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lunes, 14 de octubre de 2024

Han Fang / Comiendo en familia

 

Han Fang

UNA CENA FAMILIAR


En contra de lo que había esperado, las intervenciones de mi suegra y mi cuñada no ejercieron ninguna influencia en los hábitos alimenticios de mi mujer. Todos los fines de semana mi suegra me llamaba para preguntarme:

—¿Yeonghye sigue sin comer carne?

Hasta mi suegro, que nunca llamaba, la reprendió un día severamente. Sus gritos encolerizados se escapaban del aparato y llegaban hasta mis oídos.

—¿Qué diablos estás haciendo? Y que lo hagas tú, pase, pero ¿qué va a ser de tu marido, que está en la plenitud de sus fuerzas?

Sin decir ni que sí ni que no, mi mujer se quedó en silencio con el teléfono pegado a la oreja.

—¿Por qué no contestas? ¿Me estás escuchando?

Como la olla de la sopa estaba hirviendo, dejó el teléfono sobre la mesa sin decir nada y se fue a la cocina. Y no volvió. Tuve que coger yo el aparato por la pena que me dio mi suegro, que vociferaba lastimosamente al otro lado de la línea sin que nadie lo escuchase.

—Lo siento, suegro.

—No, hijo, yo soy el que debe pedirte disculpas.

Sus palabras me sorprendieron, pues mi suegro era un hombre muy autoritario y nunca en mis cinco años de casado le había oído hablar a nadie en ese tono. No cuadraban con él las palabras amables. Había luchado en la guerra de Vietnam y su máximo orgullo era la medalla al mérito que le habían concedido entonces. Tenía una voz atronadora y su obstinación era tan fuerte como su voz. Ya había escuchado una docena de veces la historia que comenzaba diciendo «Cuando estuve en la guerra de Vietnam maté a siete comunistas...». A mi mujer la había criado a base de azotes en las piernas hasta los diecisiete años.

—El mes que viene pensamos ir a Seúl, así que entonces hablaré largo y tendido con ella.

En junio cumplía años mi suegra. Como mis suegros vivían demasiado lejos, los hijos, que residían todos en Seúl, celebraban el día simplemente enviándole regalos y llamándola por teléfono. Sin embargo, aprovechando que a principios de mayo la familia de mi cuñada se había mudado a un apartamento más grande, mis suegros iban a venir a Seúl para conocer la nueva casa y celebrar el cumpleaños. La reunión, que se iba a hacer el segundo domingo de junio, prometía ser, pues, un gran evento que no se repetiría en muchos años. Aunque nadie lo había expresado abiertamente, estaba claro que, la familia le tenía preparada una fuerte reprimenda a mi mujer ese día.

No sé si tenía conciencia de ello o no, pero mi mujer dejaba pasar los días con absoluta indiferencia. Excepto por el hecho de que seguía evitando mantener relaciones —incluso dormía con los pantalones puestos—, de cara al exterior parecíamos un matrimonio normal. Lo único diferente era que ella estaba adelgazando a ojos vistas cada día que pasaba y que, cuando me levantaba por la mañana, después de apagar a tientas el despertador, permanecía acostada, rígida y con los ojos bien abiertos en medio de la oscuridad. Tras lo ocurrido en la cena organizada por el presidente de la empresa, todos me trataron durante un tiempo con cierta aprensión, pero cuando el proyecto que yo dirigía produjo considerables ganancias, parecieron olvidar lo sucedido.

A veces pensaba que no era tan malo convivir con una mujer rara. Vivíamos como si fuéramos desconocidos o, mejor dicho, como si ella fuera mi hermana o la empleada doméstica que hacía la comida y limpiaba la casa. Sin embargo, para un hombre como yo, que estaba en la flor de la vida y había mantenido hasta entonces una relación marital regular —aunque sosa—, resultaba difícil de soportar la larga abstinencia sexual. Cuando volvía tarde a casa de alguna reunión, me abalanzaba sobre mi mujer impulsado por el alcohol. Incluso sentía una inesperada excitación cuando le bajaba los pantalones sujetando sus brazos forcejeantes. Lanzándole insultos en voz baja mientras ella se me resistía con todas sus fuerzas, lograba penetrarla en una de cada tres oportunidades. Entonces se quedaba mirando el techo en medio de la oscuridad con los ojos vacíos, como si fuera una esclava sexual forzada por los nipones. Después de correrme, ella se ponía de lado dándome la espalda y hundía la cara entre las sábanas. Al parecer se limpiaba mientras yo iba al baño a ducharme y, cuando volvía a la cama, ya estaba de nuevo acostada de frente y con los ojos cerrados como si nada hubiera pasado. Entonces me sentía asaltado por un mal presentimiento. Aunque no tenía una naturaleza sensible ni solía dejarme llevar por los presagios, lo cierto es que la oscuridad y el silencio de nuestra habitación eran aterradores.

A la mañana siguiente no podía evitar dirigirle una mirada llena aborrecimiento a mi mujer, que permanecía sentada de perfil ante la mesa del desayuno con la boca bien sellada y con cara de que nada de lo que le dijera le haría mella. Me incomodaba y me era odiosa esa expresión de haber pasado por todas las desgracias y vicisitudes de la vida.

Ocurrió una tarde, cuando faltaban cuatro días para la reunión familiar. Ese día hizo en Seúl un calor excesivo para la época el año y todas las tiendas y edificios grandes pusieron en funcionamiento el aire acondicionado. Después de un día entero expuesto al aire gélido de la oficina, volví a casa cansado de tanto frío. Cuando entré en el apartamento y vi a mi mujer, tuve que cerrar la puerta a toda prisa por miedo de que alguien que pasara por el rellano la viera. Estaba sentada en el suelo pelando patatas con la espalda apoyada en el mueble de la televisión y vestida con unos pantalones livianos de algodón de color gris claro y el torso completamente desnudo. Debajo de las clavículas muy marcadas, estaban sus pechos, que apenas parecían ser tales debido al peso que había perdido.

—¿Por qué te has quitado la ropa? —le pregunté, esforzándome por esbozar una sonrisa.

—Porque tenía calor —me respondió ella, sin levantar la cabeza de su labor de pelar patatas.

«Levanta la cabeza», me dije por dentro, con los dientes apretados. «Levanta la cabeza y sonríe. Muéstrame que lo que has dicho es una broma». Sin embargo, no sonrió. Eran las ocho de la tarde, los ventanales del balcón estaban abiertos y no hacía calor en el apartamento. Hasta tenía la piel de gallina en sus hombros. Las cáscaras de patata se acumulaban formando un montículo sobre el periódico que había dejado en el suelo. A un lado se apilaban una treintena de tubérculos como una pequeña colina.

—¿Qué vas a hacer con eso? —le pregunté, aparentando indiferencia. —Voy a cocerlas al vapor.

—¿Tantas?

—Sí.

Me reí estudiando su expresión y esperé que ella también se riera. Pero no lo hizo. Ni siquiera levantó la cara.

—Es que me entró hambre.

***


En los sueños, cuando le corto el cuello a alguien, cuando sosteniéndola por los pelos le doy el último golpe a la cabeza que pende oscilante, cuando pongo en mi mano los resbaladizos globos oculares e incluso cuando me despierto... Durante la vigilia, cuando me entran ganas de matar a las palomas que caminan delante de mí, cuando tengo ganas de retorcerle el cuello al gato del vecino al que he estado observando desde hace tiempo, cuando me tiemblan las piernas y me baña un sudor frío, cuando me siento otra, cuando otra persona me surge desde adentro y me devora... En todas estas ocasiones...

... siento que se me hace la boca agua. Cuando paso por delante de la carnicería, tengo que tapármela. Es por la saliva que me brota de la base de la lengua, me empapa los labios, se me escurre por la boca y se derrama.

***

Si pudiera dormir... Si pudiera dejar de estar consciente, aunque fuera una hora... La casa está fría cuando me despierto incontables veces y vago de aquí para allá con los pies descalzos. Está fría como el arroz o la sopa que se han enfriado. No se ve nada detrás de las ventanas negras. A veces me parece escuchar que golpean la oscura puerta del vestíbulo, pero no hay nadie al otro lado. Cuando vuelvo a la cama y pongo la mano debajo del edredón, mi sitio ya está frío.

***

Ya no puedo dormir ni cinco minutos seguidos. Apenas me abandona la conciencia, sueño. No, ni siquiera se puede decir que sean sueños. Son escenas breves que me asaltan de forma intermitente. Ojos feroces de bestias, formas sangrientas, cráneos abiertos y de nuevo ojos de fieras. Son ojos que parecen nacidos de mis entrañas. Cuando abro los míos temblando, me miro las manos. Reviso si mis uñas siguen todavía blandas, si mis dientes siguen todavía romos.

Solo confío en mis pechos. Me gustan mis pechos, pues con ellos no puedo matar a nadie. ¿Acaso las manos, los pies y los dientes, e incluso la lengua y la mirada, no son armas con las que se puede matar y herir a cualquiera? Pero los pechos no. Mientras posea estos pechos redondos, estoy segura. Todavía estoy a salvo. ¿Pero por qué se me están adelgazando de este modo? Ya no son redondos. ¿Por qué será? ¿Por qué me estoy quedando tan flaca? ¿Qué es lo que cortaré con mi cuerpo que me estoy poniendo tan afilada?


Era el piso diecisiete de un apartamento soleado que daba hacia el sur. El edificio de delante le tapaba la vista, pero por detrás se veían las montañas a lo lejos.

—Ya no tengo por qué preocuparme de vosotros. Estáis bien encaminados — manifestó mi suegro, antes de empezar la comida.

Habían comprado el apartamento con las ganancias que daba la tienda de cosméticos que llevaba mi cuñada desde antes de casarse. Había triplicado las dimensiones del local mientras todavía estaba embarazada, y, después de dar a luz, solo se daba una vuelta por las tardes. Como el niño había cumplido tres años hacía poco e iba a preescolar, había comenzado a trabajar de nuevo en la tienda todo el día.

A mí me daba envidia el marido de mi cuñada. Había estudiado arte y se las daba de artista, pero no aportaba nada a la economía familiar. Decían que poseía una herencia. No duraría mucho si no hacía más que gastar y no ganaba dinero. Sin embargo, como su mujer había vuelto a trabajar, él podía dedicarse al arte y vivir sin preocupaciones el resto de su vida. Además, como lo había sido mi mujer, mi cuñada era muy buena cocinera. Cuando vi la mesa puesta y llena de platos deliciosos, se me hizo la boca agua. Al ver el cuerpo proporcionado y relleno de mi cuñada, su amable manera de hablar y sus ojos grandes, lamenté las muchas cosas buenas que me estaba perdiendo de la vida sin darme cuenta.

Sin siquiera comentar a modo de saludo que le parecía bonita la casa ni ofrecerle un cumplido a su hermana por todo el trabajo que se había tomado preparando tanta comida, mi mujer empezó a dar cuenta del arroz y el kimchi en silencio. No había otra cosa que pudiera comer. Como no comía mayonesa, puesto que se hacía con huevos, ni siquiera acercó los palillos a la ensalada de frutas y verduras, a pesar de su apetitoso aspecto.

Debido al largo insomnio que padecía, su cara estaba ennegrecida como un carbón quemado. Cualquier desconocido habría pensado que sufría de una enfermedad grave. Como siempre, no llevaba sujetador y se había puesto una camiseta blanca, así que se traslucían sus pezones como si fueran manchas. Cuando cruzamos la puerta de la casa, mi cuñada se la llevó a su habitación, pero por la cara de desaliento que tenía cuando salió al cabo de un rato, se podía inferir que mi mujer se había negado a ponerse el sostén.

—¿Cuánto os costó la casa?

—... ¿En serio? Ayer entré en una web inmobiliaria y estuve mirando un poco. Entonces esta casa ya ha subido cincuenta millones de wones. Y seguro que subirá muchísimo más el año que viene cuando terminen de construir la estación del metro.


***


—Eres un hombre hábil, cuñado.

—Yo no he hecho nada. Todo lo ha hecho mi mujer.

Mientras el diálogo convencional, amable y realista de los adultos sazonaba la

comida, los niños charlaban en voz alta, se pegaban y comían a dos carrillos.

—¿Tú sola has preparado toda esta comida? —le pregunté a mi cuñada.

—La he estado haciendo poco a poco desde anteayer. Estas ostras fui a comprarlas

y las hice a propósito por Yeonghye, pues sé que a ella le gustan, pero hoy ni siquiera las ha tocado...

Ahogué la respiración. Había comenzado lo que estaba por venir.

—¿Y eso? Oye, Yeonghye, creo que ya te he hablado con suficiente claridad... Después de la severa amonestación que le dirigió mi suegro, mi cuñada le riñó con

buenas palabras:

—¿A dónde quieres llegar? Todos necesitamos ingerir cierta cantidad de

nutrientes... Si quieres ser vegetariana, hazte una dieta más adecuada. Fíjate qué mala cara tienes.

—Yo casi no la reconozco hoy. Estaba enterada de que se había hecho vegetariana, pero no me imaginé que se estaba destrozando la salud —secundó la mujer de mi cuñado.

—Hoy mismo se acabó eso de ser vegetariana. Come esto, esto y esto. Ni que viviéramos en una época de necesidades. Mira la pinta que tienes —dijo con firmeza mi suegra, poniendo delante de mi mujer la carne de ternera a la plancha, el guiso de pollo y los fideos con pulpo.

—¿A qué esperas? ¡Come de una vez! —insistió mi suegro con su voz de trueno.

—Yeonghye, come. Si comes, te nacerán las fuerzas. Una persona normal necesita de energías para vivir. Los monjes aguantan porque hacen una vida contemplativa y viven solos —trató de persuadirla a mi cuñada con palabras suaves.

Los niños observaban a mi mujer con los ojos abiertos como platos. Como si no entendiera a qué venía repentinamente tanto barullo, paseó la mirada por los ojos llenos de preocupación y la cara arrugada de mi suegra, que parecía no haber sido joven nunca, el ceño fruncido y lleno de inquietud de su hermana, la actitud de mero espectador de su cuñado, y la expresión de disgusto, si bien comedido, de su hermano pequeño y su esposa. Esperaba que mi mujer dijera algo. Sin embargo, dejó los palillos sobre la mesa y con este único gesto respondió al pedido unánime y mudo que le lanzaban todas esas caras.

Se levantó un murmullo sordo. Esta vez mi suegra cogió con los palillos un trozo de carne de cerdo agridulce y le dijo poniéndoselo cerca de los labios:

—Venga, abre la boca. Come...


Con la boca cerrada, mi mujer miró a mi suegra con cara de no entender lo que estaba ocurriendo.

—Abre la boca. ¿No te gusta esto? Entonces come esto —dijo mi suegra, cogiendo esta vez un poco de carne de ternera a la plancha. Como mi mujer continuaba con la boca cerrada, dejó la carne y cogió una ostra—. Esto te gusta desde que eras pequeña. Alguna vez me dijiste que te gustaría comer ostras hasta hartarte...

—Sí, yo también lo recuerdo. Por eso siempre que veo ostras, me acuerdo de Yeonghye —la secundó mi cuñada, como si el hecho de que rechazara las ostras fuera lo más preocupante.

Cuando los palillos que sostenían la ostra se acercaron a su boca, mi mujer se echó hacia atrás.

—Vamos, cómetelo de una vez que me duele el brazo...

Le temblaba la mano a mi suegra, como si en verdad le doliera el brazo. Mi mujer optó por levantarse de la silla.

—No voy a comer —dijo con voz firme, abriendo por primera vez la boca.

—¡¿Qué?! —gritaron al unísono mi suegro y mi cuñado, que tenían el mismo carácter explosivo.

La mujer de mi cuñado tiró rápidamente del brazo de su marido para aplacarlo.

—¡Ya no puedo soportar ver esto! ¿Te crees que estoy de broma? ¡Come de una vez! —gritó mi suegro.

Imaginé que mi mujer le respondería algo así como «Lo siento mucho, no puedo comer», pero en lugar de eso habló con calma, sin el menor deje de disculpa:

—Yo no como carne.

Mi suegra dejó caer los palillos. Su rostro envejecido parecía a punto de echarse a llorar. Fluyó un silencio tenso, y a punto de explotar en cualquier momento. Entonces mi suegro cogió los palillos y con ellos agarró un trozo de cerdo agridulce. Dio la vuelta alrededor de la mesa y se puso delante de mi mujer.

Con su cuerpo robusto y endurecido por el trabajo de toda su vida, pero con la espalda encorvada por el paso inevitable de los años, le puso el cerdo agridulce delante de la cara.

—Come, hazme caso que soy tu padre. Te lo digo por tu bien. ¿Qué harás si enfermas por seguir así?

Un enternecedor tono paternal se desprendía de sus palabras y se me humedecieron los ojos sin darme cuenta. Seguramente todos los que estaban allí sintieron lo mismo.

—Padre, yo no como carne —dijo mi mujer, apartando con una mano los palillos de mi suegro, que temblaba en silencio.


Repentinamente la recia mano de mi suegro cruzó el aire y mi mujer se llevó la suya a la cara.

—¡Papá! —gritó mi cuñada, al mismo tiempo que aferraba del brazo a mi suegro.

Como si todavía no se hubiera aplacado su cólera, a mi suegro le temblaban los labios. Sabía que tenía un carácter violento, pero era la primera vez que le veía pegar a alguien.

—Tú, yerno, y tú, hijo, venid aquí.

Me acerqué a mi mujer con pasos vacilantes. El golpe había sido tan fuerte que le había dejado una marca sanguinolenta en la mejilla. Como si justo entonces se hubiera quebrado su serenidad, empezó a jadear.

—¡Sujetadle los brazos!

—¿Qué?

—Cuando por fin empiece a comer, comerá como antes. ¿Dónde se ha visto que

alguien no coma carne en estos días?

Mi cuñado se levantó de su asiento con cara de contrariedad.

—Vamos, hermana, come de una vez. Di que sí y finge que comes. No compliques las cosas. ¿Tienes que llegar a este punto delante de papá?

—¿Quién te mandó hablar? ¡Sostenle el brazo! ¡Y tú también, yerno!

—¡Papá, por favor! —suplicó mi cuñada, sujetándolo del brazo derecho.

Esta vez mi suegro tiró los palillos y tomando el cerdo agridulce con las manos, se

acercó a mi mujer. Ella dio algunos pasos titubeantes hacia atrás, pero su hermano la detuvo.

—Vamos, come, colabora. Cógelo tú misma y cómetelo.

—Papá, no hagas eso —le suplicó mi cuñada.

Como la fuerza con la que mi cuñado sostenía a mi mujer era mayor que la fuerza

con que mi cuñada sostenía a su padre, este se soltó de su hija y acercó el cerdo agridulce a la boca de mi mujer. Con los labios firmemente cerrados, ella lanzó un quejido. Parecía que quería decir algo, pero que no podía hacerlo por miedo a que la carne entrara en su boca.

—¡Papá! —gritó mi cuñado, tratando de disuadir a su padre, pero sin atreverse a soltar a mi mujer.

—Mmm... ¡Mmm!

Mi suegro aplastó el cerdo agridulce contra la boca de mi mujer, que se agitaba penosamente. Con sus dedos recios, le abrió los labios, pero no pudo hacer nada para entreabrir los dientes fuertemente cerrados. Ciego de cólera, volvió a pegarle una bofetada.

—¡Papá!


Mi cuñada se abalanzó y lo abrazó por la cintura, pero en el instante en que se le abrió la boca a mi mujer, él le introdujo a la fuerza el trozo de cerdo agridulce. Ante la embestida, mi cuñado le soltó el brazo y ella escupió la carne lanzando un bramido. Fue un alarido de bestia el que salió de su boca.

—¡¡Dejadme!!

Se agazapó como si fuera a salir corriendo por la puerta, pero en lugar de eso se dio la vuelta y cogió el cuchillo de la fruta que estaba sobre la mesa.

—Yeo... Yeonghye...

La voz quebrada de mi suegra cortó el brutal silencio. Los niños dejaron escapar el llanto que habían estado conteniendo.

Apretando los dientes y mirando a los ojos a cada uno de los presentes, mi mujer alzó el cuchillo:

—¡Hay que impedírselo!

—¡Cuidado!

Un chorro de sangre brotó de su muñeca como de una fuente y llovió sobre los

platos blancos. Se desplomó con las rodillas dobladas y el marido de mi cuñada, que hasta entonces se había quedado sentado sin hacer nada, le quitó el cuchillo.

—¿A qué esperas? ¡Trae una toalla! —gritó.

Haciendo gala de su experiencia en las fuerzas especiales de asalto, contuvo con destreza la hemorragia de la muñeca y luego alzó a mi mujer sobre sus espaldas.

—¡Baja rápido y pon en marcha el coche! —gritó dirigiéndose a mí.

Busqué a tientas mis zapatos. Después de equivocarme dos veces, pude calzármelos por fin y salir por la puerta del apartamento.

***

... el perro que me mordió está atado a la motocicleta de papá. Quemaron los pelos de su cola y me los pusieron en la herida de la pantorrilla, cubriéndolos con una venda. Tengo nueve años y estoy de pie delante de la puerta de casa. Es un caluroso día de verano. Aunque esté quieta, estoy empapada en sudor. El perro tiene la lengua fuera colgando de la mandíbula y respira agitado. Es un perro blanco más grande que yo y muy bonito. Antes de que mordiera a la hija de su amo, era conocido en todo el barrio por su inteligencia.

Mientras lo chamusca colgado de un árbol, papá dice que no le pegará, pues había escuchado en alguna parte que la carne de los perros que mueren corriendo es más tierna. Papá pone en marcha el motor y la motocicleta comienza a correr. El perro también. Da vueltas por las calles haciendo siempre el mismo camino. Sin moverme, permanezco de pie ante la puerta viendo como el perro se va agotando poco a poco, resollando fuerte y con los ojos desorbitados. Cada vez que mi mirada se encuentra con sus ojos brillantes, los míos se agrandan.

«Perro malo, ¿cómo pudiste morderme?».

Al dar la quinta vuelta, sale espuma de la boca del perro y se escurre un hilo de sangre de la cuerda que amarra su cuello. Gime de dolor y corre arrastrándose. A la sexta vuelta, vomita una sangre negruzca. Sangra por el cuello y por la boca. Con la espalda bien derecha, observo cómo le corre la sangre mezclada con la espuma y cómo centellean sus ojos. Espero verlo aparecer en la séptima vuelta, pero veo en su lugar a papá que lo trae todo estirado en la parte de atrás de la motocicleta. Sus patas cuelgan inertes y sus ojos están abiertos y sanguinolentos.

Aquella noche hubo un banquete en casa. Vinieron todos los hombres del mercado a los que papá conocía. Como todos decían que debía comer la carne del perro que me había mordido para que se me curara la herida, yo también comí un bocado. En realidad, me comí un cuenco entero del guiso mezclado con arroz. Me llenó la nariz el olor a perro que las semillas de perilla no lograban tapar. Recuerdo sus ojos reflejándose en la sopa, los ojos con los que me miraba cuando vomitaba sangre con espuma. No me importó. De verdad, no me importó en absoluto.

***

Las mujeres permanecieron en casa calmando a los niños asustados, mi cuñado se quedó cuidando de mi suegra que cayó desmayada, mientras el marido de mi cuñada y yo llevamos a mi mujer al servicio de urgencias del hospital más cercano. Solo cuando pasó la situación de emergencia y fue trasladada a una habitación para dos personas, nos dimos cuenta de que llevábamos las ropas manchadas de sangre coagulada.

Dormía con una aguja de suero inyectado en el brazo derecho. El marido de mi cuñada y yo nos quedamos mirando su rostro dormido, como si allí estuviera escrita la solución a esta situación inaudita, como si fuera posible descifrar la respuesta si nos quedábamos así.

—Vete a casa —le dije.

—Está bien... —dijo él.

Pareció querer decir algo más, pero se calló. Saqué un par de billetes de diez mil wones que pesqué del bolsillo y se los tendí.

—No te vayas así, cómprate una camisa en la tienda.

—¿Y tú? Ah, luego cuando venga mi mujer, le diré que te traiga alguna ropa mía.


Hacia el anochecer, llegaron mi cuñada y mi cuñado con su mujer. Dijeron que mi suegro seguía tratando de calmarse y que mi suegra insistió en venir, pero se lo impidieron terminantemente.

—¿Cómo ha podido suceder algo tan terrible? ¡Y delante de los niños! —dijo la mujer de mi cuñado. Parecía que hubiera estado llorando, pues se le había borrado el maquillaje y tenía los ojos hinchados. Y siguió diciendo—: El suegro se ha pasado y mucho. ¿Cómo ha podido pegar a su hija de ese modo y delante de su marido? ¿Le había pegado antes?

—Ya sabes el carácter que tiene... Y eso que ahora con la edad está más tranquilo... —le respondió mi cuñada—. Es que Yeonghye jamás le había alzado la voz. Eso le habrá hecho perder los estribos.

—El suegro se pasó queriendo hacerle comer carne a la fuerza, ¿pero ella tenía que rechazarlo de ese modo? ¿Y por qué cogió el cuchillo? Nunca vi nada semejante. No sé si podré volver a mirarla a la cara —siguió protestando la esposa de mi cuñado.

Mientras mi cuñada se quedaba cuidando de mi mujer, me puse la camisa de su marido que me había traído y me fui a una sauna que estaba cerca. La sangre coagulada se borró enseguida con el agua tibia de la ducha. Era una situación repugnante. No parecía real. Más que susto o desconcierto, sentía que detestaba con todas mis fuerzas a mi mujer.

Después de que se fueran todos, nos quedamos en la habitación una estudiante, que había sido internada por una rotura intestinal, sus padres, mi mujer y yo. Permanecí junto la cabecera de la cama, sintiendo cómo me echaban miradas de soslayo y cuchicheaban entre sí. Pronto acabaría este largo domingo y sería lunes, entonces ya no tendría que quedarme a su lado. Mañana vendría para estar con ella mi cuñada y pasado mañana le darían el alta. Eso significaba que tendría que quedarme en casa a solas con esta extraña y aterradora mujer. Me resultaba difícil aceptarlo.

Volví al hospital al día siguiente a las nueve de la noche. Mi cuñada me recibió con una sonrisa.

—Estarás cansado...

—¿Y el niño?

—Está con su padre.

Si hubiera tenido la oportunidad de irme de copas después del trabajo, no habría vuelto a esa hora al hospital. Sin embargo, como era lunes, la ocasión no se presentó. Además, hacía poco que habíamos concluido un proyecto importante, así que tampoco había motivos para hacer horas extras.

—¿Y mi mujer?

—Ha dormido todo el tiempo, pero no responde cuando le hablo. Eso sí, ha comido bien... Creo que se repondrá pronto.

Siempre me conmovía el particular modo de hablar lleno de consideración de mi

cuñada, y eso calmó en buena medida mi estado de ánimo. Después de que ella se marchase y pasase un rato, me estaba aflojando la corbata mientras pensaba en ir a lavarme, cuando alguien llamó a la puerta de la habitación. Era mi suegra, a quien no esperaba.

—No sé cómo pedirte disculpas... —fue lo primero que me dijo al acercarse. —No diga eso. ¿Cómo está usted?

Mi suegra exhaló un largo suspiro.

—Las cosas que tengo que sufrir a mi edad... —diciendo esto, me tendió una bolsa de papel.

—¿Qué es esto?

—Lo preparé en casa antes de venir a Seúl. Pensé en lo desnutridos que estaríais

después de meses sin comer carne... Coméoslo juntos. Es caldo de cabra negra. Lo he traído a escondidas para que no se entere mi otra hija, que seguro que no me hubiese dejado.

Dáselo a Yeonghye y le dices que es un buen remedio. Lo he hecho con muchas hierbas medicinales, así que seguramente no olerá mal. Parece un fantasma con lo delgada que está y encima ha perdido mucha sangre...

Su obstinado amor maternal me exasperó.

—Aquí no hay un horno microondas, ¿no? Voy a preguntar en la sala de enfermeras —dijo ella, saliendo con uno de los muchos sobres de plástico en los que estaba envasado el caldo.

Sintiendo que mi ánimo, que se había apaciguado gracias a mi cuñada, volvía a exaltarse, estrujé con fuerza la corbata. Un rato después se despertó mi mujer. Pensé que era mejor que hubiera despertado ahora y no cuando me encontraba a solas con ella, así que me alegré de que estuviera mi suegra.

Antes que en mí, que estaba sentado a los pies de la cama, mi mujer fijó la vista en su madre. Esta, que estaba entrando en la habitación, hizo un gesto de alegría, pero la expresión de mi mujer era inescrutable. Como había dormido todo el día, se veía apacible y, quizá gracias al suero intravenoso —o tal vez por la hinchazón—, su rostro lucía sano y sonrosado.

Mi suegra le cogió la mano, mientras sostenía en la otra un vaso de papel con caldo humeante.

—Hija... —exclamó mi suegra con los ojos llenos de lágrimas—. Toma un poco de esto. Mira qué cara tienes.

Mi mujer cogió el vaso obedientemente.


—Es medicina. Mandé que la preparasen para que te pongas fuerte. ¿Te acuerdas? Lo tomaste una vez antes de casarte.

—No es medicina —dijo mi mujer sacudiendo la cabeza, después de acercar la nariz al vaso. Con una expresión serena y triste, con los ojos llenos de algo que parecía ser lástima, le devolvió el vaso a mi suegra estirando el brazo.

—De verdad que es medicina. Tápate la nariz y tómatelo de un trago.

—No quiero.

—Bébetelo. Te lo pide tu madre. Se les hace caso hasta a los muertos, ¿no le vas a

hacer caso a tu madre?

Y diciéndole esto, le acercó el vaso a la boca.

—¿De verdad es medicina?

—Te digo que sí.

Después de dudarlo un poco, se tapó la nariz y tomó un sorbo del líquido negro.

Con la cara llena de alegría, mi suegra la animó diciendo «un poco más, un poco más». Debajo de los párpados arrugados, le brillaban los ojos.

—Me lo tomaré más tarde —dijo mi mujer, tendiéndose de nuevo en la cama.

—¿Qué quieres comer? ¿Quieres que vaya a comprar algo dulce para quitarte el sabor amargo de la boca?

—No, gracias.

Sin embargo, mi suegra me preguntó dónde estaba la tienda del hospital y salió precipitadamente de la habitación. Mi mujer se quitó la manta y se levantó.

—¿A dónde vas?

—Al baño.

La seguí sosteniendo la bolsa del suero. Me pidió que la colgara dentro del baño y cerró la puerta. Después de unas arcadas, vomitó todo lo que tenía en el estómago. Salió del baño con pasos vacilantes. Olía a ácidos estomacales, a comida rancia. Como no le había sujetado la bolsa del suero, la traía en la mano izquierda, que tenía vendada y, como no la llevaba lo suficientemente alta, la sangre había comenzado a refluir. Caminando con pasos titubeantes, cogió del suelo la bolsa que contenía los sobres de caldo de cabra negra. Lo hizo con la mano derecha, donde tenía clavada la vía, pero no pareció importarle. Salió de la habitación, pero no quise comprobar lo que haría con la bolsa.

Un rato después entró de forma precipitada mi suegra, abriendo con tanta violencia la puerta que hizo fruncir el ceño a la estudiante y a su madre. En una mano traía un paquete de galletas y en la otra sostenía la bolsa de papel, que estaba visiblemente manchada con el caldo negro que había estallado.

—¿Por qué te quedaste mirando? ¿No sabías lo que ella iba a hacer? —me reprochó mi suegra. Me entraron ganas de salir corriendo de la habitación para irme a mi casa.

—¿Sabes cuánto cuesta esto? ¿Y lo has tirado? ¡Es dinero ganado con el sudor de la frente de tus padres! ¿Y tú eres mi hija?

Mi mujer estaba en el umbral de la habitación con la espalda encorvada. Vi la sangre roja que refluía y entraba en la bolsa del suero.

—Mira el aspecto que tienes. Si no comes carne, te devorará el resto del mundo. ¡Mírate al espejo! ¡Mira qué cara tienes!

La voz estridente de mi suegra se quebró finalmente en un sollozo contenido. Sin embargo, como si estuviera viendo el rostro de una persona desconocida, mi mujer pasó de largo y se tendió en la cama. Se subió la manta hasta el pecho y cerró los ojos. Entonces colgué en su lugar la bolsa de suero, que estaba llena hasta la mitad de sangre escarlata.

*

No sé por qué llora esa mujer. No sé por qué me mira tan fijamente como si quisiera comerme la cara. No sé por qué acaricia con manos temblorosas la venda de mi muñeca.

Mi muñeca está bien. No me duele. Lo que me duele es el pecho. Tengo algo atascado en la boca del estómago. No sé qué es. Siempre está ahí. Ahora siento esa pesada masa a todas horas aunque no lleve el sujetador. Por más que respiro profundamente, no se me aligera el pecho.

Son gritos, alaridos apretujados, que se han atascado allí. Es por la carne. He comido demasiada carne. Todas esas vidas se han encallado en ese sitio. No me cabe la menor duda. La sangre y la carne fueron digeridas y diseminadas por todos los rincones del cuerpo y los residuos fueron excretados, pero las vidas se obstinan en obstruirme el plexo solar.

Por una vez, una sola vez, quisiera gritar con todas mis fuerzas. Quisiera salir corriendo por la oscura ventana. ¿Entonces podré desembarazarme de esa masa que me obstruye el pecho? ¿Será eso posible?

Nadie puede ayudarme.

Nadie puede salvarme.

Nadie puede hacerme respirar.

*


Cuando volví, después de acompañar a mi suegra a coger un taxi, la habitación estaba a oscuras. Exasperadas por el escándalo, la estudiante y su madre habían apagado temprano la televisión y la luz, y habían corrido la cortina que había entre las camas. Yo me encogí en la cama suplementaria e intenté dormir. No sabía cómo ni desde dónde empezar a desenredar ese embrollo. Una cosa estaba clara: no podía dejar que me pasara esto.

Sin darme cuenta me dormí y tuve un sueño. Estaba matando a alguien. Después de clavarle el cuchillo, le rajaba el vientre y le sacaba los largos y sinuosos intestinos. Como si fuera un pescado, le quitaba la carne y los músculos gelatinosos y le dejaba solo los huesos. Sin embargo, en el instante en que me desperté, olvidé a quién había matado.

Era todavía de madrugada y estaba oscuro. Llevado por un extraño impulso, levanté la manta con la que estaba cubierta mi mujer. La toqué a tientas en medio de las tinieblas. No estaba empapada en sangre ni tenía las entrañas revueltas. En la cama de al lado se escuchaba una respiración fuerte y siseante, pero mi mujer estaba en completo silencio. Extendí temblando el dedo índice y se lo puse debajo de la nariz. Seguía viva.



Cuando volví a despertarme, la claridad inundaba la habitación.

—Usted estaba tan profundamente dormido que ni se enteró de que traían la comida —comentó la madre de la estudiante, con un deje de preocupación en la voz.

Miré la bandeja de la comida sobre la cama. ¿Dónde se había ido mi mujer sin siquiera probar bocado? Se había arrancando el suero, y la aguja manchada de sangre colgaba del largo tubo de plástico.

—¿A dónde se ha ido mi mujer? —pregunté, limpiándome la marca de saliva de la comisura de los labios.

—Cuando nos despertamos, ya no estaba.

—¿Cómo? Me podría haber despertado...

—Es que dormía usted tan profundamente... Pensamos que alguna razón tendría... —dijo la madre de la estudiante, poniéndose roja, como si estuviera perpleja o quizá irritada.

Me arreglé un poco la ropa y salí corriendo. Eché rápidos vistazos aquí y allá mientras cruzaba el largo pasillo y pasaba junto al ascensor, pero mi mujer no estaba por ninguna parte. Me inquieté. Había avisado a la compañía de que llegaría dos horas más tarde al trabajo para poder tramitar durante ese tiempo la salida del hospital. En el camino de vuelta a casa, pensaba decirle a mi mujer —y a mí mismo— que todo había sido un mal sueño.



Cogí el ascensor hasta la planta baja. Tampoco estaba en el vestíbulo. Cuando salí sin resuello al jardín, después de mirar por todos lados, había pacientes que daban un paseo después de desayunar. Estaban tomando el fresco de la mañana. Parecían cansados y tristes, como si fueran pacientes que llevaban ingresadas muchos días, pero también apacibles. Cuando me acerqué a la fuente que estaba seca, vi que había un tropel de personas reunidas murmurando cosas entre sí. Me adelanté un poco apartando a la gente.

Mi mujer estaba sentada en el banco contiguo a la fuente. Se había quitado la bata y se la había puesto sobre las rodillas, dejando al aire sus delgadas clavículas y sus escuálidos senos con los pezones de color marrón claro. Se había quitado la venda de su muñeca izquierda y se lamía la herida lentamente, como si se le escurriera la sangre. El sol bañaba su rostro y su torso desnudo.

—¿Desde cuándo está así?

—¡Dios mío! Debe de haberse escapado de la unidad psiquiátrica. ¡Tan joven! —¿Qué tiene en la mano?

—No tiene nada.

—No, sostiene algo con fuerza.

—¡Ah, miren allí! ¡Ya era hora de que vinieran!

Cuando volví la cabeza, venían corriendo hacia nosotros un enfermero y un guardia de seguridad con las caras muy serias.

Me quedé mirando la escena como si fuera un desconocido, como si fuera uno de los tantos curiosos allí reunidos. Miré el rostro cansado de mi mujer, sus labios manchados de sangre como si se le hubiera corrido el pintalabios. Sus ojos que miraban fijamente a la muchedumbre y que brillaban como si estuvieran húmedos, se encontraron con los míos.

Pensé que no conocía a esa mujer. Era verdad, no era mentira. Sin embargo, por la inercia del sentido de la responsabilidad, me acerqué a ella moviendo a la fuerza mis piernas rígidas.

—¿Qué estás haciendo? —le susurré en voz baja y le tapé su pecho esmirriado con la bata que tenía sobre las rodillas.

—Tenía calor... —respondió sonriendo ligeramente. Era la sonrisa simple que la caracterizaba y que yo había creído conocer tan bien—. Me la quité porque tenía calor.

Levantó la muñeca izquierda que mostraba de forma clara el tajo que se había hecho con el cuchillo y se la puso sobre la frente para taparse del sol.

—¿He hecho mal?

Abrí a la fuerza los dedos de su mano derecha, que estaban cerrados. Un pájaro que tenía cogido del cuello cayó al banco. Era un pequeño ojiblanco al que le faltaban muchas plumas. Tenía una feroz marca de dientes de la que manaba visiblemente la sangre roja, como si hubiera sido mordido por un depredador.


Han Fang

La vegetariana, pp. 31-47



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