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miércoles, 17 de diciembre de 2025

Katherine Mansfield, cartas y cuentos de toda una vida, entre la felicidad y la desesperación

 

22 noviembre, 2024

Emma Rodríguez 


En una carta dirigida a Bertrand Russell, fechada un 17 de diciembre de 1916, escribía Katherine Mansfield: “(…) La vida nunca me aburre. Es una delicia tan extraña observar a la gente y tratar de entenderla, caminar por las montañas y valles del mundo, los campos y la carretera, avanzar por ríos y mares, llegar tarde por la noche a extrañas ciudades o a pequeños puertos en un atardecer rosa, cuando hace frío, con un viento fuerte, que sopla algo hacia arriba, empujar la pesada puerta de pequeños cafés y observar el diseño que forma la gente entre mesas, botellas y vasos, observar a las mujeres cuando están desprevenidas y hablar con ellas, oler las flores, hojas, fruta y hierba –todo eso– y todo eso es nada, porque hay mucho más. Cuando estoy vencida por uno de esos ataques de desesperación, todo esto es ceniza –tan intolerablemente amarga que siento que jamás volverá a ser dulce– pero lo es. –Airearse entre esas cosas, buscarlas, explorarlas y luego apartarse y desapegarse de ellas– y escribir, después de que el fermento haya disminuido”.

Dice mucho este fragmento de la manera de ser, de enfrentarse al mundo y a la literatura, de Mansfield (Wellington, Nueva Zelanda, octubre 1888–Fontainebleau, Francia, enero 1923), una mujer llena de contradicciones y de complejidades, que se pasó su corta vida –murió con apenas 34 años– intentando atrapar la sensación de la felicidad en las páginas de sus escritos, algo nada fácil en un trayecto atormentado, lleno de obstáculos a causa de la enfermedad, de los problemas económicos, de los dramas de una guerra –en la que murió su hermano Leslie–, que se desarrollaba a su alrededor mientras ella no dejaba de crear atmósferas, situaciones, diálogos, narraciones que, a día de hoy mantienen intacta la capacidad para sorprender, sobrecoger, agitar, despertar los sentidos, descubrir sentimientos ocultos… 

Hace ya mucho tiempo leí un libro de relatos de Mansfield que ha permanecido en mí a lo largo del tiempo, pese a que lo he perdido en no sé qué momento, en no sé qué mudanza de la vida. Conservaba ciertos ambientes, imágenes de jardines, de interiores con ventanales, pero, sobre todo, la sensación de haber tocado algo que me conmovió profundamente. Ahora ha sido el volumen de cartas que acaba de publicar Páginas de Espuma, bajo el título Poco tiempo en cualquier lugarel que me ha hecho correr a la librería en busca de esos trechos de la memoria, de esos regalos de la ficción que se incorporan a nuestros trayectos, a nuestro territorio emocional sin que seamos del todo conscientes de ello. En Cuentos escogidos–edición de bolsillo de Penguin Random House– he reconocido fragmentos y he vuelto a verme dentro del jardín que tanto me fascinó (el libro era La fiesta en el jardín y otros cuentos). 

Os confieso que me he sentido dichosa reconociendo lo que me cautivó en su día de esos relatos, concretamente del que da título a la entrega, Fiesta en el jardín, que comienza como si se retomase el hilo de un discurso, de una argumentación que desconocemos; que está impregnado de movimiento (el ajetreo de los preparativos de la fiesta); atravesado de ágiles diálogos; lleno de observaciones sobre los detalles del entorno y los personajes (con breves pinceladas se accede a sus distintos caracteres, se traza la relación entre ellos).  

Pero lo que conservaba más dentro de mí del relato era la actitud de Laura, una de las hermanas protagonistas, que se estremece ante el sufrimiento ajeno, ante la penuria en la que vivía la gente trabajadora, muy cerca de su espléndida casa, planteándose preguntas que el resto de su familia no comprendía, la principal si debían seguir con los preparativos de la fiesta en el jardín, cuando muy cerca un pobre hombre, un carretero, acaba de perder la vida a causa de un accidente, “dejando a una mujer y cinco chicos”. 

He revivido lo identificada que me sentí con ella, al tomar conciencia de las distinciones de clase en la narración. He identificado lo que me removió la indiferencia de su madre, de su hermano y hermanas, una de las cuales comenta: “Si vas a suprimir la música cada vez que sucede un accidente tendrás una vida muy triste”. La manera en que Katherine Mansfield retrata la tragedia y las mezquindades de la vida, al tiempo que apresa ese anhelo constante por rozar la felicidad, por disfrutar, por apreciar todo lo extraordinario y lo bello que nos rodea, es algo que, una y otra vez, entonces y ahora, en sus cuentos y en sus cartas, me emociona profundamente, me afecta como algo que reconozco en mí, que brota de mi interior como un nutriente.

CONTRADICTORIA Y COMPLEJA, KATHERINE MANSFIELD SE PASÓ SU CORTA VIDA INTENTANDO ATRAPAR LA SENSACIÓN DE LA FELICIDAD EN LAS PÁGINAS DE SUS ESCRITOS, ALGO NADA FÁCIL EN UN TRAYECTO ATORMENTADO, MARCADO POR LA ENFERMEDAD Y OTROS OBSTÁCULOS.

Os confieso que he disfrutado mucho con esta doble experiencia de lectura, con el tiempo dedicado a contrastar los cuentos con las cartas, a encontrar señales de los relatos en las misivas y viceversa. Es inevitable unir el destino de Katherine Mansfield al de Virginia Woolf. Ambas se trataron, intercambiaron correspondencia, se siguieron los pasos, se admiraron y se envidiaron, sintiéndose rivales la una de la otra. Virginia llegó a reconocer en su diario que la de Katherine era la única escritura de la que había sentido envidia. Páginas de Espuma también ha publicado las cartas de Woolf, a las que me he referido en otra página de Lecturas Sumergidas, y es interesante adentrarse en ambos volúmenes para captar esa particular relación entre ambas escritoras, relación que centra un sugerente artículo en esta revista de la autora Carmen García de la Cueva(sección “Pasiones”). 

Katherine Mansfield.

Leer ambos libros me ha llevado a pensar en las muchas afinidades y similitudes en los trayectos de Mansfield y Woolf, las dos dotadas de una extraordinaria sensibilidad, tan atentas a los pequeños detalles y movimientos interiores; las dos, mujeres muy libres en el terreno sentimental y sexual (en contra de las convenciones de la época victoriana amaron tanto a hombres como a mujeres); las dos casadas con intelectuales, con quienes mantuvieron relaciones en mayor o menor medida abiertas, que se ocuparon de sus legados; las dos entregadas a la escritura con pasión, pese a los muchos obstáculos de la enfermedad (Katherine murió a causa de una tuberculosis; Virginia se suicidó tras depresiones continuadas).

Pero hay una diferencia que, particularmente, me ha llamado mucho la atención: la manera de enfrentarse al trabajo. En los diarios y cartas de la autora de obras tan significativas como Al faroLas olasOrlando o La señora Dalloway se percibe el sufrimiento con el que se enfrentaba a la escritura, la agitación que le producía, mientras que en Mansfield da la impresión de que las historias, el juego con el lenguaje, con el estilo, le surgen con una gran naturalidad, fluyen y le proporcionan plenitud, siendo su principal fuente de satisfacción, incluso en los días de mayor abatimiento.

ES INEVITABLE UNIR EL DESTINO DE KATHERINE MANSFIELD AL DEVIRGINIA WOOLF. AMBAS SE TRATARON, INTERCAMBIARON CORRESPONDENCIA, SE SIGUIERON LOS PASOS, SE ADMIRARON Y SE ENVIDIARON, SINTIÉNDOSE RIVALES ENTRE ELLAS. 

Escribir para Mansfield es un ejercicio de curiosidad, de observación, de intensidad, de entrega. Cambiar de piel, sentirse como sus personajes es una experiencia ante la que no deja de sentir perplejidad, asombro. Hay una carta dirigida a su marido, el editor, crítico y escritor John Middleton Murry, en noviembre de 1920, que lo refleja muy bien: “¡Qué asunto tan extraño es escribir! No sé. No creo que otras personas se emocionen tan tontamente como yo mientras trabajo. ¿Cómo podrían? Los escritores tendrían que vivir en los árboles. He sido este hombre, he sido esta mujer. He estado de pie durante horas en el muelle de Auckland. He estado afuera en el agua esperando atracar, he sido una gaviota revoloteando en la popa y un botones de hotel silbando entre dientes. No es como si una se sentará y observara el espectáculo. Eso ya sería lo suficientemente emocionante, Dios lo sabe. Pero una es el espectáculo por el momento. Si una se quedara siendo una misma todo el tiempo, como algunos escritores pueden hacerlo, sería un poco menos agotador. Es un asunto de cambio de iluminación, sin embargo…

La pulsión por convertirse en otra, en otros, ese juego constante con las identidades, anima a la escritora. Patricia Díaz Pereda, traductora y responsable de la edición del volumen de cartas del que os estoy hablando, titula su texto de introducción Las máscaras de una outsideren referencia a su capacidad para transformarse, para mostrar perfiles opuestos de sí misma, estados de ánimo contradictorios. En sus intercambios postales nuestra protagonista se nos presenta en todas las vertientes de su ser. Puede ser dulce, compasiva, soñadora, pero también dura, cruel, caprichosa y sarcástica con los otros. Aquí pienso en la manera en que trataba a Ida Baker, la amiga que permaneció a su lado en todo momento, que la cuidó en los peores momentos, recibiendo muchas veces el desprecio como respuesta. 

Katherine Mansfield y su marido, J. M. Murry.

Posee Mansfield unas finas antenas para captar los movimientos interiores, los vaivenes del corazón, y está dotada de una gran agudeza para percibir la maldad y los peores impulsos de sí misma, de sus semejantes. Todo eso está en ella y se transmite en su obra. Poliédrica y variable, nada tiene que ver con la imagen “angelical y espiritual, que quiso imponer J. M. Murry tras su muerte y que se fue al traste cuando Anthony Alperspublicó una biografía de la escritora en 1954

Díaz Pereda recurre a lo que sobre la autora dijeron algunos de quienes la conocieron, entre ellos Leonard y Virginia Woolf, Lytton StracheyBertrand Russell, coincidiendo en su actitud vigilante, en guardia ante el mundo, así como en su carácter enigmático. Como “inescrutable” fue definida por Virginia en sus diarios; Russell se refirió a ella como “ingeniosa y brillante”, pero a la vez “envidiosa y maliciosa”. Y D. H. Lawrence observó que “esperaba tener los privilegios de la hija de un banquero (lo era) y al mismo tiempo quería ser una rebelde”.

El autor de El amante de Lady Chatterleycon quien nuestra escritora mantuvo una relación conflictiva, entre la admiración y la crítica, el acercamiento y el rechazo, merece atención, pues ni él ni Frieda, su compañera, salen nada bien parados, retratando Mansfield la relación enfermiza entre ambos, con furia y violencia de por medio, que pudo observar de cerca en los meses que los tuvo como vecinos en Cornualles. En diferentes cartas describe escenas muy fuertes, en las que queda constancia de los malos tratos del escritor hacia su pareja, de la que, por otra parte, era absolutamente dependiente. “La atmósfera de odio entre ellos era tan horrible que no lo pude soportar, tuve que correr hacia mi casa…” (…) “Es horriblemente trágico, porque se han degradado y brutalizado el uno al otro más allá de las palabras…”, le hace saber a Lady Ottoline Morrell, una de sus destinatarias más frecuentes, en una misiva donde sigue sacando a la luz las corrientes más perversas de una relación de pareja.

D. H. LAWRENCE DIJO DE LA ESCRITORA QUE “ESPERABA TENER LOS PRIVILEGIOS DE LA HIJA DE UN BANQUERO (LO ERA) Y AL MISMO TIEMPO QUERÍA SER UNA REBELDE”. EL AUTOR DE «EL AMANTE DE LADY CHATTERLEY» NO SALE NADA BIEN PARADO EN LAS CARTAS DE ELLA A OTROS DESTINATARIOS.

Pero volvamos al retrato de esta escritora que sorprendía a sus próximos con sus diferentes perfiles y cambios de humor. Ella misma llegó a reconocer que “en alguna ocasión era mentirosa, reservada hasta la médula y que mantenía una apariencia tras otra”, indica la prologuista, quien alude a la tendencia de Katherine Mansfield (Kathleen Mansfield Beauchamp) a cambiar de nombre con sus seres queridos y a “rebautizar a otras personas”. Un juego de máscaras, en fin, como si la vida y la ficción fuesen al unísono y Mansfield estuviese dispuesta a ser cada día un personaje diferente.

Múltiples facetas y múltiples mudanzas definen a esta creadora que cambiaba de casa permanentemente, a causa de las dificultades económicas, pero, sobre todo, debido a la enfermedad, que la obligaba a buscar una y otra vez nuevos tratamientos y climas más idóneos, a huir de Inglaterra y poner rumbo a Francia, Italia, Suiza… Todo es movimiento, descubrimiento; también agotamiento y deseo de parar, de encontrar un lugar estable en el que quedarse. Las idas y venidas, las despedidas y los encuentros, son constantes en el recorrido de un ser independiente, pero que necesitaba cuidados por su estado de salud. La relación con su marido, J. M. Murry, participa de esos vaivenes. Pasan largos periodos de tiempo separados, se reúnen en localizaciones diferentes, se escriben cartas, se adoran y se enfrentan por asuntos de dinero, por celos que no llegan a declarar siempre abiertamente. Él fue quien se hizo cargo de los escritos que quedaron sin publicar de la autora, no haciendo caso a su petición de destruir parte de sus papeles más íntimos.

Katherine Mansfield

En el libro se incluye un apartado final en el que se da cuenta de todos los trayectos, escenarios y paisajes de una vida tan corta como turbulenta. De ahí el título de la entrega: Poco tiempo en cualquier lugar, en cuya introducción Patricia Díaz Pereda se refiere a la escritora como una mujer de “espíritu nómada y viajero”, que nunca acabó de encontrar su sitio.

Todas las Katherine Mansfield que salen a la luz en las cartas dan cuenta de esos cambios de iluminación a los que se refiere cuando habla de su manera de enfrentarse a la escritura. Ella se convierte en sus personajes, toma posesión de sus vidas, se sumerge en sus devenires, en sus placeres, en sus dramas. Pienso que lo más auténtico de ella misma, sus verdades, lo que quiso revelar, sus luces y sus sombras, se encuentra en lo que escribió. Os decía que me ha resultado sumamente interesante seguir el rastro de algunos de sus relatos más destacados en la correspondencia y de determinados trazos de experiencias vividas en los cuentos. Ha sido una doble lectura, un acercamiento a la obra desde dos ángulos diferentes. 

MANSFIELD SE CONVIERTE EN SUS PERSONAJES, TOMA POSESIÓN DE SUS VIDAS, SE SUMERGE EN SUS DEVENIRES, EN SUS PLACERES, EN SUS DRAMAS. LO MÁS AUTÉNTICO DE ELLA MISMA, SUS VERDADES, LO QUE QUISO REVELAR, SUS LUCES Y SUS SOMBRAS, SE ENCUENTRA EN LO QUE ESCRIBIÓ.

Las vivencias de la autora se entremezclan a menudo con sus ficciones. Los viajes que hizo se trasladan a sus historias como una especie de interrogante, están llenos de personajes que atraviesan una situación complicada o se enfrentan a un conflicto. Mansfield pone así en escena las incertidumbres, los estados pasajeros y las dudas que pueblan los momentos vitales que relataba con tanta maestría”, señala la autora Paula Ducayen la introducción al volumen de Cuentos escogidos que tengo entre las manos mientras escribo.

Son muchas las sensaciones que nos regalan los cuentos de esta escritora empeñada en adentrarse en el significado de existir, de comunicarse y percibir a los otros, de captar los fugaces momentos de felicidad, de asomarse a la parte oculta, sombría, inesperada de los trayectos vitales, de enfrentarse al drama y a la muerte. Es mucho lo que revelan sus historias, capaces de romper tantas veces con las normas, con lo establecido, a tal punto que siguen cuestionando estereotipos a día de hoy.

Pienso en uno de los personajes de Preludio y En la Bahía, dos hermosos cuentos centrados en la familia Burnellque juntos podemos leer como una novela corta. Me refiero a Linda, una mujer diferente, soñadora que acepta casarse y tener hijos, aunque es absolutamente consciente de no encajar en el papel de madre abnegada. “Resultaba muy fácil decir que la suerte común de las mujeres consiste en dar a luz. Mentira. Ella, por ejemplo, podía demostrar que eso era falso. Estaba quebrantada, debilitada, sin ánimo, a fuerza de haber tenido ánimos. Y ello resultaba doblemente penoso, porque no le gustaban los niños. De nada servía pretender lo contrario…”

Precisamente de En la Bahía habla la escritora en una bella y significativa carta, de septiembre de 1921, a la pintora Dorothy Brett, reconociendo que en el relato entran recuerdos familiares (su infancia y adolescencia transcurren en Nueva Zelanda; en 1908, con 20 añosviaja a Inglaterra y ya no regresa más). Ha puesto el punto final al relato y hace partícipe a su amiga de sus deseos y emociones: “(…) Oh Dios, espero que le proporcione placer a alguien. Es tan extraño traer a los muertos de nuevo a la vida. Ahí está mi abuela, de vuelta en su silla, con su labor rosa; allí se pasea mi tío por el césped, sentí mientras escribía. “No estáis muertos queridos míos. Todo se recuerda. Me inclino ante vosotros. Me borré a mí misma para que podáis vivir de nuevo a través de mí, en vuestra abundancia y belleza”. Y una se siente poseída. Y el lugar donde todo sucede. He tratado de hacerlo tan familiar para “vosotros” como lo es para mí. ¿Conocéis las caléndulas? ¿Conocéis esas piscinas en las rocas, conocéis las trampas para ratones en el alféizar de la ventana del lavadero? Y también una trata de profundizar –de hablar al yo secreto que todos tenemos–, de reconocer eso. No debo decir más al respecto”.

En escritos así percibimos los fondos de Mansfield, sus verdades más sinceras, más íntimas. Las cartas revelan mucho, nos aproximan, aportan detalles a los cuentos, los enriquecen, los iluminan. Hay muchos otros momentos de su correspondencia en los que la autora se muestra sin máscaras. Y nos conmueve encontrarlos. Sentimos que estamos descubriendo algo por nosotros mismos, lejos de los estudios, de los análisis críticos de tantos especialistas. Además de los ya citados, son muchos los cuentos de la escritora que me cautivan, que me fascinan. Ahí están El desconocido, la historia de un marido enamorado que va a buscar a su mujer al puerto, después de un largo viaje, y descubre un raro episodio, que le aleja de ella, que le hace sentir que alguien se ha entrometido, para siempre, entre ambos.

El manejo del ritmo, del tiempo de la espera, en este relato es soberbio, así como la tensión y la sorpresa, mecanismo que también encontramos en piezas como Felicidad, de mis preferidas, donde Bertha Young, personaje central, analiza con asombro su propia dicha, su alegría. “¿Por qué sentía tanta ternura por el mundo entero aquella noche? Todo era bueno, estaba bien. Era como si cada suceso volviera a llenar su copa radiante de felicidad”, piensa quien parece tener una vida ideal (una casa preciosa, un marido estupendo, una pequeña hija que la llenaba de amor, amigos con los que compartir lecturas, impresiones, confidencias…), aunque, detrás del primer plano, esperan otras impresiones.  

La sutil ruptura de los momentos gozosos, lo que sucede detrás de la escena, la acechanza, la sombra que aparece de fondo, es algo muy presente en la narrativa de Mansfield que nos induce a imaginar, a intuir, lo que está sucediendo, lo que ha de suceder una vez concluido el relato. Hay dobleces, secretos, intenciones ocultas, en sus cuentos. En algunos de ellos es importante el tema de la incomunicación, la imposibilidad, en las relaciones de pareja, de llegar a conocerse del todo, de ser capaces de transmitir al otro lo más profundo del ser. Sucede en Psicología, un diálogo imperfecto entre dos personas dedicadas a la creación que no son capaces de decirse lo que sienten, o en Luna de miel, donde también se muestra, como en Felicidad, el impacto que la pobreza produce en determinadas personas sin problemas materiales, que parecen tenerlo todo a favor.

LA SUTIL RUPTURA DE LOS MOMENTOS GOZOSOS, LO QUE SUCEDE DETRÁS DE LA ESCENA, LA ACECHANZA, LA SOMBRA QUE APARECE DE FONDO, ESTÁ PRESENTE EN LA NARRATIVA DE MANSFIELD. HAY DOBLECES, SECRETOS, INTENCIONES OCULTAS, EN SUS CUENTOS.

La guerra está presente en narraciones inolvidables, geniales, como La mosca, donde, de manera imprevista, pues ha pasado el tiempo y el dolor está soterrado, un padre recuerda a su hijo muerto en la batalla, o en Un viaje indiscreto, donde se describen escenas de soldados que viajan en el tren que toma la protagonista, rumbo, no sin dificultades, engañando a los oficiales de vigilancia, a una zona militarizada para encontrarse con su amante (recreación de una experiencia real en la vida de la autora, de la que da cuenta en sus cartas). 

Hay relatos como Veneno que introducen un atractivo toque de perversidad, que se hace más evidente en Je ne parle pas françaisuna composición extraña, curiosa, que empieza a la manera de una digresión en la que el narrador se dirige directamente a los lectores, y prosigue exponiendo una situación ambigua, oscura. “Me había esmerado en cosas de mi vida secreta que eran repugnantes y que de ninguna manera podían salir a la luz de la literatura…”, declara el protagonista en referencia a una conversación cargada de confidencias.

Katherine Mansfield.

Es tanto lo que despierta la lectura de Katherine Mansfield, de sus cuentos, de su correspondencia, tan llena de revelaciones. No os he hablado de las lecturas de la escritora, de sus críticas al experimentalismo, de lo poco que le gustaba el Ulises de Joyce; de lo mucho que amaba a Chéjov; de su lectura tardía de Proust, que le acaba fascinando; de su admiración por Jane Austen (en algunos de sus relatos he reconocido influencias de la autora de Emma, que le parece «realmente un libro perfecto«). Tampoco he mencionado lo que la incomodaba escribir artículos para medios impresos, indispensables para mantenerse, pero que le robaban las energías para su propia obra, una obra levantada contra viento y marea. Y he dejado que descubráis por vosotros mismos la especial relación que mantuvo con su padre y su devoción por la figura materna, expresada en la correspondencia, aunque fuese desheredada por ella muy pronto… 

Figura imprescindible del modernismo anglosajón, ya un clásico de la literatura, Mansfield nos sigue hablando de lo que nos atañe más íntimamente, reflejando los miedos, las búsquedas, los deseos, las contradicciones y perplejidades del existir. Algunas de sus cartas están escritos a la manera de un cuento. Repaso una que le hizo llegar a J. M. Murry desde París en 1915, en la que le cuenta lo que sintió en un local en el que se refugió de una nevada y en él que se tomó un café caliente y se dedicó a observar a la gente. “(…) Y podría haberme quedado allí años, fumando, dando sorbos, pensando y mirando los copos de nieve. Y entonces, ya sabes el extraño silencio que cae sobre tu corazón –el mismo silencio de un minuto antes de que el telón se alce–. Sentí eso y supe que aquí escribiría”.

Seguir las emociones de la autora, el contraste permanente entre la sensación de felicidad, que tantas veces experimenta y que traslada a sus creaciones, y la desesperación, la angustia, que tanto la acompañó en otros momentos, me ha sobrecogido, del mismo modo que comprobar cómo vivió hasta el último momento con ganas de seguir experimentando, descubriendo, dejándose sorprender. En los meses finales del último año de su vida (1922), decidió cultivar su parte más espiritual y se unió al Instituto para el Desarrollo Armonioso, En Fontainebleau, del que estaba al frente George Gurdjieff, filósofo místico, maestro espiritual, compositor y profesor de danza. 

He decidido hacer borrón y cuenta nueva de todo lo que fue “superficial” en mi pasado y empezar de nuevo para ver si puedo entrar en esa vida real, simple, veraz y plena que sueño. He pasado por un tiempo espantosamente mortal para llegar a esto. Conoces ese tipo de tiempo. No se muestra mucho externamente, ¡pero una simplemente tiene el caos dentro!...”, le comunica a Murry en una de sus últimas misivas. Se incluyen tres cartas del 31 de diciembre de 1922, cuando apenas le quedaban tres días de vida. La última de ellas dirigida a su padre, Harold Beauchamp, al que le expresa su deseo de volver a verlo pronto. 

Os animo a adentraros en el territorio Mansfield, a sumergiros en sus aguas, calmas en apariencia, pero agitadas de fondo. Para poner el punto final a este artículo me quedo con sus palabras: La vida es tan extraña, tan llena de cosas extraordinarias. Creo que la definen muy bien. En torno a esa percepción gira toda su obra.

Katherine Mansfield. Poco tiempo en cualquier lugar (Cartas 1903-1922), ha sido publicado por Páginas de Espuma. Edición y traducción de Patricia Díaz Pereda.

Katherine Mansfield. Cuentos escogidos, ha sido editado por Penguin Random House. Introducción de Paula Ducay; traducción de Esther de Andreis y Manuel de la Escalera.


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