorpresa.
No es frecuente que un autor ingrese, como si nada, al lugar donde cuarenta y tantos lectores comentan sus poemas, sobre todo si tiene 95 años y es, como se dice, una leyenda en vida de la poesía. Aquella mañana mis alumnos reaccionaron, al principio, con timidez, pero de a poco se atrevieron a hacer algunas preguntas que Nicanor contestó generosa y largamente.
Más tarde uno me dijo, en el casino, que se había asustado al ver a Parra, pues creía que estaba muerto. Está muerto y yo también, le respondí, pero mi alumno no entendió, tuve que explicarle que era una broma. Recordé ese diálogo hace unas semanas, cuando supe que, en un discurso para celebrar el día del libro, el presidente Piñera había cometido el mismo error, al incluir a Parra entre los autores chilenos que “ya nos dejaron”. No sé qué habrá pensado Parra de ese lapsus. Lo más probable es que haya reído a carcajadas.
II.
Conocí a Nicanor Parra a fines del año 2003 y al poco tiempo comenzamos la edición de Lear rey & mendigo, su brillante traducción de King Lear. Lo visitaba semanalmente en su casa de Las Cruces y trabajábamos en sesiones largas sobre un manuscrito lleno de enmiendas. Mi misión era propiciar las decisiones, limpiar rápidamente el texto, pero Nicanor solía agregar matices y al final de cada jornada se mostraba casi siempre insatisfecho: a este libro le falta mucho, decía, jugando con la idea de nunca publicarlo. La traducción estaba lista, por supuesto, pero él disfrutaba del proceso de corregirla, de pulirla incesantemente.
III.
Conversar con Nicanor Parra es una verdadera aventura. Al comienzo se da siempre un estudio, una especie de reconocimiento, de intercambio de banderines, matizado por algunas frases sueltas que en verdad son sus poemas recientes, sus pensamientos de la semana. Durante el almuerzo habla de lo que la gente habla mientras come: de lo bueno que está el vino, del arrollado insuperable de Las Cruces, del interesante color de los tomates. Pero lo mejor ocurre en la sobremesa, pues el guión se arranca en direcciones inesperadas y él no quiere enseñar nada pero uno aprende mucho.
Nunca lo he entrevistado, pero fui testigo de dos intentos que al principio fueron arduos, pues, como es sabido, a Parra los cuestionarios le suenan demasiado similares a los interrogatorios, y prefiere respetar los tiempos naturales de una conversación. Recuerdo, en especial, el largo tira y afloja con el periodista Matías del Río. Nicanor había accedido a conversar con él a condición de que no hubiera preguntas ni grabadora. Del Río tardó dos minutos en transgredir la norma y Nicanor se enojó mucho: “Usted es un pontífice, y los pontífices deben estar en Roma”, le dijo. Estábamos en el garage y Nicanor nos dejó ahí sin dar explicaciones. Del Río no sabía si quedarse o irse pero la historia terminó bien: el poeta volvió, se disculpó, lo invitó a almorzar y mientras comíamos contestó in extenso las preguntas del periodista. En un momento Nicanor me miró aparte y me cerró el ojo: sabía perfectamente que su interlocutor escondía una grabadora.
IV.
“Los poetas no tienen biografía”, dice un texto de Parra y seguramente él estaría de acuerdo con esta variación que Octavio Paz ensaya sobre Fernando Pessoa: “Los poetas no tienen biografía. Su obra es su biografía”.
Aunque la prensa y la academia han demostrado un interés persistente en escarbar en la vida del poeta, la verdad es que, salvo la habitual enumeración de hijos y romances, sabemos poco sobre Nicanor Parra.
También en este sentido Parra está en las antípodas de Neruda: nunca ha firmado ni firmaría un libro de anécdotas al estilo de Confieso que he vivido. En su obra, sin embargo, hay una permanente dirección autobiográfica y de hecho Discursos de sobremesa, su libro más reciente, puede leerse como la confesión compleja de un autor que se ha apropiado de sus personajes o, al revés, de un hombre que ha sido invadido –que se ha dejado invadir– por sus máscaras.
Nicanor Parra podría decir, también con Pessoa, que se ha multiplicado para sentir, para vivirlo todo.
V.
La crítica no siempre ha destacado el carácter dramático de la poesía de Nicanor Parra, presente incluso desde Cancionero sin nombre (1937), aunque solo a partir de Poemas y antipoemas (1954) se da de forma plena o propia. El lugar de la primera persona lo ocupan dos antagonistas que se disputan el micrófono. De un lado está el poeta tradicional, que responde a las expectativas del lector y reconstruye, por ejemplo, en el poema “Se canta al mar”, su iniciación en la poesía (“… en aquel día/ Nació en mi mente la inquietud y el ansia/ De hacer en verso lo que en ola y ola/ Dios a mi vista sin cesar creaba”). Del otro lado está el antipoeta que descree de la inspiración y de Dios y de toda ideología.
Aparecen, en adelante, muchos personajes, muchas voces que podríamos comprender como posibles disfraces del antipoeta: el profesor, el vendedor ambulante, el mendigo, el muerto que habla desde ultratumba, el mismísimo Jehová, una nana que se queja de “la señora Totó”, el minero que se venga de su mujer, o ese ladrón que le habla a Cristo crucificado para pedirle, a lo amigo:
Nómbrame Embajador en cualquier parte
Nómbrame Capitán del Colo Colo
Nómbrame si te place
Presidente del Cuerpo de Bomberos
Hazme rector del Liceo de Ancud
En el peor de los casos
Nómbrame director del cementerio.
Un personaje que me gusta mucho es ese señor que dice:
Acaban de elegirme Papa
soy el hombre más famoso del mundo.
Y está también el personaje llamado Parra, que da cuenta de su encontronazo, por ejemplo, con el gobierno cubano y comienza a hacerse cargo, en serio y en broma, de su figura pública. Algo parecido sucede en textos donde no aparece el nombre del autor pero se alude, por ejemplo, a la ya conocida postulación del autor al Premio Nobel:
El Premio Nobel de Lectura
me lo debieran dar a mí
que soy el lector ideal
y leo todo lo que pillo:
leo los nombres de las calles
y los letreros luminosos
y las murallas de los baños
y las nuevas listas de precios
y las noticias policiales
y los pronósticos del Derby
y las patentes de los autos.
VI.
La máscara mayor, por supuesto, es el Cristo de Elqui, Domingo Zárate Vega, el hombre que se define sucesivamente como analfabeto, fundamentalista, librepensador y “más chileno que el mote con huesillos”, aunque finalmente advierte, en uno de sus numerosos raptos de seriedad: “Yo qué soy: lo que no soy”.
En la voz de este predicador Parra encuentra al personaje decisivo para representar un espíritu contradictorio y liberador que tiene bastante del “fool” shakespereano y muchísimo del antipoeta. El Cristo de Elqui –copia de una copia, imagen “infinitamente degradada del original”, diría Gilles Deleuze– es un tipo desvalido y presuntuoso, convertido en “personaje” por los medios masivos de comunicación, pero a la postre indomable, impredecible. En sus sermones es capaz de denunciar los atropellos a los derechos humanos y de ocuparse, a la vez, de asuntos harto más íntimos:
Los maridos debieran seguir un curso por correspondencia
si no se atreven a hacerlo personalmente
sobre los órganos genitales de la mujer
hay una gran ignorancia al respecto
quién podría decirme por ejemplo
qué diferencia hay entre vulva y vagina
sin embargo se consideran con derecho a casarse
como si fueran expertos en la materia
resultado: problemas conyugales
adulterio calumnias separación
¿y cómo quedan esos pobres hijos?.
VII.
La aparición del Cristo de Elqui revitaliza una obra que parecía haber llegado a su última explosión con los Artefactos. La voz ya no pertenece al antipoeta, pues la antipoesía de Parra se ha vuelto poesía en propiedad; literatura aceptada, legitimada por premios y antologías. El reenvío a un personaje como Domingo Zárate Vega constituye un punto de fuga que posibilita la edificación de un discurso en apariencia anacrónico y, sin embargo, muy actual, subversivo y al mismo tiempo conservador.
El Cristo de Elqui es testigo de una época perdida (el Chile anterior a los conflictos de la época) y, a la vez, del presente. Está en diversos momentos de la historia y por eso es capaz de los saltos temporales más irresponsables. Un tema importante del poema es, por cierto, la relación entre autor y personaje; Parra juega con los límites, entremetiendo materia autobiográfica y paralelamente alejando al personaje en el tiempo y en la razón.
VIII.
¿Y quién habla luego, en los Discursos de sobremesa? Es Parra, sin duda, pero un Parra cada vez más parecido a los personajes que ha creado. El autor agradece los premios y las distinciones pero se mantiene siempre a salvo de la solemnidad, de la gravedad:
NO ME EXPLICO SEÑOR RECTOR
Las razones que pudo tener el Jurado
Para asignarme a mí
Que soy el último de la lista
Premio tan contundente como éste
Hay por lo menos una docena de candidatos
Que con razón se sienten postergados
Irregularidades como ésta
No debieran volver a repetirse
Yo por mi parte me querellaré
Contra quienes resulten responsables.
IX.
Quiero decirlo con franqueza: conocer a Nicanor Parra ha sido un privilegio enorme. Al compartir con él algunas cazuelas o el trabajo minucioso de editar un libro, pude comprender hasta qué punto se ha jugado en su obra. Lejos de abrazarse a alguna certeza o al reconocimiento más o menos temprano que tuvo su poesía, Parra ha seguido reformulando y cuestionando sus propias convicciones.
Y sí, es verdad: su obra es su biografía. Describir a Parra prescindiendo de su literatura sería injusto. Sería quitarle complejidad y valor al trabajo de toda una vida.



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