Páginas

domingo, 10 de agosto de 2014

Elvio E. Gandolfo / El caso Benedetti

Mario Benedetti


El caso Benedetti

El Malpensante 96
Abril de 2009
A propósito de la muerte de Mario Benedetti el pasado 17 de mayo (2009), desempolvamos nuestro archivo y encontramos esta pieza escrita en 1986 y publicada en la edición No. 63 de El Malpensante. A pesar de los años, esta magistral reseña conserva intacta su vigencia y el valor de su aguda relectura de la obra del escritor uruguayo, recorrida esta vez de una excepcional manera.


Capítulo uno: El encargo
Llovía. Una tierna lluvia de otoño circulaba desde la mañana temprano sobre los vidrios coloreados de la comisaría. Suárez hizo un bollo con un papel inútil y le erró al canasto, como siempre. “Viernes”, pensó. Caminó hasta el cesto, levantó el papel, lo tiró cuidadosamente. Volvió al escritorio. La mujer y los hijos de Suárez lo habían dejado solo ese fin de semana. Pensaba con cierto rencor en la casa vacía, las horas aburridas, el sordo odio que le daba mirar televisión, nunca lo bastante intenso como para apagar el aparato antes de tragar un par de horas de estupideces. “Me vendría bien un caso suplementario. Unos pesos”, pensó, aunque sabía que lo necesitaba más como forma de pasar el fin de semana que como refuerzo económico. Para colmo, el lunes y el martes eran feriado de carnaval, dos días muertos en que bien podría quedarse en casa, si no estuviera tan sola.

A las tres y media el cabo Gurméndez le avisó que tenía una llamada.
—¿Quién es? —preguntó Suárez, molesto.
—Gonçalves.
—Páselo, páselo —dijo Suárez, mientras manoteaba un cigarrillo. “La vida te da sorpresas”, se dijo, divertido. Gonçalves casi nunca llamaba si no era para encargarle un caso extraoficial.
Después de los saludos de rigor, de las bromas, de cierto humor agresivo que usaban los dos desde que se conocieron en el entierro de Ludueña, Suárez le pregunto qué quería: estaba ocupado pero haría lo que pudiera por él.
—Es un caso delicado, Suárez —dijo la voz parca de Gonçalves, que jamás lo tuteaba—. Hay gente, no puedo decir quién, que quiere averiguar por qué Mario Benedetti, a pesar de sus ventas enormes y de la gran popularidad de algunos de sus poemas, rara vez es incluido en antologías de poesía latinoamericana.
—¿Está seguro de que es eso lo que quieren averiguar, Gonçalves?
—No le entiendo, Suárez.
—Tal vez en realidad quieran saber por qué el hombre murió en la indigencia, a pesar de que lo recibieron con bombos y platillos cuando volvió. Digo yo, como cosa mía.
—Benedetti vive, Suárez.
—No me diga. Se ve que no lee los diarios.
—El que usted dice es Di Benedetto, Suárez. ¿Qué pasa? ¿Se le mezclan las fichas con el feriado largo? —Suárez carraspeó.
—Quería saber si estaba al tanto. Ponerlo a prueba, Gon­çalves. Ya sé quién dice usted. El uruguayo.
—Eso es.
Por suerte, en cuanto Gonçalves lo corrigió, Suárez recordó que hacía muchos años, tal vez veinte, se había levantado a una empleada del Once con una conversación chispeante sobre La tregua, que un amigo le había prestado y que vio sobre el mostrador, con un marcador plástico, junto a una pila de medias para hombres.
—Por lo que yo recuerdo, el hombre es más bien cuentero —dijo.
—No, Suárez. En algún lado tiene que haber visto algo. Han hecho hasta pósters. “Porque te quiero y no...” —entonó Gonçalves.
—“Porque te tengo y no...”. Disculpe que lo corrija, Gonçalves.
—¿Vio cómo se iba a acordar, Suárez? Una memoria desordenada, pero servicial, la suya.
—Sí. El sesenta.
—No, empezó antes: en el cincuenta.
—No, no: quiero decir que lo leí en el sesenta. Lo llevaba pegado el conductor entre los chirimbolos del parabrisas. Lo tenía confundido. Creía que era de Khalil Gibran. Discúlpeme, Gonçalves.
—Disculpado. ¿Y? ¿Agarra viaje o no?
—No sé: vea, como le dije, estoy ocupado. Además creo que eso es más bien trabajo para críticos.
—No me joda, Suárez. ¿Se cree que no probé?
—¿Y?
—Nada. Gente difusa, que esquiva el bulto, gente sin espinazo, incapaz de un sí o un no definitivo. Salvo un par de tipos que le cayeron con todo: pero se notaba el odio personal. Necesito alguien objetivo, que investigue y haga un informe. ¿Usted tiene la obra?
—No, Gonçalves. A mí no me saque de Baldomero y Michaux, ya sabe. Además creo que con leer no alcanza —Suárez estaba pensando en los cuatro días muertos—. Creo que va a haber que viajar a Montevideo, investigar sobre el terreno.
—De acuerdo, Suárez. Esta gente está dispuesta a correr con los gastos. Le puedo alcanzar los pasajes hoy, a última hora. Le mando un pibe. ¿Cuánto le parece por día?
—Treinta dólares, y los viáticos.
—No estamos en California, Suárez. ¿Le parece bien doscientos australes: cincuenta por día?
—Bueno, si no hay más remedio.
Arreglaron un par de detalles más: no podía ser en avión. Los clientes tenían un canje con aliscafos. Suárez aceptó. Cuando colgó, hizo otro bollo con una hoja de papel en blanco y lo arrojó al cesto: embocó perfecto.
Capítulo dos: Los testigos
Hacía diez años que Suárez no pisaba Uruguay. El último verano en que había podido hacerlo fue el del 76. Incluso había probado pidiendo envíos en comisión relacionados con algún caso de falsificación. Pero en las altas esferas había estado en capilla siete años, hasta el 83. Les irritaban los pedidos de las comisarías de barrio, sobre todo si los hacía un corpulento inspector llamado Suárez, a quien se le ocurría ir a entierros de maleantes, o leer dos o tres libros aparte de La Fija. Después, le había resultado más barato ir con la familia a Mar del Plata, donde Gonçalves siempre le conseguía alquileres regalados.
En cuanto pisó el cemento del puerto en Colonia volvió a sorprenderlo, como diez años atrás, el cambio del aire: viento, frescura, un cielo alto de nubes dispersas que se veían iluminadas por el reflejo de los focos de la ciudad y de la luna, casi llena. Había cambios, pero pocos: una especie de corredor de plástico azul para llegar hasta la aduana, un par de carteles corridos de lugar. El kiosco de bebidas y cigarrillos, en cambio, seguía siendo pequeño. Nostálgico, Suárez pidió un cortado y contempló cómo lo preparaban: el vaso mediano de leche, el café muy espeso goteando desde la máquina express sobre la espuma blanca. Lo saboreó despacio: era largo, alimenticio.
En el viaje había hojeado los dos únicos libros que tenía de Benedetti:La tregua, que no le había devuelto al amigo aquella vez de la empleada, y El cumpleaños de Juan Ángel. Al hojear el primero revivió la impresión inicial: una historia pequeña, bien contada. En el segundo, una biografía en verso, el cabeceo pertinaz del aliscafo lo sumió en un sueño del que despertó cuando ya entraban al puerto.

Mientras miraba las repetidas palmeras que iluminaban los faros del omnibús en la noche, camino a Montevideo, se trazó una estrategia mínima. Ante todo llamaría a Perelman, un periodista entrerriano que trabajaba en el diario El País y que vivía en Montevideo desde hacía más de quince años. Le pediría nombres, datos. Si encontraba a alguien que le diera una opinion más o menos estructurada y convincente sobre la escasa, casi nula inclusión del hombre en antologías, realizaría una versión perso­nal más o menos cambiada, y listo el pollo. Disfrutaría de tres días de tranquilidad, y capaz que hasta se tiraba a algún casino del Este, a probar suerte. Si no, tendría que leer la obra, y decidir él. “Después de todo, uno es un profesional: por algo le pagan”, pensó adormecido.
Por suerte Perelman trabajaba de noche. Era un lector voraz, un pelirrojo alto que a Suárez siempre le había recordado un poco al Pájaro Loco. Lo llamó desde la estación de Onda y Perelman le pidió quince minutos para solucionar un par de titulares y encontrarse con él en un bar.
Cuando lo vio cruzar hacia la mesa instalada en la vereda (hacía calor a pesar del viento; la cerveza era buena, aunque demasiado gasificada), lo vio viejo, distinto. Pero en cuanto sonrió y empezó a hablar, le resultó el Perelman de siempre. Le contó con rapidez lo que lo había llevado a Montevideo, los datos que necesitaba. Ante todo, le dijo, le interesaba conocer su opinión.
—No seas atorrante —Perelman sonreía—. Querés ahorrarte laburo. Pero eso es poco serio, che. Yo no te voy a decir nada. Probá con esos nombres que te di. Él ahora está en Europa; ellos al menos lo conocen al tipo. Yo no, pero lo leí. En todo caso, si te queda tiempo antes de irte tomamos otro café y comparamos impresiones. Y leé la obra, viejo. Es larga, pero en un par de días podés despacharla. Viniste sólo a eso, ¿no?
Suárez le dijo que sí. Se preguntaron por viejos amigos. Después intercambiaron datos sobre los mutuos trabajos. Perelman le contó irritaciones eternas con un armador del diario: “Un incapaz abso­luto: te deja espacios en blanco, titulares colgados, párrafos cortados a mitad de frase. Pero no hay quién lo mueva: es una buena persona, te dicen. Y es cierto. Pero en Clarín, o hasta en Crónica, ya le habrían dado el raje hace años”.
Desde la costa les llegó una ráfaga fuerte de viento. Una pareja de músicos —un guitarrista de traje cruzado y una mujer inverosímil, vestida de violeta— entró al bar y descerrajó una versión temblorosa de “Desde el alma”. Suárez se rió, Perelman también. Pero cuando arrancaron con el segundo tema, sonrientes, esperpénticos, consideraron que era demasiado, pagaron y se fueron. Suárez acompañó a Perelman al diario, y después siguió caminando hasta la rambla. Se quedó largo rato contemplando el agua negra, disfrutando del viento. Después subió al centro, compró un par de semanarios, tomó un café en el Sorocabana y terminó leyendo hasta las dos de la mañana en una pieza del hotel Cervantes.
La mañana resultó perfectamente infructuosa. Llamó a los nombres que le había dado Perelman. Se citó en forma escalonada con ellos en bares distintos. Había inventado una historia: preparaba las fichas sobre literatura rioplatense de una enciclopedia que se editaría en Colombia, y necesitaba datos sobre Benedetti. Lo de Colombia explicaba la corpulencia y la tez marrón de Suárez, sospechosas en un medio intelectual, y los supuestos quince años que había trabajado en Buenos Aires, su acento.
El primero que entrevistó fue un tipo enorme, de anteojos. En cuanto le contó en detalle lo que le había adelantado por teléfono, el gigante vaciló un poco, apretando un terrón de azúcar en la mano. Después dijo:
—Ante todo, es un buen tipo. Tiene un libro muy bueno, La tregua. Y a mí, personalmente —dijo con cierta timidez—, me gustaban las cosas humorísticas de él. Pero poesía leí poco, tiene como catorce o quince libros. No me quedaron muy grabados. Hay uno: “Porque te tengo...”.
—“... y no” —completó Suárez. Después le agradeció, y se despidieron.
En el segundo bar lo esperaba una mujer delgada, nerviosa. Lo escuchó con atención, aunque lo interrumpió a medio camino.
—Entiendo, entiendo. ¿Quiere mi opinión en dos palabras? Un buen tipo, realmente.
Suárez alzó una ceja; la mujer captó que debía ser más precisa. Habló de La tregua y de muy buenas notas sobre literatura uruguaya. “Sobre todo las que hizo antes de irse”. Poemas había leído pocos.
A las tres de la tarde Suárez hizo un repaso de las seis opiniones con que contaba: en todas figuraba la constancia expresa, monocorde, de que Benedetti era un buen tipo. “Linda manera de zafar”, masculló. Estaba irritado, lógicamente. Sospechaba que la vaguedad de opiniones sobre la poesía del hombre era semejante a la que había enfrentado Gonçalves en la gente que había consultado en Buenos Aires. No le quedaba más remedio que ganarse el pan con el sudor de sus ojos. Iba a tener que leerlo.
Capítulo tres: Las pruebas
Compró los libros en un local de 18 y Yi. Lo atendió una muchacha muy amable. Le informó que Benedetti iba recogiendo toda su producción en un tomo, Inventario, que crecía sin fin a lo largo de los años. Sólo quedaba afuera, por el momento, su último opus:Preguntas al azar. Suárez le dijo que llevaba los dos. La muchacha le preguntó si se lo envolvía para regalo.
—¿Son para sus hijos?
—No, no; para mí. ¿Por qué?
Se enteró de que los compradores más fervientes eran estudiantes. De pronto se le ocurrió preguntarle a la muchacha qué le parecía; se sintió aliviado cuando no le dijo que era un buen tipo. Confesó en cambio que sólo había leído el último, y que el libro que sí la había subyugado era La tregua. “Me pareció divino”, suspiró. Suárez no dejó pasar la oportunidad de comentarle que la muerte de Laura Avellaneda lo había impresionado como si se tratara de una amiga. “Me costó reponerme”, dijo con voz profunda. Hablaron un poco más y Suárez le preguntó en qué horario trabajaba, a qué hora salía. Después se despidió, asombrado de la eficacia de La tregua como tema de conversación a lo largo de más de veinte años.
El gigante tenía razón: el hombre había escrito catorce libros, nada menos. Más de seiscientas páginas. El Inventario era pesado, y decidió leerlo en el bar que quedaba a una cuadra del hotel. Por suertePreguntas al azar era manejable en una cama. Tal vez lo leyera en la noche. Se palpó el bolsillo del saco: tenía el lapicito mocho que siempre usaba para marcar, una especie de fetiche.

Empezó a las cinco de la tarde. Iba pidiendo un café tras otro, más tarde un par de cortados, para esquivar la acidez. Afuera atardeció, anocheció, cayó la noche movida del sábado. Había elegido una mesa apartada de los ventanales, y la luz era buena. Cuando abandonó, a las diez, había llegado a 1969. Es decir: había leído los primeros nueve libros de Benedetti, en orden cronológico, hasta Letras de emergencia.Necesitaba detenerse. Sentía un dolor en la espalda y un poco entumecidos los brazos. Era hora de alimentarse. Preguntó dónde había una parrilla cercana. Después de comer un buen trozo de carne a las brasas rociado con vino tinto, volvió al bar. Repasó las marcas de lápiz, releyó algunos poemas. Después se quedó abstraído, mirando la calle.
El primer libro, Solo mientras tanto, había sido escrito entre 1948 y 1950, cuando el tipo tenía cerca de 30 años. Era un primer libro bastante seguro, algo no asombroso a esa edad. Se advertían dos temas que preocupaban en particular al yo poético (porque al yo personal Suárez no lo conocía, algo que lo aliviaba para opinar): la soledad y Dios. Suárez se fijó en algunas marcas. “Ahora en cambio estoy un poco solo/ de veras solo y solo”; “Vuelvo recién del último silencio/ y estaba Dios o algo así como Dios/ desolando puntual mi sueño”;/ “Estoy solo como una estatua destruida,/ como un muelle sin olas, como una simple cosa/ que no tuviera el hábito de la respiración/ ni el deber del descanso ni otras muertes en cierne”. Eran preocupaciones bastante densas para un hombre de apenas 30 años. Atrás de las líneas no costaba imaginar insomnios, desvelos, preocupaciones hacia adentro. Suárez recordó que Benedetti había ido a un colegio alemán, que venía del interior, que era un excelente traductor de Musil (se lo había recordado Perelman en el bar). De todos modos el libro no era demasiado personal, el cuidado con que estaba escrito era más un modo de ocultarse que otra cosa. De los poemas, prefería el discreto romanticismo de “Asunción de ti”.
Con el segundo libro, Poemas de la oficina, el tipo había dado en el blanco. En primer lugar, era unitario tanto en estilo como en temática. Era la traslación eficaz de lo que había hecho el viejo Mariani en Buenos Aires con sus Cuentos de la oficina (Suárez atesoraba un ejemplar de la primera edición, de 1925). En el lenguaje aparecían adelantos del coloquialismo de los años sesenta, puntos muy cercanos a Cortázar, incluso tics molestos aún poco difundidos, como el de pegar palabras: “sí señor enseguida/ comonó, cuandoquiera”; “me meto en el atraso/ hastacuando­dios­mío”. El modo de cortar de Cortázar: “saludamos a usted atentamente/ y desde allí los años y quién sabe”. Había algunos golpes bajos, cursilones: “y, claro, está prohibido llorar sobre los libros/ porque no queda bien que la tinta se corra”; imitaciones fónicas: “Jefe/ usté está aburrido”. La angustia perso­nal, casi metafísica del primer libro, se volcaba ahora en una cruel mirada sobre la gente, en un pesimismo pegajoso: “dejar que la vida transcurra/ gotee simplemente como un aceite rancio”; “endosan el destino como un cheque/ y eructan aquiescentes, sin provocar a nadie”. El clima era sostenido, con dos poemas que Suárez prefería: “Angelus”, por su cortante ironía, y “Licencia”, que resumía bien la depresión de las dos semanas de alivio anuales cuando se las comparaba con las 50 restantes.
En el libro siguiente Suárez había empezado a sentir molestias concretas. Lo irritaba que el pegoteo de palabras hubiera pasado al título: Poemas del hoyporhoy. A su vez las sutilezas de los dos libros anteriores entraban en territorios de seguridades vocingleras, de amenazas poco respaldadas por la realidad. En un trabajo se avisaba: “Viene la crisis./ Ojo. Guardarriba”. Por lo que recordaba Suárez, que había vivido una buena sucesión de crisis en Buenos Aires, éstas repercutían sobre todo abajo. A su vez el yo poético preocupado por la soledad y la falta de Dios se burlaba de sí mismo, se amputaba una parte de sí al afirmar: “qué vergüenza/ carezco de monstruos interiores”. Aparecía, en el mismo poema, una curiosa actitud de cordura entendida como falta de riesgo, como fingimiento de salud anímica: “qué vergüenza/ me encantan las mujeres/ sobre todo si son consecuentes y flacas/ y no confunden sed con paroxismo”. A Suárez también le gustaban las flacas, pero nunca había podido distinguir con precisión aquel límite. Después había poemas lisa y llanamente malos: “Ese voto”, un “Padre­nuestro latinoamericano” mucho más largo y menos eficaz que el original bíblico. Como si no pudiera controlar del todo sus “demonios interiores” reaparecía el Dios ausente. El yo poético lo imaginaba dormido, y se preguntaba: “si Dios no se despierta/ qué pasará diosmío”. Hacia el final esas obsesiones reaparecían en “Cinco veces triste”, una clásica producción del insomnio, donde Dios era “sólo un barco viejo”. Y había una especie de decisión por la blanda cordura cuando se afirmaba: “a las siete abriré los ojos/ y otra vez pondré el hombro sin quejarme/ y escucharé el estruendo universal/ sin que me engañen ruidos secundarios”. A Suárez le parecía una lástima ese paso a segundo plano de los propios fantasmas, para dejar paso al bochinche de la calle.
La tendencia se acentuaba en los libros siguientes. Allí aparecía, por otra parte, un tipo de poesía que Suárez siempre había detestado. La había bautizado Canilla Abierta: un flujo ininterrumpido de palabras, que perdía toda forma, como un chorro que saliera de un grifo, llenara un balde, lo rebalsara y siguiera fluyendo, interminablemente, con un ritmo mecánico, que en vez de resaltar sonidos y palabras, los limaba hasta dejarlos romos, por una sobrecarga de sentido. Era lo que pasaba con gran parte de Noción de patria, un libro de 1963. Había además insólitas fealdades: “en el aire hay un olor de felonía” (el subrayado era de Suá­rez). Aparecía otro aspecto que molestó aún más profundamente a Suárez: el odio, una especie de alegría de la muerte que nunca había soportado. En un “Obituario con hurras” se aconsejaba: “a no olvidar que este/ es un muerto de mierda”. Y aparecía esa palabra vaga, omniabarcadora, que de tan gastada y poco precisa había perdido todo sentido: “pueblo”. Para colmo, el hombre lo tuteaba para amonestarlo: “pueblo/ estás quieto” le decía, “cómo/ no sabes// cómo no sabes todavía// que eres el viento/ la marea// que eres la lluvia/ el terremoto”. Suárez suspiró hondo. Insólitamente, sin embargo, el libro incluía “Corazón coraza”, y comprobó que seguía siendo una joyita lírica, bien lograda, ideal para enroscar corazones adolescentes, y hacer recordar después esa época de la vida.

Los libros siguientes hasta Quemar las naves, del 69, no cambiaban mucho el panorama. Seguía habiendo tropiezos graves: “la antigüedad de tu conciencia hectárea”, “las nubes con sus gordas/ pantorrillas de lluvia”. Se afirmaban además los peores defectos de lo que Suárez llamaba Estética Politizada: el desprecio por la palabra, herramienta primordial (“palabra blanda/ sílaboba”, le llamaba a la palabra juguetona); la intención de obtener efectos seguros sobre el mundo (“que golpee y golpee/ hasta que nadie/ pueda ya hacerse el sordo”); la sonrisa envarada del buen ánimo a la orden (“quiero que me relates/ tu último optimismo/ yo te ofrezco mi última/ confianza”); la culpa masoquista (“a pesar de mi pan y de mi suerte/ me siento miserable”); el desprecio por el oficio o torvo arte (“hay una paradoja en esta época/ (...)/ que nosotros artistas/ peleemos por un mundo/ que acaso nos resulte inhabitable”). El dios ausente hacía una fugaz aparición: “inventarte es mi forma de creerte”. Había muchos puntos más marcados por el lapi­cito romo de Suárez, pero pidió la cuenta. Se fue a dormir con un gusto un poco amargo en la boca. Lo atribuyó al café.
  
Capítulo cuatro: Caso cerrado
El domingo amaneció magnífico, lleno de sol. Cuando abrió los ojos Suárez tardó en recordar dónde estaba. Después enfocó los libros sobre la mesa, el entorno de la habitación, recordó el hotel y la ciudad rodeándolo afuera. Se sentía bien. Se afeitó tarareando entre dientes y bajó a tomar un suculento desayuno. Llevó los libros y el lápiz. Se limpió los labios con una servilleta, sacudió las migas de medialuna de sobre la mesa y se dijo: “A terminar de una vez con esta historia”. Se zambulló en Letras de emergencia, del 73. Suárez recordaba que era un año clave para Uruguay. El dato no dejaba de proyectar un cono de sombra sobre gran parte del libro. En é1 aumentaban al extremo tendencias de los inmediatamente anteriores. En más de una ocasión Suárez estuvo a punto de abandonar, sin saber si reír o llorar. Había un tremendo desprecio igualitario en “Noche de sábado”, donde se decía que “toda la democracia salía a la calle/ con sus adictos y drogadictos”; se insistía en el suicidio de imaginar una realidad futura donde la voz individual, personal del poeta, sería definitivamente reemplazada por “el grito de varios millones de gargantas/ capaces de reír y llorar como hombres nuevos y mujeres nuevas”, futuro estentóreo que Suárez estaba seguro de no llegar a conocer. Lo mejor del libro, para Suárez, era un trabajo irónico: “La secretaria ideal”, una liviana canción en la huella de Brassens, por su falta de pretensiones. En cambio “Chau” se convertía en sombríamente profético en su amenaza: se le avisaba a los banqueros y hombres del poder “que la historia es terca/ y esta vez sí se te acerca/ la obligación del espiante” y se insistía, sin saber que el vuelco sería inverso al esperado: “que aquí se acabó la joda/ y empieza la cosa en serio”. En contraposición, losPoemas de otros mostraban un tono de repliegue: retrocedían el odio al enemigo, la seguridad agresiva, y aparecían las dudas y quiebres de la derrota. Una serie de Trece hombres que miran mostraba a personajes que miraban el cielo, la tierra, la luna, el techo. Pero el poema que a Suárez le parecía paradigmático de la crisis del yo poético era el “Hombre que mira sin sus anteojos”. Al sacárselos, ese yo descubría que “las fronteras entre cosa y cosa/ entre tierra y cielo/ entre árbol y pájaro” eran “deshilachadas e indecisas”. Más importante aún, aquel futuro al alcance de la mano, fácil, violento y esplendoroso, se transformaba en “un caleidoscopio de dudas”. A Suárez eso le parecía una lección bien aprendida. Pero había un “pero”, donde la decisión era volver a la seguridad: “pero llega el momento en que uno recupera/ al fin sus anteojos/ y de inmediato el mundo adquiere/ una tolerable nitidez”. A Suárez le dieron ganas de gritar un “no” ante semejante renuncia, casi como cuando le gritaba una advertencia al muchachito en los matinés de la infancia, un “¡por ahí no, gil!” cuando lo veía acercarse al precipicio o al bosque donde lo aguardaba la emboscada. Desde luego, con los anteojos puestos “el futuro luce entonces arduo/ pero también radiante”. Y el final fue realmente demoledor para Suárez: “decididamente/ no voy a perder más mis anteojos”. ¿Por qué? Porque “por un imperdonable desenfoque/ puede uno cometer gravísimos errores”.
Suárez sentía tal tristeza que llamó al mozo:
—Una caña doble —le pidió—. Sin hielo.
Despachó el resto del Inventario con agilidad. Eran menos de las nueve y pudo terminarlo antes de la una. Lo marcó con cuidado, cumplió con su deber. Pero desde aquel punto clave de los anteojos, se sintió fuera del mundo del autor, distanciado. Cuando terminó, subió al cuarto y bajó con Preguntas al azar. Lo liquidó después de almorzar, tomando un café junto a los vidrios del Sorocabana, con un glorioso viento que entraba por los ventanales y agitaba las cortinas. También con él fue puntilloso, profesional, poniendo CA en los que predominaba la Canilla Abierta, B en los que le parecían buenos poemas, EP donde asomaba su cabeza de hidra la Estética Politizada. Regresó al hotel, se sentó con los dos libros ante la pequeña mesita de la habitación y repasó las anotaciones.
Por momentos reía, liberado. Jamás podría aceptar, por ejemplo, que “el amor es también una alcachofa”; ni que el apoyo a Cuba o Nicaragua implicaba cierta indiferencia ante el estalinismo en Europa, como sugería “Hechos/noticias”. Al releerlos, volvió a conmoverse con un par de poemas límpidos y bien armados: “Los formales y el frío” y “Abrigo”, donde latía la emoción sin coartadas y a la vez sin trampas. Tambien incluyó en la lista de poemas rescatables “Infancias”, “Referencias” y “La madre ahora”, donde afloraban las sensaciones del exiliado que regresa.
Hizo la cuenta: eran unos quince poemas, sobre un total de más de cuatrocientos. “Escaso”, se dijo Suárez. “Sobre todo si se piensa que son buenos poemas, no grandes poemas”. Suárez no era un teórico: sencillamente le parecía que ninguno de esos trabajos estaba a la par de la docena de mejores poemas de Nicanor Parra, Baldomero Fernández Moreno o Henri Michaux, porque recurrir a Vallejo o Lezama Lima era jugar sucio. La conclusión: si Benedetti no era incluido en una antología general de la poesía latinoamericana, a Suárez le parecía correcto. En cambio, veía lógico, incluso necesario, que apareciera en antologías temáticas (del estilo La poesía amorosa en América Latina, Poesía combatiente de Latinoamérica), o en una antología regional, dedicada a Uruguay, o al Río de la Plata.
Guardó los papeles con las anotaciones en la billetera. Había terminado. Sentía la gran satisfacción del deber cumplido, del caso cerrado.
Bajó a caminar por las calles frescas del atardecer. El problema era cómo presentarle las conclusiones al cliente. Si se tratara del propio Gonçalves, no habría sentido escrúpulos en ser brutal, directo: “Es malo, querido amigo. Pocos buenos poemas en mucha hojarasca”. Pero la gente que había pagado podría tomarlo a mal. Iba a tener que armar una explicación extensa, matizada. Y lo mejor era empezarla con una nota positiva. Diría que, ante todo, se trataba de un buen tipo. Había abundantes testimonios al respecto.
Satisfecho con la fórmula elegida, empezó a caminar con paso de campeón hacia la librería céntrica, a ver si la muchacha aceptaba salir a cenar.








No hay comentarios:

Publicar un comentario