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miércoles, 24 de noviembre de 2010

Thomas Lynch / El enterrador / Un diario de preguntas

Cruz de sangre
Pamplona, 2010
Fotografía de Triunfo Arciniegas
Thomas Lynch
EL ENTERRADOR
Un diario de preguntas
Por Antonio Mengs

«Recorría con la vista las lápidas vecinas de ancianos muertos hace mucho tiempo, con la misma mirada en el rostro que tiene la gente en las bibliotecas y en los museos cuando estudia las vidas y las obras de los otros para aprender sobre sí mismos». Thomas Lynch pertenece a esa estirpe de escritores norteamericanos verdaderamente internacionales, profundamente arraigados en una autenticidad libre de toda sospecha, originales desde su fortaleza y naturalidad, que nos legaran obras como Walden de Thoreau o Con destino a la gloria de Woody Wuthrie, por poner dos ejemplos. A diferencia de los citados, Lynch no es un exiliado ni un trotamundos, un agitador ni un ideólogo, sino un servidor de la comunidad, integrado en la comunidad, ocasional viajero como lo son probablemente sus vecinos, dueño de un negocio y padre de familia. Mas por encima de todo es un observador sin concesiones.
Desde la posición privilegiada de su actividad profesional —la del enterrador y la del poeta—, nos muestra la vida vista desde el oficio fúnebre con una agudeza y penetración fuera de lo común, con franco sentido del humor no exento de sensibilidad, con una virilidad moral y voluntad de servicio que repara en la debilidad humana, en la raíz existencial, en la psicología y la sociología del dolor. Pero es necesario pasar como de puntillas sobre estas palabras: la escritura de Lynch es siempre de tú a tú, directa y casi sin adorno, cordial y tan amena como puede ser el cuento de la vida diaria. Llega prácticamente siempre; sus comentarios se ajustan a la evidencia; su camaradería con hombres y mujeres, desconocidos o allegados, y con el lector, también. Cada capítulo esconde su finalmoraleja que es moral y es estética, a menudo tierna y melancólica.
Se trata, al parecer, de una compilación de ensayos: no lo creemos así. Suponemos que Lynch ha debido escribir estas páginas como ensayos dispersos sólo por fijarse un marco de trabajo: en realidad, la unidad del libro es sorprendente. Va de aquí para allá y junto a la vida y a las tristezas de los demás, cuenta las suyas y acaba siempre en nosotros. Su cuaderno de bitácora está lleno de formas de la muerte que, paradójicamente, son siempre formas de la vida. Sin eludir las más brutales, como la que se refiere a los niños o a los suicidas. Porque Lynch tiene puesta la mirada en la frontera y en la pregunta de la frontera. Y respeta la religión, la chaladura, así como cualquier otra cosa: todo es demasiado humano, y su oficio de poeta (para los poetas, afirma, que a menudo tienden a excederse en el ofrecimiento de sus versos a los demás, el amor y la muerte son los principales objetos de interés) le conduce a señalar preguntas, no a atribuirse la potestad de dar una respuesta. El enterrador es un diario de preguntas, de preguntas compartidas, lleno de historias comunes: tan comunes, que su aparición en nuestra lengua puede ser considerada como un importante acontecimiento.

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Thomas Lynch
El enterrador
La vida vista desde el oficio fúnebre.
Bogotá, Alfaguara, 1997, 264 pp.




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