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martes, 24 de septiembre de 2024

Mario Jurshi Durán / Tóxico

 


Mario Jurshi Durán

TÓXICO 


A propósito de cierto clásico del siglo XIX, le oí decir a una promotora de lectura que «no era recomendable porque el amor entre Anna Karenina y el conde Vronsky es demasiado tóxico».

La observación me ha seguido dando vueltas en la cabeza. Es evidente que la idea tradicional de la lectura está experimentando una transformación vertiginosa. Lo que antes era un instrumento refinado para explorar la otredad, hoy parece haberse convertido en un espejo identitario. Al parecer, una obra de ficción sólo tiene valor si el lector puede identificarse con sus protagonistas y encontrar en ellos un «reflejo de su alma». Ya no se trata tanto de que personajes como Anna Karenina y el conde Vronsky deban ser modelos de virtud (aunque también), sino de que actúen conforme a los valores del lector y promuevan aquello que considera esencial en su visión del mundo.

Es inevitable preguntarse: ¿qué busca esta gente en la literatura? Desde sus orígenes, la ficción se ha planteado como una exploración de la psique humana. Quien lee una novela o un cuento sabe de antemano que no va a encontrar una reiteración de lo que se considera bueno y justo, sino un examen de los abismos, las profundidades, lo monstruoso y lo sublime de la condición humana. Por eso, la gran literatura siempre ha estado asociada a la mayoría de edad. Leer ficción exige apartarse de la visión maniquea propia de la infancia y abrirse a una perspectiva más compleja y cambiante de la existencia.

Hoy en día, sin embargo, se insiste cada vez más en que la literatura debe funcionar como catecismo, educación en la fe o incluso autoayuda. El término «tóxico» encaja perfectamente con este nuevo ideal de lectura. «Que tiene una influencia nociva o perniciosa sobre alguien. Un novio tóxico. Una relación tóxica», dice el diccionario académico. Siguiendo esta lógica, las novelas o personajes «tóxicos» serían aquellos que transmiten una moral o unos valores inadecuados, que obstaculizan el crecimiento y desarrollo del lector como ser humano.

No cabe duda de que muchos promotores de lectura se distancian de estas frivolidades. Sin embargo, preocupa ver cómo tantos —booktubers, talleristas, escritores, profesores (y la lista sigue)— parecen empeñados en propagar una visión de la ficción más insidiosa que cualquier veneno. A la luz de los resultados, no hay nada más tóxico que aquellos para quienes lo «tóxico» es el criterio definitivo para juzgar el valor de la literatura.




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